
Nuevo Orden Mundial
Capítulo 1
Nuevo Orden Mundial / The King of Pain
El mundo no era perfecto. Nunca lo había sido, pero Sam Wilson sabía que ya no podría volver a lo que era antes. Tal vez algunos intentaban reconstruirlo, restaurarlo a su versión anterior, pero el mundo después del Blip era la nueva normalidad.
Aún se preguntaba si haber desaparecido con el chasquido había sido una bendición o una maldición. No sabía si habría sido capaz de soportar los cinco años de vacío, de ausencia, de pérdida.
Había aprendido a reconocer el dolor en la mirada de los que se quedaron. Era el mismo que había visto en soldados que regresaban de la guerra. Un agotamiento extremo, un tormento persistente, incluso después de haber recuperado a sus seres queridos.
Sin embargo, Sam conocía a alguien que parecía inmune a los efectos de la guerra sobre la mente.
O al menos eso era lo que creía él.
Nunca había conocido a alguien más desinteresado y más dispuesto a sacrificarse que Steve Rogers.
Sabía que un supersoldado tenía límites muy distintos a los de un humano común, pero Steve sabía cómo llevarlos todos y cada uno de ellos hasta un extremo.
Después de la batalla con Thanos, Steve pasó una semana entera sin dormir, ayudando a reconstruir el mundo. No hablaba de ello, no se quejaba, solo seguía adelante. Ayudando a la gente. Imparable.
Las ojeras debajo de sus ojos eran imposibles para un ser humano, y sin embargo, él las portaba con orgullo.
Una noche, Sam lo vió bajo las luces cálidas de un refugio improvisado. Steve se sentó en una esquina por un segundo para recuperar el aliento. Sus codos se encontraban sobre las rodillas, con la cabeza inclinada. Sam pensó que estaba tomando aire, pero cuando se acercó, se dio cuenta de que Steve había cerrado los ojos.
Por un instante su cuerpo cedió al cansancio. Su respiración se hizo más lenta. Sus hombros cayeron.
Entonces Bucky le llamó desde fuera y él se puso de pie como si nada, siguiendo adelante.
Sam nunca le dijo que lo había visto. Pero nunca lo olvidó: Steve era un hombre como él.
Ahora estaban volando hacía África, y mientras Sam miraba las nubes alejarse a través de la ventana del jet, no pudo evitar notar la inmensa tristeza que Steve cargaba consigo en momentos como estos. El momento antes de la misión.
Seis meses habían pasado desde que la mitad del mundo regresó y la paz aún parecía un concepto lejano. Las zonas colapsadas continuaban sumidas en el caos: peleas por territorio, recursos, poder. La escasez de comida, agua y medicinas seguía siendo un problema que ni la ONU ni los gobiernos habían logrado resolver. Y Steve… Steve llevaba ese problema encima como si fuera suyo. Sam lo veía en su mandíbula tensa, en las ojeras que ni el suero podía borrar.
Se dirigían a Túnez, donde un grupo extremista había tomado como rehenes a trabajadores y voluntarios humanitarios, incluyendo a Vassant, un capitán de la Fuerza Aérea.
La historia era simple, el capitán Vassant de las fuerzas aéreas y su equipo había acudido tras una señal de auxilio de la ONU en el Medio Oriente, sin embargo, su avión fue interceptado por la organización terrorista LAF, con el capitán secuestrado y su equipo desaparecido.
Exigían que nadie interviniera, asegurando que esas tierras ya tenían dueño y que la ayuda extranjera no era bienvenida. El gobierno local no podía arriesgarse a un conflicto armado, y la ONU tampoco quería escalar la situación.
Así que ahí es donde entraban ellos.
Debían rescatar a los rehenes antes de que fueran ejecutados y rescatar al equipo y el avión tomados.
Fácil.
Cosa de todos los días.
La voz de Steve lo sacó instantáneamente de su cabeza.
—Sam, ¿podemos iniciar el reconocimiento?
Había llegado el momento de empezar.
—Sí, Cap —asintió enérgico.
Levantándose de su asiento, Sam se acercó a la plataforma de descarga del avión, que se abrió con un estruendo metálico.
El viento se filtró entre ellos y Redwing salió. La plataforma se cerró detrás de él.
Sam regresó junto a Steve, que analizaba una tablet en sus manos.
La pantalla mostraba el vídeo de la cámara en infrarrojo de Redwing, que volaba sigilosamente a través del desierto. Tras unos segundos, llegó a las ruinas de un antiguo fuerte, la actual base de operaciones de LAF.
El dron comenzó con el escaneo, y lo que les mostró no se veía esperanzador.
Primero, las torres de vigilancia. Había demasiadas. Más de las que esperaban.
Después, la estructura principal. Las figuras en infrarrojo se habían multiplicado más allá de lo que esperaban.
Y luego estaban los rehenes.
—Esto no se ve bien —dijo Sam, inclinado sobre la pantalla—. Hay más de treinta personas en el primer piso. Y… demonios, hay más guardias de los que creíamos.
Era un número más elevado del que habían contemplado, pero la misión ya había comenzado.
—Bucky, dime si estás listo—preguntó Steve a través de su intercomunicador.
A unos metros de la entrada principal, Bucky avanzaba con calma, disfrazado como un mercenario más. Su gabardina cubría completamente su brazo de vibranium, y un rifle colgaba de su hombro para reforzar su disfraz.
Caminaba entre los guardias con la precisión de alguien que sabía exactamente cuántos pasos los separaban de la primera bala.
—Listo cuando ustedes lo estén —murmuró con calma, sin detenerse.
Ya solo quedaba una cosa más por verificar: sus ojos en la tierra.
Joaquín Torres.
Un oficial de la Fuerza Aérea con quien Sam ya había compartido varias misiones, se había unido a ellos por cuenta propia cuando los vió ayudando en los conflictos de zonas armadas en las noticias.
Desde la colina, en su jeep descubierta, Joaquín escuchaba las transmisiones del enemigo, interceptando cada palabra.
—Tenemos un problema —dijo, a través de la señal—. Los rehenes están en movimiento.
Silencio en la línea.
—Tienen una ejecución programada en diez minutos —continuó—. Y la están transmitiendo en vivo.
La tensión en la línea se volvió palpable, pero Steve reaccionó de inmediato.
—Entonces la prioridad es la transmisión —ordenó Steve, su voz firme—. Nadie tiene que morir hoy.
Pero Joaquín aún no terminaba de dar las malas noticias.
—Y… el helicóptero de Vassant acaba de despegar.
Steve no se inmutó, su concentración era absoluta, su mente ya trabajaba en la estrategia.
—Torres, dime que puedes interceptar esa transmisión.
Joaquín reaccionó de inmediato.
—Dalo por hecho, Cap —la emoción en su voz resonó en la línea.
El Capitán América intercambió una mirada con Sam, la decisión brillaba en sus ojos. Estaba listo.
—Tendremos que separarnos. Yo iré tras los rehenes, tú tras el avión.
Sam asintió.
—Sí, estoy de acuerdo. Que Barnes y Torres te cubran desde tierra.
El Capitán se levantó del asiento y caminó hacia la plataforma de descarga. La arena golpeó el interior del avión cuando abrió la compuerta, el aire caliente los envolvió inmediatamente.
—Haz que Redwing analice el helicóptero, dinos lo que necesites—le decía a través del sonido del viento.
Se ajustó la correa del escudo con un movimiento seguro.
—Nos vemos en un rato, Sam.
Y sin más, saltó.
Sam sonrió. No se iba a quedar atrás.
Sus pasos resonaron contra la plataforma de metal en el momento en el que corría tras Steve, lanzándose al vacío mientras sus alas se desplegaban.
Mientras Steve descendía y Sam planeaba, no pudo evitar notar la postura relajada en el cuerpo del capitán, como si conforme cayera, no hubiera ninguna preocupación ni problema en su mente.
La guerra nunca lo quebró. La paz nunca lo retuvo.
A unos kilómetros, el helicóptero secuestrado avanzaba sobre el horizonte.
Activó su propulsor, ajustando el ángulo de sus alas para elevarse a los cielos. El calor sofocante del desierto recorrió su piel.
Redwing lo alcanzó al instante, volando junto a él mientras se acercaban a la aeronave, esperando su orden.
Un rápido análisis del helicóptero le reportó cuatro tripulantes, eso fue suficiente para darle un rápido comando al dron, que se lanzó hacia la nave, alzándose hacía el rotor principal, produciendo una breve luz mientras cortaba la esclusa de aire con su láser.
Sus alas se replegaron, cortando el aire mientras se lanzaba hacía el helicóptero.
El viento rugió a su alrededor.
El calor se intensificó.
En un instante, sus manos se aferraron al metal frío del fuselaje. Se deslizó hasta quedar tendido sobre la superficie, escuchando.
Nada.
Aún no lo habían detectado.
Era el momento.
Con un movimiento preciso, se deslizó por la abertura e irrumpió en la cabina.
El golpe de sus botas contra el metal resonó en el espacio cerrado, delatándolo.
Alguien giró al instante y un destello de acero lo hizo ponerse en movimiento.
Sam se movió sin pensar, sus alas se extendieron en un instante, convirtiéndose en un escudo contra la rafaga de balas que se precipitaban hacía él.
Era hora de pelear.
Las balas chocaron contra sus alas en un estruendo metálico, sus piernas ardieron mientras avanzaba en medio del impacto directo de la rafaga contra su espalda.
El metal desviaba los proyectiles en ángulos erráticos hacía la cabina.
Y entonces, un silbido cortante interrumpió el ataque.
Un grito ahogado se elevó sobre el silencio.
El helicóptero se inclinó bruscamente a la derecha.
Mientras se equilibraba para no caer, comprendió la escena frente a él.
El piloto se había desplomado sobre los controles, una bala lo había perforado justo en el cuello.
El avión había sido condenado.
Sam reaccionó de inmediato, lanzándose hacia los controles.
En ese momento noto a los dos soldados inconscientes en los asientos, sujetos por arneses. Y a un lado de ellos, estaba el capitán Vassant, con las manos atadas, miraba con ojos inyectados en terror.
—Capitán, ¿qué sucedió? —preguntó desconcertado mientras se apresuraba a desatarlo.
Pero un fuerte estruendo metálico lo hizo girar la cabeza. La puerta de la cabina del helicóptero se había abierto.
Y antes de que pudiera llegar al capitán un cuerpo se abalanzó sobre él.
Un puño le impactó justo en el estómago, sacándole todo el aire de los pulmones.
Observó a su atacante y lo reconoció de inmediato.
Batroc.
El mercenario le sonrió antes de lanzarle otro golpe, pero él lo bloqueó con sus antebrazos.
Batroc no le dejó tomar aliento, una rápida sucesión de puñetazos y patadas que bloqueaba en el momento preciso.
Guardó su energía. Esperó una apertura.
Pero los sonidos de advertencia del helicóptero anunciaban su colapso inminente.
Y él quiso evitarlo.
Dio un paso en falso.
Error.
Batroc lo adivinó.
Y entonces fue arrojado contra la pared metálica, produciendo al instante un dolor sordo sobre su flanco.
—Tienes aguante, Wilson—la voz de Batroc era burlona, relajada, como si ya hubiera ganado.
Sam sintió el crujido de una costilla.
La silueta del mercenario se posaba sobre él.
Pero Batroc lo ignoró y se dirigió hacía el Capitán Vassant, tomándolo a la fuerza.
Lo sujetó de su arnés, y sin siquiera hacerle caso a Sam, saltó del helicóptero.
—Maldito seas… —gruñó Sam, comprendiendo demasiado tarde.
Se incorporó, ignorando la punzada sobre su flanco izquierdo, para seguir la escena con sus propios ojos.
Batroc sujetaba fuertemente al capitán por el arnés mientras se desplazaba por los cielos.
Pero ahora… no estaba solo. Ahora dos hombres con propulsores lo escoltaban.
Tenía que ir tras ellos, pero antes tenía que encargarse de los agentes inconscientes.
—Necesito un equipo de rescate en mi posición —dijo a través de su auricular—. Tengo a dos soldados inconscientes de las Fuerzas Aéreas.
Al instante, Joaquín le respondió.
—En camino.
Sin hacer caso del dolor en su tórax, se lanzó a la cabina, desatando los arneses de ambos hombres y arrastrandolos hacía el pasillo.
El helicóptero tembló violentamente.
—Redwing, llevalos a una zona segura.
El dron se deslizó a su lado, emitiendo un pitido de confirmación.
—Bien. Ejecuta el Protocolo de Rescate.
Las pequeñas pinzas mecánicas de Redwing sujetaron a los agentes, asegurándose con cables de emergencia.
Redwing los cargo, protegiendolos mientras descendían hasta tierra firme.
Un convoy se dirigía hacía su posición, dejando una estela de arenas detrás de sí. Joaquín ya estaba en camino para recuperarlos.
Eso era suficiente.
Sin perder más tiempo, se lanzó al aire, desplegando sus alas mientras su propulsor lo llevaba de vuelta a Batroc.
Sus ojos estaban fijos en el grupo que se alejaba.
Activó su propulsor a la máxima potencia. El viento silbaba sobre sus oídos, mientras que el aire acariciaba sus brazos descubiertos.
Primero tenía que encargarse de los escoltas.
Los trajes de esos criminales no eran nada comparado con su exoesqueleto Falcon y rápidamente se puso a la par.
Escaneó a los hombres y pudo notar un defecto claro era la anilla de seguridad del paracaídas en los trajes.
Aprovechó la ventaja y se elevó sobre ellos.
Sus ojos se centraron sobre uno de los escoltas. Entonces contrajo sus alas y se dejó caer.
Con un movimiento calculado, cuando estuvo al nivel del hombre, tiró de la anilla del paracaídas.
El paracaídas blanco se extendió en los cielos, jalando al hombre en una espiral fuera de control, alejandolo del grupo.
Con un hombre neutralizado, Sam regresó su atención a los otros dos.
Estructuras anaranjadas daban paso a un acantilado frente a él. Los hombres aprovecharon para escudriñarse entre ellas en un intento por perder a Sam.
La frontera con Libia estaba cerca.
Estaba en problemas.
Sam apretó la mandíbula y se sumergió entre los acantilados de Túnez, cortando el aire en una persecución frenética. La brisa caliente chocaba contra su traje mientras esquivaba rocas y desfiladeros con reflejos afilados. Los agentes intentaban perderlo, maniobrando en el aire.
Pero Sam era más rápido.
Justo cuando creía que los estaba alcanzando, escuchó disparos que impactaron sobre las rocas, levantando nubes de polvo.
Dos helicópteros emergieron desde el horizonte, abriendo fuego sin previo aviso.
—¡Maldición! —gruñó, virando hacia la derecha.
Los disparos destrozaban las piedras a su alrededor mientras él se movía entre los riscos, esquivando a velocidad milimétrica.
Redwing se lanzó a los cielos incluso antes de que Sam lo ordenara y eso le dio una rápida idea.
—Redwing, apunta a la hélice —gritó.
El dron se lanzó al primer helicóptero. Su láser cortó los rotores y el impacto fue inmediato: la nave giró fuera de control y se estrelló, levantando una nube de arena
Sam aprovechó la conmoción para encargarse del segundo.
Tomó impulso desde arriba y con una patada rompió la ventanilla, entrando a la cabina. El tirador dentro apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Sam lo tomara del chaleco y lo arrojara fuera de la cabina.
Antes de que el piloto pudiera maniobrar, Sam lanzó un disparo al control de mando y saltó de vuelta al aire. El helicóptero cayó en picada junto con los dos tripulantes que caían a salvo en sus paracaídas.
Al horizonte, se dibujaba la silueta de un tercer helicóptero.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Entrecerró los ojos y vio a Batroc y a su escolta abordando.
Si despegaban, todo estaba perdido.
Sam voló con todas sus fuerzas, sus dientes rechinaban con el propulsor rugiendo en su espalda.
Cruzó el aire en línea recta, como un proyectil, hasta impactar contra la puerta abierta de la aeronave.
El impacto lo hizo rodar dentro, justo cuando uno de los agentes levantaba su arma y disparaba directo al centro de control de sus alas.
Sam sintió el impacto en su espalda. Un sonido metálico chirrió en sus oídos y su sistema de vuelo parpadeó con advertencias rojas.
Ah, lo que me faltaba.
Batroc le miró con una sonrisa burlona antes de arrojarse de nuevo hacía el aire.
Con Vassant en sus brazos.
Sam se incorporó, y se acercó a la puerta justo a tiempo para ver a Batroc deslizándose entre las ráfagas de viento, con el Capitán en su poder.
No podía dejar que escapara otra vez.
El intercomunicador sonó.
—Sam, no podemos seguirlos hasta el espacio aéreo libio…
Pero él no lo terminó de escuchar.
Dos agentes se aproximaban a él desde la cabina.
Ya no tenía tiempo.
Esquivando los golpes de los hombres, se lanzó al vacío una vez más.
Pero mientras saltaba, colocó un adherible al metal del helicóptero
Cuando estuvo a unos metros de él, lo detonó. Una explosión llenó el aire y el helicóptero se desplomó.
A lo lejos, Batroc se alejaba con Vassant, maniobrando con precisión entre los fuertes vientos.
Intentó calcular la distancia, pero tras el impacto, su exoesqueleto se encontraba en modo manual.
Sam solo pudo acelerar.
Los agentes restantes intentaron bloquear su camino, abriendo fuego en el aire. Sam giró bruscamente, esquivando las balas, y luego se lanzó hacia uno de ellos, golpeándolo con un impacto directo en el pecho. El agente giró fuera de control, perdiendo el equilibrio en el aire antes de que su paracaídas se desplegara automáticamente.
Dos más intentaron alcanzarlo, pero Sam averió el traje de uno con un golpe directo de sus alas y al otro lo lanzó hacia atrás con una patada.
Solo quedaba. O por lo menos eso era lo que pensaba.
Sam miró hacia arriba y vio un cuarto helicóptero acercándose a toda velocidad hacía Batroc, en la distancia se adivinaban las siluetas de más naves.
—¿De dónde salen tantos helicópteros? —gruñó.
Batroc aterrizó en la puerta abierta de la aeronave, aún sujetando a Vassant. Antes de que Sam pudiera alcanzarlo, el helicóptero comenzó a elevarse.
Con un movimiento rápido, Sam lanzó un pequeño explosivo adherente hacia el helicóptero que se acercaba a él. La carga brilló un segundo antes de detonar con una explosión controlada, desestabilizando la aeronave y obligándola a realizar un aterrizaje forzoso.
Pero eso no importaba, el helicóptero con Vassant ya estaba a punto de cruzar la frontera.
El comunicador de Sam se encendió con urgencia.
—¡Wilson! —Torres sonaba alarmado—. Estás a unos quince kilómetros de la frontera.
Apretó los dientes.
Y entonces, los helicópteros que había visto en la distancia se hicieron visibles.
Su visor parpadeo hasta que lo notó.
Misiles de rastreo.
—¡Oh, vamos! —exclamó, haciendo una maniobra evasiva en el aire justo cuando los proyectiles comenzaron a perseguirlo.
Sam giró entre los acantilados, esquivando las explosiones que retumbaban a su alrededor. La presión en su pecho se intensificó cuando realizó un giro preciso entre dos formaciones rocosas, los misiles aún lo perseguían.
Pensó rápido.
—Redwing, accede a sus sistemas de navegación.
El dron pitó en confirmación antes de interferir con la señal de uno de los misiles, que perdió su objetivo y se estrelló contra una de las rocas, haciendo temblar el suelo con la explosión.
Sam sonrió.
—Ahora, usemos bien esos misiles.
Ascendió como una flecha, cruzando entre los helicópteros enemigos, los misiles estaban a metros de él.
Batroc estaba a nada de cruzar la frontera.
No había tiempo.
Sam ascendió con fuerza y luego descendió en picada, pasando por debajo del helicóptero enemigo en el último segundo.
Los misiles no pudieron reaccionar.
Impactaron directo en los rotores de la aeronave, haciendo que la explosión sacudiera el aire.
Sam se impulsó con todo lo que tenía.
Vassant estaba cayendo.
Extendió la mano.
El aire cortaba su rostro, el tiempo parecía ralentizarse.
Y en el último instante, Sam lo atrapó.
La fuerza del impacto los hizo girar en el aire, pero Sam estabilizó el vuelo con un poderoso batir de alas. Aseguró al capitán contra su pecho y descendió en espiral hasta el suelo.
Torres y su equipo ya estaban en tierra, con vehículos esperando justo en el límite de la frontera.
Cuando los pies de Sam tocaron la arena, escuchó vítores frente a él. Joaquín le miraba con una sonrisa.
—¡Lo lograste, Sam! —le gritó.
Sam dejó escapar un respiro pesado.
Le dolía todo el cuerpo, sobre todo su flanco izquierdo. Pero Vassant ya estaba a salvo.
Alzó la mirada al cielo.
Batroc ya no estaba.
Pero sabía que lo volvería a ver muy pronto.
- - - - -
Caer era fácil.
No había nada de qué preocuparse.
Era su parte favorita de volar: caer.
El viento rugía a su alrededor, intensificándose conforme se acercaba al suelo, como si se llevara consigo todo el cansancio acumulado sobre sus hombros.
A medida que la tierra se acercaba, la adrenalina quemaba sus venas, y cuando la superficie se hizo clara, se preparó para la colisión.
Antes del impacto, movió el brazo y su escudo se desprendió con un chasquido.
Lo acomodó firme entre sus rodillas y hombros, preparándose.
Una nube de arena explotó en medio del desierto.
Antes de que el polvo terminara de asentarse, Steve ya estaba de pie. Su mano encontró el escudo en el suelo y, en un movimiento fluido, lo aseguró en su antebrazo.
Activó su intercomunicador mientras se deslizaba tras una loma, desde donde tenía una vista despejada de la base.
—Buck, dejame la transmisión a mí. Comienza con los rehenes de la base y te alcanzo en unos minutos.
La contestación llegó de inmediato.
—Con sigilo, Rogers —replicó Bucky.
Steve sacudió la cabeza con diversión antes de centrarse en la misión.
—La ejecución es en el segundo piso —reportó Joaquín en la línea.
Frente a él se erigía un fuerte antiguo de tres pisos. Sabía por el escaneo que tenía un patio en el centro. En cada esquina se encontraba una torre de vigilancia, todas en el tercer piso. Pero la seguridad se concentraba fuertemente en el primer piso y en el subterráneo, con los rehenes, donde Bucky se encargaría.
Tenía que noquear a los vigilantes de la entrada y escalar al segundo piso.
Desde su punto cubierto, escaneó la entrada, en donde encontró cuatro guardias en la puerta principal. Vigilancia dispersa, pero alerta.
Ajustó el escudo sobre su brazo y comenzó a correr. El viento silbaba mientras cruzaba la arena con un objetivo claro.
El primer guardia no lo vio venir.
Su escudo cortó el aire, impactando con un sonido sordo justo en su sien.
El hombre se desplomó inconsciente, llamando la atención de los otros dos guardias que levantaron sus armas en sobresalto y lo rodearon al instante.
Uno de ellos llevó su mano hacía su oreja con instinto.
No podía permitir que lo descubrieran.
Se acercó por detrás y lanzó una patada hacía la muñeca del guardia.
El chasquido seco de los ligamentos cediendo ante el golpe junto con el grito ahogado de dolor del hombre que caía al suelo develaron su figura.
Los hombres lo reconocieron al instante, claro como el día.
El miedo los inundó, pero la fe ciega contra su causa transformó ese sentimiento en ira.
Arremetieron contra él.
Steve esquivó un puñetazo justo a tiempo para responder con un golpe en el rostro del atacante, salpicando la arena de sangre.
El hombre de la mano rota alzó su arma temblorosamente.
No podía permitirse la atención de los disparos.
Se abalanzó sobre el hombre, atrapando su muñeca herida antes de que pudiera jalar el gatillo. La presión de su agarre hizo que el disparo se desviara y se perdiera en el viento, disipándose en el calor del desierto.
El guardia de la nariz rota ya le apuntaba. Steve inhaló hondo y se lanzó.
Estrelló el arma del hombre que todavía sostenía sobre su cabeza, arrancando un jadeo de dolor antes de estrellar su rodilla contra su cabeza, dejándolo fuera de combate antes de rodar sobre el suelo polvoriento, recuperando su escudo con un mano y elevándose para aprovechar el momentum y arrojarlo con precisión letal.
El golpe resonó con un impacto seco.
El último guardia se desplomó contra el suelo.
El sol seguía implacable en lo alto, y la arena se extendía a su alrededor en un silencio sofocante.
Steve respiró hondo, recogió su escudo y echó un vistazo a su alrededor. Nadie más se había percatado de la pelea.
Todavía tenía la ventaja.
En el interior solo había silencio, lo que significaba que Bucky se encontraba bien.
Todavía.
Su mirada regresó al edificio. La fachada se veía antigua, conformada de un concreto agrietado por el calor y la erosión del viento. En el segundo piso, las ventanas estaban cubiertas por tablones de madera gruesa y opaca.
Entraría a ciegas.
El intercomunicador vibró en su oído, era la voz de Sam solicitando una extracción.
—Equipo de rescate en camino —respondía Joaquín.
Colocó el escudo en su espalda y avanzó hacia la pared lateral del edificio, donde una tubería de drenaje oxidada recorría la estructura hasta el techo. Probó su resistencia con un tirón rápido y luego tomó impulso.
Sus manos se cerraron con firmeza alrededor del metal caliente mientras trepó hasta alcanzar el borde de una ventana.
Con la ayuda de una sola mano, arrancó los clavos oxidados que sujetaban la madera y la deslizó con cuidado para no hacer ruido. Un vistazo rápido hacia dentro le mostró una habitación en penumbra, iluminada apenas por el sol que se filtraba a través de los tablones de madera.
Entró sin hacer ruido.
Dentro el aire estaba cargado de polvo y sudor.
La habitación estaba en silencio.
Steve se concentró, agudizando el oído.
Primero sintió el compás de una pequeña multitud de corazones asustados.
Y luego… las voces ásperas, tonos graves que gritaban exigencias.
Los gritos venían del final del pasillo.
Se acercó hacía la puerta, y las voces se hicieron más claras.
—¡Muévanse! ¡De rodillas!
Luego vinieron los sonidos de golpes y los jadeos de dolor.
Sus guantes rechinaron por la presión incontenible en sus puños.
Frente a él, la madera vieja tembló bajo el peso de botas pesadas.
Eran pasos patrullando.
Esperó quieto a que las pisadas se alejaran y entonces se asomó.
La puerta hizo un leve chirrido sobre sus goznes oxidados.
El pasillo era angosto, no más de diez metros de largo, con puertas cerradas a cada lado de la pared. Era como si no existiera el día o la noche, solo la luz artificial enfermiza del segmento mal iluminado.
Avanzó hacia fuera, y entonces lo escuchó.
Los pasos pesados se acercaban de nuevo hacia donde estaba.
Giró justo cuando el dueño de los pasos se congelaba por el extremo más lejano del pasillo.
Los ojos del hombre se abrieron con sorpresa.
No esperó. Levantó su rifle.
Pero él reaccionó primero.
El escudo cortó el aire, impactando sobre el pecho del hombre, que cayó de espaldas sobre la madera, levantando una pequeña nube de polvo.
El guardia jadeo con molestia desde el suelo.
Pero ya era muy tarde, pues el ruido de la conmoción atrajo nuevos pares de pasos frenéticos.
Steve suspiró.
Adiós, sigilo.
Corrió hacia su escudo y se encontró con los primeros hombres.
Pero ellos ya lo esperaban con las armas listas.
Se lanzó hacia el piso, evitando la primera ráfaga de disparos que levantaron al aserrín del suelo.
Recuperó su escudo desde su posición y lo lanzó con toda su fuerza, encontrándose con las manos de uno de los soldados.
Su rifle cayó al suelo.
Dio una marometa y pateó el arma lejos.
Pero el segundo hombre aprovechaba para apuntarle.
Saltó hacia él. La ráfaga apenas comenzaba. Con fuerza, desvió el cañón hacia el techo, donde las balas destrozaron las vigas.
Un derechazo seco soltó el agarre del hombre del arma.
Pero el primer hombre ya se lanzaba a Steve con un puñal en la mano.
Sin pensárselo, jaló el gatillo del arma, disparando a las piernas del hombre del cuchillo, derribandolo.
El segundo hombre ya se lanzaba hacia su espalda.
Y sin girarse siquiera, estrelló la culata del rifle sobre su rostro.
El hombre de frente hacia el suelo, inconsciente, junto al hombre que sujetaba sus piernas agujereadas.
Pero eso solo era el comienzo.
Cuatro hombres emergieron del fondo del pasillo, fusiles en alto.
Activo el campo magnético de su escudo justo a tiempo para cubrirse de la nueva ráfaga de balas.
Avanzó con el escudo en alto, con cada disparo resonando como un tambor contra el vibranium.
Espero una apertura y entonces, saltó..
Lanzó a un hombre contra la pared de una patada, fracturando algunos huesos en el impacto.
Desvió la trayectoria del arma del segundo mercenario.
Las balas se incrustaron contra la pared al mismo tiempo que un tercer hombre se abalanzaba hacia él.
Un golpe directo con el borde de su escudo lo sacó del combate.
Sin embargo el tirador ya regresaba hacia él.
Steve giró sobre sí mismo, agachándose para evitar los misiles.
Desde el suelo, enganchó sus piernas con la del tirador que volvía hacía él, haciéndolo caer, descontándolo con un codazo certero sobre la frente.
Escuchó el sonido del seguro de un arma recorriéndose, y apenas pudo ponerse a cubierto antes de que las balas impactaran contra su escudo.
El hombre de las costillas fracturadas disparaba con la mano con la que no sostenía su sangrante abdomen.
Sin embargo, en ese momento un cuarto hombre intentó derribarlo con un golpe sobre la pantorrilla, pero lo tomó del cuello justo a tiempo para derribarlo con todas sus fuerzas.
Las balas continuaban contra él.
Sonrió antes de impulsarse contra la pared y lanzar su escudo en el aire.
El cuerpo cayó sobre su costado y ya no volvió a moverse.
Recuperó su escudo y escuchó un nuevo par de botas.
Un nuevo hombre se acercaba, pero el reconocimiento inmediato de la escena lo congeló, se echó hacia atrás, intentando escapar, pero Steve le lanzó el escudo a la espalda.
El cuerpo se desplomó y se quedó en silencio.
Solo quedaba el zumbido de la adrenalina en sus oídos.
Y los corazones asustados al otro lado del pasillo.
Donde estaban los rehenes.
Se enderezó y avanzó por el pasillo.
La madera podrida no resistió la embestida de su bota.
La puerta se rompió con un crujido seco.
Seis rehenes estaban en el centro de la habitación, arrodillados, con las manos atadas a la espalda. Frente a una cámara de video montada en un tripié.
Cinco hombres armados y enmascarados los rodeaban.
Los cinco giraron hacia él con las armas en alto.
Steve sonrió de lado.
—Vamos, chicos. ¿De verdad creen que eso va a funcionar?
El primero disparó.
Steve movió el escudo sin dudar y la bala rebotó.
El segundo corrió hacia él con un cuchillo.
Lo bloqueó con un movimiento de muñeca y lo lanzó de espaldas con un golpe seco al pecho.
Los otros tres atacaron al mismo tiempo.
Steve giró, golpeó, bloqueó, derribó.
Menos de diez segundos después, todos estaban en el suelo.
Los rehenes lo miraban con los ojos muy abiertos.
Steve respiró hondo, y se lanzó a los rehenes, que lo miraban con agradecimiento. Una mujer con una herida fresca en la mejilla lo miraba con una sonrisa en medio de los ojos llorosos. No podía creer que fuera real.
Él le ofreció una sonrisa, apenas un gesto, y comenzó a desatar las ataduras.
Pero no había tiempo para detenerse. El estruendo de botas apresuradas sacudía el sueño.
En su oído, el intercomunicador cobraba vida.
—Steve, ya estoy con los rehenes en el subterráneo —decía la voz serena de Bucky—, pero ahora todos los guardias van hacia ti.
Steve esbozó una sonrisa cansada.
El primer disparo atravesó la pared y se incrustó en la madera con un crujido a la altura de sus ojos.
Se lanzó hacia los rehenes.
—¡Al suelo! —gritó.
Los rehenes obedecieron de inmediato, al mismo tiempo que la ráfaga comenzaba.
Contó las balas, esperó a que el cartucho se vaciara.
Había vidas humanas en juego.
Cerró los ojos.
Los disparos se detuvieron,
Y saltó.
Derribó al tirador que estaba en el marco de la puerta, aterrizando en el pasillo.
Justo en medio de los guardias.
No tuvo tiempo para contar cuántos eran.
Tomó impulso para levantarse, aprovechando el momentum para asestar un golpe que sacó de la jugada al primer tirador sobre el suelo.
No terminó ahí, su rodilla se dirigió al estómago del hombre que se lanzaba con un cuchillo hacía él, sintiendo cómo algo se reventaba dentro de la cavidad abdominal del hombre.
Fuera de combate, dirigió su atención hacia un atacante que intentaba golpearlo con la culata de su rifle, pero Steve atrapó el arma en el aire, la retorció y la rompió en dos como si fuera de juguete.
Sostenía el arma partida en sus manos cuando sintió la sombra del arma sobre su sien.
Apenas tuvo tiempo para echarse hacia atrás cuando el disparo pasó en cámara lenta frente a sus ojos.
Se impactó sobre el suelo de madera.
Sintió su corazón oprimiendo su pecho; inhaló, exhaló… y blandió el borde del escudo contra la mandíbula del hombre que casi le disparaba, levantándolo con todas sus fuerzas con el impacto.
El hombre se desplomó con la quijada fuera de lugar, pero el hombre del rifle partido se arrojaba hacia Steve con un grito gutural.
Bloqueó, golpeó y lo derribó.
Pero más hombres entraron antes de que el cuerpo se desplomara.
Y entonces algo todo a sus pies.
Una granada.
Sin dudarlo ni un segundo, tomó una y la arrojó de vuelta.
Una rafaga de luz y fuego se llevó a los hombres que apenas entraban
Aprovechó la distracción para dirigirse hacia los rehenes.
—¡Vayan al otro lado del pasillo y quédense agachados! —ordenó.
Los cinco corrieron, uno tropezó, pero Steve lo levantó antes de que más disparos pudieran alcanzarlo.
Al girarse, se dió cuenta que el pasillo se había llenado de guardias.
Demasiados.
Se quedaron mirando por un instante.
El enfrentamiento comenzó de nuevo cuando su escudo cortó el aire y él se abalanzaba hacia ellos con ferocidad.
No sabía a cuántos hombres se enfrentaba en medio de tantos golpes, bloqueos y tamborileos de su escudo ante las balas.
Los enemigos no dejaban de llegar.
Y los que tiraba al suelo se levantaban.
Y entonces…
Un grito de dolor sonó frente a él.
El bien conocido sonido de un hueso partiéndose en dos.
Un estruendo de metal llenó la habitación
Steve vio cómo uno de los guardias caía hacia adelante con un impacto seco.
Una sombra surgió del humo, letal, mortífera y precisa: un brazo metálico brilló bajo la luz parpadeante del pasillo, atrapó el cañón de un rifle y lo rompió como si no fuera nada.
Un guardia giró hacia la nueva amenaza, pero una bala silenciada atravesó su rodilla antes de que pudiera reaccionar.
Steve sonrió esquivando una bala.
—Te tomaste tu tiempo.
Bucky bajó el arma y rodó los ojos.
—Pensé que podías con esto tú solo.
Su risa se levantó en medio de los jadeos de dolor de los hombres en el suelo.
—Y puedo.
Bucky disparó dos balas hacia un hombre que entraba corriendo por el pasillo.
El hombre cayó antes de acercarse a ellos,
Ni una bala desperdiciada.
—Claro. —se burlaba mientras le lanzaba su escudo.
Steve lo atrapó en el aire justo cuando un nuevo grupo de enemigos llegaba al pasillo.
Se miraron.
—¿Como en los viejos tiempos? —preguntó Bucky, ajustando su cuchillo.
La calidez en su pecho le aseguraba que la batalla ya estaba ganada.
—Como en los viejos tiempos.
Y entonces, se lanzaron a la pelea.
El enfrentamiento comenzó con cada uno por su lado.
Steve se confiaba de sus puños y su escudo, mientras que los cuchillos de Bucky danzaban en sus manos, reflejando la poca luz del pasillo.
Un enemigo alzó un machete contra él, pero Bucky atrapó la muñeca con su brazo metálico y la dobló en un ángulo antinatural antes de noquearlo de un puñetazo.
En ese momento un enemigo intentó abalanzarse sobre Bucky desde atrás, pero Steve lo tomó del cuello y lo lanzó contra la pared.
Sus ojos se cruzaron en medio de las balas silbantes.
No pudieron evitar ahogar la risa que se les escapó.
Pelearon juntos, espalda contra espalda. Donde Steve bloqueaba, Bucky golpeaba. Steve lanzaba su escudo hacia Bucky para defenderlo de las balas dirigidas hacia él, y él lo tomaba para mandar a un hombre al suelo.
Los cuerpos cayeron, y en cuestión de minutos, el pasillo estaba despejado.
Bucky miró los cuerpos esparcidos a su alrededor y luego a Steve.
—Que bien manejas el sigilo —bromeó.
Steve rió, sacudiéndose el polvo de los hombros.
—Vamos —dijo mientras jalaba a Bucky para ponerse en marcha.
Regresaron por los rehenes, mientras los guiaban a través de la escalera. Bucky iba al frente con su arma lista para una nueva pelea.
Al llegar al primer piso, el silencio sorprendió a Steve.
Pero no tanto como los hombres inconscientes que trazaban un camino hacía el subterráneo.
No pudo evitar reír.
—Vaya, te tomas el sigilo muy en serio.
Su amigo simplemente resopló.
—Voy por los demás rehenes—le dijo Bucky antes de echarse a andar.
La risa de Steve quedó atrás cuando Bucky descendió las escaleras hacia el sótano.
El aire era más denso ahí abajo, sofocante y cargado de polvo y humedad. A su alrededor, las paredes estaban manchadas de suciedad. El suelo resonaba bajo el peso de sus botas con cada paso.
Los rehenes lo estaban esperando al final del pasillo, tal como les había pedido. Sus rostros cargados de preocupación se iluminaron al reconocerlo, murmurando entre sí aliviados.
Siguieron su indicación cuando les hizo una seña para moverse.
Bucky avanzó con ellos por el pasillo, atento a cualquier sonido fuera de lugar, pero solo escuchaba las respiraciones agitadas y el roce de los pasos inseguros detrás de él.
Entonces, algo le hizo fruncir el ceño. Una puerta, entreabierta.
No recordaba haber pasado por ahí antes.
Alzó una mano, haciendo que los rehenes se detuvieran.
—Esperen aquí —murmuró con su arma lista.
El interior era un pequeño almacén iluminado apenas por la luz parpadeante de una bombilla amarilla vieja. Había cajas apiladas contra las paredes, pero no cualquier tipo de cajas.
El logo del GRC estaba impreso en cada una de ellas.
Eran raciones de comida, equipo médico, mantas térmicas… cosas que deberían haber llegado a los refugiados.
Cerró la mandíbula con fuerza y avanzó. Fue entonces cuando lo vio.
Sobre una mesa desordenada en la esquina, un mapa extendido mostraba varias ciudades marcadas con tinta roja. Letonia, Munich. Túnez.
Bucky se inclinó, analizando los detalles. Cada ubicación tenía fechas escritas a un lado. Algunas estaban tachadas. Otras… aún estaban pendientes.
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Aquí había algo más grande que el secuestro de humanistas y del robo de suministros.
Resopló cuando metió el mapa en su bolsillo y salió del cuarto.
—Vámonos —dijo, la tensión marcada en su voz.
Los rehenes asintieron rápidamente, siguiéndolo sin dudar.
Cuando llegaron al primer piso, Steve ya los esperaba. Algo en su expresión debió delatarlo, porque se acercó de inmediato hacía él.
—¿Todo bien? —sus ojos azules mostraban preocupación.
Bucky asintió, rápido. Demasiado rápido.
Steve lo observó con una ceja alzada, pero no insistió.
—Creo que los de LAF abandonaron la base —dijo Steve, cambiando el tema—. Podemos tomar uno de los vehículos que dejaron atrás.
El aire sofocante y caliente del desierto los envolvió en cuanto cruzaron la puerta. Bucky escaneó el área y encontró dos convoyes abandonados.
Se acercó al más cercano e intentó abrir la puerta. Cerrada.
Pero no había nada que su fuerza no pudiera solucionar.
Jaló la puerta con firmeza y un chasquido metálico resonó en el aire. Se deslizó en el asiento del conductor y retiró el tablero para manipular los cables. Un par de giros hábiles después y el motor rugía con vida, listo para atravesar el desierto.
—¿Cuándo me vas a enseñar ese truco? —preguntó Steve desde atrás, justo cuando rompía una de las puertas traseras para dejar entrar a los rehenes.
Bucky esbozó una sonrisa fugaz, viendo a través del retrovisor cómo los ayudaba a subir.
—El Capitán América no necesita robar autos —respondió simplemente.
Steve no pudo evitar reprimir una risita mientras Bucky activaba su intercomunicador.
—Torres, tenemos a los rehenes. Nos dirigimos al punto de encuentro.
Así fue como el vehículo aceleró con los hombres y mujeres rescatadas, alejándose del escondite y de la primera pista hacia el nuevo misterio que, sin saberlo, se desarrollaría en los próximos días.
Cuando llegaron al punto de reunión, encontraron a Sam y Joaquín sonriendo entre la pequeña multitud al lado de la estación de paramédicos.
Bucky apagó el motor y salió al cálido desierto junto a Steve.
—Hey, les gané —les dijo Sam a modo de saludo.
Steve soltó una carcajada y se llevó una mano al pecho, como si intentara contenerla.
—Es que tú no te metiste a una fortaleza y empezaste a lanzar tu escudo a diestra y siniestra sin entender el significado de "sigilo", alertando a todo el mundo de tu presencia, ¿verdad, Sam? —contestó Bucky con una fingida molestia hacia Steve.
Su fachada se derribó con Steve y Sam comenzaron a reírse y no pudo evitar más que unirse a ellos.
En este momento de paz, con las risas de sus amigos y el viento fresco del desierto antes de la puesta del sol. se permitió respirar, sintiendo la forma en la que su piel reparaba los moretones y los pequeños cortes.
Steve abrió las puertas del convoy y ayudó a bajar a los humanistas y miembros de la ONU. Los paramédicos se aproximaron para ayudar.
Uno de los rehenes miró a Steve antes de seguirlos, asintiendo con gratitud y una sonrisa.
Steve sonrió de vuelta, pensando que por momentos como estos, todo valía la pena.
—Bueno, sé que no peleé con ustedes hoy —Joaquín se acercaba hacia ellos, con las manos en la nuca—, pero estoy hambriento y cansado. Vamos a comer a un lugar que conozco.
Solo entonces Steve sintió realmente que la misión había terminado, recordando lo hambriento que estaba.
—Guíanos entonces —respondió con una sonrisa tranquila.
Joaquín y Sam se despidieron de los soldados. El capitán Vassant y sus hombres agradecieron eufóricamente a Falcon antes de darle un último saludo.
Bucky y Steve los esperaban junto al todoterreno de Joaquín. El viento del desierto agitaba el cabello de Bucky, y sobre ellos, el sol descendía en una gama de tonos dorados y anaranjados.
En ese momento, todo en el mundo estaba bien.
Cuando Sam y Joaquín regresaron, subieron al vehículo. Bucky tomó el asiento del copiloto. En la radio sonaba una canción suave mientras atravesaban el desierto, envueltos por el fulgor de la hora dorada.
—Steve… —llamó Bucky, con la mirada fija en la carretera.
Steve apartó la vista de la ventana y lo miró, pero Sam interrumpió antes de que pudiera decir algo.
—¿Es la hora del debriefing? —preguntó inclinándose desde la parte de atrás.
Bucky despegó la mirada de la ventana, girando levemente para encontrarse con Sam.
—No —respondió—, ¿necesitamos hacer eso ahora?
Sam asintió.
—Quería contarles que me encontré a un viejo amigo —sus ojos se clavaron en Steve— Batroc.
Los puños de Steve se tensaron inconscientemente.
—¿Estás seguro? —preguntó al instante.
Sam río.
—Claro que sí, me rompió una costilla.
Steve frunció el ceño. No era una broma que le hiciera gracia.
—Y pues… escapó —añadió Sam, un poco avergonzado.
Steve cerró los ojos un instante, reprimiendo una maldición.
—¿En serio? —preguntó.
Aunque la respuesta era evidente.
—Era él o Vassant —explicó Sam.
Steve asintió, lo entendió. Era la decisión correcta, lo sabía. Pero eso no le evitó la punzada de frustración que se diseminó de su corazón por su torrente sanguíneo con amargura. Batroc era un fantasma de su pasado, uno que se negaba a desaparecer.
La molestia de Steve se hizo muy clara en el auto. Bucky le dió un segundo antes de hablar.
—Yo quiero compartir algo —dijo, sacando un papel de su bolsillo—. Encontré una habitación en el subterráneo. Estaba repleta de cajas con suministros robados de la GRC y… esto.
Steve lo tomó en sus manos, mientras Sam se inclinaba para verlo. Era un mapa de Europa y Asia, con varias marcas en rojo sobre ciudades.
Un nuevo misterio se desplegaba frente a ellos.
Con la mirada fija en la carretera, Joaquín rompió el silencio.
—Hay algo que deben saber —habló, captando la atención de los tres—. Este no es el primer robo hacia los suministros de la GRC.
Miró hacia el retrovisor interior. Sam le devolvió la mirada, atento
—He estado siguiendo a este grupo, tienen una gran presencia en las redes sociales y foros raros. Se llaman a sí mismos los Flag Smashers, piensan que el mundo era mejor durante el chasquido —su voz se había vuelto firme—, hablan sobre su odio a la GRC, al gobierno y las medidas que tomaron después de la reaparición.
Steve y Bucky intercambiaron una mirada rápida.
—Se les acusa de robar suministros de la GRC —dijo Joaquín.
Steve resopló, con ese tono que Sam y Bucky sabían que significaba “Aquí vamos de nuevo”.
—Eso suena a un indicio —respondió Steve.
Joaquín asintió hacia Steve a través del retrovisor.
—Lo sé. De momento no he podido conectarlos del todo a estos robos, pero… —Joaquín se encogió de hombros— no sé, tengo un mal presentimiento.
Steve lo entendió. Los malos presentimientos a veces te llevaban más lejos que las pruebas mismas.
Algo se acercaba.
La conversación se perdió en medio del desierto mientras el auto se adentraba en una pequeña localidad acogedora.
Se detuvieron junto a un restaurante al aire libre con luces colgantes de todos los colores que iluminaban el entorno ante la inminente noche. Era un refugio seguro y tranquilo, perfecto después de la misión.
El lugar estaba animado, con música sonando suavemente de fondo y el murmullo de clientes disfrutando de su comida. El aroma a especias flotaba en el aire, mezclado con el humo suave y apetitoso de una parrilla cercana.
Se sentaron en una mesa de madera y ordenaron las recomendaciones de Joaquín y Sam.
Mientras esperaban, Sam sacó su exoesqueleto y lo revisó sobre la mesa.
Joaquín lo miraba con claro interés, entendiendo la estructura frente a él.
—Uy —resopló con pena—, le dieron al panel central.
Sam arrugó sus labios en una mueca de disgusto.
—Reparar esto me va a costar una fortuna —murmuró.
Joaquín asintió, entendiendo con empatía y dolor la catástrofe de las alas de Sam.
—Conozco a alguien que podría repararlo por menos —ofreció Joaquín—. Aunque claro, no es nada legal.
Sam se cubrió los ojos con pesar.
Cuando la comida llegó, las primeras estrellas titilaban sobre el manto nocturno.
—Tengo que decirlo: es impresionante verlos en acción. —dijo Joaquín con una sonrisa—. Solo los había visto en la tele y, la verdad, no les hace justicia.
Su mirada estaba fija en Steve y Bucky, que se congelaron a medio bocado.
Steve levantó una ceja, divertido.
—Gracias. Pero no creo que sea para tanto.
Bucky miraba con extrañeza mientras bebía una limonada.
—No, en serio. Nunca había visto la coordinación que tienen. Es como si pudieran anticipar los movimientos del otro sin necesidad de palabras. Como si tuvieran telepatía o algo así —se detuvo—. Oh, ¿no la tienen, verdad? ¿El suero también da telepatía?
Sam le dio un zape en la cabeza sin previo aviso.
—Cállate y come, Torres.
Joaquín se frotó la cabeza, riéndose.
—Hey, solo preguntaba.
Bucky resopló y miró a Steve.
—Si la tuviéramos, Steve no se lanzaría sin paracaídas ¿no crees?
Steve soltó una carcajada mientras Sam negaba con la cabeza.
—¿Te parece que le dieron telepatía a este? —dijo Sam a Joaquín, señalando a Bucky con el pulgar.
Bucky lo fulminó con la mirada.
—Podrías sorprenderte.
Steve se limitó a reír, sacudiendo la cabeza.
La conversación siguió su curso, y por primera vez, el equipo disfrutó de una cena tranquila. Sin pensar siquiera en las amenazas que se aproximaban.
- - - - -
Bucky Barnes estaba bien.
Por lo menos tan bien como podía estar en las circunstancias en las que vivía.
No esperaba otra cosa. Había dejado de esperar, en realidad hacía mucho que había aprendido a existir al filo del abismo, siempre pendiendo de un hilo. Atrapado por en ese ciclo interminable de dolor que va y viene.
La reconstrucción tras el Chasquido había sido agotadora, meses enteros dedicados a restaurar el desastre que Thanos había traído consigo.
La primera semana después del chasquido, Steve había decidido que iba a reconstruir el mundo con sus manos y a Bucky no le había quedado de otra más que acompañarlo.
Estaba decidido a ignorar todas sus necesidades fisiológicas, a entregarle su fuerza y su cuerpo al mundo. Lo consumía una manía aterradora que no podía entender del todo.
Steve no había dormido esa semana. Y por consiguiente él tampoco.
Aunque esa era una exageración. Claro que Steve había dormido unos minutos. Los minutos en los que no podía evitar caer rendido y Bucky se quedaba a su lado, sosteniendo su cabeza, viéndolo dormir, o bien, solucionando los problemas que surgían mientras intentaba prolongar el tiempo de sueño de Steve lo más que podía.
Eventualmente pudieron dormir, y con el tiempo, de forma lógica, Bucky terminó viviendo con él.
Después de seis meses, por fin, la tormenta había pasado. O al menos eso querían hacerles creer.
Y fue así, como después de otro largo día lidiando con el gobierno y su aburrida burocracia, Bucky se dejó caer en la cama.
Había días en los que el sueño nunca llegaba, pero había días en los que después de darle vueltas a su cama por unas horas, podía cerrar los ojos por un momento. Y cuando eso pasaba, llegaban los recuerdos.
Estaba frente a un hombre. Joven. Treinta años, tal vez.
Sus ojos estaban llenos de terror, su pecho subía y bajaba con cada latido acelerado.
Alzó su arma, hacía el pecho del hombre.
Intentó bajarla.
Pero su brazo no obedeció.
No era suyo.
Su garganta se cerró, y un grito de desesperación se ahogó en sí mismo. No podía moverse. No podía hacer nada.
El disparo retumbó en su cabeza.
El cuerpo cayó.
Y Bucky despertó.
Su pecho bajaba y subía demasiado rápido como para controlarlo. Los ojos aterrados del hombre inocente estaban ahí, mirándolo desde el fondo de su cabeza.
No podía deshacerse de ellos, lo miraban con súplica, con rencor.
No era real.
Se pasó una mano por la cara, notando que le temblaban los dedos.
No era real.
Pero lo había sido alguna vez.
Otra pesadilla.
Otra noche sin descanso.
Cuando se levantó, el sudor cubría completamente su cuerpo.
Abrió la puerta de su habitación con cautela y se asomó hacía el pasillo. La recámara de Steve seguía cerrada y su respiración permanecía tranquila.
No lo había despertado. Bien.
Caminó silenciosamente hacia la cocina y se sirvió un vaso de agua, recargándose contra la encimera mientras se daba tiempo para pensar.
Sintió la frialdad del mármol contra su piel caliente trayéndolo de vuelta.
Y entonces escuchó unos pasos acercarse.
Sin levantar siquiera la mirada, murmuró.
—Vete a dormir.
Pero Steve ya estaba frente a él, frotándose los ojos.
—Esta es mi cocina —protestó Bucky.
Sin embargo, Steve se recargó a su lado contra la encimera, mirándole somnoliento.
—Bueno, ¿qué soñaste esta vez? —preguntaba con la voz ronca.
Sus ojos no estaban completamente abiertos y él resopló con fastidio.
—¿No puedo venir a tomar agua a la cocina de mi propio departamento?
Steve sonrió con ese gesto familiar que suavizaba las arrugas en la comisura de sus ojos.
—¿A las cuatro de la mañana?
Bucky cruzó los brazos sobre su pecho.
—A esta hora nos despertábamos antes.
Steve se frotó los ojos la palma de su mano, tratando de disipar el sueño que le quedaba.
—¿Entonces quieres ir a trotar? —preguntó sin mucho interés.
Bucky lo miró a los ojos por primera vez desde que había entrado a la cocina.
—Dios, vete a dormir, ya estás viejo.
Una risa genuina llenó la habitación. Una risa cálida que podría reconocer incluso en medio del caos.
—Tú también, Buck.
No pudo soportar más el peso de la mirada de Steve y apartó la mirada hacía la penumbra del departamento.
En medio del silencio del departamento, solo había una única fuente de ruido:
El corazón de Bucky.
Sabía que él lo estaba escuchando, sabía que lo podía sentir como si fuera el suyo. Le apenaba que lo viera así…
Entonces lo sintió. El apoyo silencioso. La mano de Steve contra su espalda.
Ni siquiera había volteado a verlo. Solo le decía que estaba ahí, que todo estaba bien.
Se quedaron así, observando cómo el manto nocturno se transformaba en un cielo anaranjado, hasta que su corazón dejó de tener miedo, hasta que su pecho dejó de sentirse tan apretado.
—¿Y tú? —preguntó Bucky en voz baja, atreviéndose a mirarlo—. ¿Qué soñaste?
El cuerpo de Steve se tensó de inmediato. Su expresión cambió, y retiró la mano con lentitud.
El rostro de Steve se congeló, lleno de remordimiento ante un sueño que no podía contarle.
Se arrepintió al instante de su pregunta.
Sintió el impulso de hacer algo impensable, de levantar su mano y sostener el rostro de Steve entre sus dedos.
De reconfortarlo como él siempre lo hacía con Bucky tan fácilmente.
Pero se detuvo.
En lugar de eso, desvió la conversación con un ligero encogimiento de hombros.
—Después de trotar, podemos ir a desayunar al lugar que te gusta.
Su semblante se relajó y una tímida sonrisa iluminó el rostro de Steve.
—Sí, eso estaría bien. Dame quince minutos.
La conversación quedó atrás mientras se vestían, dejando los malos sueños en algún rincón del departamento. Luego de trotar juntos por el barrio, el desayuno transcurrió con una charla amena. La misma orden de siempre. El mismo ritual compartido. Pero cada uno estaba atrapado en sus propios pensamientos, en cosas que no estaban listos para decir en voz alta.
Se separaron con una pequeña sonrisa, prometiendo verse en la noche.
Cuando le hablaron del perdón gubernamental, pensó que para este punto ya no podía recordar todas las segundas oportunidades que le habían dado.
Lo único que quería era vivir en paz.
Pero no sabía qué significaba eso.
No sabía qué hacer aparte de ser un soldado. No sabía qué hacer si no estaba matando, huyendo o preparándose para morir.
No había tenido mucho tiempo para adaptarse al nuevo mundo y a la tecnología abrumadora antes de que lo culparan de volar una bomba en la ONU. Luego se esfumó cinco años en el chasquido de Thanos.
Y ahora estaba aquí, atrapado en un mundo donde la batalla no era contra algún enemigo, sino contra su propia cabeza.
Era como si solo pasara el tiempo hasta que surgiera una batalla más difícil que la anterior.
Y Steve…
Steve estaba intentando salvar al mundo todos los días.
Desde que regresaron, Steve se había arrojado de cabeza a cada conflicto, a cada misión, como si pudiera compensar los cinco años en los que no estuvo. Como quisiera compensar todo lo que no hizo durante los cinco años en los que estuvo de luto.
Y Bucky no sabía qué era vivir, pero lo que sí sabía era que tenía que estar con él. No podía dejarlo solo.
Y así es como termino siguiéndolo a todas partes, cuidando sus espaldas. Cuidándolo a él.
No sabía cómo ayudarlo. No sabía cómo detenerlo sin perderlo. No sabía cómo decirle que él también estaba cansado, que él también se estaba desmoronando.
A veces, mientras Steve dormía en el sofá con los labios fruncidos por alguna pesadilla, Bucky se sentaba en el suelo, junto a él. Y recordaba. Las calles de Brooklyn. Las risas en los bares. El dolor. La sangre. La nieve. El grito de Steve cayendo del tren. HYDRA. El Soldado del Invierno. Wakanda. El polvo. El regreso.
Y ahora esto.
Este limbo de silencio entre dos hombres que lo habían perdido todo, excepto el uno al otro.
Así que simplemente seguía allí, haciendo lo que siempre hacía. Estar al lado de Steve. Sobrevivir. Luchar.
Era como un círculo vicioso del que ninguno de los dos sabía salir.
Un soldado sin guerra. Un amigo sin paz. Los dos, hombres sin tiempo.
No sabía cómo decirle a Steve que quería la paz y no la guerra.
Parte de su estrategia para matar el rato, era la terapia que tenía que tomar de forma obligada.
Aunque claro, si estaba tomando terapia era porque no tenía otra opción para que lo dejaran tranquilo. El perdón gubernamental implicaba que demostrara que ya no era el soldado, que era un ser autónomo, y para ello debía evidenciar que estaba bien, sin ningún rastro del asesino de HYDRA en su cabeza.
Pero que le fuera pésimo en la terapia no tenía nada que ver con que no estuviera en control de sí mismo.
Es por ello que después de desayunar con Steve, y que este se despidiera de él para hacer sus cosas de Superhéroe, Símbolo Patrio, Vengador y todo eso, Bucky terminó en una sala que lo asfixiaba. La pared de detrás mostraba un gran árbol que se sentía demasiado falso.
Solo había dos sillas y un escritorio.
Y ahora estaba aquí, sentado frente a una terapeuta que esperaba que resolviera un siglo de traumas en sesiones de una hora.
La Dra. Raynor lo observaba con interés, con la paciencia de un veterano. La libreta descansaba abierta sobre el escritorio, mientras que la terapeuta cargaba el bolígrafo en mano, lista para capturar cualquier detalle.
—Vamos, Bucky, no hagamos esto más difícil de lo que ya es —imploraba— ¿Sigues teniendo pesadillas?
Apartó la mirada.
—No —mintió en un tono firme.
No engañaba a nadie.
—No te creo —contestó ella con convicción.
Suspiró con fastidio y se recargó en su silla metálica.
—No las tengo.
Ella asintió con paciencia, anotando algo en la libreta.
—¿Cómo va tu lista? —intentó con algo más.
Bucky sonrió con ironía ante el recuerdo.
—Ah, la lista. Maravillosa. Estoy enmendando mis errores —su tono sonaba demasiado fingido—, justo como me pidió. Me estoy convirtiendo en un nuevo hombre.
A pesar de su claro sufrimiento, Raynor lo miraba como si todavía no fuera un caso perdido.
—¿Recuerdas las reglas?
Asintió mientras comenzaba a recitar de forma automatizada.
—Uno: Nada ilegal. Dos: Nadie sale lastimado. Tres: "Hola, soy Bucky Barnes. Ya no soy el Soldado del Invierno. Estoy aquí para enmendar mis errores".
La doctora lo miraba complacida, como si fuera una pequeña victoria.
—Muy bien. ¿Cómo te fue con la senadora Atwood?
La pequeña risa que se le escapó fue verdadera.
—Oh, eso fue divertido —le informó.
Haber ayudado a arrestar a la senadora que ascendió a su cargo con la ayuda de HYDRA había sido sorprendentemente satisfactorio. Fue un día sin muchas pesadillas.
Su terapeuta suspiró.
—Bueno, llegamos a otro callejón sin salida, hablemos de otra cosa. ¿Cómo va tu vida social?
Silencio.
—¿Cómo está Steve?
Los dedos de Bucky se tensaron.
—Bien. Aunque suele estar muy ocupado, ya sabes, con eso de ser el Capitán América.
La doctora alzó una ceja inquisitiva.
—Pero viven juntos.
La mirada de Bucky se posó sobre su mano de vibranium, como si fuera la cosa más interesante del mundo.
—Hoy fuimos a trotar y a desayunar —murmuró.
La Dra. Raynor lo observó con una calma que poco a poco comenzaba a ceder.
—¿Y de qué hablaron?
Más bien fue de lo que no hablaron, pensó Bucky.
—De los vecinos y esas cosas —dijo, sin muchas explicaciones.
Finalmente, la doctora terminó por exhalar con fuerza, frotándose el puente de la nariz.
—Fantástico, todo un prodigio en la socialización.
Se quedaron en silencio por un segundo, intercambiando miradas. Ella le miraba con determinación mientras que él no paraba de mirar hacía la puerta.
Sus ojos brillaron y él entendió que había llegado el momento en el que ella lo iba a intentar sacar de sus casillas.
—Debe ser difícil para ti, ¿no? —comenzó con un tono tranquilo—. Después de todo, Steve es la única persona en el mundo que nunca te vio como un monstruo.
Era buena en lo que hacía.
Y él ya no tenía paciencia. Sin poderlo evitar, apretó los dientes contra su mandíbula
—No soy un monstruo —se apresuró a decir.
La voz de la doctora se mantuvo serena.
—No he dicho que lo seas.
La mirada de Bucky se endureció, harto.
—¿Entonces por qué lo dices?
La Dra. Raynor cerró la libreta. Había conseguido lo que quería, una reacción.
—Porque tú sí que lo piensas.
Bucky apartó la vista, claramente incómodo. Pero la Doctora continuó.
—Steve sigue aquí. Está vivo, está contigo. Y sin embargo, actúas como si estuvieras solo en el mundo.
La voz de la terapeuta no era dura, pero tampoco amable.
—¿Sabes qué veo cuando te miro? Veo a un hombre que ha pasado noventa años en guerra. Que no tiene una sola persona con quien hablar, aunque haya alguien dispuesto a escuchar.
Bucky cerró los ojos por un instante.
—Estoy bien.
La Dra. Raynor no pareció convencida.
—No, Bucky. No lo estás.
La incomodidad lo persiguió hasta el fin de la sesión.
Las sesiones siempre dejaban su cabeza punzando. Todas las arterias de su cráneo se contraían con fuerza, generándole un dolor molesto y sordo que latía detrás de sus sienes.
No importaba cuántas veces lo hiciera, siempre salía de ahí con la misma sensación: una mezcla de agotamiento y la impresión de que nada le salía bien.
La caminata de regreso era muy confusa, era como si la ciudad entera se moviera en un ritmo distinto al suyo, demasiado rápida o demasiado lejana. Siempre inalcanzable.
Cuando llegó a su edificio, en vez de dirigirse a su hogar, cruzó el pasillo y tocó la puerta de enfrente.
Hoy era miércoles. Día de almuerzo con Yori.
Era parte de su estrategia para pasar el rato y no volverse loco.
El hombre mayor abrió tras unos segundos. Su rostro estaba marcado por arrugas de cansancio, esas líneas profundas que contaban miles de historias.
—Llegas tarde —le dijo.
Miró su reloj. No era tan tarde.
—No sabía que teníamos una hora exacta—respondió Bucky.
Yori le miró con reproche.
—No es mi culpa que no comas a tus horas —los ojos de Yori lo analizaron completamente—. ¿Otra de tus sesiones?
Bucky no respondió de inmediato, pero el silencio contó como respuesta.
—Vamos, te vendrá bien comer algo —dijo Yori, dándole un leve golpe en el brazo antes de cerrar la puerta tras él.
Caminaron en silencio hasta el pequeño y acogedor restaurante japonés donde siempre almorzaban.
La expresión tensa en el rostro de Bucky contrastaba con la tranquilidad del ambiente.
Entre el murmullo de la gente y el sonido de los cubiertos contra la porcelana, la voz de Yori lo trajo de vuelta a la realidad.
—Te ves peor que de costumbre —le dijo, sin rodeos.
Bucky soltó un suspiro.
—No sabía que había un “de costumbre”.
El hombre negó con la cabeza, molesto.
—A tu edad no deberías verte tan cansado.
Dejó escapar un resoplido. No iba a explicarle, no podía explicarle.
—Parece que tienes algo en la cabeza —le decía Yori con su sabia voz— ¿Tiene que ver con ese amigo tuyo? El rubio.
Bucky negó con la cabeza.
—No, Steve está… cargando el mundo sobre sus hombros.
Yori se burló.
—Entonces ¿por qué preocuparse por eso? Steve Rogers es el Capitán América. Fin de la historia.
Bucky parpadeó y bajó la mirada hacía la mesa. Apenas había tocado su comida.
—No es tan simple.
El hombre lo observó y decidió no insistir tanto.
—Más bien, tú lo haces complicado —le dijo— Creo que deberías hacer algo más con tu tiempo libre. Adopta un perro. Encuéntrate una novia, o al menos alguien con quien hablar que no sea un viejo como yo.
Bucky rodó los ojos.
—Estoy bien así.
La risa del hombre llamó la atención de Bucky, que regresó a mirarlo.
—Deberías salir con alguien —continuó Yori, cortando un trozo de tempura con los palillos—, me he dado cuenta de que siempre estás solo.
Negó con la cabeza con humor.
—No es tan fácil.
La paciencia del hombre parecía infinita, la doctora Raynor debería aprender algo de él
—Nada en la vida es fácil. —Yori se llevó la comida a la boca y masticó con calma—. Pero si sigues esperando el momento perfecto, nunca va a llegar.
Bucky miró su propia comida sin ganas.
—Creo que ese momento ya pasó.
Yori resopló.
—Eso es algo que solo dicen los viejos.
Bucky sonrió con tristeza, era verdad que Yori no sabía cuántos años tenía en verdad.
Pero él no tenía excusa para apartar el número de su mente.
El silenció se asentó entre ellos y solo quedaron los ruidos de la vida cotidiana: clientes hablando, el sonido de tetera silbando en la cocina, la lluvia golpeando suavemente las ventanas.
Yori dejó los palillos a un lado y apoyó los codos en la mesa, había terminado de comer.
—Hoy hace diez años que murió mi hijo.
Bucky se tensó. No porque no lo supiera, sino porque no esperaba que lo dijera así.
—Lo siento —murmuró.
El hombre viejo asintió con la cabeza, mirando hacia las gotas de lluvia que caían sobre la ventana.
—A veces lo veo en sueños, como si todavía estuviera aquí. Me dice que tuvo miedo, que extraña platicar conmigo.
Un nudo se formó en la garganta de Bucky. No pudo hablar.
No podía ni siquiera verlo a los ojos.
—Era un buen chico. No merecía lo que le pasó —continuó Yori.
No le quedó más que voltear a ver la ventana empañada.
—Lo mataron hace años. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Ni siquiera sé por qué —su voz no albergaba rencor alguno—. La policía nunca encontró al responsable.
Era como si con cada palabra que Yori agregaba, una cuerda invisible atada alrededor de su corazón, lo apretara con más fuerza.
—Nadie lo merece —dijo en voz baja.
Yori suspiró, cansado, y tomó su taza de té.
—No quiero seguir hablando de esto —declaró—. ¿Entonces qué? ¿Vas a salir con alguien o no?
Bucky parpadeó, atrapado entre la culpa y la confusión.
—¿Cómo me puedes preguntar eso después de hablar de tú hijo?
Sus ojos se encontraron con los de Bucky.
—Mi hijo querría que siguiera adelante —dijo con una voz firme—. Y yo creo que tú también deberías hacerlo.
Bucky apartó la mirada. No sabía cómo seguir cuando todavía se sentía atrapado en el pasado.
- - - - -
Hace dos días, Rhodey llegó a su departamento. Al principio Steve creyó que quería hablar con él sobre la misión en Túnez.
Pero el semblante de su viejo amigo le hablaba de otra cosa: de diplomacia.
Sin muchos rodeos, le informó que el gobierno de Estados Unidos quería hablar con el Capitán América.
Después de mucha insistencia y resoplidos, Rhodey le prometió que no tenía ni la menor idea de lo que querían con él. Se despidió cuando escuchó el sonido de la llave de Bucky llegando al apartamento y eso los dejó preguntándose qué era lo que querían esta vez.
Fue así como llegó el día de la reunión. Después de su trote y desayuno con Bucky, se duchó y se cambió rápidamente antes de dirigirse al Departamento de Defensa, en donde ya lo esperaban.
Lo llevaron a una sala que se encontraba en el corazón del edificio.
Lo primero que notó al entrar fue que la sala ya estaba ocupada. Cuatro hombres de traje oscuro lo observaban detrás de lentes de montura gruesa y de esas arrugas que sólo podían corresponder al cansancio de la diplomacia.
Sin embargo, el asiento de enmedio permanecía vacío, su ocupante le daba la espalda, pero en cuanto sintió su presencia, se giró lentamente.
Ya lo conocía. Era un hombre con el que tenía historia.
Una historia desagradable.
—Capitán Rogers —saludó el general Thaddeus Ross, extendiendo la mano con una sonrisa calculada.
La cosa no iba a salir bien.
Él correspondió el apretón breve con una mano firme.
—General —asintió con la cabeza a modo de saludo.
No pudo apartar los recuerdos que su memoria presentaba con furia. Recordó la facilidad con la que Ross había encerrado a Bucky, sin dudar, sin pestañear, sin una pizca de humanidad en su ser.
—Tome asiento, por favor —le indicaba con un leve gesto de la mano.
Steve no se movió de inmediato. Barrió la sala con la mirada desde donde se encontraba. Había un guardia por cada esquina. Cuatro guardias armados le escudriñaban de pies a cabeza.
¿Esperaban un conflicto?
Su evaluación duró un milisegundo, pero ya tenía planeadas tres posibles rutas de escape en su cabeza.
Se sentó y frente a él, Ross hizo lo mismo, cruzando las manos sobre la mesa como si esta fuera solo una reunión más.
Pero, Steve sentía la forma en la que todos los presentes lo diseccionaban, evaluando cada uno de sus pestañeos, de sus gestos. Esta no era solo una reunión.
—Capitán, no es un secreto que su participación en las zonas de conflicto y su labor manejando a los Restituyentes han sido un rayo de esperanza para la ciudadanía —comenzó Ross, con ese tono suyo que hacía que a Steve le dolieran las sienes.
Ross continuó, como si le estuviera dando una evaluación de su desempeño.
—Su trabajo en la restauración del nuevo orden mundial ha sido ejemplar —declaró—. Tanto el Departamento de Defensa de los Estados Unidos como el Presidente le agradecemos profundamente su ayuda.
Steve enarcó una ceja.
—Eso es algo que no hubiera logrado sin mi equipo, General. Ellos también merecen reconocimiento, ¿no les parece? —interrumpió.
La expresión de Ross se tensó, apenas una fracción de segundo, pero Steve lo notó.
—Por supuesto, Sam Wilson, Joaquín Torres y el sargento Barnes merecen toda nuestra gratitud —dijo, pronunciando los nombres de manera pausada, con aborrecimiento bien disimulado.
No pudo evitar la sonrisa fingida que se posó en sus labios.
—Ross, sé que no hay nada te gustaría más que verme a mí y a mis amigos encerrados en La Balsa —se había quedado sin paciencia—. Así que dime, ¿para qué me trajiste? El gobierno de los Estados Unidos dejó de ser amable con los Vengadores hace años.
La máscara de amabilidad se desmoronó en el rostro de Ross.
—Eso es lo que queremos remediar, Capitán.
Steve parpadeó.
—¿Remediar?
Ross se inclinó ligeramente hacia adelante.
—Proponemos una alianza.
El aire se volvió sofocante.
—¿Alianza? —repitió Steve, la incredulidad se hizo aparente en su voz.
Pero el general no trastabilló.
—Queremos que el Capitán América trabaje con nosotros, para poder demostrar al mundo que estamos juntos en esto. Unidos.
No se lo creía ni un poco.
—¿Qué están proponiendo? —dijo sin entender todavía—. ¿Qué significa “trabajar juntos”?
Ross enderezó su postura.
—Desde la Segunda Guerra Mundial, el Capitán América ha sido un símbolo de esperanza —su voz sonó como si leyera un guión, sin intención, sin calidez—. Necesitamos que vuelva a ser esa mítica figura. Un embajador de la paz para el mundo.
Uno de los diplomáticos de gafas le tendió una carpeta. Steve la recibió con cierto desconcierto antes de abrirla.
“Contrato de permisividad de la figura ‘Capitán América’”
Steve sintió una punzada de náusea al leerlo.
Sus ojos recorrieron las líneas, su expresión se endurecía con cada párrafo, su estómago se revolvía con amargura y odio.
No. No querían que trabajara con ellos, querían poseerlo. Atarlo con una correa, y soltarlo cuando lo necesitaran. Reducirlo a una figura de relaciones públicas.
Era como en la Segunda Guerra, cuando bailaba en escenarios con un escudo de cartón. Cuando lo convirtieron en una caricatura.
Steve exhaló y arrojó la carpeta hacía un lado.
No la necesitaba.
—Digamos que un grupo de terroristas ataca Times Square —propuso, tentativamente—. ¿No podría intervenir?
Los hombres al lado del general intercambiaron miradas alarmadas, pero Ross se mantuvo firme, sosteniendo su mirada.
—No —respondió Ross sin inmutarse—. No sin autorización previa. Necesitaríamos evaluar la situación antes de solicitar su intervención.
La risa irónica de Steve llenó la sala.
—¿Incluso si eso significa la muerte de cientos de inocentes?
Silencio.
Ninguno de los hombres frente a él reaccionó. Solo lo miraban, esperando a que perdiera el control.
Esperando que les diera una oportunidad de llamar a seguridad.
Steve negó con la cabeza.
—¿Están escuchando lo que proponen?
Nadie respondió.
—¿Se imaginan qué hubiera pasado si los Vengadores hubieran esperado permiso para actuar en la Batalla de Nueva York?
Más silencio.
Steve apoyó los codos en la mesa y los miró uno por uno, estudiando sus rostros deshumanizados.
—¿Creen que estaríamos vivos?
Ross se inclinó apenas hacia adelante. Sus nudillos se contrajeron en puños cerrados sobre la mesa.
—¿Y usted se imagina qué hubiera pasado si no hubieran creado a Ultrón? —su voz, antes diplomática, ahora tenía filo—. ¿Destruir un país entero no le suena a capricho, Capitán?
Steve sintió el golpe, pero no pestañeó.
Era siempre lo mismo.
—¿Cree que está a la altura del símbolo que intenta representar? —sus palabras salieron cargadas de veneno—. Su compañero es un terrorista conocido con el que nos hizo quedar en ridículo ante el resto del mundo durante los acuerdos de Sokovia.
La furia ardía muy obvia en su voz, en sus nudillos blancos.
—Usted dejó de representar a los Estados Unidos desde hace mucho tiempo, Rogers —soltó como un golpe fatal—. Es solo que no quiere aceptarlo.
Steve sostuvo su mirada, su expresión firme,
En las esquinas, los guardias de seguridad llevaban la mano hacía la funda de sus pistolas, listos para intervenir.
Pero Steve no cedió, con una calma que solo hacía más evidente su desprecio, se inclinó un poco hacia adelante y su voz fue solo un susurro.
—No sé en qué momento pensaste que yo seguía representando a este país, General.
El rostro de Ross se endureció.
—Este escudo nunca fue sobre política. Nunca lo llevé por un gobierno. Y definitivamente no lo llevo para ustedes. Nunca me ha interesado lo que piense el gobierno de mí.
Se levantó, empujando su silla hacia atrás.
La tensión en la sala alcanzó su punto máximo.
—Si esto es todo, creo que ya terminamos aquí
Los guardias en las esquinas le miraban, listos para detenerlo.
—¿Qué nos detiene de arrestarlo en este preciso momento, Capitán? —inquirió Ross con una voz amenazante.
Como si pensara que tenía la ventaja de la habitación.
Pero él la tenía.
—Usted mismo me lo dijo hace un momento —una sonrisa burlona se dibujaba en sus labios—. El mundo está mirando. ¿Cómo se vería Estados Unidos de América arrestando a uno de los Vengadores más implicados en la restauración, general?
Las sombras en el rostro del general se marcaron profundamente. Los guardias a los costados se movieron sutilmente.
Ross se levantó de su asiento, con furia.
—No lo necesitamos —aseguró—. Estamos listos para actuar con o sin usted.
Steve frunció el ceño. Algo en esas palabras encendió una alarma en su cabeza.
Con o sin usted.
Un recuerdo fugaz cruzó por su cabeza. Las palabras de Fury cuando le habló de la recreación del suero del supersoldado.
Apagó el pánico antes de que tuviera oportunidad de asentarse, enterrándolo en una máscara de indiferencia.
—Entonces tendrán que actuar sin mí —su tono fue definitivo. Contundente.
Se giró hacia la puerta y comenzó a caminar con firmeza, sin apresurarse.
Los guardias se tensaron y por un segundo, creyó que intentarían detenerlo.
Pero nadie se movió.
Y cuando salió de la sala, no pudo evitar temer las consecuencias de sus actos.
- - - - -
Joaquín Torres no lo podía creer.
Había crecido viendo a los Vengadores en la televisión. Y ahora, ahí estaba: trabajando codo a codo con tres de los hombres que más admiraba en la vida.
Desde que tenía memoria, había soñado con volar. No solo pilotar un avión, sino elevarse de verdad: sentir el viento envolviéndolo, perderse en la vastedad del cielo y no mirar atrás.
Se aferró a ese sueño con todo lo que tenía, con cada despegue, cada maniobra en el aire, hasta que finalmente se convirtió en primer teniente. Sin embargo, lo que le hacían sentir sus vuelos no eran nada comparado con lo que sintió la primera vez que vio a Falcon cortando las nubes con sus alas, tan lejos del piso que parecía volar hacía el sol.
En ese instante, supo que quería ser como él.
No le costó convertirse en su amigo. Sam era de ese tipo de persona. Antes de darse cuenta, ya lo estaba siguiéndolo a todas partes, aprendiendo de él todo lo que podía sobre combate aéreo y estrategia en el aire.
Cuando vio a Sam en las noticias, brindando asistencia humanitaria en zonas de conflicto, algo dentro de él se encendió. Se ofreció como voluntario en una misión local, esperando encontrarse con él. Y así, casi sin proponérselo del todo, Joaquín terminó integrándose al equipo.
Como si el destino los juntara.
Se encontró con Sam en su traje rojo y plateado reflejando el sol. A su lado estaba el Sargento Bucky Barnes, con la mirada afilada y un arma de asalto lista para disparar.
Y al frente, liderando la misión con su escudo en mano, estaba el Capitán América.
Steve Rogers.
Joaquín tuvo que recordar cómo respirar cuando lo vio.
Era una leyenda.
Había visto documentales enteros sobre él. Pero ver a Steve Rogers en persona era otra cosa. Era como si el sol mismo lo siguiera a donde fuera.
Tenía esa presencia inconfundible, una especie de fuerza gravitacional que hacía imposible no mirarlo.
Pero siempre, justo detrás de él, como la sombra que se proyecta debajo de los rayos del sol, estaba Barnes.
El sargento era un hombre de pocas palabras, serio y de mirada fría. Pero bastaba con observar un poco más para notar que, aunque sus palabras eran pocas, nunca le faltaba una sonrisa al lado de Steve. En el campo de batalla peleaban como uno solo. Eran un dúo inseparable.
Trabajar con ellos después para ayudar a las zonas en conflicto en Medio Oriente y África había sido un sueño hecho realidad.
Pero los sueños no duraban para siempre.
Habían pasado tres días desde la misión de rescate en Túnez, y aunque estaba tranquilo, había algo que lo acechaba desde el fondo de su cabeza.
El mapa que Barnes encontró en la base de LAF.
Joaquín no podía sacárselo de la cabeza.
Las marcas en rojo sobre varias ciudades europeas parecían un patrón, aunque no estaba seguro de cuál. Pero había un lugar que llamaba su atención: Suecia.
No se había acordado nada respecto al mapa. Nadie le había dicho directamente que no investigara por su cuenta.
Pero Joaquín tenía un instinto. Y su instinto le decía que había algo en Suecia que valía la pena investigar.
No era la primera vez que se lanzaba a una misión sin esperar órdenes explícitas. Claro que sabía moverse en solitario cuando era necesario.
Así que tomó una decisión.
Esa mañana, tomó un vuelo comercial a Estocolmo. No iba con su equipo de vuelo ni con respaldo. Solo llevaba su placa, su pistola y su intuición.
Cuando descendió del avión y sintió el aire helado de Suecia golpeándole el rostro, supo que había cruzado un punto de no retorno. Y si su instinto estaba en lo correcto, lo que estaba a punto de descubrir lo cambiaría todo.
- - - - -
Steve cerró la puerta detrás de sí con un suspiro pesado. Aún podía sentir la tensión de la reunión con Ross en sus músculos. Se frotó la nuca mientras colgaba la chaqueta en el perchero junto a la puerta, a un lado de la de Bucky.
Ya estaba en casa.
El departamento estaba bañado en sombras, iluminado solo por la luz tenue de los últimos rayos del día que se filtraban sobre las ventanas y que levantaban el calor del suelo de madera.
Lo sintió antes de verlo.
Había un latido proveniente de la cocina y al acercarse, encontró a Bucky inclinado sobre el fregadero.
—¿Cómo te fue? —preguntó Bucky sin volverse.
Steve exhaló lentamente, buscando las palabras para describir toda su ira.
—¿Tan mal? —replicaba Bucky.
Bucky… James Buchanan Barnes siempre sabía cómo hacer que su enojo se convirtiera en algo más suave. Más manejable.
—Básicamente Ross me propuso que trabaje para el gobierno. Quiere convertir al Capitán América en un agente de relaciones públicas.
Bucky finalmente giró la cabeza, mirándolo con una ceja levantada. Se apoyó en la isla frente al fregadero, cansado y continuó con su queja.
—Quieren que me siente y sonría para las cámaras mientras ellos deciden mis misiones.
Bucky lo miró alarmado.
—Vaya. Nunca pensé que te volverían a ofrecer un trabajo así.
Frotó sus ojos, como si ello pudiera barrer su molestia.
—Lo rechacé, por supuesto —aclaró.
Él le sonrió, como si dijera algo muy obvio.
—Por supuesto.
Frente a frente, dejaron que el silencio se instalara entre ellos. No era incómodo, pero estaba lleno de cosas que todavía no decían.
Steve lo notaba en la tensión sobre los hombros de Bucky, en la forma en que sostenía la barra de la cocina con más fuerza de la necesaria.
—¿Cómo te fue con Yori? —preguntó con suavidad.
Bucky vaciló..
—Bien —se apresuró a contestar—. Te traje comida.
Se negaba a mirarlo a los ojos.
—Evité una pelea sobre los cubos de basura —recordó—. Ha sido un día… interesante.
Levantó una ceja, pero él seguía sin encontrar su mirada.
—No suenas muy convencido.
Bucky suspiró. Había algo en sus ojos. No estaba exactamente allí, en la cocina, con él. Estaba en otro lugar.
—¿Qué pasa? —preguntó, intentando alcanzarlo.
Los ojos de Bucky estaban llenos de una tristeza inmensa. Inmensurable, casi… infinita.
Pero aún así encontró la fuerza para responder.
—Solo... no me gusta que te presionen. No después de todo lo que hemos pasado.
Había algo más en su tono, algo que Steve no podía ignorar. Pero tampoco alcanzar.
Bucky se quedó en silencio. Sus ojos buscaron la ventana, como si pudiera encontrar ahí las palabras que no quería decir en voz alta.
Steve no lo presionó. Solo lo esperó.
Podía oír los pasos en la calle, la brisa moviendo las hojas del árbol frente al edificio, el leve crujido de las paredes cuando cambiaba la temperatura. Todo menos la voz de Bucky.
—¿Buck? —murmuró con cuidado.
Bucky abrió la boca. Nada salió. Luego la cerró de nuevo, como si repasara mentalmente todas las palabras que conocía hasta poder encontrar su voz de nuevo.
—No sé… no sé cómo hacer esto —dijo al fin, despacio, la mirada fija en sus propias manos.
Steve no lo entendía, lo hubiera dado todo por hacerlo, pero no podía entenderlo en ese momento.
—¿Esto? —repitió Steve, sin moverse.
Bucky atrapó el aire a su alrededor, pero no lo dejó escapar.
—Vivir —susurró.
Se pasó una mano por el rostro, exhalando con frustración. Luego añadió, un poco más firme:
—Quiero… quiero una vida tranquila. De verdad que sí. Pero no sé cómo. No sé cómo dejar de esperar siempre la próxima pelea. La próxima misión. El próximo enemigo al que tenga que derribar.
Sus dedos se enredaban con el borde de la encimera, como si necesitara sostenerse de algo.
—No sé cómo existir si no es peleando, huyendo o preparándome para morir.
Steve sintió que algo dentro de él se retorcía.
Porque lo entendía. Cada palabra.
Así se sentía cada mañana cuando abría los ojos.
Pero nunca se lo había dicho a nadie.
—Bucky… —empezó, suave.
Pero ahora que Bucky había encontrado las palabras ya no podía detenerse.
—Y no te puedo dejar solo, Steve —lo interrumpió, su voz apenas un poco más alta—. Porque los problemas siempre te encuentran. Siempre vienen a ti. Y no quiero que termines muerto en algún campo de batalla solo porque no entiendes lo que es la autopreservación.
Su voz tembló, solo por un segundo, antes de endurecerse de nuevo. Se cruzó de brazos, pero sus dedos se apretaron contra su cuerpo, como si intentara sostenerse a sí mismo.
—Hoy casi haces que el gobierno te encierre. ¿Sabes lo rápido que habría ido por ti? Sin plan, sin pensar… solo–
Se mordió el interior de la mejilla, la mandíbula tensa. Cerró los ojos un segundo. Cuando volvió a hablar, su voz era baja, agrietada.
Su mandíbula se tensó, y cerró los ojos un momento antes de terminar en voz baja:
—Por ti rompería las paredes de cualquier edificio hasta que mi brazo se desgastara, hasta que se rompiera.
Las palabras salieron fácilmente de él. Eran palabras antiguas. Cargadas de un significado que había estado implícito silenciosamente entre ellos dos desde que tenían memoria.
Sus palabras flotaron en el aire. Inundando el departamento de una sensación extraña, desconocida para ambos.
El corazón de Bucky estaba a punto de explotar, Steve lo escuchaba a la perfección. Lo sentía, como si estuvieran sintonizados.
La mirada de Bucky se comenzaba a alejar hacía otro lugar una vez más.
Pero Steve ya sabía que responder desde que escuchó esas palabras.
—Y yo… —titubeó, tragando saliva—. Tú sabes que haría lo mismo por ti.
Bucky soltó una risa seca, que rebotó en las paredes del departamento.
El sonido favorito de Steve.
Ese sonido le daba la energía para seguir adelante. Le daba esperanza.
Pero Bucky soltó esa risa porque pensaba que había encontrado una escapatoria en esa respuesta.
Algo para ignorar el peso de las palabras que había dicho.
—Pero ya lo hiciste —dijo Bucky, redirigiendo la conversación con rapidez—. Me has ayudado a escapar cada vez que me atraparon.
El cambio en la conversación no molestó a Steve.
—Y lo volvería a hacer, las veces que fuera necesario. Pero Bucky, no quiero que te destruyas por mi.
Bucky sonrió de lado, sin alegría. Había algo en sus ojos—una súplica silenciosa que Steve no supo cómo responder.
Steve dio un paso hacia él, queriendo decir algo, cualquier cosa que pudiera aliviar el peso que Bucky llevaba sobre los hombros.
Pero no había palabras para esto, para algo que iba más allá de lo que cualquiera de los dos estaba dispuesto a admitir todavía.
Así que, en lugar de hablar, simplemente se quedó a su lado.
Una vibración en el bolsillo sacó a Steve del momento, pero la silenció. Lo que fuera, no importaba. Bucky era lo importante ahora.
Hasta que el teléfono en el bolsillo de Bucky también comenzó a sonar.
Bucky frunció el ceño y contestó sin perder el tiempo, aliviado de la interrupción.
—¿Estás con Steve? No importa, mira las noticias —escuchó que le decían.
Bucky no preguntó nada más y colgó.
Se dirigió a la sala y encendió el televisor. En la cocina, Steve todavía analizaba los reminiscentes de su charla.
Se recargó sobre la isla de la cocina justo a tiempo en el que la pantalla cambiaba de toma.
El general Thaddeus Ross se encontraba de pie detrás de un podio, junto a un hombre vestido con un traje azul marino con una estrella blanca en el pecho.
Detrás de ellos, los colores de la bandera de Estados Unidos se extendían como una advertencia.
Steve sintió que el aire le pesaba en los pulmones.
Bucky apretó los dientes.
—El Capitán América siempre ha sido un símbolo patrio, una representación de todos los intereses de los Estados Unidos. Es nuestra misión ser un orgullo de nuevo, promover los valores que caracterizan a nuestra nación.
Las palabras de Ross eran calculadas, minuciosas y letales. Pero Steve apenas podía escucharlas.
Su mirada se quedó fija en el encabezado de la noticia.
Estados Unidos presentó al nuevo Capitán América.
Y entonces el mundo siguió girando sin él.
Bucky apagó el televisor. Pero ya no importaba
El daño estaba hecho.
La pregunta que lo acechaba día con día en sus sueños, salió a flote en plena luz del día.
¿Quién es Steve Rogers sin el Capitán América?
Steve se quedó paralizado, mirando hacia la pantalla negra, sin emoción alguna en su rostro.
Bucky lo miraba desde la sala.
Al principio, su primera reacción había sido de furia.
Cuando vio a ese hombre, Walker, sonriendo con orgullo frente a la bandera, su pecho se llenó de rabia. Su mandíbula se tensó tanto que creyó que se rompería los dientes.
Pero tras girarse a ver a Steve, su furia se convirtió en algo más pesado.
Tristeza.
Se dirigió a la cocina.
Quería aislar a Steve de la realidad. De este mundo que lo dejaba exhausto día con día.
Era como cuando eran niños y los matones dejaban tan golpeado a Steve que Bucky tenía que cargarlo a casa. Steve nunca aprendía. Siempre volvía a qué lo golpearan de nuevo.
Pero Bucky tampoco aprendía, siempre iba por él. Hasta que aprendió a pelear para que dejaran en paz a su amigo, y a partir de ese momento siempre peleó por él.
Había sido más fácil en ese entonces. Solo tenía que curar sus heridas y ya estaba
Pero esto. Esto no era algo que se arreglara con un vendaje y un regaño.
No sabía cómo quitarle el peso de todo el mundo de los hombros.
Toda su identidad estaba atada a su lucha.
Steve fácilmente moriría por su causa, pero Bucky no iba a dejar que eso pasara.
Tenía que hacerle entender que había vida más allá del dolor. Pero no sabía cómo.
Steve se estaba desmoronando delante de él, y Bucky no sabía cómo evitarlo.
—¿Steve?
Steve no respondió, estaba con los codos sobre la encimera, descansando su cabeza sobre las manos.
Ojalá pudiera saber qué estaba pasando en su cabeza.
—¿Steve? —intentó de nuevo.
No hubo respuesta.
Bucky se acercó con cautela, sus pasos insonoros gracias al sigilo que había aprendido como el Soldado del Invierno.
Se detuvo junto a él en la encimera de la cocina, sus piernas se rozaron suavemente..
Solo entonces Steve reaccionó.
Levantó la mirada, y en sus ojos vidriosos había algo que Bucky no estaba acostumbrado a ver.
Incertidumbre.
Steve bajó la cabeza con vergüenza.
Su respiración disminuyó.
Y entonces habló.
—A veces me pregunto si aún puedo ser ese hombre… el que protegía a todos sin dudar. —su voz salió rota, apenas un susurro—. ¿Quién soy sin ser el Capitán América?
Los labios de Steve temblaron, pero Bucky espero a que dejara salir lo que llevaba tanto tiempo conteniendo.
—La exposición del Smithsonian sobre el Capitán América hablaba sobre el momento en el que corrí para usar mi cuerpo como escudo contra una granada falsa —dejó escapar una risa amarga, sacudiendo la cabeza—. Pesaba unos cuarenta kilos y pensaba que eso sería suficiente para detener la explosión.
Steve tragó con dificultad, su voz apenas era un susurro.
—¿Qué pensaría ese joven de mí? —su garganta se cerró—. Estaría muy apenado de mí.
Bucky no lo pensó dos veces.
—No —La firmeza en su voz hizo que Steve alzara la mirada—. Stevie estaría sorprendido de todo por lo que has pasado, de cómo, a pesar de todo, aún eres tú.
Por un momento, Steve pareció querer creerle.
Pero la sombra en sus ojos no desapareció.
Bucky respiró hondo. No era bueno con las palabras, nunca lo había sido. Pero si había algo que sabía con certeza era que Steve lo necesitaba, ahora más que nunca.
—Steve… nunca quise que llegara este día —susurró, con una vulnerabilidad que rara vez permitía salir—. Donde el peso del mundo te aplastara tanto.
Steve soltó un suspiro tembloroso, sus ojos llenos de algo que Bucky no soportaba ver en él.
Derrota.
—Estoy cansado, Buck —murmuró, con la voz fracturandose frente a él—. Cansado de ser un símbolo. De cargar con esto solo. De… de pensar qué haría si… si tú no estuvieras aquí.
Steve tomó una breve pausa y miró a Bucky con los ojos cristalizados.
—Me la pasé muy mal esos cinco años en los que no estuviste aquí.
Bucky no lo dudó ni un segundo más y acercó su mano hasta la de Steve, entrelazando sus dedos en un gesto silencioso pero sólido.
—Steve, aunque el mundo nos quiera romper, yo siempre voy a estar aquí para sostenerte —prometió.
Su voz era como un arrullo y Steve cerró los ojos, como si su voz fuera lo único que lo mantuviera de pie.
Y en ese momento, lo fue.
Entonces, alguien llamó a la puerta, y la atmósfera se rompió al instante.
Con una dificultad a la que no le halló explicación, Bucky retiró su mano de la de Steve.
Compartieron una breve mirada que lo dijo todo, antes de que Bucky se dirigiera a la puerta.
La puerta se abrió tras varios golpes insistentes, y Sam entró, encontrándose con Bucky en el umbral.
La mirada de Bucky, cargada de angustia, le dijo todo lo que estaba pasando.
Avanzó por el pasillo y llegó a la cocina, dónde encontró a Steve recostado sobre la encimera, claramente exhausto.
Su rostro estaba marcado por las emociones: ojos hinchados, rojos, como si cada minuto del día hubiera sido un martirio.
—Hola, Steve, ¿cómo estás? —saludó Sam, acercándose con cautela.
Steve levantó la vista y esbozó una sonrisa forzada.
—He tenido mejores días —su voz era baja, casi un murmullo— ¿Qué haces aquí?
Sam le dedicó una pequeña sonrisa.
—Vine a ver a mi amigo —dijo.
Bucky, que había estado observando, se acercó lentamente hasta quedar al lado de Sam.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Bucky.
Sam permaneció en silencio por un instante, buscando soluciones en su cabeza.
Pero Bucky continuó, su voz estaba cargada de amargura.
—Lo que yo haré es fracturarle…
Pero antes de que pudiera terminar, la voz de Steve se alzó de inmediato, herida.
—No —exclamó Steve.
Steve alzó la voz, herido.
—No es justo —repitió Bucky, resignandose a cruzar los brazos. Su mano de metal apretaba peligrosamente su brazo humano.
Sam se quedó en silencio, observandolos.
La tensión en el aire era palpable: la furia contenida en la voz de Steve y la desesperación amarga en las palabras inconclusas de Bucky.
El dolor era muy evidente en el corazón de Steve, mientras que Bucky estaba furioso por no poder proteger a Steve.
La historia de siempre.
Sobre quién podía sacrificar más.
Quién podía causarse las heridas más grandes el uno por el otro.
Sam lo vio claro, la falta de honestidad entre ellos los estaba matando lentamente.
Inspiró hondo y habló con calma, pero con firmeza.
—Chicos —su voz fue suave, pero con el filo suficiente para cortar el aire cargado de angustia—. No están viendo el panorama completo.
Eso captó la atención de ambos al instante.
—Hay una razón por la que están haciendo esto —continuó Sam, con la mirada fija en Steve y Bucky—. El Departamento de Defensa está perdiendo el control. Necesitan que el mundo piense que lo tienen todo bajo control. John Walker no es más que una cortina de humo.
Tomó una pausa antes de seguir hablando.
—Hay algo que no nos están contando, una bomba que va a explotar en cualquier momento.
La habitación seguía sintiéndose pesada. Steve tenía la mirada perdida en la encimera, mientras Bucky apenas contenía su frustración.
Steve alzó la vista por fin, pero su mirada no tenía dirección. Como si ya hubiera visto demasiadas explosiones para una vida, completamente insensibilizado.
Sam exhaló, suavizando su tono. Tenía que regresarles las esperanzas que habían optado por olvidar.
—Steve —le dijo en un tono suave pero firme—. Ese escudo sigue siendo tuyo. No importa lo que hagan, nunca podrán quitártelo. Siempre ha estado contigo. Y siempre lo estará.
Los dedos de Steve se entrelazaron sobre la mesa, como si procesara esas palabras.
—Y tú…—señaló a Bucky, a punto de decirle algo.
Pero antes de que pudiera hablar, un sonido rompió la tensión.
Golpes en la puerta.
Los tres se pusieron a la defensiva al instante.
Bucky se movió hacia la puerta sin hacer ruido con Sam detrás.
Y entonces, una voz familiar los hizo reaccionar.
—¡Sam!
Era Joaquín.
Abrió la puerta y la imagen frente a él lo alarmó.
Joaquín estaba herido. Un corte carmesí se extendía sobre su ceja, su ropa estaba desarreglada, y su respiración era irregular.
—¿Qué pasó? —preguntó Sam.
Se asomó al pasillo, escaneando la zona en busca de una amenaza.
—Tranquilo —dijo Joaquín, con voz entrecortada—. Nadie me siguió.
Dejó que Joaquín entrara antes de cerrar la puerta y ponerle el seguro.
Steve y Bucky reaccionaron al instante. Sus mentes cambiaron automáticamente al modo defensivo, dejando todas sus preocupaciones de lado
—Eso va a necesitar una sutura —dijo Steve, caminando hacia el pasillo en busca del botiquín de primeros auxilios.
Bucky, sin decir palabra, le tendió un vaso con agua a Joaquín, quien lo aceptó con gratitud.
—Siéntate —le indicó Bucky.
Joaquín tragó saliva con fuerza, sus dedos temblaban apenas al sujetar el vaso.
Steve regresó y se sentó junto a Joaquín, colocando una caja metálica blanca sobre la mesa.
—Bueno, Joaquín, ¿nos vas a dejar en suspenso? —preguntó Sam, cruzándose de brazos frente a él.
Joaquín suspiró.
—No sé cómo pasó, pero terminé en medio de un atraco a un banco en Suiza —comenzó.
Los tres le miraron extrañados.
—¿No han visto las noticias? —preguntó, confundido por sus expresiones.
Los ojos de Bucky se oscurecieron al instante.
—Suficiente de malditas noticias. ¿Acaso tú viste las noticias?
El miedo se manifestó inmediatamente en Joaquín, quien se encogió en su asiento.
Sam dio un paso hacia Bucky y levantó las manos en señal de calma.
—Barnes, lo estás asustando —intervino con su tono mediador.
Dejó caer las manos a los lados y suavizó su voz para Joaquín, dejando que el agotamiento se filtrara a través de ella.
—Lo que Bucky quiso decir es que hemos tenido un día difícil con lo del nuevo Capitán América, ¿sabes?
Joaquín negó con la cabeza.
—Eso no importa. Escúchenme. No se enojen conmigo, pero… ¿Recuerdan el mapa que encontramos en Túnez?
Un murmullo de reconocimiento recorrió la sala.
—Sí… Pues… como que lo seguí a Suiza.
Sam lo miraba molesto.
—Claro, fuiste tú solo. Sin refuerzos. Sin decirnos. No sabía que eras un vigilante.
Joaquín se encogió de hombros.
—Les dije que no se enojaran… —sonrió con torpeza, derrotado.
Bucky entrecruzó los brazos.
—Ya dinos qué pasó —gruñó Bucky, impaciente.
Joaquín inhaló profundamente antes de continuar.
—Cuando llegué a la localización que marcaba el mapa, encontré un grupo de personas —miro a los tres hombres antes de seguir—. Eran los Flag Smashers. Estaban repartiendo máscaras, así que tomé una para pasar desapercibido. Seguí al grupo y noté que nos dirigíamos a un banco.
Steve frunció el ceño.
—Y entonces me llamaste para que fuéramos a auxiliarte. O quizás llamaste a Sam.
Joaquín sólo inclinó la cabeza, con vergüenza.
—No sé cómo no se me ocurrió —murmuró con una risa sin humor.
Sam exhaló.
—Continúa—dijo Bucky.
Joaquín se aclaró la garganta.
—Entonces sucedió el atraco. Uno de los Smashers sacó dos bolsas de dinero y se las pasó a otro. Un policía intentó detenerlos y… lo mataron.
El silencio cayó sobre la habitación.
Joaquín desvió la mirada, como si reviviera la escena.
—Fue ahí cuando intervine. Saqué mi arma y les dije que estaban detenidos. Pero uno de ellos me derribó. Me golpeó en la cabeza y… todos escaparon.
El departamento se quedó en silencio, esperando a que terminara su relato.
—Me encontraron los paramédicos, pero inmediatamente volé hacía acá. Me enteré de lo de John Walker mientras pilotaba hacía acá y supuse que todos estarían aquí.
Hizo una pausa, su mandíbula estaba tensa, como si le costara hablar de algo.
—¿Qué pasa? —preguntó Sam con cautela.
Joaquín apretó los labios antes de hablar en un murmullo.
—Hay una cosa que no les he dicho.
Sam arqueó una ceja con duda. Ese pequeño gesto fue suficiente para que Joaquín continuara.
—Bueno… Mientras estaba infiltrado, grabé parte del atraco. Quiero mostrárselos.
Sacó el celular de dentro de su chamarra verde y se lo tendió a Steve.
—Hay algo en la forma en que derribaron a ese policía… Me recordó a la forma de pelear de Bucky.
Sam y Bucky se lanzaron para ver la pantalla junto a Steve.
El video comenzó a reproducirse. Un hombre enmascarado tomaba a un policía armado y, con una facilidad escalofriante, lo arrojaba contra el suelo como si no pesara nada.
Cómo si fuera un muñeco de trapo.
—Son más fuertes de lo que deberían ser. Como si fueran… —Joaquín dejó la frase en el aire.
Steve se enderezó de golpe.
—Supersoldados —completó en voz baja.
Sam había tomado el celular y repetía el vídeo junto a Bucky.
—Oh, hombre… —murmuró Sam, su voz llena de preocupación.
Intercambió una mirada con Steve y Bucky.
Terroristas con superfuerza.
En la pantalla, el video se repetía en bucle. El hombre dominaba al policía con la facilidad de un depredador.
Los cuatro se quedaron pensando en lo que implicaba esto. Hasta que Sam habló.
—Si hay más supersoldados allá afuera, necesitamos saber de dónde salieron.
Steve asintió, su mandíbula apretada.
—Y cómo detenerlos antes de que sea tarde.
Bucky no apartaba la vista del celular. En su mente, una idea cruzó como un rayo.
Una mala idea.
Pero un comienzo seguro.
—Sé de alguien que debe saber sobre el suero. Puede darnos respuestas.
Steve y Sam lo vió entendieron de inmediato. La desconfianza en sus ojos era clara.
—No —dijeron al unísono.
Bucky dio un paso al frente, preparándose para pelear por su idea.
—Pasó años obsesionado con los supersoldados. Con erradicarlos. Si alguien sabe quién está replicando el suero, es él.
Bucky sostuvo la mirada de Steve con firmeza. No se movió ni titubeo.
Steve cruzó los brazos, su postura cerrada hablaba más que sus palabras.
—No. No vamos a discutir esto. —dijo Steve, su voz más dura de lo que pretendía.
El silencio que siguió fue denso, cargado de electricidad estática. Una discusión se avecinaba.
Joaquín, sentado a un lado de Steve, bajó la mirada, como si quisiera desaparecer.
Sam observó la escena con cautela, brazos cruzados, esperando el momento exacto para intervenir.
Bucky tensó la mandíbula, su expresión se endureció
—Está bien. Entonces dime, ¿cuál es tu brillante alternativa? ¿Ir directo contra los Flag Smashers a ciegas? ¿Con qué plan? ¿Con qué información?
Steve frunció el ceño.
—Hay que rastrearlos. Encontrar su punto débil. Lo hemos hecho antes.
Bucky resopló molesto.
—Quizá tú y yo podríamos detener a algunos. —hizo un gesto con la cabeza hacia Joaquín y Sam— ¿Pero qué hay de ellos? ¿Les vas a pedir que se vayan a suicidar contigo?
Sam entrecerró los ojos. Era raro verlos pelear.
—Hey, sigo aquí, gracias.
Joaquín, sin embargo, no dijo nada. Miraba a Steve como si intentara leer su expresión, descifrar sus pensamientos.
Steve soltó un suspiro pesado y se dejó caer en el respaldo del sillón. Por primera vez notó su reflejo en la pantalla apagada del televisor: hombros caídos, ojeras marcadas, el peso de todo lo que había vivido acumulándose en cada fibra de su ser.
Dios, estaba cansado.
—No quiero que vayas a hablar con Zemo —dijo derrotado—. No quiero ni imaginar en qué estado vas a estar después de verlo.
Miraba a Bucky con súplica en su rostro.
—Ya sabes cómo es. Sabes lo que puede hacer con solo unas palabras. ¿Qué pasa si… si logra meterse en tu cabeza de nuevo?
Bucky no respondió de inmediato. La sinceridad de Steve había apagado el incendio dentro de su pecho.
—No voy a estar solo, Sam va a venir conmigo, ¿Verdad?
Sam parpadeó, sorprendido por la idea. Pero no dudó.
—Exacto —sin perder el ritmo.
Steve se apretó las sienes antes de lanzar un suspiro.
Estaba considerando la escena.
—¿No tenemos otra forma?
Su mirada se deslizó de Sam a Joaquín.
Joaquín tragó saliva antes de hablar.
—Quizás… —dudó un segundo, pero luego se armó de valor—. Quizás podamos investigar la siguiente locación en el mapa ¿no creen?
Inmediatamente Bucky le dedicó una mirada que le dijo que si hubiera sido el Soldado del Invierno, ya estaría muerto.
—¿Y dónde está eso? —preguntó Sam.
Joaquín miró a todos antes de responder:
—Múnich.
Steve asintió, más relajado.
—Entonces vamos allá.
Bucky añadió instantáneamente:
—Pero si no encontramos nada, volvemos a hablar de Zemo.
Steve asintió de forma resignada.
Bucky no respondió. No era una victoria, pero era una tregua. Y eso, viniendo de Steve, ya era bastante
—Nos vemos mañana, 0500 horas —continuó Steve, poniéndose de pie—. Tomaremos prestado uno de los jets.
La risa de Joaquín llenó el ambiente.
—“Prestado” —repitió con humor.
Sam le dio una palmada en el hombro.
—Bienvenido a trabajar con los Vengadores.
Joaquín sonrió de lado, pero el gesto se desvaneció cuando Steve se acercó con un guante estéril en la mano
—Déjame ver tu herida —dijo, señalando el corte en su frente.
Joaquín negó con la cabeza.
—No es nada —intentó decir,
Pero Steve ya se había inclinado sobre él.
Bucky se cruzó de brazos y observó en silencio mientras Steve tomaba una aguja e hilo quirúrgico.
—Va a doler —advirtió.
Joaquín retrocedió contra el sillón.
—¿No hay anestesia? —preguntó asustado.
Steve negó.
—No la necesito —respondió con naturalidad.
Antes de que pudiera dar la primera puntada, Sam levantó una mano.
—Un segundo, Capitán Masoquista. ¿Dónde está la lidocaína?
Steve frunció el ceño, como si la pregunta no tuviera sentido.
—No hace falta. Es solo un corte superficial.
Sam no lo podía creer.
—No hace falta para ti, pero Joaquín no es un supersoldado, ¿o sí?
Sam se giró hacia Joaquín, quien negó con la cabeza rápidamente.
En ese instante, Sam notó algo. Bucky y Steve se habían quedado en silencio, intercambiando una mirada breve.
Sam entrecerró los ojos.
—Un momento…
Se giró hacia Bucky.
—No me digas que tú también…
Bucky no respondió, solo alzó una ceja.
Joaquín abrió los ojos de par en par.
—¿Ustedes… se suturaban sin anestesia?
Steve y Bucky se miraron de nuevo. Steve encogió apenas un hombro.
—No es gran cosa —dijo Steve.
Bucky se encogió de hombros.
Sam exhaló un suspiro exasperado y le arrebató la aguja a Steve.
—Jesucristo. Denme eso. Joaquín, ven acá, yo te suturo. Con anestesia. Como Dios manda.
Joaquín le sonrió agradecido.
Mientras Sam preparaba la lidocaína, Steve se apoyó contra la pared, observándolo en silencio. Bucky también lo miraba, pero había algo pensativo en su expresión.
Sam sintió el peso de sus miradas y no pudo evitar una sonrisa burlona.
—Algún día, ustedes dos van a aprender lo que es el autocuidado.
Ojalá fuera así, pensó Bucky.
—¿Es realmente necesario? —preguntó Steve.
Sam negó con la cabeza mientras se ponía los guantes.
—Siempre he pensado que es un verdadero milagro que sigan vivos.
Steve dejó escapar una pequeña sonrisa..
Sam le dio la primera puntada y Joaquín siseó un poco.
—¿Lo sientes? —preguntó Sam.
Joaquín asintió.
—Bueno, felicidades, es porque eres humano.
La habitación quedó en silencio después de eso.
Steve miró a Bucky, pensativo. Bucky solo miró al suelo.
Nadie dijo nada más.
Les esperaba un día cansado, y todos lo sabían.