
el тιтιrιтero deѕde la ѕoмвra
La piedra estaba fría.
La celda, como siempre, inmóvil, hecha de ecos, penumbras y tiempo detenido. Los muros de Nurmengard no habían cambiado en décadas, y sin embargo, todo a mi alrededor comenzaba a transformarse.
No por mi voluntad.
No por mi fuerza.
Sino por la suya.
Por ella.
La esfera de ónix reposaba a mis pies, incrustada en un grabado antiguo que sólo yo conocía, rodeada por líneas de poder prohibido que ni los carceleros sabían leer. Desde que ella —mi hija, mi reflejo, mi legado— me había entregado ese fragmento de su alma envuelto en magia plateada, mi prisión dejó de ser una jaula y volvió a convertirse en un trono velado.
Nixa.
Su nombre aún resonaba en mis pensamientos como una melodía ancestral. La escuchaba en la respiración del castillo, en el latido oculto de las paredes.
Había vuelto.
Había crecido.
Y me había devuelto las manos con las que gobernar el tablero.
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Me senté en la misma posición que adoptaba en mi juventud cuando urdía planes para transformar el mundo: espalda recta, mirada fija, dedos entrelazados. Solo que esta vez no había mapas ni ministros frente a mí, sino oscuridad, quietud… y silencio fértil.
Desde mi prisión, tejí los primeros hilos.
Envió mi mente hacia los fieles que aún quedaban dispersos, aquellos cuyas lealtades estaban enterradas bajo juramentos de fuego y memoria. Viejos confidentes, olvidados por todos, menos por mí. Uno en Rusia. Otro en Grecia. Una más en el corazón de América.
Las palabras eran pocas.
Los símbolos, exactos.
Los movimientos, medidos como el pulso de un cuchillo que sabe dónde cortar.
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Los planes de Nixa estaban diseñados con una claridad que bordeaba lo profético. Su intelecto era punzante, su lógica, afilada como la primera runa tallada en piedra. Yo, que había sido el estratega más temido del mundo mágico, me encontraba ahora siguiendo la arquitectura de su mente como si fuera un mapa de oro.
Y no me ofendía.
No me humillaba.
Me honraba.
Porque en cada decisión suya, yo veía mis ideales refundidos y transformados, limpios del sentimentalismo de Albus, afilados por su propia voluntad. Nixa no era sólo mi hija: era el futuro que yo soñé cuando aún creía en el fuego.
Y sin embargo…
Mientras tejía la telaraña que ella me había encomendado —reactivando nodos ocultos, infiltrando pensamientos, reactivando líneas de información—, algo en mí se removía con una fuerza más humana que política.
Quería protegerla.
No de sus enemigos.
No del Ministerio.
Sino de sí misma.
Del agotamiento.
De la carga de sostener al mundo con manos tan pequeñas.
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«Déjame cargar lo más pesado, pequeña mía… sólo por un tiempo», pensé, mientras desataba una red de agentes dormidos con solo tres palabras codificadas.
Ella lo había previsto todo: rutas, claves, proyecciones de acción.
Mi tarea era ejecutarla con la misma precisión quirúrgica con la que alguna vez doblegué gobiernos.
Lo haría.
Porque aunque ella ya no era la niña que yo había acunado en la mancion ancestral de la la familia Grindelwald, seguía siendo mí kleines Wunder.
Mi fuego.
Mi nueva causa.
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No necesitaba libertad.
La libertad era para los débiles.
Yo necesitaba visión, y esa me la había devuelto ella.
Con cada orden cumplida, cada ficha desplazada en el tablero, me acercaba más a reconstruir la estructura oculta que sostendría el nuevo orden. Nixa era la voz, la mente, el ojo que ve más allá del tiempo.
Yo sería la mano invisible que actúa sin que el mundo lo note.
Y cuando finalmente llegue la hora de que la tempestad se desate, será su nombre el que retumbará en las paredes del mundo mágico.
No el mío.
El de ella.
Pero hasta entonces…
El titiritero danzaría en la sombra.
Y el mundo, como siempre, bailaría a mi ritmo.
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