
loѕ нιloѕ de la тelaraña
Nurmengard.
A simple vista, una tumba de piedra. A oídos ajenos, una prisión silenciosa y olvidada por el tiempo. Pero bajo la superficie de esas paredes grises y gélidas, donde las sombras eran las únicas criaturas leales y la soledad había aprendido a hablar, se gestaba algo más que encierro.
Gellert Grindelwald, aún encerrado en su celda, aún custodiado como el más temido de los condenados, no era un prisionero.
Era el ojo en el centro del huracán.
El corazón latente de una red silenciosa, creciente, invisible para aquellos que solo sabían mirar con los ojos.
Los barrotes eran simbólicos.
El encierro, una ilusión que él mismo permitía.
Había comprendido hacía décadas que el poder más puro no necesitaba presencia física. Que una palabra bien dicha, en el oído correcto, podía destruir imperios. Que las manos más libres eran las que nadie veía moverse.
Y ahora, gracias a ella, el juego volvía a comenzar.
La esfera de ónix descansaba en una cavidad excavada en la roca, oculta tras un viejo encantamiento de vacío perpetuo. No brillaba, no vibraba. No necesitaba hacerlo. Era su canal. Su puente. Y esa noche, más que nunca, era su ancla. Porque por ese hilo tenue que unía mentes, ideas y voluntades, había sentido la voz de su hija. Nixa.
Su Arquitecta.
Gellert permanecía de pie, espalda erguida, mirada clavada en un punto lejano del muro como si pudiera atravesarlo con el pensamiento. Y tal vez podía. Porque lo que su mirada no alcanzaba, su voluntad sí.
—«Ya me diste el plano, pequeña…» —murmuró con su voz rasposa, cargada de una calma glacial. Sus palabras no eran para nadie más que para él mismo—. «Ahora es mi turno de ejecutar.»
En su mente, la red mental de los Santos comenzaba a reactivarse. Sus viejos agentes, dormidos en rincones del mundo que incluso el Ministerio había olvidado, comenzaban a moverse como piezas despertadas por un titiritero invisible. Algunos en las entrañas de departamentos políticos. Otros ocultos tras funciones inofensivas: archivistas, curadores, investigadores menores. Pero todos con una sola lealtad: la causa.
Y la causa…
Ahora tenía nombre.
Nixa.
Gellert había sido muchas cosas: revolucionario, traidor, visionario, criminal, mito. Pero nunca había sido padre, hasta ella. No en el sentido vulgar y empalagoso en que el mundo entendía esa palabra. Él no sabía consolar, ni abrazar sin motivo, ni mentir con dulzura. Pero conocía el valor de lo que ella era. Y más aún, lo que podía llegar a ser.
La veía.
Veía su mente brillante, como un edificio en construcción constante, cada idea encajando con la precisión de un relámpago. Su frialdad, su capacidad para diseccionar la moral como una estructura obsoleta. Su poder innato, no solo mágico, sino simbólico.
Nixa no quería gobernar.
Quería rediseñar.
Y eso la convertía en el vértice perfecto.
—«No hay imperio más duradero que aquel que se construye desde los cimientos del pensamiento,» —dijo Grindelwald para sí, mientras una runa en la esfera parpadeaba—. «Y tú, hija mía, serás la mente que trace la eternidad.»
Una de las sombras respondió al llamado. Un susurro arcano vibró en las paredes invisibles del plano mental. Instrucciones, coordenadas, códigos antiguos. Grindelwald ordenó con un gesto de sus pensamientos. Un agente sería ubicado en el nuevo equipo de traducción mágica del Ministerio. Otro, infiltrado como aprendiz en la Comisión de Hechizos Perdidos. Todos sembrando raíces.
Y en silencio, sin testigos, el titiritero volvió a mover los hilos.
No necesitaba gritar, no necesitaba presencia.
Su red era la propia oscuridad.
Y en ella, cada palabra de Nixa había encendido antorchas en pasillos abandonados.
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Pero en lo profundo de su ser, lejos de los fríos cálculos, Gellert también sentía algo más. Una incomodidad suave, casi imperceptible.
Ella había estado cansada.
Había dicho poco, pero él lo sabía.
Sus pausas, sus silencios, los matices que solo alguien como él podía leer. Nixa no lo admitiría, jamás, porque la fuerza era parte de su máscara... pero su cuerpo seguía siendo el de una niña. Una niña que llevaba sobre sus hombros el diseño de un mundo entero.
Y eso…
Eso no era justo.
—«No te preocupes por nada esta semana, pequeña estratega…» —dijo Gellert en voz baja, mientras sellaba otra instrucción en la esfera—. «Dormirás. Crecerás. Y yo... me encargaré de que cada línea de tu plan se ejecute sin desvíos.»
Lo haría.
No por el mundo.
No por la causa.
Sino por ella.
Porque aunque el mundo jamás lo sabría, aunque jamás habría palabras suaves o gestos ampulosos, ella lo era todo.
Su kleines Wunder
Su legado.
Su hija.
Y Gellert Grindelwald, el titiritero de Europa, no permitiría que nada la tocara mientras él estuviera sobre el tablero, aunque sus manos jamás pudieran alzarse desde las sombras.
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