
L͏o͏s͏ h͏i͏l͏o͏s͏ e͏n͏t͏r͏e͏l͏a͏z͏a͏d͏o͏s͏ d͏e͏l͏ t͏i͏t͏i͏r͏i͏t͏e͏r͏o͏ y͏ l͏a͏ a͏r͏q͏u͏i͏t͏e͏c͏t͏a͏
La noche se había derramado sobre la casa como tinta espesa, envolviendo cada rincón en un silencio cargado de latidos, de pensamientos no dichos y de ecos que sólo los muros antiguos sabían guardar. La luz titilante de las velas proyectaba sombras danzantes sobre los tapices, pero yo, como siempre, no les prestaba atención. Mi mente estaba en otra parte.
Los Santos se habían retirado tras una larga sesión de informes. Los avances eran prometedores. La red se expandía más allá de las fronteras mágicas conocidas, y los nuevos artefactos habían sido desplegados. En el centro de la biblioteca, envuelta en hechizos de ocultamiento, seguridad y percepción selectiva, reposaba la pequeña esfera de cristal lechoso: el Espejo del Silencio.
Del tamaño de una manzana pequeña, la esfera tenía la apariencia inocente de una bola de adivinación, pero su interior albergaba un corazón de runas vivas y energía mental condensada. Proyectaba información en forma de anillos flotantes, imágenes suspendidas en el aire, textos traducidos automáticamente y capas sobre capas de datos clasificados. Podía, con una orden mental, filtrar toda la historia de un linaje mágico, cruzarla con conjuros perdidos y añadir anotaciones de campo.
Un milagro de ingeniería arcana.
Mi milagro.
Aquel dispositivo estaba vinculado a la red de los Santos, y su núcleo tenía grabada una advertencia grabada en la propia estructura del hechizo: si era manipulado sin la autorización de un Santo del círculo central, se autodestruiría de forma inmediata. Una flor letal disfrazada de cristal.
Y sin embargo…
Esa noche, el Espejo no era mi prioridad.
Mi atención se desvió —como siempre ocurría en noches como esa— hacia el centro exacto de mi estudio: la gran esfera de ónix, oscura y siniestramente elegante. No brillaba, no pulsaba, no susurraba. Pero al posar mi mano sobre su superficie pulida, algo en mi interior se aquietó.
Y entonces, lo sentí.
Como siempre.
La conciencia de mi padre, despertando al otro lado.
—«Estoy aquí» —susurró su voz, suave y seca como el viento entre las ruinas de Nurmengard.
Me senté frente a la esfera. Crucé las piernas. No necesitaba más palabras de presentación. Él sabía cuándo lo necesitaba. Y esta noche... lo necesitaba más que nunca.
—“Padre,” murmuré, sin adornos, “necesito hablar contigo. No como estratega. No como arquitecta. Como hija.”
Hubo un instante de pausa. Casi imperceptible. Pero yo conocía sus silencios. Ese era un silencio expectante. No interrumpiría.
—“Hay algo que no comprendo. Algo que me desconcierta más que cualquier tratado mágico prohibido. Es Albus.”
Mi voz era baja, reflexiva. Casi vacía.
—“Su mente… es brillante. Descomunal. Sus teorías, sus deducciones. Su intuición emocional. Todo en él es potencial puro. ¿Cómo puede alguien así elegir… el estancamiento?”
Apoyé la barbilla sobre mi mano.
—“Él llama a eso ‘paz’. Pero para mí, es un silencio doloroso. Una renuncia disfrazada de virtud. Dice que ama al mundo, pero no lo cambia. Dice que cree en las personas, pero nunca las confronta. ¿Eso es realmente amor?”
Otra pausa. El ónix brilló levemente. Sentí su risa.
Una risa baja, grave, como una corriente subterránea de fuego.
—«No, Nixa,» respondió Grindelwald finalmente, «eso no es amor. Es culpa. Es redención. Y es una jaula que él mismo forjó con manos temblorosas, muchos años antes de que tú nacieras.»
Me incliné un poco más cerca de la esfera. Mi voz, esta vez, apenas fue un suspiro.
—“¿Y si yo también acabo… apagándome?”
Un silencio cayó entre nosotros. Luego, su tono cambió. Se volvió más firme, más cortante, con ese filo que sólo usaba cuando me hablaba desde lo más profundo de su esencia.
—«Tú no eres como él, Nixa. Tú construyes con la herida, no huyes de ella. Dumbledore... eligió la piedad como castigo. Tú eliges la visión como propósito. Y me tienes a mí.»
Lo miré —o al menos, sentí que lo miraba— y por un instante, la niña que aún vivía dentro de mí se sintió protegida.
—“Gracias,” susurré. “Sé que no debería... pero a veces me siento cansada. Como si la distancia entre mis pensamientos y el mundo fuera insalvable.”
—«Eso es porque el mundo aún no se ha adaptado a tu mente. Pero lo hará.»
Asentí, sin palabras. Mis párpados se sentían más pesados. Lo supe. Él también.
—«Nixa,» dijo entonces con una calma que me arrullaba desde dentro, «duerme. Has hecho más en un solo día que lo que muchos hacen en décadas. El titiritero ya ha movido sus primeros hilos. Todo se alinea. La partida apenas comienza.»
—“Lo sé,” murmuré. “Lo sabía incluso antes de que me lo dijeras.”
Su risa suave volvió, más cálida.
—«Vete a dormir, mi kleines Wunder. El mundo puede esperar.»
Y la conexión se cortó.
No con un portazo, sino con un cierre suave, como el caer de un telón.
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Caminé hasta mi cama en silencio. La casa encantada entera parecía respirar conmigo. Los informes, los Santos, el Espejo del Silencio… todo podía esperar hasta el amanecer.
Me recosté. Cerré los ojos.
Y por primera vez en días, me sentí contenida.
Porque el titiritero estaba en escena.
Y la arquitecta, al fin, descansaba.
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