
el ѕιlencιo enтre loѕ plιegυeѕ de la paz
Los rayos del sol atravesaban los vitrales del invernadero con una delicadeza casi poética, tiñendo de oro y esmeralda los corredores del ala este. Aquel rincón de la casa era el favorito de Albus, lo supe desde el primer día que me condujo allí con ese entusiasmo contenido que parecía surgir de una necesidad insaciable de compartir belleza.
—“¿Sabes, Nixa? Las orquídeas no responden al control… sólo florecen cuando el ambiente es correcto. No puedes forzarlas. Como las personas.”
Yo había asentido con una sonrisa, una de esas que ensayaba frente al espejo de mi dormitorio. Sincera en apariencia. Medida en dulzura.
Una máscara perfecta.
En mis manos descansaba un cuaderno de notas cerrado —uno que contenía diagramas de redes mágicas neuronales y una fórmula alquímica para traspasar conciencia en materia cristalina—, pero a la vista, era tan solo una niña curiosa, con la mirada despierta y la atención completamente rendida a la voz del mago más venerado del mundo.
—“¿Crees que las personas no pueden cambiar?” —le pregunté con tono inocente, como quien lanza una pregunta trivial mientras observa el brote de una flor.
Él giró lentamente, sus ojos azul celeste se posaron en mí con esa ternura paternal que le brotaba del alma sin esfuerzo. Me estudiaba como si yo fuera un poema que aún no terminaba de entender del todo.
—“Creo que cambiar no es el problema, querida. Lo verdaderamente difícil es decidir en qué nos convertiremos después del cambio.”
Una respuesta elegante. Sabia.
Lo observé.
Ese rostro envejecido, las arrugas suaves alrededor de los ojos, como si el tiempo lo hubiese acariciado más que golpeado. Su porte seguía siendo sereno, sus túnicas ligeramente arrugadas en la parte inferior, como si hubiese estado de pie durante horas reflexionando.
¿Cómo era posible —me pregunté mientras lo miraba sonreírme— que un hombre con una mente tan aguda, tan brillante, pudiera ser... tan ciego?
¿Por qué aquella devoción enfermiza por la paz?
¿Por qué ese amor al mundo, tan inmerecido?
¿Por qué no alzaba la voz contra la estupidez, la corrupción, la inercia de un sistema caduco?
¿Qué lo había quebrado tan profundamente como para refugiarse en el amor como escudo?
Mi mente se hundía en el análisis mientras mi rostro mantenía la expresión de una niña encantada con las flores.
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Después del desayuno, fuimos a la biblioteca. Él cargaba un libro antiguo sobre encantamientos pre-babilónicos que decía haber redescubierto. Su entusiasmo era genuino. Y era esa autenticidad lo que me confundía.
¿Cómo podía sostener esa luz sin que se apagara, sabiendo todo lo que sabía?
Nos sentamos uno frente al otro. Yo hojeaba un libro de mecánica mágica, él hablaba de los antiguos tratados de paz entre duendes y humanos, trazando paralelismos con los conflictos modernos. Sus palabras fluían, a veces con un dejo de tristeza, otras con un fulgor de esperanza.
—“Hay un poder más grande que cualquier maleficio, Nixa. Es el poder de creer que el otro puede cambiar.”
Lo miré largo rato, ocultando la incredulidad que amenazaba con aflorar a mis ojos.
—“¿Incluso cuando todo indica que no lo hará?” —pregunté suavemente, como una niña reflexiva.
—“Especialmente entonces.” —respondió con suavidad— “El amor, Nixa, no es ingenuidad. Es una elección. Una forma de rebelión. Es mirar al mundo y decir: ‘no me rendiré contigo’.”
¿Una rebelión?
Mi mente zumbaba.
¿Podía ser eso?
¿Había elegido el amor como Grindelwald eligió el fuego?
¿Era su forma de lucha... distinta a la mía, pero igualmente firme?
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Pasaron las horas. Caminamos por los jardines. Me habló de la vez que vio un fénix por primera vez, y yo reí como si fuera la historia más fascinante del mundo. (Mentira. Ya la había leído en sus memorias antes de conocerlo. Pero fingir fascinación era sencillo.)
Al verlo mirar las flores, al ver cómo cerraba los ojos y dejaba que la brisa jugara con su barba, no pude evitar sentir algo parecido a... respeto. No comprensión, no admiración. Pero una ligera vibración, como si una parte de mí reconociera algo valioso en su obstinación por la luz.
Estudiarlo se había vuelto mi nuevo objetivo.
Descifrar su ideología, comprender la lógica interna de su fe, era ahora un proyecto paralelo a mis planes con los Santos. Porque conocer su código emocional me permitiría no solo anticiparlo… sino usarlo cuando fuera necesario.
Y aún así…
Había momentos —breves, escasos, condenadamente humanos— en los que una parte de mí deseaba, tal vez, creerle.
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Esa noche, mientras me despedía de él antes de subir a mis aposentos, Albus me colocó una mano en el hombro. Fue un gesto espontáneo, sin cálculo. Sus ojos buscaron los míos, pero yo bajé la mirada como una niña tímida.
—“Gracias por pasar el día conmigo, Nixa. Me has hecho... feliz.”
Me limité a asentir. Sonreí. Le di un abrazo medido.
Por dentro, mi mente danzaba con fórmulas, estructuras de control, nuevas rutas de expansión para el Espejo del Silencio.
Por fuera, era su hija perfecta.
La pequeña Dumbledore.
La luz que nunca se apaga.
Subí las escaleras. Cerré la puerta. Me senté frente al espejo.
Y en mi reflejo, vi ambos mundos.
La niña que él amaba.
Y la mujer que estaba naciendo en las sombras.
Una Arquitecta. Una estratega.
Una hija
de dos visiones del mundo
en guerra eterna.
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