
el тιтιrιтero y la arqυιтecтa
El bostezo escapó de mis labios sin permiso, un gesto involuntario que rompió el sigilo de la sala como una hebra de hilo deslizándose fuera de su aguja. Lo reprimí con elegancia, mas no pude negar la verdad de mi cuerpo: el cansancio se deslizaba por mis hombros como un sudario tibio, y mi carne —aún en crecimiento, aún sujeta a las leyes que rigen la niñez de los mortales— exigía tregua.
La luz azul del brasero languidecía en tonos más suaves, y las sombras de la estancia parecían encogerse junto a mí. Una quietud densa había ocupado el consejo de piedra. La estrategia había sido trazada. Las órdenes, dadas. Los Santos, disueltos como niebla obediente. Y yo, solo yo, quedaba como faro encendido en medio de un silencio perfecto.
Suspiré.
Mi mirada se desvió hacia la gran esfera central —una estructura tan antigua como el pacto que un día partió el cielo con un rayo púrpura y dio origen a mi nacimiento—. Hecha de ónix puro, profundo, y tallada con runas que brillaban con un susurro apenas perceptible, la Esfera de los Ecos yacía en el centro de la mesa, esperando.
Mi mano se deslizó hacia ella.
El frío del mineral trepó por mis dedos como una serpiente de hielo.
En el instante en que la toqué, una palabra ardió en mi mente.
No era una palabra.
Era un nombre.
Era un universo.
Padre.
Gellert.
Grindelwald.
No pude invocarlo —el vínculo sellado entre los muros del castillo de Nurmengard no permitía tal hazaña—, pero el diseño ancestral de aquella esfera no necesitaba convocación. Solo bastaba un pensamiento claro, una intención pura, y una conexión sellada en sangre.
Como un teléfono entre almas.
Una línea directa entre el Titiritero y la Arquitecta.
Cerré los ojos.
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—Padre... ¿puedes oírme?
El eco fue inmediato.
Un leve parpadeo de la esfera, y luego, su voz:
serena, grave, y recubierta de una extraña calidez que solo yo conocía.
—Nixa... —su voz dijo mi nombre como si lo recitara en una lengua perdida— ...la noche está viva, ¿verdad?
Sonreí suavemente.
—Tan viva como tus dedos cuando tejen sombras, Vater.
Su risa fue apenas un murmullo, pero lo sentí. Lo sentí en mis huesos.
—¿Vienes a contarme lo que ya he presentido?
—Sí. Y más.
Abrí los ojos y observé la esfera, ahora cruzada por filamentos de luz que serpenteaban como venas de pensamiento. Me acomodé sobre el asiento de piedra y dejé que mi voz se impregnara de lo que era: certeza, visión, autoridad.
—La red se ha reactivado. Tus dedos volverán a moverse tras bastidores, pero esta vez... el tablero será nuestro. No solo el mundo mágico. No solo las ideologías. El conocimiento, Vater. Todo el conocimiento del mundo será extraído, replicado, y tejido en una única red de saber viviente. Una biblioteca, sí, pero más aún: un espejo de la verdad.
La esfera vibró. Podía sentir su atención plena.
—¿Un espejo...?
—Sí. Un oráculo de saber, alimentado por todos los textos mágicos conocidos y por conocer. Lo llamaremos "El Espejo del Silencio". Nadie sabrá que existe. Solo los Santos. Y tú. Y yo.
Hubo un silencio largo.
No de duda.
De comprensión.
—Y tú... serás su guardiana.
—No solo su guardiana, Vater. Seré su Arquitecta. Su mente. Tú serás su mano, su sombra. Su eco. Juntos como antes, pero ahora mejor. Más allá del bien y del mal, más allá de las guerras perdidas.
El silencio siguiente fue distinto. Casi tierno.
—Has crecido. En silencio, has florecido como una tempestad.
—Tu sangre, padre. Tu nombre. Tu legado. Y el de él también... —no dije "Albus", no quise manchar ese instante con aquello que aún era confusión. No era el momento.
—¿Y qué necesitas de mí, Nixa?
Me incliné hacia la esfera.
—Necesito que muevas los hilos. Que inicies la preparación de los núcleos de desinformación. Que siembres ideas falsas en las estructuras visibles del Ministerio. Que me abras el camino en los rincones donde ni siquiera los Santos pueden alcanzar aún. Eres el Titiritero, Vater. El mundo aún cree que estás dormido. Usa eso. Que tus manos sean las que remuevan las piedras que he señalado.
Silencio.
Y luego, una risa baja. Una risa que hacía siglos no oía.
—Oh, Nixa... te seguiría al infierno si lo construyes tú.
—No necesitarás hacerlo. Yo lo haré por ti.
Hubo una pausa. Más íntima. Más humana.
—¿Te sientes sola? —preguntó, con esa voz que sólo usaba conmigo.
Mi garganta se apretó por un segundo.
Y mentí. Como sabía que debía hacerlo.
—No.
(Pero lo estaba.)
(No en mi mente, pero sí en mi carne.)
Él no replicó.
No necesitaba hacerlo.
—¿Quieres que te cante algo antes de dormir, mi kleines Wunder?
—No soy una niña. —repliqué sin dureza. Solo verdad.
—Y sin embargo... aún bostezas como una. —dijo suavemente.
Reí, pese a mí misma.
Y supe que él también sonreía.
—Descansa, Arquitecta. Mañana moveré los hilos. El telón ya ha subido.
—Y tú... ya estás en escena, Vater.
Toqué la esfera una vez más. La desconecté con un hechizo silencioso.
El fuego azul había casi desaparecido, y mis pies descalzos hicieron eco en las escaleras mientras subía hacia mis aposentos.
Mi cama me esperaba.
Mi máscara también.
Pero al menos, por esta noche,
había hablado con la única persona
ante la que no necesitaba fingir.
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