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Harry Potter - J. K. Rowling
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Harry Potter, Fleur Delacour, Remus Lupin, Sirius Black, James Potter, Lily Evans Potter, Severus Snape, Draco Malfoy, Hermione Granger, Lucius Malfoy, Ginny Weasley, Neville Longbottom, Tom Riddle | Voldemort, Arthur Weasley, Fred Weasley, George Weasley, Angelina Johnson, Nymphadora Tonks, Narcissa Black Malfoy, Albus Dumbledore, Voldemort (Harry Potter), Gellert Grindelwald, Luna Lovegood, Gilderoy Lockhart, Hermione Granger/Severus Snape, Hermione Granger/Ron Weasley, Theodore Nott, Cho Chang, Rubeus Hagrid, Hermione Granger & Harry Potter & Ron Weasley, Harry Potter & James Potter, Harry Potter & Severus Snape, Fleur Delacour/Hermione Granger, Argus Filch, Hedwig (Harry Potter), Oliver Wood, Kreacher (Harry Potter), Albus Dumbledore & Harry Potter, Cedric Diggory, Harry Potter & Ron Weasley, Charlie Weasley, Hermione Granger/Harry Potter, Weasley Family (Harry Potter), Hermione Granger & Harry Potter, Harry Potter & Original Female Character(s), Goblins (Harry Potter), Albus Dumbledore/Gellert Grindelwald, Order of the Phoenix, Hermione Granger/Viktor Krum, Harry Potter & Lily Evans Potter, Harry Potter & James Potter & Lily Evans Potter, Dursley Family (Harry Potter), Dobby (Harry Potter), Gellert Grindelwald & Vinda Rosier, Albus Severus Potter/Original Female Character(s), Malfoy Family (Harry Potter), Albus Dumbledore & Gellert Grindelwald, Albus Dumbledore & Severus Snape, Fawkes (Harry Potter), Harry Potter & Ginny Weasley, Harry Potter & Fred Weasley & George Weasley, Nagini (Harry Potter), Harry Potter & Original Character(s), Harry Potter & Weasley Family, Harry Potter & Voldemort, Harry Potter & Molly Weasley, Albus Dumbledore/Minerva McGonagall, Albus Dumbledore & Minerva McGonagall, Gellert Grindelwald & Harry Potter, Sirius Black & Remus Lupin & Harry Potter & James Potter & Lily Evans Potter, Albus Dumbledore/Harry Potter, Gellert Grindelwald & Original Character(s), Gellert Grindelwald & Original Female Character(s)
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NℐXᎯ. GℛℐℕⅅℰℒᏇᎯℒⅅ - DUℳℬℒℰⅅᎾℛℰnació de lo imposible:La ruptura de un juramento antiguo, la colisión de amor y guerra, sangre derramada y magia primordial. No fue concebida... fue invocada por el destino.Criada por Grindelwald en la sombra de un mundo que ya no comprendía, Nixa no era una niña común. Era una mente brillante en un cuerpo pequeño, una heredera de dos legados opuestos y, quizás, el comienzo de algo nuevo.Porque el cambio es inevitable. Y el futuro... ya tiene nombre.• Eℒ ℂᎾℳℐℰℕℤᎾ• HARRY POTTER Y LA PIEDRA FILOSOFAL• Lᴀ тʀᴀмᴀ ᴀsí coмo ʟos ᴘᴇʀsoɴᴀנᴇs oʀιԍιɴᴀʟᴇs soɴ ᴅᴇ мι тoтᴀʟ ᴘʀoᴘιᴇᴅᴀᴅ• ʟos ᴘᴇʀsoɴᴀנᴇs ᴀsí coмo ᴇʟ мuɴᴅo мáԍιco soɴ ᴘʀoᴘιᴇᴅᴀᴅ ᴅᴇ J.K ROWGLING.
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Lᴀ Toʀʀᴇ ᴅᴇʟ Eco Sιʟᴇɴтᴇ

 

Nurmengard, torre más alta. Años de piedra y penumbra. 1990.

 

 

El aire allí pesaba. No por la altura, ni por la piedra antigua, ni siquiera por los hechizos de vigilancia que flotaban invisibles en cada rincón. Pesaba por la historia. Por los silencios no dichos, las decisiones tomadas, los recuerdos tallados a fuego en los muros que respiraban derrota y voluntad contenida.

 

 

 

 

El ascenso fue lento. Albus caminaba delante, sus pasos suaves como siempre, pero la tensión flotaba en su túnica como un aroma imperceptible. Nixa caminaba detrás, como una sombra que no proyectaba luz. En su mirada había fuego. No el de una niña emocionada por ver a su padre. No. Era un fuego templado, denso, acumulado. El fuego que calienta un alma antes de la batalla.

 

 

 

Cuando llegaron ante la puerta, Albus alzó la mano. No usó la varita. Sólo tocó la madera negra con la palma abierta. La puerta se abrió. Silenciosa. Como si incluso ella supiera que no debía anunciar nada.

 

 

Y allí estaba.

 

 

Sentado. Como si nunca se hubiera movido. Como si el tiempo no pudiera tocarle.

 

 

 

Gellert Grindelwald.

 

 

 

Su silueta seguía igual de imponente, a pesar del encierro. El cabello, más blanco que ceniza, le caía sobre los hombros, y sus ojos… sus ojos eran idénticos a los de Nixa. Fríos y brillantes como un espejo donde se reflejaban pensamientos que el mundo aún no merecía conocer.

 

 

 

Al alzar la vista y verla, no hizo gesto alguno. No sonrió, no se puso de pie. Sólo la miró. Pero en esa mirada se dijo más de lo que cualquier lengua mágica podría traducir.

 

 

Y ella, al encontrar esos ojos, detuvo el tiempo.

 

 

Los pensamientos colapsaron. Los planes, las estrategias, las máscaras… todo se comprimió en un segundo de pura verdad. Aquella era su alma reflejada. Su raíz. Su comienzo. Su nombre.

 

 

 

Ninguno dijo una palabra.

 

 

Ninguno lo necesitó.

 

 

Pero sus pasos avanzaron. Uno. Dos. Tres… y sin una orden ni un pensamiento consciente, sus cuerpos se encontraron en un abrazo que rompía las reglas de la lógica que ambos tanto adoraban.

 

 

 

Al principio, Nixa lo hizo por la máscara. Por Albus. Para que creyera en ese lazo tierno, afectuoso, que tanto deseaba imaginar.

 

 

 

Pero apenas sus dedos tocaron la túnica de su padre, algo se quebró. No hacia fuera. Hacia dentro.

 

 

 

La máscara se mantuvo. La expresión era perfectamente contenida. Los ojos no lloraron. Los labios no temblaron.

 

 

Pero no pudo separarse.

 

 

Grindelwald la abrazó. Y si bien sus brazos eran delgados, su fuerza era absoluta. Como si nunca hubiera dejado de abrazarla. Como si aquel instante fuera la única línea verdadera en la vasta mentira del tiempo.

 

 

 

Albus observaba desde un rincón. No interrumpió. Sus ojos azules se humedecieron ligeramente, pero no dijo nada. En el fondo, sabía que aquel reencuentro no le pertenecía. Él era un testigo. Un invitado que el destino toleraba por cortesía.

 

 

 

Pasaron minutos. Tal vez horas. No lo sabían.

 

 

 

Pero en algún punto, Nixa deslizó su mano entre los pliegues de la túnica de Grindelwald y, con un movimiento tan suave como el vuelo de Onix, ocultó entre sus ropas el colgante de plata negra. El fragmento de la esfera, modificado, cargado con runas prohibidas y energías antiguas que incluso la piedra de Nurmengard no podía contener.

 

 

 

Las piezas del tablero se movían otra vez.

 

 

 

Al separarse finalmente, sus miradas se volvieron a encontrar. Frías. Calculadoras. Cómplices.

 

 

 

Fue entonces que, con una sonrisa apenas perceptible —ese tipo de sonrisa que no se ve, sino que se siente—, Nixa alzó una ceja, ladeó la cabeza y, en un tono sarcástico suavemente marcado por su acento germánico, susurró:

 

 

 

—Du siehst aus wie ein Skelett, Vater... Hast du deine eigenen Worte vergessen? Sogar ein brillanter Geist braucht Treibstoff.

(“Pareces una calavera, padre… ¿Has olvidado tus propias palabras? Incluso una mente brillante necesita combustible.”)

 

 

 

 

Gellert soltó un leve sonido, más cerca de un suspiro que de una risa. Pero sus ojos brillaron. Ese tipo de brillo que sólo Nixa sabría reconocer. Estaba orgulloso. No por el comentario, sino por lo que ese comentario implicaba: la niña estaba de regreso. Su legado no había muerto. El mundo volvería a arder, y ella… ella sería la chispa.

 

 

 

Albus, al oír aquella frase, frunció ligeramente el ceño. No entendió del todo —no hablaba el alemán con la misma fluidez—, pero comprendió que se trataba de una de esas bromas íntimas que nacen entre dos almas que comparten algo que él nunca tendría.

 

 

 

El resto del encuentro fue una coreografía perfecta de contención. Hablaron con palabras neutras. Temas generales. Albus preguntó por la salud de Grindelwald. Él respondió con cortesía distante. Nixa compartió la anécdota de las galletas. Grindelwald fingió sorpresa. Albus sonrió. Todo estaba en su lugar.

 

 

Pero en los silencios entre frases… allí estaba la verdad.

 

 

Y cuando el encuentro llegó a su fin, y la puerta volvió a cerrarse, Nixa supo que la pieza más importante ya estaba de nuevo en juego.

 

 

 

No era sólo un reencuentro. Era un renacer.

 

 

Y el mundo aún no sabía cuán profunda era la red que tejían.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

꧁༺~~~~༻꧂

 

 

MℰℕᏆℰЅ ᎾℙUℰЅᏆᎯЅ

 

 

Gαℓℓєят Gяιи∂єℓωαℓ∂ 

 

 

No fue el sonido de pasos lo que me alertó. Fue el eco distinto, quebrando el patrón de la soledad que me acompaña desde hace décadas. Un eco que conocía, no por oído, sino por instinto.

 

 

 

Podría fingir que me sorprendió. Que no lo esperaba. Que fue inesperado, incluso que no deseaba este momento. Pero estaría mintiendo.

 

 

 

La verdad es otra.

 

 

La verdad es que ese día lo había soñado desde que la dejé —envuelta en encantamientos y en la promesa muda de un destino que no podía ser interrumpido ni siquiera por el tiempo.

 

 

El silencio me abrazaba cuando la puerta se abrió. No hice el ademán de moverme. No porque no lo sintiera, sino porque no necesitaba hacerlo. Si aquel instante era real, ella vendría. Como la estrella fija en la órbita de mi existencia. Y si era un truco, una ilusión, no merecía mi reacción.

 

 

Entonces la vi.

 

 

Delgada. Recta. El mentón alzado con el mismo orgullo que yo llevaba al enfrentar al mundo entero. Cabello plateado como los de un angel. Ojos... ah, sus ojos. Mis ojos. No sólo en el color, sino en la fuerza que los rodeaba. La mirada de quien disecciona el mundo con cada parpadeo.

 

 

Pero también había algo más.

 

 

Algo que no venía de mí.

 

 

Un leve matiz de ternura. De compasión sin ingenuidad. Esa parte... era de él. De Albus.

 

 

 

Y ahí estaba. Mi otra mitad. El arquitecto del encierro y, paradójicamente, el guardián de lo que más amaba.

 

 

No me levanté. No sonreí. Solo la miré. Y bastó.

 

 

Nuestras almas se encontraron antes que nuestros cuerpos. Ella no vaciló. Caminó hacia mí. Cada paso era una declaración: “Estoy aquí. No fallé. No me rompí. Estoy lista”.

 

 

 

Cuando me abrazó, no me moví. No por orgullo. Sino porque el contacto mismo era tan abrumador que moverme habría quebrado ese instante sagrado. Pero al sentir sus brazos envolverse en mi túnica, mis propios brazos, casi por voluntad propia, se alzaron y la estrecharon.

 

 

 

Era pequeña. Más de lo que recordaba. Pero no débil. Había una rigidez en su columna, una tensión controlada. No era una niña buscando consuelo. Era una mente encontrando su centro. Y, por primera vez en tanto tiempo, mi cuerpo dejó de sentirse como una prisión.

 

 

La abracé.

 

No como un gesto.

 

Sino como una afirmación.

 

Mi obra vivía. Mi legado tenía forma.

 

 

 

Cuando se apartó, nuestros ojos se dijeron lo que el mundo no merece oír. No hubo preguntas. No hubo reproches. Sólo verdad. Y en ese acto íntimo, fugaz y eterno, sentí el paso de los años como si me hubieran sido devueltos.

 

 

Albus nos observaba.

 

Sabía que lo hacía. Desde su rincón. Como si ese momento no le perteneciera, pero se aferrara a él como a una vieja carta de amor jamás enviada.

 

 

Luego vino su regalo. El obsequio visible: las galletas. Ah, siempre supo cómo usar los símbolos más banales para disfrazar lo esencial. Jugaba con la expectativa de Albus, y su máscara era perfecta. La curiosidad, la emoción contenida. A él lo conmovía.

 

 

Pero yo la conocía.

 

 

Y cuando deslizó su mano entre mis ropas, como un susurro del viento, comprendí. El verdadero regalo estaba allí: un fragmento del alma de la red. El nodo que nos volvería a unir.

 

 

Ella no solo había regresado. Había regresado con poder.

 

 

La guerra no había terminado. Sólo se había dormido. Y ahora... despertaba.

 

 

Entonces lo dijo.

 

 

—Du siehst aus wie ein Skelett, Vater... Hast du deine eigenen Worte vergessen? Sogar ein brillanter Geist braucht Treibstoff.

 

 

La voz, suave. El sarcasmo, afilado. La referencia, nuestra.

 

 

Y algo en mi interior, algo que estaba dormido desde el día en que me encerraron en esta torre, algo frío, vibrante  antiguo… despertó.

 

 

No un suspiro similar a una risa escapo de mis labios de forma inesperada. No soy un hombre que ría fácilmente.

 

 

Pero la miré.

 

 

Y le devolví el brillo. No de un padre amoroso. Sino de un general que reconoce a su estratega.

 

 

Por un segundo, Albus pareció ajeno. Incluso molesto. No por celos, no. Sino porque sabía que en esa línea dicha en alemán se ocultaban mundos a los que él jamás tendría acceso.

 

 

El resto de la reunión fue un teatro. Palabras medidas. Temas controlados. Pero todo estaba ya dicho.

 

 

 

Cuando se marchó, con Albus detrás de ella, sus cabellos aún se agitaban con la altivez de su linaje. Su paso no fue el de una niña saliendo de una prisión. Fue el de una emperatriz que había venido a verificar que su corona seguía segura.

 

 

Cuando la puerta volvió a cerrarse, me quedé en silencio.

 

 

Y sólo entonces, solo entre las sombras de mi celda, acaricié el colgante con la yema de los dedos.

 

 

No por nostalgia.

 

Sino por promesa.

 

Las piezas estaban de nuevo en movimiento.

La sombra se alzaba.

Y mi hija, mi reina…

Ya estaba sobre el tablero.

 

 

 

 

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Aℓвυѕ Dυмвℓє∂σяє 

 

 

El silencio de la torre era distinto al de Hogwarts. Aquí, cada piedra parecía haber absorbido los ecos del pasado, los gritos ahogados de los años y las decisiones que no podían ser deshechas. Aquí no existía el tiempo, sólo la espera.

 

 

Y hoy, por fin, se cumplía aquello que había evitado imaginar durante décadas.

 

 

 

No sabía cómo se desarrollaría este encuentro. No sabía si podría mantener el control. Yo, Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore… el hombre que una vez creyó poder contener a una tormenta con palabras, ahora era sólo un padre, marchando hacia un abismo que él mismo había ayudado a construir.

 

 

 

Nixa iba a ver a Gellert.

 

 

Mi hija.

Su hija.

Nuestra hija.

 

 

El recuerdo de su voz esa mañana aún me golpeaba con la fuerza de una revelación: la manera en que hablaba de él, de los rituales que compartían, de los pequeños gestos que construyeron su infancia secreta… era como si yo estuviera leyendo un capítulo perdido de mi propia historia, uno que jamás me fue permitido escribir.

 

 

 

No se lo impedí.

No podía.

 

 

 

A pesar de todo, no podía negarle a Nixa ese encuentro. Su mirada —aunque siempre luminosa y controlada— tenía esa mañana un peso distinto. Una sombra de algo que no era tristeza, ni enojo. Era más profundo. Era raíz.

 

 

 

Y así, la llevé.

A la torre. A él.

 

 

 

Cuando se abrieron las puertas de la celda, el aire cambió. No por magia. Sino por memoria. Allí estaba Gellert Grindelwald, sentado como si el tiempo no le hubiera tocado, y sin embargo, marcado por cada año que yo mismo había sentido en los huesos. Sus ojos se alzaron, y por un segundo —solo un segundo— no me vio a mí. La miró a ella.

 

 

Y la celda dejó de ser prisión. Se volvió altar.

 

 

Nixa caminó hacia él con un aplomo que me dejó sin aliento. No era sólo inteligencia lo que se movía en ella. Era destino. Era fuego. Era el eco de lo que alguna vez fuimos Gellert y yo... y de lo que nunca fuimos capaces de ser.

 

 

Entonces lo abrazó.

 

 

Yo contuve el aire. No por celos. No por enojo. Sino porque en ese instante, entendí algo que no había querido aceptar:

 

 

Ella nunca dejó de ser suya.

 

 

No por posesión, sino por conexión.

Por tiempo.

Por crianza.

Por devoción.

 

 

Y Gellert… maldito Gellert, con su rostro siempre tallado en piedra… cerró los ojos. Lo vi. Lo vi exhalar una vida entera contenida en su pecho.

 

 

El mundo se hizo pequeño. Solo quedábamos los tres. Como un retrato roto de un destino que pudo ser y nunca fue.

 

 

Y entonces —como si se tratara de una obra teatral perfecta— Nixa habló. No con palabras grandilocuentes. No con afectación. Con un susurro de verdad.

 

 

Una broma.

En alemán.

 

 

—Du siehst aus wie ein Skelett, Vater... Hast du deine eigenen Worte vergessen? Sogar ein brillanter Geist braucht Treibstoff.

 

 

Mi alemán no es el peor, y conocía sus códigos lo suficiente para entenderlo. Pero no fueron las palabras lo que me hizo girar el rostro.

 

 

Fue la reacción de Gellert.

 

 

Esa minúscula sonrisa, apenas perceptible, que no veía desde hacía más de cincuenta años. La misma que una vez se dibujó cuando le mostré el encantamiento de espejo reversible. La misma que tenía cuando tramábamos sueños imposibles en Godric’s Hollow.

 

 

Y ahora la compartía con ella.

 

No conmigo.

 

 

El resto de la visita fue... silenciosa en mi alma. Hablé. Respondí. Observé. Pero dentro de mí algo se quebraba. No por tristeza, sino por verdad.

 

 

Había perdido más que años.

Había perdido una parte de Nixa que jamás sería mía.

 

 

Pero la amaba.

Con cada fibra de mi ser.

 

 

Y si el precio de verla completa, feliz y entera, era aceptar que su alma estaba anclada a un prisionero de guerra... entonces pagaría ese precio sin dudarlo.

 

 

Porque no fui yo quien la sostuvo cuando aprendió a hablar.

Ni quien recogió sus lágrimas al caer.

 

 

Fui sólo el hombre que llegó tarde.

Y decidió no marcharse.

 

 

Cuando salimos de la celda, Nixa caminó a mi lado. Su paso firme, su espalda recta. Pero por un instante —un fugaz instante— su mano rozó la mía.

 

 

No me tomó.

No me abrazó.

Pero el contacto fue suficiente.

 

 

Y yo… sonreí. Dolorosamente. Orgullosamente.

 

 

Porque ella había heredado lo mejor y lo peor de ambos.

Y sin embargo… era más.

Mucho más.

 

 

Era Nixa.

Y eso era un milagro 

 

 

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