
Eʟ cuмᴘʟᴇᴀños ᴅᴇʟ Tιтιʀιтᴇʀo
Era un día como cualquier otro… hasta que dejó de serlo.
La mañana comenzó como todas. El sol de abril se filtraba a través de los ventanales altos, dorando el suelo de piedra con su luz tibia. Nixa, como de costumbre, se había levantado a la misma hora de siempre, había tomado su infusión de verbena con raíz de luz, leído tres capítulos de una tesis experimental sobre alquimia postmoderna, y luego entrenado mentalmente con los acertijos de runas que tanto le gustaban. Su rutina estaba intacta. O eso parecía.
Pero había algo en su manera de pasar las páginas… en la forma en que no respondía con la misma vivacidad calculada los comentarios espontáneos de Albus… en ese parpadeo más largo de lo normal, como si por un segundo no estuviera allí.
Porque ese día no era uno cualquiera.
Era el cumpleaños de Gellert Grindelwald.
Aquel nombre, en su mente, no era un eco oscuro o temido. Era una palabra cálida, firme, llena de historia y significado. Era el nombre de su padre. Su mentor. Su ancla en el mundo. Y, con los años, habían formado sus propios rituales sagrados en torno a ese día. Cada año, Nixa pasaba semanas preparando detalles: encantamientos ocultos que se activaban con la luz de la luna, libros de magia prohibida envueltos en ilusiones, pociones que alteraban la percepción del tiempo para regalarle a Gellert horas extra de tranquilidad. Y los más importantes eran los momentos sencillos: desayuno con té de salvia negra y limón, paseos al anochecer con Onix revoloteando sobre ellos, un obsequio al amanecer y otro al caer la noche.
Pero este año… él no estaba.
Y aunque no lo admitiera ni siquiera en sus pensamientos más profundos, su cuerpo sí lo recordaba. La memoria se filtraba en los gestos. Sus dedos recorrían las superficies como buscando un objeto invisible. Se detenía frente a las flores con el mismo gesto que usaba al elegir las mejores para la mesa de su padre. Murmuraba mentalmente frases que solo tenían sentido si se decían antes de colocar el postre sobre una mesa compartida.
Albus lo notó.
No porque ella se lo permitiera —la máscara seguía puesta— sino porque la amaba. Y los ojos que aman ven lo que otros no podrían.
Durante el almuerzo, en un gesto que rompía su habitual sutileza, Albus habló con voz clara, mirando el vapor del té disiparse entre ellos:
—Hoy estás en otra parte, Nixa. ¿Me permitirías saber en cuál?
Ella lo miró. Por un momento, sus ojos mostraron una tormenta en calma. Un abismo de memorias.
Y entonces, por primera vez, respondió con la verdad.
—Hoy es su cumpleaños. Cada año hacíamos lo mismo. Desayuno a las seis con té de salvia y limón, lo preparaba yo. Le encantaba que el primer obsequio fuera al amanecer. Le divertía fingir sorpresa… pero nunca lo engañé, él sabía. Por eso sonreía. No por el regalo, sino por el intento de sorprenderlo.
Guardó silencio. No era tristeza lo que teñía su voz. Era añoranza. Un fuego frío que solo arde en el alma de los estrategas que han amado.
Albus escuchó en silencio. Como si cada palabra fuera un hechizo antiguo que debía respetar.
Y luego, como si nada en el mundo pudiera detener la decisión que acababa de tomar, le ofreció lo imposible:
—Podemos ir a verlo.
Nixa no supo ocultar la reacción. Sus pupilas se dilataron, su espalda se irguió. Por un instante eterno, la máscara se resquebrajó. No cayó. Pero se quebró lo suficiente como para que Albus viera el anhelo puro, crudo, silencioso… de una hija.
La tarde cambió de color.
Albus, con su estilo suave y excéntrico, propuso que prepararan galletas. "Es un gesto humano", dijo. "Y un obsequio que lleva dentro el tiempo compartido". Nixa, sin contradecirlo, aceptó. No porque creyera que Gellert apreciaría las galletas —aunque en secreto sí lo haría—, sino porque comprendía que, en ese gesto, Albus también buscaba regalarle algo a ella. Un puente.
Mientras mezclaban harina con canela y especias que chispeaban al contacto con la varita, Albus le enseñó encantamientos de cocina tan antiguos que incluso las abuelas mágicas los consideraban pasados de moda. Nixa rió una vez —una risa real, corta, inesperada— cuando Albus accidentalmente le llenó el cabello de harina encantada que emitía notas musicales.
Pero no todo era inocencia esa tarde.
Nixa tenía su propio plan.
Cuando Albus se ausentó un momento para buscar unos lazos encantados para envolver las galletas, Nixa se deslizó por la casa con movimientos de sombra. Entró a su habitación secreta, tomó el fragmento de la esfera negra con la que se conectaba con los Santos, y extrajo de ella un núcleo.
Lo rodeó con una montura de plata negra que había encantado con hechizos prohibidos. Tatuó runas en espiral que no respondían a lenguajes comunes. El colgante que resultó no tenía apariencia lujosa, pero su poder vibraba como un corazón dormido.
Ese era su verdadero regalo.
El titiritero volvería a tener hilo. Podría hablar con los suyos. Podría dirigir desde las sombras.
Ella era la estratega. Él, las manos.
El colgante reposaría en la palma de Grindelwald esa noche. Y nadie sabría que en ese instante el mundo había dado un pequeño giro.
Y al caer la noche, cuando subieron a la torre más alta de Nurmengard, cuando Nixa vio a su padre por primera vez en años y las palabras no bastaron, él la miró… y entendió.
Porque también era su cumpleaños.
Y su regalo había llegado.
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