
Dias extraños….. Sin fin.
Las semanas que siguieron estuvieron marcadas por ese mismo ritmo inesperado. Cada mañana, Nixa se levantaba siguiendo el orden meticuloso que había establecido desde el instante en que despertó: lectura, entrenamiento mental, revisión de libros mágicos y científicos tanto del mundo mágico como del muggle, escritura reflexiva sobre teorías arcanas, y silencio. Un silencio fértil, de concentración. El silencio que mejor le calzaba.
Y, sin embargo, allí estaba él. Siempre.
Albus Dumbledore.
Como una ráfaga de perfume persistente, como una canción suave que se cuela entre las grietas de la mente. Nunca ruidoso. Nunca intrusivo de forma abierta. Pero ineludible.
En las mañanas, aparecía con algún objeto curioso —una brújula mágica que señalaba los recuerdos más felices del portador, una taza que cantaba con voz de soprano cuando el té estaba a la temperatura exacta, un espejo empañado con vapor de pensamientos ajenos— y lo presentaba con la sonrisa de quien no espera nada a cambio.
—¿Sabías que el aroma de los lirios es uno de los pocos que puede modificar las emociones de los inferis? —le comentó una mañana mientras dejaba una maceta de lirios blancos junto a su ventana.
Nixa, mientras cerraba su libro de forma medida, solo lo observó con aquella expresión cuidadosamente elaborada: ojos grandes, interesados, y un gesto leve de sorpresa contenida, apenas visible, como el parpadeo de una luciérnaga.
—¿Y acaso quieres que lo comprobemos? —respondió con una media sonrisa.
—Oh no, ya me las he arreglado para evitar reuniones con inferis en lo que me queda de vida. —Y luego añadió, mientras se giraba—. Pero quizás tú no.
Albus le hablaba como si ella fuera su igual, y al mismo tiempo, como si fuese lo más precioso que había vuelto a encontrar. No había juicio. No había presión. Solo una especie de constante presencia que buscaba hacer espacio en su mundo, sin arrebatarle el centro.
Durante el almuerzo, era frecuente que Albus le narrara anécdotas de su juventud, con una ligereza que contrastaba con la sombra que Nixa percibía en sus ojos. Le hablaba de los jardines de Godric’s Hollow, de los libros prohibidos que intentó leer en su adolescencia, de la vez que convirtió por accidente una taza de café en una lechuza. Nixa escuchaba, con la máscara intacta: risa medida, gestos de asombro sinceramente simulados, y ojos fijos como si no pudiera creer lo que oía. Por dentro, no obstante, analizaba cada palabra, cada pausa, cada recuerdo no dicho que se deslizaba en la entonación.
Lo que más le sorprendía —aunque jamás lo admitiría ni siquiera en sus pensamientos más ocultos— era que no detectaba ninguna intención ulterior. Albus no buscaba manipularla, ni usarla, ni siquiera parecer sabio. Solo parecía… querer estar.
Y eso, para Nixa, era un problema.
Un día en particular, mientras ella estudiaba una réplica mágica de la estructura del ADN humano encantada con runas para visualizar la doble hélice como una sinfonía flotante, Albus entró en la habitación cargando una vieja maleta.
—Vamos a visitar a una amiga —anunció con tono de aventura.
—¿Una visita no planificada? —preguntó ella, ladeando la cabeza—. ¿No deberíamos evaluar las variables?
—Oh, pero eso arruinaría la sorpresa.
Nixa pensó en negarse. Lo pensó con seriedad. Pero su máscara requería flexibilidad. Así que asintió con un entusiasmo perfectamente equilibrado entre lo infantil y lo precoz.
Fueron a ver a Bathilda Bagshot.
La anciana bruja, escritora de la Historia de la Magia, la recibió con una sonrisa temblorosa y ojos vidriosos. Nixa detectó el temblor de sus manos, el leve hechizo que usaba para reforzar su memoria, y el aprecio genuino que tenía por Albus. Cuando la miró a ella, no la vio como una niña cualquiera. Nixa supo que la había sentido. Que había algo en esa mirada anciana que percibía el poder oculto, la mente despierta y la calma calculadora.
—Tienes ojos de tormenta detenida, niña. —dijo Bathilda, con voz quebrada.
Nixa solo sonrió, midiendo cada gesto.
Al regresar, Albus pareció pensativo. Caminaban por las calles de Hogsmeade, el sol cayendo en tonos ámbar. En un momento dado, se detuvo. La miró. No con tristeza. Ni siquiera con melancolía. La miró como si viera una estrella que no sabe si brilla o arde.
—Me pregunto a veces… si lo que yo creí que era el futuro, lo estaba gestando todo este tiempo —dijo suavemente.
Nixa no respondió. Solo le ofreció una sonrisa tibia. No fingida, pero tampoco del todo suya.
Esa noche, cuando subió a su habitación, Onix la esperaba en silencio. Las paredes aún tenían un leve eco del día extraño. Se recostó en su sillón junto a la ventana, mientras las luces del mundo muggle parpadeaban en la lejanía.
Nixa no sabía cómo clasificar a Albus aún. Sabía que lo necesitaba. Sabía que lo admiraba. Sabía también que era una variable incontrolable. Y, sin embargo… parte de ella —una que apenas se atrevía a reconocer— no deseaba que dejara de interrumpirla.
Quizás, pensó, mientras acariciaba las plumas encendidas de Onix, parte de su nueva rutina sería aprender a no tenerla.
Y eso, sin duda, era el hechizo más desconcertante de todos.
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