
Eʟ ғuᴇԍo Quᴇ ɴo sᴇ ᴀᴘᴀԍó
Año 1990
Mi mundo entero se movía tras bambalinas, y yo era el titiritero que tejía sus hilos con precisión quirúrgica. Desde el momento en que abrí los ojos en esta nueva era, supe que tendría que adaptarme rápidamente. Ya no era 1955. El tablero había cambiado, y aunque mi mente seguía siendo un filo perfecto de estrategia, mis recursos eran limitados... y mi mayor obstáculo no era el Ministerio, ni los cambios culturales o tecnológicos. Era él: Albus Dumbledore.
Mi otro padre.
Su amor era… abrumador. Envolvente. Estaba convencido de que la ternura era la mejor medicina para mi desconcierto, y su vigilancia era constante, como si quisiera llenar con su presencia cada segundo perdido durante mi sueño forzado. Su devoción era casi religiosa. Y aunque no lo odiaba —no, en absoluto—, me era imposible maniobrar como necesitaba mientras tuviera a un Guardián de tal calibre a cada paso que daba.
Así que hice lo que sabía hacer mejor. Planifiqué.
El veneno no siempre se sirve en copas doradas. A veces, basta con una cucharada generosa de miel.
Durante siete días, con precisión matemática, fui añadiendo pequeñas dosis de poción de somnolencia en su té de la tarde. No una cualquiera, sino una versión calibrada, lo suficiente para alentar su mente sin que él lo notara. Cálida, dulce, con ese aroma reconfortante que tanto amaba. Albus nunca sospechó. Yo reía, le hacía preguntas, escuchaba sus anécdotas mientras en mi interior contaba cada sorbo como un paso hacia la libertad.
Y finalmente, la noche del séptimo día, llegó la oportunidad.
Era domingo, y la casa dormía en un silencio bendecido. Él estaba en su sillón favorito, con un libro de tapas gastadas en el regazo. Murmuró algo sobre el amor y los laberintos de la juventud, y antes de que el reloj marcara la media noche, se hundió en un sueño tan profundo como el de un encantamiento.
No perdí tiempo.
Caminé en puntas de pie, deslizándome por los corredores con la familiaridad de un espectro. Ingresé en la sala sellada tras la chimenea falsa —una de mis primeras modificaciones después de despertar—. Pasé mis dedos por el marco de madera hasta activar el encantamiento oculto. La pared se disolvió como agua teñida de sombras, y entré en la habitación que había preparado en secreto: mi núcleo.
Allí, en el centro, me esperaba la gran esfera negra de ónix, tallada con runas arcanas y sellada con hechizos de reconocimiento de sangre. Coloqué mi mano sobre su superficie helada, y la magia respondió como un corazón que late después de un largo letargo.
Luz.
Formas.
Voces.
Figuras etéreas se materializaron a mi alrededor. Magos de todos los continentes, algunas criaturas mágicas envueltas en túnicas ceremoniales, todos con la marca discreta de mis Santos. Los murmullos llenaron la sala, una mezcla de reverencia, anhelo y —para mi sorpresa— una fe intacta. Incluso después de 35 años.
Di un paso al frente.
—He despertado —dije con voz clara, sin rodeos—. Y veo que no me han fallado.
El susurro se tornó en un eco de júbilo. Rostros de todas las edades me miraban con una mezcla de amor y devoción. Pero yo no me perdí en emociones.
Era hora de trabajar.
Di un discurso breve, directo. Una mezcla de consuelo y fuego, recordándoles que mi ausencia fue una pausa, no una derrota. Que el tiempo era el mejor aliado del que sabe esperar.
Luego pedí los informes.
Me hablaron de todo.
Del supuesto “señor oscuro” —un tal Tom Riddle que creía que el miedo era liderazgo— y de su repentina caída a manos de un niño. Una anomalía que tendría que estudiar.
Me informaron del ascenso de Albus, ahora más influyente que nunca, y del resurgimiento de ciertas ideas pacifistas en el corazón de las comunidades mágicas.
Pero lo más fascinante fue el progreso.
La magia ya no era lo que fue. Los Santos habían adaptado sus estrategias: algunos se infiltraron entre los muggles y aprendieron su ciencia. Otros la combinaron con lo arcano, creando artefactos híbridos, tecnología disfrazada de reliquias. Una red subterránea, que crecía lentamente entre las grietas de los dos mundos.
Mi ausencia no fue un retroceso. Fue una incubación.
Y ahora yo estaba aquí para volver a dirigirlos.
La reunión concluyó cuando los primeros rayos de sol comenzaron a filtrarse por las ranuras de la ventana encantada. La esfera se apagó lentamente, sus luces disipándose como luciérnagas en retirada.
Me tomé una poción Vitamix para borrar cualquier rastro de cansancio de mis ojos, me vestí como si recién despertara, y me senté en la cocina justo cuando Albus comenzaba a moverse en la otra habitación.
Perfecta.
Inocente.
Preparada.
—Papá, ¿podemos ir hoy a alguna tienda magica? Quiero ver más libros… —pregunté con dulzura mientras vertía el té.
Él sonrió, enternecido, acariciándome el cabello.
Sí, sería difícil acercarme a una de las tiendas de mis Sombras. Pero ya tenía el camino delineado en mi mente. La máscara seguía firme, y nadie —ni siquiera Albus— podría ver el filo oculto detrás de mis ojos.
El tablero estaba listo.
Y yo había vuelto a jugar.
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