
Coɴנuɴcιóɴ ᴅᴇ uɴᴀ мᴇɴтᴇ ʙʀιʟʟᴀɴтᴇ
Año 1990 — Algo extraordinario ocurrió en el mundo mágico británico.
El renombrado y siempre enigmático Albus Dumbledore, director de Hogwarts, líder silencioso de innumerables guerras y faro moral del mundo mágico, tomó una decisión que estremeció a todos los rincones de la comunidad: delegó su cargo como director a la subdirectora Minerva McGonagall... y desapareció. Sin avisos, sin discursos, sin dejar una nota siquiera. Nadie, ni los más viejos magos del Wizengamot ni los miembros de la Orden del Fénix, supieron a dónde fue.
El Ministerio envió emisarios, buscadores, incluso aurores disfrazados de diplomáticos. Todos regresaron con las manos vacías. Dumbledore, el hombre que siempre tenía un plan para todo, se había desvanecido como un suspiro en la niebla.
Y mientras el mundo mágico murmuraba con temor y desconcierto, en una cabaña encantada más allá de los mapas conocidos, comenzaba el verdadero misterio.
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Tenía diez años, o al menos, ese era el número que los calendarios dictaban. En realidad, me sentía... atemporal. Suspendida entre épocas, entre eras. Mi cuerpo despertó después de un largo sueño inducido, pero mi mente —ah, mi mente— nunca durmió del todo.
El mundo había cambiado. Más que cambiar, había mutado.
Albus Dumbledore, mi otro padre, no se separaba de mí. Literalmente. Como si temiera que en cuanto parpadeara, yo desaparecería como el reflejo de un recuerdo maldito. Su mirada me seguía a todas partes, a veces con ternura desbordante, otras con una tristeza tan profunda que parecía ahogarse en ella.
Vivíamos en la cabaña donde desperté. Aislada, protegida, cargada de magia antigua. Me recordaba, por su estructura, a algunas de las casas seguras que padre Gellert había preparado en su red de sombras. Aunque esta tenía un calor distinto… más humano. Y era esa humanidad la que me desconcertaba más.
Dumbledore me hablaba sin cesar. Me contaba historias de su juventud, de viejos amigos, de errores cometidos y perdones nunca dichos. Me llevaba a pasear por las calles muggles, me señalaba coches, postes, radios portátiles, máquinas para conservar alimentos. Yo fingía asombro, como cualquier niña debería, pero por dentro... cada objeto era una alerta, una pieza que debía entender. El progreso muggle era más grande del que había anticipado en mis cálculos de 1955. Habían avanzado sin magia, con ciencia, con sistemas. Con una precisión temible.
Necesitaba contactar con los Santos. Urgente.
Pero no era sencillo. Dumbledore no me dejaba sola, ni un segundo.
Peor aún: me desbordaba de amor.
No lo odiaba. No... sería demasiado fácil si fuera así. Lo que sentía era una especie de incomodidad cálida. No entendía ese tipo de amor. Gellert nunca me miró con esa desesperación afectiva. Su amor era como el hielo, frio a la vista pero con un ardor incandescente al tacto. Albus era… agua tibia, envolvente, y por momentos sofocante. Interrumpía mis rutinas, mis lecturas, mis análisis, con preguntas sin sentido o dulces improvisadas. Me sorprendía con pequeños obsequios, libros de cuentos, música, incluso una caja con plumas de escritura antiguas. Cosas sin valor táctico, pero con un peso emocional que yo no sabía cómo interpretar.
Y aun así... mantenía la máscara.
La perfecta máscara que había diseñado para él. La niña curiosa, brillante, extrovertida. Un prodigio. Una genia dulce con un toque excéntrico.
Sabía que no podía mostrarle todo de mí. No todavía.
El día que conoció a Ónix, su rostro fue poesía pura: asombro, temor, reverencia.
El fénix azul apareció minutos después de mi despertar, como si el tiempo no le importara. Se posó junto a mí, sus llamas ondulaban sin emitir calor, como si me envolvieran con memorias. Dumbledore lo observó con la boca entreabierta, como si acabara de ver al mismo Fawkes reencarnado.
Ónix no se separaba de mí. No lo haría. Ambos habíamos esperado demasiado.
Y aunque yo mantuviera mi máscara intacta, sabía que Ónix percibía la urgencia de mi mente. El hechizo de suspensión había durado demasiado. Los hilos del mundo habían seguido su curso, y los Santos debían saber que yo estaba despierta. Que la niña de la promesa había regresado.
No podía permitir que la evolución del mundo —ni muggle ni mágico— continuara sin control.
Era hora de comenzar a tejer de nuevo... desde la oscuridad.
Pero por ahora, sonreí dulcemente a Albus mientras me entregaba otra historia sobre su juventud en Godric’s Hollow.
—¿Y después qué pasó, papá? —le pregunté con los ojos brillando de falsa inocencia.
Él sonrió, encantado.
Y yo asentí.
Todo iba según lo planeado.
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