
El Encuentro
Las escaleras de piedra de Nurmengard crujían con cada paso, como si la fortaleza misma susurrara antiguos secretos al oído de quien se atrevía a caminar por sus entrañas. Albus Dumbledore avanzaba en silencio, su túnica azul oscuro ondeando a sus espaldas, como la sombra de una tormenta contenida. El guardia no lo acompañó más allá del tercer nivel; nadie ascendía a la torre más alta. Nadie, salvo él.
Habían pasado más de diez años.
Diez años desde que los duelos dejaron cicatrices en la tierra… y en sus almas. Diez años desde que enterraron sus sueños bajo las ruinas de un “para el bien mayor”. Diez años desde que se habían visto cara a cara.
Y sin embargo, ahí estaba. La puerta de hierro forjado. Fría, imponente. Un símbolo de la caída de un imperio… y de la única persona a quien Albus jamás pudo odiar por completo.
El cerrojo se abrió con un susurro gutural. Y el aire dentro era más denso, cargado con polvo, silencio… y memoria.
Grindelwald estaba sentado junto a una pequeña mesa de piedra, leyendo un libro sin portada. Su figura seguía erguida, su cabello recogido en una coleta alta, ahora salpicada de hilos de plata. Su túnica era simple, gris. Pero sus ojos, esos ojos grises como tormentas antiguas, se alzaron al verlo y, por un instante, parecieron iluminar la celda.
No dijeron nada.
Por un largo momento, sólo se miraron.
Una eternidad comprimida en un solo instante.
Luego, Gellert fue el primero en hablar, como si la pausa anterior no fuera más que el prólogo de una conversación pendiente.
—Has tardado, Albus.
Dumbledore tragó saliva con dificultad. Su voz, cuando por fin habló, no era el héroe de luz ni el profesor de Hogwarts.
Era la voz del joven que, alguna vez, soñó con cambiar el mundo con el hombre que ahora tenía frente a él.
—Tu rendición… no tiene sentido —susurró—. Tú nunca… nunca te rendías, Gellert.
Grindelwald sonrió, una sombra apenas dibujada en sus labios.
—Quizás tenía algo más importante que ganar esta vez.
Los ojos de Albus brillaron, turbios, rotos por una emoción contenida.
—¿Dónde está? —preguntó, sin rodeos.
El silencio volvió. Pero esta vez fue distinto. Más denso. Más cargado.
Gellert dejó el libro con calma sobre la mesa, se puso de pie, y se acercó unos pasos. No estaban a más de un metro el uno del otro.
—A salvo —respondió con firmeza—. Dormida. Protegida.
—¿Por qué? —la voz de Albus se quebró—. ¿Por qué la ocultaste? ¿Por qué me la arrebataste?
Grindelwald lo miró largamente, con una expresión difícil de descifrar. Había orgullo, tristeza, ternura… y también una sombra de culpa.
—Porque no podías protegerla como yo. No desde la luz. No desde el remordimiento. Porque sabía que el mundo no estaba listo para ella… ni tú tampoco.
—¡Era mi hija también!
—Lo sigue siendo.
La frase cayó como un conjuro.
Dumbledore dio un paso atrás, sus manos temblando levemente.
—¿Por qué entregarte ahora?
Gellert alzó la mirada hacia la única ventana de su celda: un pequeño óculo circular por donde se colaban las estrellas.
—Porque el juego ha comenzado, Albus. Porque la semilla está sembrada. Y mientras tú buscabas redención, yo preparé su camino. Los Santos… aún existen. Y cuando despierte, cuando venga a ti… tú sabrás lo que debes hacer.
—¿Crees que me convertiré en su guía? ¿Después de todo?
—No. Creo que ella te convertirá en el padre que temes ser.
Dumbledore se quedó en silencio. El dolor era visible en su rostro, pero también algo más… una esperanza tenue, casi imperceptible.
—¿La amas?
La pregunta fue un susurro.
Y la respuesta fue inmediata.
—Más que a mi causa. Más que a mi vida. Más que a ti.
Y Albus entendió.
Entendió la entrega. Entendió el silencio. Entendió el peso de la espera.
La celda se volvió santuario. Confesionario. Lugar de despedidas y comienzos.
Cuando se fue, Albus no miró atrás.
Pero en su pecho, por primera vez en años, algo que no era dolor comenzaba a florecer.
Algo…. Esperanza
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