
El Eco del Pasado
La noticia llegó como una ráfaga helada a través de las vidrieras de Hogwarts, colándose entre los pliegues de las túnicas y los muros centenarios con un susurro que paralizó el corazón de Albus Dumbledore.
Gellert Grindelwald se había rendido.
Sin varita. Sin lucha. Sin espectáculo.
Simplemente… se entregó.
Durante un instante, Albus se quedó inmóvil, de pie junto a su escritorio, la pluma detenida sobre un pergamino a medio escribir. Sus ojos se desenfocaron y su respiración se volvió casi imperceptible. El mundo pareció detenerse a su alrededor, como si incluso el tiempo aguardara su reacción.
Pero no fue la rendición en sí lo que quebró su compostura.
Fue lo que representaba.
¿Por qué?
¿Por qué ahora?
¿Por qué rendirse después de tanto tiempo desaparecido, oculto, invisible al ojo del mundo mágico y del mundo muggle por igual?
Y entonces la pregunta más antigua, más dolorosa, se abrió paso entre las demás, surgiendo como una herida que nunca sanó del todo.
¿Dónde está la niña?
La niña. Su hija. La niña que no nació por medios naturales, sino invocada por una magia tan antigua como peligrosa, nacida de un amor imposible y un juramento roto. Desde la batalla final entre ambos, desde el día en que su varita tembló en sus manos al tener que derrotar al único hombre que había amado, Albus no había dejado de buscarla.
Día tras día.
Entre los escombros de fortalezas abandonadas, en los pliegues del tiempo de viejas profecías, en la mirada confusa de testigos del pasado.
Y no encontró nada.
Ni rastro. Ni eco. Ni un susurro.
Era como si Grindelwald se hubiera tragado a su hija con él. Como si el destino, en su crueldad infinita, le hubiese negado esa última redención.
Y ahora, Gellert estaba de nuevo en el mapa. En una celda. Encerrado.
¿Pero por qué ahora?
La necesidad de verlo se convirtió en una obsesión urgente. Sabía que no sería fácil. Grindelwald estaba encerrado en Nurmengard, la prisión que él mismo había mandado construir, en la celda más alta de la torre más alta, aislado de todo contacto humano, como un rey caído en su propio mausoleo.
Albus tuvo que mover hilos antiguos, activar favores dormidos, torcer voluntades políticas que se sentían cómodas con Grindelwald en el olvido. Algunos lo miraron con sospecha, otros con temor. ¿Por qué Dumbledore quiere ver a su antiguo rival? ¿Qué queda por decir entre ellos?
No podía responder con claridad. Porque la respuesta no era política, ni siquiera mágica. Era profundamente personal.
La niña.
Cuando por fin se le concedió la audiencia —tras semanas de espera que se sintieron como siglos— su mente era un torbellino contenido.
Tenía preguntas. Docenas. Centenares.
¿Dónde está?
¿Está viva?
¿Está a salvo?
¿Por qué la escondiste?
¿Por qué te rendiste?
¿Por qué ahora?
Y también preguntas más silenciosas, que nunca saldrían de sus labios.
¿Pensaste en mí alguna vez?
¿Te arrepientes?
¿Aún me odias… o me amas en silencio como yo te amo en sombra?
Pero cuando pensaba en ese inminente reencuentro, su mente se quedaba en blanco. Porque Gellert no era sólo un criminal ni un antiguo amor. Era un espejo distorsionado. Un reflejo de lo que Albus podría haber sido… o aún temía ser.
La caminata hacia Nurmengard sería larga.
Pero lo que aguardaba al final de ella… era más que un prisionero.
Era el inicio de respuestas que llevaba una década temiendo descubrir.
Y en el fondo, una certeza ardía con fuerza bajo su pecho:
Si Gellert se rindió por voluntad propia… entonces la niña está viva.
Y eso lo cambia todo.
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