
Eʟ Susuʀʀo ᴅᴇ uɴ Rᴇʏ ᴇɴ Sιʟᴇɴcιo
La casa segura, oculta entre la niebla perpetua del pueblo muggle, respiraba en silencio.
Las runas seguían brillando tenuemente sobre el suelo de piedra, envolviendo el dormitorio en una calma casi sagrada. Allí, en el lecho tallado con símbolos antiguos, yacía Nixa. Su pequeña figura, inmóvil, parecía esculpida en marfil. Ni un músculo se agitaba. Ni un suspiro escapaba de sus labios. El hechizo de suspensión, imposible de romper para cualquier otro que no fuera su creador, mantenía su conciencia detenida, intacta, intocable. A salvo.
Gellert Grindelwald la observó durante un largo rato. De pie, junto a la cabecera, como un centinela de piedra.
Su rostro no mostraba emoción. Estaba entrenado para no hacerlo. Incluso en los momentos más difíciles de su vida, había mantenido la compostura, el aura de control absoluto que tanto fascinaba y aterraba a sus seguidores y enemigos por igual. Pero ahora, sin testigos, sin Santos que lo miraran con devoción ni enemigos que aguardaran una falla, esa máscara empezó a resquebrajarse.
Su respiración se hizo más lenta. Sus hombros, normalmente erguidos como un torreón inexpugnable, descendieron apenas. Y sus ojos —esos ojos que habían visto guerras, traiciones, visiones de un futuro glorioso y ruinas ardientes— brillaron con una sombra distinta: ternura.
Caminó hasta sentarse en la orilla del lecho, donde yacía su hija. Le apartó con delicadeza un mechón de cabello plateado que se había deslizado sobre su rostro. Sus dedos, curtidos por la magia, la batalla y la estrategia, se movieron como si tocaran cristal. Como si ella, aún dormida, pudiera romperse bajo el peso del mundo que él le estaba entregando.
La contempló. No como un general observa su legado.
Sino como un padre mira a lo más valioso que ha tenido jamás.
—Mi obra más perfecta… —susurró apenas, su voz desgastada por la contención de un sentimiento que no se permitía liberar.
Se inclinó sobre ella y besó su frente con una suavidad imposible de concebir en un hombre conocido por hacer temblar naciones. Fue un gesto antiguo, cargado de promesa. No un adiós, sino una afirmación silenciosa de que regresaría, de que ella lo encontraría de nuevo. De que nada estaba terminado.
Cuando se incorporó, la frialdad volvió a tomar posesión de sus rasgos. Como una estatua a la que le habían devuelto la piedra.
Cerró las puertas del dormitorio sin hacer ruido, sellando el lugar con tantos encantamientos como protecciones antiguas conocía. No serían necesarias, quizás, pero eso no importaba. La paranoia era una forma de amor cuando se trataba de Nixa.
Luego descendió por las escaleras del refugio y se colocó la capa negra de largo impecable, la misma que había llevado durante sus años más notorios. No lo hacía por arrogancia, sino por efecto. Aún encarcelado, la imagen debía perdurar. El símbolo debía sobrevivir.
Antes de partir, se dirigió a la sala del Santuario —la cámara de planificación— donde los dispositivos mágicos que permitían comunicación con los Santos seguían activos. En un acto silencioso, pulsó los conjuros y envió los últimos mensajes.
Órdenes claras. Precisas. Sin florituras.
“El Titiritero ha dejado la escena. Pero la función continúa. Nixa dormirá. Ustedes prepararán su escenario.”
Era todo lo que necesitaban saber. Años de adoctrinamiento los habían preparado para esto. Sabían que su Señor no había caído. Que solo se replegaba. Que, incluso desde una celda, seguiría moviendo los hilos invisibles que tejerían el futuro.
Y así, cuando la noche se convirtió en madrugada, Grindelwald cruzó la frontera invisible que separaba la libertad del deber.
Caminó hasta el punto de encuentro acordado con el Ministerio, bajo el puente de una ciudad neutral. Sin escolta. Sin varita. Sin resistencia.
Se entregó sin una palabra. Su mirada firme, serena, como quien sabía exactamente lo que hacía. Los aurores, sorprendidos por la falta de enfrentamiento, lo tomaron con precaución. Lo encadenaron con hierro negro y lo transportaron hacia la prisión más segura del continente.
Pero nadie podía encadenar su voluntad.
Porque en su mente, aún podía ver el rostro de Nixa dormida.
Y en su corazón —ese corazón erosionado por la guerra, por la ambición, por las décadas de oscuridad— aún palpitaba un solo propósito:
Que ella algún día despertara… y terminara lo que él había comenzado.
Y cuando ese día llegara, los cimientos del mundo temblarían.
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