
Las sombras
El noveno cumpleaños de Nixa comenzó como cualquier otro en la ancestral mansión, donde los muros eran tan viejos como los nombres grabados en sus grimorios. El sol filtraba su luz invernal por los ventanales altos del comedor, tiñendo de dorado el mantel bordado con runas que cubría la mesa. Grindelwald había ordenado el desayuno favorito de su hija: pan de miel negro , helado de almendras y crema, té de frutos silvestres y pasteles con formas de criaturas mágicas.
La mañana transcurrió en su habitual armonía: una lección de alquimia compartida, una partida de ajedrez encantado y una conversación pausada sobre las implicaciones filosóficas de alterar la historia mediante la intervención mágica. Nixa, con su túnica de terciopelo azul oscuro, parecía más una joven académica que una niña celebrando su cumpleaños. Sus ojos brillaban con esa sabiduría antinatural que siempre llevaba consigo, como si en su mirada vivieran siglos.
Fue después del almuerzo cuando el día torció su causa hacia lo inesperado.
—Ven conmigo, kleine Hexe —le dijo Grindelwald con voz suave, colocándole una mano enguantada en el hombro—. Es hora de recibir tu verdadero obsequio.
Intrigada, Nixa lo siguió a través de pasillos que rara vez se usaban, puertas ocultas tras estanterías, y escaleras en espiral que descendían más allá del nivel conocido de la mansión. Llegaron a una cámara circular, iluminada solo por las antorchas que crepitaban con fuego azul.
Allí, esperaban decenas de figuras.
Los Santos.
Acolitos. Seguidores. Creyentes. No de Grindelwald únicamente, sino ahora también de su heredera. Había ancianos de túnicas gastadas con ojos profundos como pozos de memoria, hombres y mujeres de edad madura con marcas rituales en sus manos, adolescentes de miradas febriles, e incluso algunos niños, que se mantenían erguidos con una solemnidad impropia de su juventud, incluso vio Vampiros, vio hadas entre otras criaturas mágicas.
Todos vestían de tonos oscuros, como si el gris, el negro y el púrpura fueran uniformes no impuestos, sino nacidos del alma.
Grindelwald se adelantó con Nixa a su lado, como si presentara una joya largamente escondida.
—Hoy, es un día especial — su voz retumbando en la cámara como una profecía—. Y ha llegado el momento de conocer a aquellos que serán sus sombras, sus manos extendidas, su red de influencia y poder. Ellos son los Santos. Antiguos y nuevos. Ocultos en cada rincón del mundo: políticos, maestros, sanadores, artesanos, incluso en los templos de los muggles. Ellos han esperado… por ti.
Nixa no fingió.
No sonrió dulcemente ni se escondió tras la máscara que usaba en el mundo exterior. No hubo rastro de timidez infantil. Dio un paso al frente y alzó la barbilla con elegancia innata. Su presencia llenó la sala sin necesidad de elevar la voz.
—Ustedes creen en una idea. En un cambio inevitable —dijo con calma glacial—. Pero las ideas sin estructura se desvanecen. Y la estructura sin estrategia se pudre. Yo seré ambas cosas. La idea… y la estrategia.
Sus palabras, pronunciadas con la certeza de alguien que ha leído el alma del mundo, se grabaron en cada pecho como un tatuaje invisible. Nadie se movió, nadie habló. Solo el fuego azul pareció inclinarse ante ella.
—Mi padre me ha enseñado que desde las sombras se moldea lo eterno. Y yo les digo esto: serán mis herramientas, mis ojos, mis ecos. No les ofreceré gloria. Les ofreceré dirección. No les prometo inmortalidad, pero sí que sus nombres vivan con propósito.
Los Santos inclinaron sus cabezas como uno solo. No fue una sumisión ciega, sino una aceptación lúcida. En sus ojos brillaban esperanza, fervor y una fe que ni los años, ni el exilio, ni la desilusión habían podido extinguir.
Grindelwald miró a su hija sin decir una palabra. No era orgullo lo que sentía, era algo más profundo. Algo cercano a la reverencia. Ella no era una continuación de su legado… era su perfección, su destino culminado.
Ese día, Nixa Grindelwald-Dumbledore no solo recibió un regalo.
Ella fue ungida.
Y el mundo, aunque aún no lo supiera, acababa de inclinarse ante el nacimiento de una nueva era.
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