
El Tejido Invisible
Tras aquel cumpleaños —ese día que muchos siglos después sería recordado como el preludio del cambio—, la vida de Nixa no viró hacia el caos ni la grandeza inmediata. No hubo estallidos, ni proclamaciones públicas, ni alteración aparente del orden. La revolución, como debía ser, continuó cocinándose en silencio. En las sombras.
Porque los cambios verdaderos no necesitan estridencia.
Nixa siguió despertando al amanecer, cuando la luz tenue apenas rozaba los vitrales del ala este. Seguía leyendo junto a la chimenea, experimentando con pociones en su laboratorio, memorizando tratados de filosofía arcana y estrategias bélicas, descifrando lenguas muertas como si fueran juegos. Su rutina se mantuvo intacta, como el guion meticulosamente escrito de una obra que aún no se representaba ante el mundo.
Pero en la superficie calma, algo se había transformado.
Su mente, ya prodigiosa, se convirtió en una esponja sin fondo. Cada fragmento de conocimiento era absorbido y asimilado con una velocidad que no parecía humana. Las líneas entre la teoría y la práctica se borraban. La magia respondía a su voz incluso sin varita. Las sombras en los pasillos la obedecían sin necesidad de órdenes. El fuego parecía inclinarse con reverencia ante su paso.
Ella era la arquitecta. La que diseñaba el nuevo tablero.
Pero el titiritero, seguía siendo Grindelwald.
Él tenía la experiencia, la visión curtida por décadas de guerra, exilio, encierro y resurgimiento. Sabía dónde mover a los Santos, qué fibras invisibles tocar en el mundo mágico y en el muggle. Los situaba con precisión entre pasillos del Ministerio, en universidades prestigiosas, en mercados olvidados, y hasta en los templos más sagrados. Era un artista del encubrimiento, un tejedor de destinos.
Y sin embargo, nada de eso interrumpía los días compartidos entre padre e hija.
Las mañanas estaban reservadas para el estudio y la estrategia. El almuerzo, para las conversaciones sobre política global o historia alternativa. Las tardes, para el entrenamiento. Porque Nixa no sería solo una mente prodigiosa: sería fuerza, reflejo, presencia, poder.
En la cámara subterránea donde el eco de sus pasos se mezclaba con las antiguas runas en los muros, padre e hija se enfrentaban en duelos mágicos que desafiaban la lógica. Grindelwald jamás fue indulgente. Cada hechizo lanzado tenía intención de herir, de forzar el crecimiento. Él sabía que un líder sin cicatrices es solo un orador. Y Nixa, aunque pequeña, entendía que el dolor era un idioma que debía dominar.
A veces caía. A veces sangraba.
Y en esos momentos, antes de que la sangre tocara el suelo, él ya estaba ahí.
Grindelwald se acercaba rápido —quizás demasiado rápido para su habitual compostura—. Se arrodillaba, tomaba su rostro entre las manos, murmuraba conjuros curativos en voz baja, casi en secreto, como si temiera que la palabra "ternura" lo traicionara.
Sus dedos recorrían con cuidado la piel herida. Cada movimiento suyo contradecía la brutalidad del entrenamiento previo. La trataba como si estuviera hecha de cristal fino y encantado, como si cada grieta pudiera quebrar algo más profundo que su cuerpo.
Pero Nixa nunca lloraba. Ni se quejaba. Solo lo observaba en silencio mientras él cerraba sus heridas. En esos ojos —tan parecidos a los suyos— había comprensión. No solo por el gesto, sino por lo que no decía. Por ese amor férreo, indómito, que se manifestaba en lo pequeño: en una venda apretada con la presión justa, en una palabra murmurada en antiguo alemán, en el modo en que acomodaba su flequillo con dedos temblorosos antes de dejarla dormir.
Y así continuaban los días.
Nixa, la mente. Grindelwald, las manos. Ella trazando el mapa del mundo que sería. Él moviendo las piezas con una destreza que solo la oscuridad puede enseñar.
El mundo aún no lo sabía, pero la revolución había comenzado. No con una explosión, ni con una marcha, sino con una niña de cabellos de plata que discutía de geopolítica mientras tomaba té de jazmín, y con un antiguo "villano" que, sin saberlo, se estaba redimiendo a través del amor silencioso y absoluto que solo un padre puede sentir.
Y cada día que pasaba, el hilo del destino se enredaba más… en sus manos.
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