
El poder de la observación
Una mirada más allá del velo: el día que padre e hija observaron al mundo muggle
Era una mañana clara en 1952. La bruma londinense aún colgaba como un velo fantasmal sobre las calles empedradas cuando Grindelwald y Nixa atravesaron el umbral encantado que separaba su mundo del otro. No lo hicieron con prisa, ni con temor. Lo hicieron como estudiosos de una criatura salvaje e impredecible: con respeto y observación.
Nixa llevaba un abrigo oscuro, largo hasta las rodillas, y un sombrero sencillo que ocultaba el brillo plateado de su cabello. Caminaba al lado de su padre como una sombra menuda y silenciosa, sus ojos brillantes —idénticos a los de él— registrando cada detalle con atención quirúrgica. Grindelwald, por su parte, parecía un caballero de otro siglo: elegante, sobrio, con una capa negra bien cortada y guantes que ocultaban sus dedos manchados por la alquimia y el fuego de la guerra.
Caminaron entre muggles. En una estación de tren, se mezclaron con los sonidos del progreso: ruedas de hierro girando sobre rieles, el silbido del vapor, anuncios mecánicos, el crujido de periódicos impresos. Grindelwald observaba en silencio, sin emitir juicio todavía. Nixa, curiosa, miraba los carteles de cine, los teléfonos públicos, las vitrinas donde artefactos eléctricos eran exhibidos con orgullo.
—No deja de sorprenderme —murmuró Grindelwald, sin volverse hacia ella—. Lo que esta especie ha logrado sin una chispa de magia… la ciencia, la técnica, la voluntad de transformar el mundo con sus propias manos.
Nixa lo miró de reojo, midiendo cada palabra antes de decirla.
—¿Los admiras?
Una sonrisa cruzó fugazmente el rostro de su padre. No fue cálida, pero sí sincera.
—Admiración no es lo mismo que respeto —corrigió con calma—. Sí, los admiro. Por su ingenio. Por su capacidad de organización. Por crear estructura del caos. Pero eso mismo los convierte en una amenaza. Una sociedad capaz de construir armas, gobiernos, redes de control… sin magia… es también capaz de destruir sin comprender.
Se detuvieron frente a una juguetería. Un tren miniatura recorría un circuito cerrado en el escaparate. Niños muggles reían del otro lado del vidrio. Nixa se quedó observando con el ceño apenas fruncido.
—Eso temes, ¿no? —dijo—. Que su ignorancia no los detenga… que, al contrario, los impulse.
—Exactamente. —Grindelwald habló con esa voz baja, grave, que usaba cuando algo le importaba más de lo que estaba dispuesto a confesar—. El mundo mágico vive bajo una ilusión de superioridad y aislamiento. Pero eso… es una burbuja. Y las burbujas, Nixa, siempre revientan.
Hubo un silencio largo entre ambos, apenas interrumpido por el sonido de los autos y los pasos. Nixa se volvió hacia él. Su voz era suave, pero su intelecto era filoso como una daga.
—Tú y mi otro padre lo sabían. Ambos vieron el futuro aproximarse… pero actuaron distinto.
Grindelwald ladeó la cabeza, dándole su atención completa.
—¿Y cuál fue la diferencia, según tú?
—Tú actuaste demasiado pronto. Sin paciencia. Impulsado por la urgencia, la necesidad de imponer una visión. Y él… él simplemente tuvo miedo. Se quedó quieto, esperando que el futuro se desvaneciera si no lo nombraba.
El silencio de Grindelwald fue un reconocimiento. En su mirada no había ira, solo una chispa intensa de orgullo y de advertencia.
—¿Y tú, kleine Hexe? ¿Qué harás tú, que llevas nuestras dos sangres y ninguna de nuestras cadenas?
Nixa miró una torre de antenas en lo alto de un edificio. Su mente, aún infantil en apariencia, danzaba entre siglos de filosofía, historia y posibilidad.
—Adaptarme —respondió—. Y prepararlos. No con miedo ni violencia… ni con negación o romanticismo. Sino con estrategia. El mundo mágico debe evolucionar, debemos adelantarnos a su lógica… sin olvidar lo que somos y cuando la burbuja desaparezca podrán ver al mundo mágico no como una presa, sino Como una sociedad superior a la suya.
—¿Y si no escuchan?
Nixa lo miró. El reflejo de las luces muggle se curvaba en sus ojos como espejos.
—Entonces les demostraremos de lo que un mago es capaz de hacer…… y reconstruiremos sobre sus ruinas.
Grindelwald no respondió de inmediato. Solo caminó. Ella lo siguió. Pero sus pasos eran ahora distintos. Más pesados, sí. Pero también más seguros. Porque aquel día, en medio de trenes, humo y murmullos ajenos a la magia, comprendió algo fundamental:
Su hija no solo era heredera de sus ideas y de sus errores. Era algo más.
Era el equilibrio entre dos extremos.
La fuerza templada por la razón.
El cambio inevitable… encarnado.
Y en algún rincón del mundo, mientras el reloj marcaba una hora trivial para los muggles, el destino del mundo mágico daba otro pequeño giro, imperceptible pero definitivo.
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