
Navidad
La mansión entera olía a especias cálidas y resina de pino. Las velas flotaban suavemente en el aire, desprendiendo una luz dorada que se reflejaba en los vitrales encantados con escenas invernales que cambiaban cada hora: un bosque nevado, una plaza iluminada, un fénix azul elevándose en espirales de escarcha. Era Navidad.
Nixa, sentada frente a una mesa baja, tenía las piernas cruzadas como un pequeño monje en profunda meditación. La chimenea crepitaba a su lado, Onix, su fénix, reposaba cerca con las plumas ligeramente encendidas, dándole al cuarto una sensación de amanecer detenido.
La niña no hojeaba libros ese día. No practicaba runas antiguas ni ensayaba hechizos sin varita. Su mente estaba completamente dedicada a una sola misión: encontrar el regalo perfecto para su padre.
No era fácil. ¿Qué se le puede dar a un hombre que ha poseído —y desafiado— el mundo? Un hombre cuya mente disecciona verdades con la precisión de una daga, que ha visto las ruinas de sus sueños y aún así, sigue caminando entre ellas, erguido.
"Algo que no pueda obtener por sí mismo," pensó Nixa, con la barbilla apoyada en la palma.
"Algo que no pueda fabricar con magia. Algo que no espere."
Desde la otra sala, podía escuchar a Grindelwald tararear en un tono muy bajo, mientras encantaba con mimo una copa de vino caliente. No era un canto navideño en sí, sino una melodía antigua, tal vez alemana, que parecía flotar en el aire como humo dulce. Nixa cerró los ojos un momento y lo imaginó en su juventud, en Durmstrang, antes de las guerras, antes de los juramentos rotos y las cicatrices invisibles.
Y entonces lo supo.
Saltó del sillón con el sigilo de un gato encantado, y se deslizó entre pasillos sin hacer crujir una sola tabla. Se adentró en la biblioteca más vieja, aquella que tenía libros sin título y estanterías que murmuraban en lenguas muertas. Allí, buscó en un rincón muy específico: el que hablaba de recuerdos.
Horas después, cuando Grindelwald entró en el salón principal, lo hizo con una taza humeante en una mano y una mirada tranquila, como la de quien ya no espera sorpresas en la vida.
Pero al ver el árbol —alto, imponente, decorado con arte delicado y sin ostentación— notó algo nuevo. No había muchos regalos. Sólo uno. Pequeño, envuelto en pergamino antiguo, atado con una cinta plateada.
Se sentó sin decir palabra. La niña lo observaba desde el sofá, con la espalda recta y los ojos brillando como si escondieran una estrella.
—¿Puedo? —preguntó Grindelwald, casi en broma.
—Claro —respondió ella, con una sonrisa críptica.
Grindelwald desenvolvió el regalo. Era una cápsula de cristal encantado. Al activarla, una bruma suave emergió de su interior y, con una luz tenue, comenzó a formar imágenes.
Recuerdos. No suyos. De ella.
La primera vez que él la enseñó a sostener una varita.
La manera en que ella lo miraba cuando pensaba que él no lo notaba.
Una noche en la que, creyéndola dormida, él la cubrió con su túnica y susurró “mein Licht”.
Momentos pequeños. Humanos. Desarmantes.
Grindelwald no se movió durante varios segundos. Los recuerdos lo envolvieron como una niebla cálida, suave y despiadada.
Cuando al fin habló, su voz era apenas un susurro:
—¿Cómo…?
—He aprendido muchas cosas —dijo Nixa, suavemente—. Pero quise aprender esto por mí misma. Pensé que no hay regalo más valioso que mostrarte lo que tú nunca pediste… pero siempre diste.
Se hizo un silencio espeso, como si la casa entera contuviera el aliento.
Entonces, Gellert Grindelwald se acercó, se arrodilló frente a su hija y, sin una palabra, la abrazó.
No como un estratega. No como un señor oscuro.
Como un padre.
Como un hombre que, por un instante, se sintió digno.
Y esa Navidad, la mansión no fue un refugio ni una fortaleza. Fue un hogar.
꧁༺~~~~༻꧂
...