
El poder detrás de una máscara
El día comenzó como muchos otros… pero no era un día más.
Nixa estudiaba sentada en su silla alta, los pies cruzados bajo la mesa como si estuviera en trono de libros. Frente a ella, un tratado antiguo sobre retórica mágica y persuasión no verbal descansaba abierto, sus hojas susurraban con el roce de su dedo. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con la cadencia de una sinfonía suave y constante. Dentro, el mundo era sólo ella y el sonido de su pensamiento.
Grindelwald entró sin anunciarse, como solía hacerlo. Llevaba en la mano una copa humeante de su infusión favorita y, en la otra, una máscara de porcelana blanca. Sin palabras, la colocó frente a ella, sobre la mesa.
Nixa alzó la mirada con esa intensidad suya que parecía diseccionar el alma.
—¿Vamos a practicar ocultación? —preguntó con serenidad, pero con genuina curiosidad.
Grindelwald sonrió levemente. Ese tipo de sonrisa que no toca los labios del todo, sino los pensamientos.
—No. Hoy, vamos a hablar de verdad. —Se sentó frente a ella, cruzando una pierna con la gracia de alguien que se mueve como parte del mobiliario antiguo—. O, mejor dicho, de la verdad que eliges mostrar.
Ella ladeó la cabeza. Escuchaba, como siempre, con una concentración exacta, sin parpadear de más, sin moverse innecesariamente.
—El mundo —dijo él, levantando la máscara entre los dedos—, no está hecho para los que muestran todo lo que son. El corazón es una herramienta, hija… pero también es un arma. Y como cualquier arma, debes decidir cuándo mostrarla y cuándo ocultarla.
Nixa frunció el ceño apenas.
—¿Quieres que aprenda a mentir?
—Quiero que aprendas a dirigir la verdad. —La miró fijamente, como si buscara tallar algo en el mármol de su mente—. El poder más sutil no está en los hechizos. Está en hacer que alguien crea que te comprende, que confía en ti, que te elige… cuando en realidad, tú estás eligiéndolos a ellos. Guiándolos. Controlándolos.
Hubo un momento de silencio. Luego, con una calma casi escalofriante, añadió:
—Tu otro padre, Albus… tenía un talento innato para ello. Hacía que las personas pensaran que actuaban por voluntad propia, cuando en verdad, estaban cumpliendo con su visión. Y jamás se lo cuestionaban. Porque él sabía qué rostro mostrar. Qué emoción reflejar. Cuándo parecer vulnerable… y cuándo parecer inquebrantable
Nixa bajó la vista a la máscara.
—Entonces… ¿la verdad no importa?
—La verdad es peligrosa. Como tú. —Su voz se volvió grave, no por dureza, sino por gravedad emocional—. Por eso debes vestirla. Construir una versión de ti que los demás quieran ver. Y cuando bajen la guardia… entonces sabrás si merecen conocer algo más.
Grindelwald se puso de pie, caminó hacia el ventanal y dejó que la luz gris lo perfilara como una estatua. Su tono cambió, casi melancólico.
—El mundo teme a quien no entiende. Pero ama a quien puede mirar y decir: “es como yo.” Dales eso, Nixa. Dales esa ilusión. Y serás intocable.
La niña asintió. No por obediencia ciega. Sino porque entendía. Con una claridad precoz y aterradora.
Tomó la máscara de porcelana. La sostuvo entre sus manos pequeñas.
—¿Y qué hay de quien vea detrás de la máscara?
Grindelwald giró lentamente. En sus ojos brillaba algo entre orgullo… y miedo.
—Ese, mi niña… será tu igual. O tu enemigo.
La lluvia afuera cesó. Como si el cielo, tras escuchar lo dicho, decidiera guardar silencio.
Nixa no volvió a preguntar. Solo llevó la máscara consigo, no a la habitación, sino al espejo encantado de la biblioteca. Y se observó. Largo rato. No como una niña jugando a disfrazarse.
Sino como una emperatriz construyendo su primera armadura.
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