
CUMPLEAñOS Y RECUERDOS
El cumpleaños de Nixa llegó como lo hacen las cosas importantes en su vida: en silencio.
No hubo serpentinas, ni globos flotando en el techo. La mansión, fiel a su aire solemne, se despertó igual que cualquier otro día. Pero Nixa lo sabía. Desde el momento en que abrió los ojos, lo supo. No porque lo esperara con ansiedad infantil, sino porque recordaba. Su memoria era precisa. Inmutable. Hoy cumplía ocho años.
Al salir de su habitación, encontró un pequeño paquete envuelto en terciopelo negro, reposando con elegancia sobre la baranda del pasillo. Lo reconoció de inmediato. Ese envoltorio era el mismo que Grindelwald usaba para guardar sus recuerdos más valiosos. Lo recogió sin apuro. No lo abriría aún. Primero, el día debía desplegarse.
En el invernadero, como cada mañana, Grindelwald la esperaba con el té listo. Sus ojos —aquellos que el mundo temía— se suavizaron apenas al verla entrar.
—Buenos días, Nixa —dijo con voz serena—. Hoy es un día especial.
Ella se sentó frente a él. Asintió.
—Gracias por recordarlo.
—No podría olvidarlo —respondió él sin sonreír, pero con ese destello extraño en la mirada que sólo ella sabía descifrar.
Desayunaron sin prisas. Luego, en lugar de comenzar las lecciones, Grindelwald la condujo por un pasillo que rara vez recorrían. La puerta al final estaba sellada con runas antiguas que vibraban al contacto de su varita. Entraron a una habitación circular, con un techo encantado que mostraba el firmamento real: un cielo azul salpicado de nubes pálidas. Al centro, una mesa baja esperaba, cubierta con una manta plateada y un solo objeto sobre ella.
Una caja de cristal.
Dentro, descansaba una pluma azul. No de cualquier criatura. De Onix.
—Hace muchos años, esta pluma cayó la primera vez que tu fénix lloró —explicó Grindelwald, observándola—. No por dolor, sino por amor.
Nixa se acercó en silencio, los dedos sobre el cristal.
—¿Por quién lloró?
—Por ti.
Nixa no dijo nada. Su respiración se volvió un poco más profunda. Abrió la caja y sostuvo la pluma como si tocara un alma.
—Hoy no aprenderás hechizos —dijo su padre tras unos segundos—. Hoy... aprenderás de ti.
La tarde la pasaron en el salón de los espejos, donde Grindelwald conjuró escenas del pasado: el día en que ella pronunció su primer encantamiento sin palabras; la noche en que encontró sola una fórmula de transmutación; el momento en que Onix la eligió. Nixa los observaba como una estudiosa de sí misma. No para envanecerse, sino para comprender.
Más tarde, mientras el sol se despedía y la luz acariciaba la piedra gris de las paredes, Nixa abrió finalmente el primer paquete. Dentro, encontró una túnica pequeña, del mismo corte que las de su padre, tejida a mano con hilos encantados. En el cuello, cosida con magia sutil, una sola palabra en runas antiguas:
"Hija."
La miró en silencio. Luego se la puso.
Grindelwald la observó sin decir nada. No le pidió que sonriera. No necesitaba verla actuar como una niña "feliz." Le bastaba verla de pie, en esa túnica, con la pluma azul aún en la mano, como la heredera improbable de dos mundos que nunca debieron unirse… y sin embargo lo hicieron.
Esa noche, mientras ella dormía —exhausta de emociones, de visiones, de símbolos—, Grindelwald se quedó junto a su cama más de lo habitual. Le acarició el cabello, casi sin tocarlo. La miró durante largos minutos.
Y pensó, como lo hacía cada año:
"No merezco este milagro... pero no lo soltaré."
Luego, antes de irse, susurró:
—Feliz cumpleaños, Nixa.
Y cerró la puerta con un leve clic, dejando atrás la luz cálida de una vela, la sombra de una niña dormida… y la única pieza de su alma que jamás entregaría a nadie.
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