
Díᴀs cᴀʟιᴅos
Los días de Nixa y Grindelwald no se medían en horas, sino en rituales.
El amanecer llegaba como un susurro en la mansión encantada, filtrándose a través de vitrales antiguos que teñían los pasillos de colores extraños. Nixa despertaba antes que el sol tocara los pisos. No porque la llamaran, sino porque su mente no descansaba más de lo necesario. El reloj de su cuerpo parecía guiado por un instinto más viejo que ella, como si llevara siglos esperando aprenderlo todo.
Bajaba las escaleras descalza, envuelta en su bata de lana gris, el cabello plateado aún alborotado del sueño. Ya a esa hora, Grindelwald la esperaba en el invernadero con una taza humeante entre las manos. No decía "buenos días". Solo asentía cuando ella entraba y dejaba una taza más pequeña servida en la mesa, con la proporción exacta de miel, especias y té de ortiga blanca que ella prefería.
-Dormiste menos de lo que deberías -decía a veces sin levantar la mirada de su taza.
-Dormí lo necesario -respondía Nixa sin faltar nunca a la verdad.
Durante el desayuno, hablaban poco. Pero compartían silencios densos, cómodos, llenos de pensamiento. Grindelwald hojeaba el periódico mágico, o leía un libro de política mágica con la ceja arqueada. Nixa hojeaba tratados sobre teoría del tiempo, maldiciones antiguas o estructuras aritmánticas. A veces se le escapaba una pequeña mueca de concentración y su padre, desde su asiento, la miraba con una ternura tan contenida que parecía casi dolorosa.
Luego venía la teoría. En la gran sala de estudio, donde los tapices murmuraban hechizos olvidados y el aire olía a pergamino y ozono, Grindelwald enseñaba. Era un maestro exigente, implacable en su precisión, pero jamás cruel. Corregía con exactitud, celebraba con gestos breves, con ojos orgullosos más que con palabras.
-Controlar la magia no es forzarla -decía mientras Nixa elevaba múltiples objetos sin varita-. Es invitarla, guiarla. Como una conversación... no un grito.
Ella asentía, comprendiendo no solo con la mente, sino con los dedos, con el corazón. La magia la obedecía como si la reconociera.
Al mediodía, los elfos servían almuerzo en el comedor principal. Allí, Grindelwald le preguntaba por lo que había descubierto ese día. No lo que había hecho, sino lo que había comprendido. Era una diferencia fundamental.
-El lenguaje de los hechizos responde a la intención más que a la estructura -decía Nixa con la servilleta en su regazo, sin mirar la comida como algo trivial-. La magia detecta la emoción antes que la palabra.
-Entonces, ¿qué ocurre si mientes con un hechizo?
-El hechizo responde a lo que sientes, no a lo que dices.
Él sonreía con un orgullo silencioso, ese que no necesitaba aplausos. A veces, en esos momentos, le ponía una mano sobre la cabeza. Sin palabras. Solo un gesto cálido, antiguo, casi torpe... pero lleno de una ternura feroz.
Las tardes eran para exploración. Nixa recorría los pasadizos ocultos de la mansión, acompañada por Onix, su fénix azul, que siempre aparecía cuando ella más lo necesitaba. Descubría artefactos sellados, habitaciones encantadas, fragmentos de historia viva. A veces regresaba con preguntas imposibles que Grindelwald, aunque rara vez lo admitiera, disfrutaba responder.
Por las noches, tras la cena, le leía. No cuentos para dormir. Historias. Crónicas de magos caídos, diarios de alquimistas locos, cartas que Albus Dumbledore nunca envió. Nixa escuchaba en silencio, su cabecita apoyada contra el brazo de su padre en el sofá, su mente absorbiendo cada palabra como si se tratara de un secreto.
Y cuando al fin ella dormía, tras colocar su grimorio bajo la almohada como otros niños colocan muñecos, Grindelwald se quedaba un momento de pie junto a la puerta. Observándola. Escuchando su respiración.
No decía nada.
Solo pensaba en todo lo que haría para proteger esa pequeña vida. En todo lo que ya había hecho. En todo lo que aún no se perdonaba... pero que ella, con su existencia, hacía más soportable.
Y cada noche, antes de irse, murmuraba una palabra que sólo ella habría entendido si estuviera despierta:
-Gracias.
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