
conocimiento
La biblioteca estaba sumida en un silencio que sólo los libros respetaban.
Las altas paredes cubiertas de estanterías parecían cerrarse sobre sí mismas, como si intentaran abrazar el núcleo del saber acumulado durante siglos.
En medio de esa catedral de sabiduría, una pequeña figura apenas se distinguía bajo un océano de páginas abiertas, pergaminos desenrollados y grimorios que olían a tinta seca, polvo encantado y magia dormida.
Nixa de Siete años con Ojos de sabiduría remota, Mente afilada como el filo de una maldición bien lanzada.
Estaba tan quieta que una mariposa podría haber reposado en su hombro sin darse cuenta.
Leía no como quien descubre el mundo, sino como quien lo recuerda. Y no sólo leía... analizaba, descomponía, conectaba ideas que hasta los adultos hubieran considerado imposibles.
Fue entonces que las puertas se abrieron sin hacer ruido.
Grindelwald entró con una bandeja de plata flotando tras de sí, cubierta con un paño bordado.
No vestía como un señor oscuro, ni como el líder temido por la historia.
Era sólo un hombre con el cabello blanco recogido hacia atrás y la expresión suavizada por algo que se parecía al cariño.
-Nixa, -dijo con una voz tranquila, algo grave, el tono que reservaba solo para ella-, te traje algo para comer. A este paso, vas a olvidar que tienes un cuerpo.
La niña no respondió de inmediato. Terminó de subrayar una línea con su dedo y luego levantó la cabeza. Sus ojos, los suyos, lo estudiaron con esa intensidad inquietante que lo desarmaba cada vez.
-¿Tienen jengibre? -preguntó simplemente, como si cada palabra fuera medida, evaluada, pesada antes de ser dicha.
Grindelwald sonrió, ese gesto leve que parecía una grieta en el hielo.
-Por supuesto. Acompañado de pan de mandrágora y néctar de luna. Los elfos están empezando a competir por tu favor, pequeña tirana.
Ella alzó una ceja.
-El pan de mandrágora es una fuente de energía mágica sutil. Sirve. Gracias.
Se acomodó más erguida mientras él deslizaba la bandeja frente a ella.
La observó mientras comía con gestos tranquilos y educados.
Gallert Grindelwald no dijo nada.
Sólo la miró. No como un padre común, sino como un alquimista que contempla su obra más improbable... y más preciada.
Luego, tras unos minutos de silencio compartido, se levantó.
-Ven -le dijo-. Ya absorbiste suficiente teoría por hoy. Es hora de transformar un poco de ese saber en acción.
Nixa no preguntó adónde. Lo siguió.
En el patio trasero, donde el cielo estaba cruzado por nubes pálidas y el viento olía a hojas mojadas, Grindelwald se detuvo y alzó la mano. Una roca se elevó sin esfuerzo.
-Forma básica -dijo-. Control de masa inerte. Dime, ¿qué podría mejorar este hechizo?
La niña entrecerró los ojos, concentrada.
-El eje de rotación es inestable. Podría reprogramarse el flujo mántico para mantenerla centrada sin que se desequilibre. También estás usando palabras. No necesitas hacerlo.
Grindelwald rió suavemente, como si ella acabara de contarle el mejor chiste del mundo.
-Exactamente.
-¿Puedo intentarlo?
Él hizo un gesto. Adelante.
Y entonces Nixa alzó una mano. Nada más. Ninguna palabra. Ninguna varita.
La roca no sólo se elevó. Cambió de forma. Se extendió en líneas perfectas hasta volverse una esfera que flotaba en rotación exacta sobre su palma abierta.
Grindelwald contuvo el aliento. No por sorpresa -ya no lo sorprendía-, sino por admiración pura. Profunda. Casi reverente.
-Eres... extraordinaria.
-Lo sé -respondió Nixa con una naturalidad pasmosa, sin arrogancia, solo certeza-. Pero tú también lo eres. Yo sólo estoy aprendiendo.
Grindelwald se acercó y apoyó su mano sobre el hombro de su hija.
-Aprendes rápido. Y sin miedo.
Ella lo miró.
-¿Tú tenías miedo cuando aprendías magia?
Él tardó un instante en responder.
-No de la magia. Pero sí... de lo que podría hacer con ella.
Nixa bajó la roca con suavidad hasta dejarla en el suelo. Luego, sin previo aviso, se acercó y se apoyó contra él.
Un gesto breve, callado, casi animal. Gallert Grindelwald se quedó inmóvil, como si el mundo hubiera dejado de girar por un momento.
Después, rodeó a su hija con un brazo.
Y juntos, en silencio, observaron cómo el cielo cambiaba de color con la caída del sol, mientras la magia danzaba alrededor de ellos. No como un poder a dominar, sino como un lazo invisible entre dos almas unidas por sangre, por destino, y por algo más fuerte que ambas cosas:
Amor.
A su manera.
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