
ONIX
La mansión dormía, pero Nixa no.
Los pasillos largos y silenciosos se desplegaban ante ella como un acertijo antiguo, uno que la retaba a cada paso. Caminaba descalza, el mármol frío bajo sus pies apenas le robaba atención. Su mente estaba ocupada con algo más importante.
Un Fenix.
El fénix azul no respondía a los llamados normales, claro. No se dejaba ver como una criatura común. Según su padre -Grindelwald, el que siempre olía a libros antiguos y tormenta lejana-, El Fenix era una herencia silenciosa de la otra mitad de su sangre: Dumbledore.
"Cada Dumbledore tiene un fénix,"
le había dicho una vez mientras le servía té.
"No por posesión... sino por pacto."
Y esa palabra, pacto, había despertado algo profundo en ella. Algo que aún no entendía del todo, pero que ardía como una verdad aún sin forma.
Ahora, a sus siete años, Nixa caminaba con un libro apretado contra su pecho -un grimorio de símbolos antiguos que había robado temporalmente de la biblioteca prohibida- y ojos atentos a cada grieta en la piedra, cada pintura que la seguía en silencio, cada eco que parecía murmurar cosas que los adultos no escuchaban.
La casa ancestral de los Grindelwald era vasta y orgullosa. Las paredes hablaban en susurros si uno sabía cómo escuchar. Las escaleras se movían con una lentitud apenas perceptible. Los espejos no siempre devolvían su reflejo al instante. Pero Nixa no tenía miedo. Había nacido entre enigmas.
Pasó junto a un retrato cubierto por una tela polvorienta. Su mano se alzó, dudó... y luego la retiró. No aún.
Cruzó la sala de los relojes sin tiempo, donde cada péndulo se movía a distinto ritmo, y llegó al invernadero abandonado. Allí, la luz de la luna filtrada por el cristal creaba formas líquidas sobre el suelo. Fue entonces cuando lo sintió.
No lo vio. Lo sintió.
Una vibración leve en el aire, como el crujido de fuego contenido. Un calor apenas perceptible que no venía de afuera... sino de dentro de su pecho.
Nixa cerró los ojos.
Y en la penumbra azulada, escuchó un canto. Suave. Doloroso. Hermoso.
Abrió los ojos y lo vio, allí, posado sobre la rama seca de un árbol petrificado en medio del invernadero: un Fénix
Sus plumas eran de un azul profundo, casi negro en los bordes, y brillaban con luz propia. Pero no era solo belleza. Era peso. Era historia. Onix la miraba con ojos que no eran de ave, sino de testigo.
-¿Sabes quién soy? -preguntó Nixa en voz baja.
El Fénix no respondió con palabras, pero inclinó la cabeza. Una reverencia antigua. Un reconocimiento.
Ella se acercó, despacio, sin parpadear. Y el fénix no huyó. No cantó. No alzó el vuelo.
Se quedó.
Y Nixa, por primera vez, sintió que algo se completaba. No como una respuesta, sino como una puerta que se abría. A su pasado. A su linaje. A sí misma.
Extendió una mano.
Y el Fénix, con la solemnidad de un juramento, bajó de la rama y colocó su cabeza bajo su palma.
Un susurro paso por su mente:
ONIX~
En el silencio de la noche, la niña no pensó, solo comprendió.
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