
Nιχα
En algun lugar desconocido, Una niña de cinco años balanceaba lentamente sus pies sobre un columpio de madera para dos personas. El viento jugaba con las hebras de su cabello plateado, haciéndolo brillar bajo la luz suave del sol de la tarde como si cada hebra fuera un hilo de luna arrastrado al día. Entre sus manos diminutas, un libro demasiado grande para su tamaño descansaba abierto, sus ojos recorrían cada línea con una concentración tan serena y profunda que no parecía pertenecerle a un cuerpo tan pequeño.
No leía como una niña. Leía como alguien que ya hubiera vivido muchas vidas. Como si cada palabra fuera un eco que ya conocía, una historia que había olvidado y que ahora volvía a encontrar.
Entonces, los pasos.
Él apareció entre los árboles. Silencioso como una sombra, pero para ella, tan inevitable como el destino.
Grindelwald se detuvo a unos pasos del columpio, observándola. Su hija. Su reflejo más puro.
—Nixa —dijo con voz baja, sin querer romper el aire sagrado que la rodeaba—, los elfos domésticos ya prepararon el almuerzo. Vamos.
Ella levantó la vista.
Y entonces, él lo sintió.
Sus ojos eran los suyos, sí, el mismo tono de tormenta callada. Pero detrás de ellos… otra cosa. Algo más antiguo. Un juicio silencioso. Una comprensión que se parecía demasiado a la mirada de Albus cuando lo miraba sin hablar, sin perdonar, sin rendirse.
Por un momento, Grindelwald sintió una punzada extraña. No era miedo. Era algo más íntimo. Más vulnerable. Como si aquella criatura a la que acababa de llamar hija pudiera, con una sola mirada, revelar todo lo que aún no había dicho, todo lo que aún no se atrevía a enfrentar.
Nixa cerró el libro sin apuro, como si supiera que él la esperaría.
Asintió con la cabeza, con una calma que no pertenecía a los niños. Luego, con movimientos pequeños y solemnes, bajó del columpio. Caminó hacia él sin prisas, como si cada paso estuviera cargado de intención. Y al llegar, sin mirar hacia arriba, simplemente tomó su mano.
La de él.
Tan pequeña. Tan tibia.
Grindelwald parpadeó, incapaz de moverse por un segundo. Había lanzado hechizos que habían hecho temblar imperios. Había sostenido varitas, empuñado el poder de las Reliquias de la Muerte. Pero nada lo había desarmado como esa mano diminuta envolviendo la suya con una confianza silenciosa.
Sonrió. Una sonrisa leve, apenas perceptible, como si temiera que el mundo pudiera romperse si sonreía demasiado fuerte.
Caminaron juntos hacia la casa, en silencio.
Y aunque no lo dijo en voz alta, él sabía que esa niña—su hija—no lo acompañaba ciegamente. Lo elegía.
Ese día.
Esa mano.
Esa promesa.
Como un hechizo sin palabras que lo mantenía entero.
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