
Chapter 1
Eℓ ¢σмιєиzσ у υи ƒιиαℓ
La batalla final entre Dumbledore y Grindelwald no ocurriría en un lugar reconocible. Era un no-espacio suspendido en la nada, donde el cielo no existía y el suelo era blanco como el hueso antiguo. A su alrededor, el universo parecía deshilacharse, como si el tejido mismo de la realidad ya no pudiera sostener la colisión de dos voluntades tan poderosas, tan entrelazadas. Cada hechizo lanzado desgarraba el espacio con violencia contenida, y la magia—densa, palpitante, viva—rugía como una bestia herida.
Ambos sangraban. El tiempo se había vuelto líquido. El pasado y el presente danzaban entre ellos como sombras. Y sin embargo, en medio de la destrucción, avanzaban. Lentamente. Uno hacia el otro. Hasta que, finalmente, se detuvieron.
Sus varitas se alzaron. No con furia, sino con una solemnidad doliente. No temblaban. Ninguno de los dos. Dumbledore posó su mano sobre el pecho de Grindelwald, y él hizo lo mismo. Un instante congelado. El tacto fue cálido, humano, devastador. Bajo sus palmas, sintieron los latidos del otro, firmes, persistentes. Sus ojos se encontraron. No había odio allí. Había amor: viejo, roto, irreparable. Había arrepentimiento, orgullo, furia callada, ternura aún viva. Había todo.
Entonces, el colgante que una vez representó su promesa—una cadena de plata envejecida con una pequeña cuenca roja en su centro—comenzó a temblar entre ellos. Vibró como una nota sostenida en el aire antes de que el metal se deshiciera, grano por grano, hasta que solo quedó la cuenca. Cayó lentamente, flotando en el aire como si el tiempo se negara a dejarla ir. Y cuando tocó el suelo blanco, el mundo se partió.
Una explosión los separó.
El espacio se rasgó con una luz blanca, cegadora. Las Reliquias de la Muerte, esparcidas entre ambos, comenzaron a vibrar con una frecuencia que parecía un canto antiguo. La Varita de Saúco, la Piedra de la Resurrección, la Capa de Invisibilidad. La magia los envolvió a todos. La sangre derramada de ambos se alzó, suspendida como hilos carmesí entretejidos con luz. El juramento roto, las Reliquias, la sangre, la intención, el amor perdido, todo se unió en esa grieta entre realidades.
Y luego… silencio.
Cuando la luz desapareció, algo permanecía en medio de aquel no-lugar.
Un bebé.
Pequeño, frágil, envuelto en una tela blanca. Sobre su pecho, bordada con hilos plateados, brillaba una runa: la runa de la Muerte.
Dumbledore no respiraba. Grindelwald tampoco. Ambos estaban de pie, sin moverse, atrapados entre comprensión y asombro. El silencio era tan espeso que parecía tener peso. Lentamente, casi reverentemente, Grindelwald avanzó y alzó a la niña en sus brazos. Sus dedos temblaron al tocar la tela. La criatura no lloraba. Solo respiraba, como si supiera exactamente a qué mundo acababa de llegar.
Y entonces, el espacio se reconfiguraba.
El lugar imposible se desvaneció y ambos regresaron al campo de batalla, ahora rodeados de figuras—aurores, magos, testigos—todos congelados ante el nuevo misterio. Sin pronunciar palabra, Grindelwald mantuvo la mirada de Dumbledore. En sus ojos no había amenaza. Solo una profundidad insondable, una despedida sin palabras.
Y desapareció.
Con la niña en brazos.
Con su hija.
Con suya. De ambos.
Los hechizos que los demás habían lanzado en su dirección cortaron el aire, inútiles. Dumbledore no se movió. Permaneció allí, con la mano extendida hacia un vacío que ya no podía llenar. El mundo volvió a girar a su alrededor, pero para él, el tiempo no volvió jamás.