
El Juicio
Estaba recostado en mi cama como todo un protagonista trágico de novela, mirando el techo de la Mansión Malfoy como si en algún momento fuera a contestarme (coda que no hizo).
La luz que entraba por la ventana era suave, dorada, cálida. Una ridiculez, considerando lo que me esperaba ese día. Había olvidado (casi) que hoy era el día del juicio. Porque claro, no podía simplemente tener un verano normal con jugo de calabaza y galletas, no. Tenía que enfrentarme al Ministerio de Magia, a Gilderoy Lockhart y a toda una sala llena de gente deseando tener algo jugoso que contar en la cena.
Me pasé la mano por el cabello y suspiré. Mi relación con mi padre… bueno, ha mejorado. Lo suficiente como para que no quiera estrangularlo con una corbata de serpiente, pero tampoco como para invitarlo a una tarde de té. A veces lo miro y me pregunto si él se da cuenta de cuánto daño me hizo al echarme de casa. Y otras veces lo miro y me digo "claro que se da cuenta, por eso actúa como si estuviéramos en una eterna reunión de té incómoda con la Reina". Supongo que quiero perdonarlo, supongo que eso es lo que estoy intentando.
Pero si hay alguien que me mantiene cuerdo en esta especie de reality mágico que llamamos vida, esa es mi madre.
Narcissa Malfoy, la reina de la calma, la elegancia personificada y la única que puede hacerme sentir que todo va a estar bien incluso cuando tengo que declarar en un juicio público sobre cómo casi fui víctima del intento de seducción (y posible asesinato) de un autor fracasado con dientes falsos y una sonrisa desquiciada. Ella es mi roca. Y lo que me retuvo aquí, cuando Severus me dijo que podía quedarme con él. Porque claro, lo amo. A veces me descubro escribiendo una carta para él como si fuera mi diario emocional. Extraño sus silencios cargados de significado, sus sarcasmos más afilados que su nariz y su eterna expresión de "me decepcionas, aunque igual te quiero".
Y hablando de cartas, mis intercambios con la tía Andy, Ted y Tonks han sido… sanadores. Como si pudiera respirar, como si tener familia no significara esconder lo que soy. Ellos me hacen sentir… seguro. Lo cual es un concepto nuevo para mí, honestamente.
Y luego está Sirius Black.
Mi supuesto tío, el legendario perro fugitivo, el mejor amigo de James Potter y padrino del Elegido en persona. Sé que suena ridículo, sin embargo quiero ayudarlo. Tengo el presentimiento de que está del lado correcto, aunque su historial familiar grite lo contrario. He escuchado que es un duelista brillante, y por favor, si vamos a empezar en unos años una guerra mágica versión 2.0, necesitaremos algo más que pociones y sarcasmos para sobrevivir. Además… si pruebo su inocencia, tal vez gane algo más que un aliado, tal vez gane un tío, uno de los buenos, y no desquiciados como la tía Bella.
Sin embargo todo eso queda en pausa cuando pienso en ellos: Blaise, Anthony, Theo.
Mis amigos.
Los únicos tres que han aguantado todos mis estados de ánimo, mis comentarios pasivo agresivos y mis súbitos silencios existenciales. Los únicos tres a los que he mentido descaradamente durante meses. Porque claro, ¿cómo les dices que vienes del futuro? ¿Que recuerdas cosas que todavía no han pasado? ¿Que sabes secretos que podrían cambiar el rumbo de la guerra, de sus vidas? No, ino no dice eso en medio de una partida de ajedrez mágico.
Pero Luna ya lo sabe. Luna, con su mirada de "sé más de lo que digo" y su voz suave. Me prometió ayudarme, me dijo que cuando esté listo, estará ahí. Y eso me da… valor, creo. O al menos algo parecido.
—¡Draco! —la voz de mi madre suena desde el pasillo y me saca de mi nube mental—. Tenemos que irnos, cariño.
Me incorporé de golpe. Claro. El juicio.
Genial.
Como si no tuviera suficientes traumas con un solo juicio. Porque este no es cualquier trámite legal: este es el juicio contra Gilderoy "por poco me asesina y me toma fotos mientras lo hacía" Lockhart. Y yo tengo que testificar, porque claro que sí.
Me puse de pie, sacudí las sábanas, alisé mi túnica y me miré al espejo. —Estás guapo —me dije en voz baja—. Nervioso, pero guapo.
Y con eso, salí de la habitación. Porque si iba a enfrentar al Ministerio, a Umbridge y a la mirada intensa de la mayoris en el estrado, mínimo lo haría con el cabello impecable.
~~~❤︎~~~
El carruaje avanzaba silenciosamente por el camino encantado que nos llevaba directo al Ministerio, como si supiera que dentro de él viajaba una familia con suficientes secretos como para escribir tres sagas trágicas y un musical.
Lucius iba a mi derecha, mamá a mi izquierda, y el silencio entre ellos era tan elegante como incómodo. Porque claro, cuando mis padres están callados no es porque no tengan nada que decir, sino porque lo que quieren decir no puede ser pronunciado con la presencia de la criatura emocional que aparentemente era yo.
—No me gusta que vaya a estar ahí —hablo finalmente mi padre, con esa voz suave y gélida que reservaba para las reuniones del Ministerio y las amenazas disfrazadas de diplomacia.
—Es su decisión, Lucius —respondió mi madre sin mirarlo, con la vista fija en la ventana—. Draco tiene derecho a estar presente. Lo vivió en carne propia.
Touché. Como siempre; mamá 1, Lucius 0.
Yo me acomodé la túnica, fingiendo que no los escuchaba, mientras por dentro hervía como un caldero olvidado. No querían que estuviera presente. ¿Por qué? ¿Para protegerme? ¿O porque no pueden soportar verme contarle al mundo que otro adulto más en mi vida intentó hacerme daño?
—Quiero estar ahí —dije al fin, sin mirarlos—. Necesito estar ahí.
Lucius hizo un leve gesto, casi como si contuviera una queja. En cambio mi madre me miró por un segundo y asintió. No dijo nada, aunque me dio ese pequeño gesto, esa validación silenciosa que decía "te creo". Eso era suficiente.
—Lockhart merece Azkaban —continuó Lucius, como si mi intervención no hubiera existido—. El mundo mágico no puede seguir tratándolo como una especie de broma. Lo que hizo fue grave. Casi se lleva a mi hijo.
Ah, mira tú. Qué tierno. Ahora sí soy su hijo otra vez. Qué conveniente.
—Casi no —murmuré—. Se iba a llevar algo, si no fuera porque Anthony y Luna llegaron a tiempo, y Severus también. Y si no fuera porque yo… bueno, porque hice lo que tenía que hacer.
No dije que me defendí. A veces aún me cuesta decirlo así. Porque defenderse implica que fuiste atacado, y decir eso en voz alta es como abrir una puerta a una habitación que todavía me da miedo revisar.
El resto del viaje fue silencioso otra vez, salvo por el golpeteo constante de las ruedas del carruaje y el leve crujido del cuero bajo nuestros cuerpos. Afuera, Londres pasaba desapercibido, como si el mundo muggle ni sospechara que aquí íbamos nosotros, los Malfoy, camino a declarar contra un exprofesor convertido en depredador con sonrisa de portada.
Por un momento, mi madre posó su mano sobre la mía. No dijo nada. No tuvo que hacerlo. Solo me apretó los dedos suavemente. La fuerza de una reina contenida en un solo gesto. Y yo... me sentí más preparado. No del todo. Nunca del todo. Pero sí un poco menos solo.
El Ministerio ya se alzaba frente a nosotros. Grande, gris, intimidante como siempre. Las puertas estaban abiertas, y había gente afuera. Reporteros, claro. Porque si hay algo que les encanta más que el drama, es el drama que incluye a un Malfoy. Bajamos del carruaje. Primero Lucius, luego mamá, y luego yo. Apreté los dientes y levanté la barbilla. Porque si algo me enseñaron en esta familia es que la espalda siempre va recta, incluso cuando por dentro estás desmoronándote.
Y ahí estaba Anthony.
De pie junto a una columna, esperándonos. Me miró directo a los ojos, y por un segundo quise correr a abrazarlo, pero me contuve. Postura, Draco. Postura.
—Hola —comenzó él.
—Hola —respondí, más bajo de lo que planeaba. Mi voz sonaba... distinta. Más pequeña. Genial.
—¿Estás bien? —preguntó, inclinando un poco la cabeza, du tono era suave.
—Sí. O sea... ¿bien para declarar contra un lunático con dientes brillantes y ego inflado? Lo de siempre.
Anthony esbozó una media sonrisa, pero sus ojos no se apartaban de los míos. Sabía que yo estaba nervioso. Sabía que algo en mí estaba a punto de estallar. Maldita sea, me conoce demasiado.
—Estoy contigo —susurró.
Yo asentí. No dije nada más, porque si abría la boca podía ser que saliera algo muy poco elegante, como un sollozo o, peor aún, la verdad. Y ahí, entre reporteros, mirada de juicio y el peso invisible de mi apellido, empecé a sentirme un poquito más listo para lo que venía.
—¿Vas a quedarte ahí como estatua o me vas a saludar, Draco?
Reconocí esa voz al instante: arrogante, elegante, con ese dejo perezoso que sólo podía tener alguien que nació entre cojines de terciopelo y probablemente fue alimentado con cucharita de oro desde los seis meses.
Blaise Zabini acababa de llegar.
Giré la cabeza y, efectivamente, ahí estaba él. Traje perfectamente entallado, postura de modelo de revista, y esa sonrisa encantadora que usaba tanto para conquistar como para destruir (o bueno, al menos antes de que Percy Weasley le gustase). A su lado venia su madre, la señora Esmeralda Zabini la cuál saludaba a mis padres con una cortesía que parecía sacada de un libro de etiqueta, aunque todos sabíamos que si quería, podía hacer volar el Ministerio con una sola mirada y seguir sonriendo.
—Blaise —le dije, fingiendo desinterés, aunque no pude evitar sonreír. Porque, joder, verlo ahí hacía que algo en el pecho se aflojara.
Me abrazó. A lo Blaise: rápido, con fuerza, y luego se apartó como si no hubiera pasado nada. No vaya a ser que la gente empiece a pensar que tiene sentimientos.
—Pensé que ibas a llegar con fuegos artificiales —bromeó—. ¿Dónde quedó el drama de los partidos de Quiddich? Estoy decepcionado.
—Estoy reservando energías para cuando le grite a Lockhart que se ponga el peluquín derecho.
Él soltó una carcajada baja y se acomodó junto a Anthony, saludándolo con un gesto de cabeza. Mi madre asintió cordialmente a la señora Zabini, y entre adultos bien vestidos comenzó el ritual de pretender que todos nos llevamos bien por hoy.
Pero entonces...
—Lo sé, lo sé, llegamos tarde, como siempre. Perdón, mi padre tenía que regañar a siete empleados antes de salir —hablo una voz conocida cargada de sarcasmo.
Theo apareció entre la gente, caminando detrás de su padre como un gato perezoso que odia los domingos. El señor Nott, por su parte, ni siquiera nos miró. Fue directo a hablar con Lucius, probablemente para intercambiar amenazas sutiles sobre política, poder y quién tiene la varita más grande.
Theo se quedó con nosotros, sin decir mucho. Lo saludé con una palmada en el hombro, que él no rechazó, pero tampoco respondió con su usual "¿y ese gesto de afecto? ¿Estás bien de la cabeza?". De hecho... estaba raro. Se puso al lado mío, sin embargo se quedó callado. Tenía los labios tensos, las manos en los bolsillos y los ojos ligeramente entrecerrados. Casi parecía que estuviera haciendo cálculos mentales, o imaginando cómo hacer explotar a su padre sin dejar pruebas.
—¿Estás bien? —le pregunté en voz baja.
Él se limitó a mirarme, y por un instante, sus ojos se suavizaron. Solo por un segundo. Como si algo que iba a decir se quedara atrapado entre los dientes.
—Estoy contigo también —susurró, y aunque el tono era casual, había algo más ahí. Algo... cálido.
No supe qué contestar. Me limité a asentir, torpemente. A veces Theo era así. Misterioso, silencioso, y de repente decía algo que se sentía como una manta en invierno. No entendía cómo podía hacerme sentir seguro con tan pocas palabras.
Justo cuando el silencio empezaba a pesar, una figura rubia y brillante se acercó al grupo, como un rayo de sol cayendo directo sobre nosotros: Luna ya estaba aquí.
—¡Holaa! —saludo con su voz soñadora, sonriendo como si el mundo no estuviera a punto de colapsar por culpa de un juicio y una prensa hambrienta.
A su lado, el señor Lovegood saludaba animadamente a todos, incluyendo a una muy confundida señora Zabini, que probablemente no entendía por qué ese hombre llevaba dos pares de lentes y una pluma de pavo real en el sombrero.
Luna me abrazó. Así, sin avisar, como siempre. Y yo, como siempre... dejé que lo hiciera. —Estoy feliz de que estés aquí —me dijo al oído.
—Yo también —susurré.
Y era cierto. Estábamos todos. Mi caos emocional, sí, pero también mis anclas. Anthony con su mirada cálida, Blaise con sus comentarios sarcásticos. Theo con su silenciosa lealtad, y Luna con esa calma que me recordaba que no todo estaba mal.
Nos quedamos ahí, en círculo, hablando de nada y de todo.
—¿Apuestas a cuántas veces se peinará Lockhart antes de que lo llamen al estrado? —dijo Blaise.
—Tres —contestó Anthony sin dudar.
—Cinco —apostó Theo, con una sonrisilla oscura.
—O tal vez venga con un peinado nuevo... Algo que diga "culpable de no tener estilo" —dije yo.
Se rieron. Me reí.
Y por primera vez en días, me sentí... bien. No perfecto, no completamente estable, pero bien. Con ellos, no necesitaba fingir. No tenía que explicar por qué tenía miedo o por qué había noches que todavía me costaba dormir. Ellos sabían. Estaban ahí. Y eso bastaba.
.
El Gran Tribunal del Ministerio de Magia no tiene absolutamente nada de gran. Era un hueco de piedra mal iluminado, con bancos que parecen diseñados para torturar glúteos y una energía general que grita: Aquí nadie sale ileso, ni física ni emocionalmente.
Mis botas repiqueteaban en el suelo como si anunciaran mi llegada.
—Camina recto —me susurró mi madre, como si fuera a lanzarme sobre un Lockhart cual hurón vengador. No lo negué apesar de que no fuera una posibilidad.
Y hablando del diablo, ahí estaba.
Sentado como si esto fuera una gala de premiación y no su último intento por esquivar Azkaban, Gilderoy Lockhart me lanzó una sonrisa blanca, muy blanca, que seguramente le costó más que todo su vestuario. Y por Merlín, ese traje azul con lentejuelas... ¿quién lo dejó vestirse solo?
—¡Dracooooo! —me grito en voz alta, y me lanzó un beso con la mano.
Sí, lo leyó usted bien.
Me. Lanzó. Un. Beso.
Sentí que algo dentro de mí moría un poco. Como mi fe en la humanidad. Y en los hechiceros.
—Control, Draco, control —me susurré recordando que no había llegado hasta aquí para lanzarle un Sectumsempra frente a la prensa. Mi padre caminaba como si estuviera en una procesión fúnebre. Mi madre, elegantísima, saludaba con la barbilla. Blaise a mi lado murmuró:
—¿Siempre estuvo tan... ¿aceitoso?
—No, ha evolucionado como las cucarachas, paso de feo a horripilante —contesté.
Mientras hablábamos tuve el desfortunio de girar la cabeza y encontrarme con la única persona que podía rivalizar con Voldermort.
Sentada justo al lado del Ministro Fudge, vestida de rosa, con esa cara de "he horneado galletas pero también destruyo infancias" estaba Dolores Umbridge.
Sentí un escalofrío.
No. Un escalofrío con tutú.
El futuro acababa de asomarse a mi vida con olor a perfume barato y represión institucional.
—¿Qué hace ella aquí? —le pregunté a Theo en voz baja.
—Bueno, escuche que ha sido ascendida hace loco, aunque seguramente supervisa que todo el juicio sea tan desagradable como su vestuario —me hubiera reído si no estuviera demasiado ocupado imaginando un mundo donde Lockhart no tuviera dientes y Umbridge no existiera.
El Ministro golpeó su mazo, y la sala se silenció.
—Esta sesión final del caso Gilderoy Lockhart contra el Ministerio de Magia queda oficialmente iniciada —declaró. Lockhart se levantó, saludó con ambas manos, y sonrió como si esperara aplausos, no los hubo y agradecí estar rodeado de gente con dignidad —. Se recuerda a los presentes que el acusado enfrenta cargos de: uso indebido de la magia para modificar memorias, fraude académico, suplantación de identidad, peligro imprudente a menores de edad, y vestuario ofensivo de nivel cinco.
Ese hombre me ató, me atacó y solo Merlín sabrá que más hubiera hecho si Potter no llegaba justo en ese momento. Y ahí estaba, saludando como si todo fuera una broma y él estuviera en un programa de cocina.
No. Hoy no. Hoy no le saldría gratis.
Me acomodé en mi asiento, con la espalda recta, la barbilla alta y la furia organizada como una lista de deberes.
Vamos, Lockhart. Brilla lo que quieras. Hoy te vas a Azkaban.
~~~❤︎~~~
—Se llama a declarar a Anthony Goldstein.
Anthony caminó hacia el estrado como quien entra a un incendio que ya ha devorado la mitad de su casa. No temblaba, pero tampoco estaba completamente en paz. Se le notaban las sombras bajo los ojos. No había dormido bien desde aquello. No lo culpaba. Yo tampoco.
Me recosté apenas en el asiento, sintiendo los dedos de Theo rozar los míos. —Tranquilo —susurró, apretando.
No sabía si era para calmarme a mí o a él mismo. Funcionaba para ambos.
—Señor Goldstein —empezó el Ministro con voz impostada—. Nos gustaría que relatara lo que ocurrió la noche en que se dieron cuenta que Draco Malfoy había desaparecido.
—No fue una noche cualquiera —hablo Anthony sin rodeos—. Algo no estaba bien, lo supe antes de que Luna llegara. No había señales claras, no hubo gritos, ni sangre, solo... una ausencia. Draco no estaba, y cuando él no está, se siente. Es como si la habitación perdiera gravedad.
Algunos magos se movieron incómodos ante la poesía. Yo no. A mí me caló.
—¿Y qué ocurrió después? —preguntó Fudge, algo impaciente.
—Luna llegó, entró corriendo y dijo que lo había visto. No pregunté cómo, ya que no hizo falta, Luna no necesita explicaciones cuando habla así, solo actuamos.
Se hizo un silencio breve, denso. —¿Y dónde estaba el joven Malfoy?
—No lo sabíamos con certeza, pero ella vio velas y lscuridad. Y él... estaba mal —Anthony bajó la mirada un segundo, el recuerdo seguía fresco.
—Corrimos a avisar a alguien y el profesor Snape fue el primero en moverse, y pronto los aurores ya estaban en camino. Pero…
—¿Pero? —interrumpió Umbridge, con voz empalagosa. Su sonrisa era tan falsa que me dieron ganas de levantarme y lanzarle una risa en la cara.
—Pero no nos dejaron ayudar —respondió él claramente masticando cada palabra—. Porque éramos "solo alumnos". Como si eso nos hiciera menos conscientes de lo que estaba pasando.
—¿Y qué es lo que usted piensa que estaba pasando, señor Goldstein? —interrogó Umbridge felamiéndose, como si lo hubiera atrapado en una contradicción.
Anthony la miró. Por un segundo se pareció a Theo cuando se molesta: suave, pero peligroso.
—Pienso que un adulto con poder atacó a un adolescente para sus propios fines. Que alguien que debía enseñarle lo usó como excusa para alimentar su ego y sus delirios de grandeza. Y que si no lo hubiéramos buscado, podría no estar sentado aquí ahora mismo.
La sala se silenció.
Umbridge hizo una mueca. Como si las palabras le supieran a vinagre.
—¿Y qué tipo de pruebas tiene usted de eso?
—¿Pruebas? —repitió Anthony incrédulo—. ¿Además de que Lockhart intentó modificar su propia memoria con un hechizo prohibido? ¿Además de que intentó huir del castillo cuando la orden llegó? ¿O quiere que le cuente el estado en el que encontramos a Draco, con la ropa rasgada en medio del suelo llorando desconsoladamente por lo que pudo haberle pasado si no llegábamos?
Mi madre me puso una mano en el hombro, Theo seguía sosteniéndome la otra porque me estaba temblando el cuerpo. No de miedo, de rabia. De esa rabia que uno guarda cuando ve que todo se convierte en teatro y dolor y aún así tiene que sentarse derecho y sonreír.
—Gracias, señor Goldstein —hablo el Ministro quitando tensión. Porque ya era mucha —. Ahora se llama a la señorita Luna Lovegood al estrado.
Luna se levantó como si fuera a recoger flores. Caminó tranquila, sin apuros, como si el juicio fuera una reunión entre amigos y no una batalla política donde los buenos perdían a menudo.
—Señorita Lovegood —empezó Umbridge, con esa voz de dulce veneno que le daba escalofríos hasta a las gárgolas—. ¿Puede decirnos cómo supo que el señor Malfoy estaba en peligro?
—Lo vi —respondió Luna con suavidad.
—¿Lo vio…? ¿Dónde?
—En mi mente, en mis sueños, rn el espejo, rn todas partes —contestó ella sin alterarse.
Hubo una risita contenida entre algunos miembros del jurado, Blaise bufó y yo apreté los dientes.
Aunque Luna no se inmutó.
—Draco estaba atrapado en un lugar donde la luz no lo tocaba —continuó—. Había un aura oscura, sus dedos temblaban, sentía que su voz no salía, como si alguien la hubiera robado. Como si no importara lo que gritara, nadie escucharía —la sala ya no reía—. Y entonces corrí a buscar a Anthony. Porque cuando sabes que alguien va a desaparecer, no esperas.
Theo se inclinó hacia mí y susurró:
—Nuestra Luna es increíble.
Y sí. Lo era.
Dolores Umbridge cruzó las manos, claramente irritada. —¿Y qué diría usted que estaba haciendo el profesor Lockhart con el señor Malfoy?
Luna inclinó la cabeza. —Intentaba convertirlo en alguien que no es. Le estaba robando las palabras, los recuerdos, los hilos que nos atan a quienes somos.
Silencio. Otra vez ese silencio lleno de electricidad.
Dolores tragó en seco.
—Gracias… señorita Lovegood. Puede volver a su asiento.
Luna caminó de regreso con la misma calma con la que había llegado. Me sonrió y le devolví el gesto, aunque mis manos estaban frías.
Anthony se sentó detrás de mí. Luna a su lado. Theo me apretó la mano otra vez.
—Estás respirando muy rápido —me dijo en voz baja—. Mira mis ojos. Estoy aquí. Tu madre está aquí. No te va a pasar nada Draco, estás a salvo.
Asentí, aunque tenía un nudo en la garganta porque Theo tenía razón.
Esto solo acababa de comenzar.
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Mi madre me hizo dormir cuando Potter y toda la familia Weasley llegaron al estrado, en cierto modo tenía sentido que estuvieran ahí teniendo en cuenta que Potter fue quien me encontró y los Weasley eran como su familia. Y como no había dormido nada en toda la noche además de que no queria seguir sintiendo la mirada de Lockhart... dormir parecía una muy buena opción.
Desperté antes de que se dieran cuenta. No por completo. Era ese punto intermedio entre el sueño y la vigilia donde todo parece más suave, más lento, como si la mente flotara por encima del cuerpo y la realidad tuviera bordes difusos. Escuchaba voces, pero como si vinieran desde debajo del agua. Blaise, Theo estaban ahí, lo sabía. Y aunque mis párpados pesaban toneladas y mi garganta ardía con cada respiración, no podía evitar intentar quedarme despierto solo un poco más. Solo lo suficiente para asegurarme de que no se fueran. Solo lo suficiente para no estar solo otra vez.
La mano de Theo seguía entrelazada con la mía, sujeta con la desesperación silenciosa de alguien que no quiere soltar, no porque tema por ti, sino porque teme por sí mismo. Sentía el calor de sus dedos en los míos, ese calor humano que había sido una constante. Theo no hablaba mucho, nunca lo había hecho, sin embargo tenía una forma de quedarse cerca que lo decía todo. Su silencio era el único en el que podía respirar sin sentir que el mundo me aplastaba.
Pero entonces llegó Blaise. Su voz fue lo primero que me sacudió, aunque suave, como un vendaval contenido. Sabía lo que significaba, estaban aquí para llevárselo. Querían que Theo testificara, querían que hablara, que dijera lo que había visto, que contara lo que me había pasado, que pusiera palabras a lo que yo apenas si podía recordar sin que me temblaran los huesos.
Y Theo… Theo no quería irse.
Lo sentí dudar. Su mano no se movió, su cuerpo tampoco, solo su respiración cambió, se volvió más pesada, más errática. Como si todo en él se negara a moverse, como si marcharse fuera una traición y en cierto modo, lo era. No para mí, yo no se lo reprochaba, nunca podría. Pero para él mismo, sí. Porque yo sabía lo que Theo arrastraba, sabía que si me dejaba solo, aunque fuera por minutos, parte de él se iría conmigo.
Escuché su voz después más cerca, más baja, más real que cualquier otra cosa en ese cuarto. Me hablaba como si estuviera despierto, tal vez lo sabía, tal vez siempre me había conocido mejor que nadie. Me prometió que volvería, que no me dejaría, que sería rápido, que no permitiría que nadie más me tocara. Y lo dijo como si lo creyera con todo el corazón, como si pudiera controlar el tiempo, los pasillos, a Umbridge, al Ministerio entero, solo para volver a mí. Y quise responderle, quise decirle que lo creía, que no hacía falta que jurara nada porque yo también lo haría si fuera él en esa habitación, roto, confundido, más asustado de lo que jamás admitiría en voz alta.
Pero no pude. Solo logré murmurar su nombre, como un secreto a medio formar, como una súplica en un idioma que solo nosotros entendíamos. Sentí sus labios en mi frente, su calor despidiéndose de mí por unos minutos que iban a parecerme una eternidad. Y cuando finalmente supe que se había ido (cuando la silla dejó de vibrar con su presencia, cuando el aire pareció más frío, cuando la enfermería volvió a sonar como un maldito mausoleo vacío), fue entonces cuando una lágrima, traidora y silenciosa, se deslizó por mi mejilla.
No porque tuviera miedo de estar solo. Sino porque, por primera vez en mucho tiempo, no lo estaba. Y esa presencia, ese calor, esa certeza… se había ido, aunque fuera por un instante.
Y ese instante lo sentí como una vida entera.
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Me costó saber cuánto tiempo había pasado. En ese espacio entre sueños y conciencia todo se confunde. A veces creía haber despertado y escuchado voces, otras veces era solo el recuerdo distorsionado de ellas. Pero esta vez fue diferente, esta vez fue verdadera. Lo supe por el aroma: jazmín y algo caro, elegante, como una nota levemente amarga en medio de tanto desinfectante. Mi madre.
—Dragón —susurró con una ternura que casi dolía—. Amor… necesito que te despiertes un momento.
Abrí los ojos con esfuerzo. La luz no era fuerte, apesar de eso aún así me molestó. La vi, sentada justo a mi lado con sus dedos fríos y finos apartándome el cabello de la frente como cuando era niño. Tenía los labios tensos, los ojos grises inundados de esa calma furiosa que sólo una Malfoy podía tener.
—¿Qué pasa? —murmuré, la voz rasposa, más por el alma que por la garganta.
—Les toca declarar a Severus y al auror Johnson —continuó con suavidad—. Y querían que tú estuvieras consciente… si puedes. Solo un rato, puedes quedarte acostado.
Asentí débilmente. No tenía fuerzas para más, pero tampoco quería que ella se alejara. Su presencia era un ancla, algo que me mantenía atado a este mundo, que no me dejaba hundirme del todo. Y luego, apenas segundos después, escuché pasos, dos pares. Una risa ahogada, un susurro impaciente.
Theo.
Y Blaise.
Volvieron.
Llegaron como si hubieran cruzado la guerra, y quizá lo habían hecho ya que tenían las túnicas arrugadas y los ojos marcados de cansancio. Blaise se dejó caer en una silla sin decir nada, con esa mirada dura que sólo mostraba cuando estaba al borde. Y Theo… Theo volvió a mi lado como si no se hubiera ido nunca. Se sentó en el mismo lugar de antes, tomó mi mano, y esta vez fue él quien no dijo nada. Solo me miró.
Y bastó.
No necesitaba palabras, no necesitaba explicaciones, bastaba su mirada para saber que estaba de vuelta, que lo había hecho, que había hablado, que me había defendido.
—¿Estás bien? —preguntó en voz tan baja que sólo yo lo oí.
No lo estaba. Pero con él ahí, casi parecía que sí.
Severus fue el primero en hablar. Lo vi de pie, al otro lado de la habitación, con su bata negra y esa expresión de "todo esto me parece una pérdida de tiempo, pero aún así me quedo". Hablaba con precisión quirúrgica, con ese tono monocorde que usaba cuando le importaba más de lo que quería admitir. Contó lo que vio, contó cómo me encontró, cómo no se me podía tocar sin que temblara, cómo el estado físico en el que llegué no correspondía con ninguna medida disciplinaria tradicional.
Después habló Johnson, el auror. Tenía la voz grave, como si cada palabra que decía le costara un poco de honor. Admitió que lo habían presionado, que habían dudado, que si fueran otras circunstancias no me habían creído. Pero que, al ver el estado del despacho, los restos mágicos, mi estado físico, y la versión de Theo, Blaise y Severus… ya no cabían dudas.
Yo no dije nada, no tenía que hacerlo. Estaba rodeado de gente que sí podía hablar, que sí podía sostener mi historia cuando a mí me temblaban las manos, que sí podía quedarse ahí, a mi lado, cuando el mundo parecía caerse otra vez.
Y con Theo ahí, con mi madre ahí, con Blaise, Anthony y Luna sentados como si quisieran matar al mundo entero por mí, pensé… que tal vez, solo tal vez, esta vez iba a sobrevivir.
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No me temblaban las piernas, pero sí las manos. Aunque nadie lo notara.
El salón del Ministerio parecía más grande cuando estabas en el centro, más frío, más cruel. Subí los escalones hacia el sillón encantado con la mirada al frente, fingiendo que no me importaban las docenas de ojos que me seguían. Mentira, lo sentía todo, cada maldito par de ojos. Vi a madre quieta apretando las manos sobre las rodillas, vi a Lucius impasible, pero con la mandíbula tensa, a Severus que estaba de pie en una esquina con su túnica negra ondeando ligeramente y el ceño fruncido, como si intentara matar a todos con la mirada, Blaise me hizo un gesto sutil con la cabeza, Anthony me miraba como si quisiera correr a abrazarme, pero se quedaba quieto y Luna que estaba ahí, con los ojos húmedos y las uñas clavadas en los brazos cruzados.
Y Potter.
Ni siquiera sé bien desde cuándo estaba ahí sentado al fondo entre los aurores. Me miraba como si le acabaran de revelar que yo era humano.
—Draco Malfoy —canturreó la voz de Umbridge, y supe que eso era el inicio del infierno. Me senté y el sillón no me ató. Supongo que eso fue lo más amable que me ofrecieron ese día —. Explíquenos lo que sucedió con el profesor Lockhart, desde el principio.
Suspiré por la nariz. Tragué saliva. Y hablé. Conté lo que vi, lo que sentí. Cómo su mano se cerró sobre mi hombro, cómo su sonrisa ya no parecía de portada de libro, sino de pesadilla, cómo su varita apuntaba directo a mi pecho antes de que pudiera sacar la mía, cómo me obligó a ir a su oficina, cómo me amarró a esa maldita silla.
No exageré, ni una palabra de más. Me cuidé de sonar calmado, de parecer creíble. Pero con cada frase sentía que algo en mi estómago se rompía. —... y cuando desperté, él estaba frente a mí. Me... acarició el rostro —hable con un nudo en la garganta—. Me dijo que no tenía que resistirme. Que los Malfoy siempre habían tenido ese algo.
Un murmullo incómodo llenó la sala. No los miré, me concentré en las piedras del suelo. No tenía derecho a quebrarme.
—¿Insinúa que el profesor Lockhart intentó hacerle algo? —preguntó Umbridge, sonriendo como si yo fuera un niño contando que vi al monstruo del armario.
—No lo insinué. Lo dije claro.
Ella sonrió más, como si eso confirmara algo para ella. —¿Y qué evidencia tenemos de esto? ¿Hay alguna prueba física?
La rabia me invadió a la vez que también el agotamiento.
—Estaba solo con él. ¿Usted dejaría pruebas si hiciera lo que él hizo?
Umbridge parpadeó lentamente, no le gustaba que le respondieran con lógica.
Rita Skeeter se inclinó desde una esquina, tomando notas frenéticamente con una sonrisa como si esto fuera un episodio de telenovela.
—Usted ha sido conocido por... exagerar ciertas situaciones, Sr. Malfoy. Tiene una historia de comportamientos llamativos en Hogwarts —añadió Umbridge, con voz de terciopelo envenenado—. ¿Podría ser que haya malinterpretado los hechos?
Cerré los ojos un segundo. No lo hice por debilidad, sino para no explotar.
—Me encantaría que eso fuera cierto. Créame. Me encantaría haberlo imaginado todo, pero no fue así.
Silencio.
—¿Algo más que quiera agregar?
Asentí. Mi voz salió baja, pero firme.
—Si no hubiese logrado liberarme... si no fuera un Malfoy con entrenamiento... hoy estarían discutiendo dónde encontraron mi cuerpo. Y a cuántos metros de profundidad.
La sala entera se quedó en silencio. Podía sentir cómo la gente respiraba, cómo algunos me creían, cómo otros... no querían hacerlo. Cómo Lockhart a mi izquierda sonreía con los labios aunque tenía los ojos fríos, muertos. Y aún así, nadie decía nada.
—Gracias por su testimonio —dijo Umbridge finalmente, con esa voz fingida de té y galletas—. Puede retirarse.
Me levanté y por suerte las piernas me obedecieron. Salí sin mirar atrás.
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Cuando se cerraron las puertas del tribunal tras de mí, sentí como si me arrancaran un par de costillas y me dejaran sin huesos para sostenerme. Me quedé ahí, quieto, un par de segundos, hasta que una sombra familiar se movió a mi izquierda y me rodeó en un gesto que no me esperaba.
Severus me abrazó.
No fue un abrazo largo ni cálido ni particularmente cómodo (porque era Severus, y si se ponía sentimental durante más de tres segundos se derretía como una vela barata), pero sí fue real. Me atrajo hacia él con fuerza, una mano en mi nuca como si aún fuera un niño, su túnica oliendo a poción de ojos de salamandra y angustia reprimida.
—Lo hiciste bien —murmuró apenas un murmullo entre los pliegues de su capa.
Y, honestamente, eso bastó.
Mi garganta hizo un ruido tonto, mis dedos se aferraron a su manga, y por un segundo, un solo y mísero segundo, me permití dejar de ser Malfoy. Solo fui Draco. Un chico exhausto con ojeras hasta las rodillas y la espalda en carne viva de tanto aguantar el juicio de todos.
Cuando se separó, volvió a erguirse como si no hubiese hecho nada y me observó con esos ojos oscuros que decían "no te atrevas a comentarlo frente a nadie".
Por suerte, no tuve tiempo de volver a descomponerme. Blaise llegó justo después, con su eterno paso relajado, como si acabáramos de salir de una fiesta en vez de un juicio legal. Me dio una palmada firme en la espalda, fuerte, pero sin burlas.
—Apuesto a que hiciste llorar a la mitad de la sala, y a la otra mitad le diste un infarto —hablo como si eso fuera un cumplido.
Le sonreí, cansado.
Anthony estaba al lado, más discreto, con esa sonrisa suya que siempre me pareció demasiado honesta para este mundo. Me ofreció un pañuelo de tela, porque era así de anticuado, y yo, contra todo pronóstico, lo tomé.
—Por si quieres fingir que sudaste —me dijo con un guiño.
Me reí. Un poco. Solo un poco.
Y luego Theo.
Theo no dijo nada. Solo se me quedó mirando con los ojos muy abiertos y el ceño levemente fruncido, como si quisiera matarme y besarme al mismo tiempo. Su mano rozó la mía, pero no se atrevió a tomarla. Lo entendí. Estábamos rodeados. Sus dedos se cerraron en puño. Su expresión era de alguien que acababa de ver a su persona favorita ponerse frente a una manada de lobos y salir vivo, más no ileso. Y que quería incendiar el mundo entero por permitir que pasara.
—Estás bien —dijo finalmente, la voz tan suave que casi no lo oí.
Asentí. No confiaba en mi voz.
Mis padres estaban cerca. Madre me abrazó sin decir palabra con fuerza, como si en su mente aún no se terminara de despegar la idea de que pudo haber sido mucho peor. Padre simplemente me miró con ojos duros aunque húmedos, como si algo dentro de él se hubiese quebrado y aún no supiera cómo se llamaba esa emoción.
Y entonces, como si esto no fuera lo suficientemente surrealista, aparecieron los Weasley.
Vi el cabello pelirrojo primero y pensé: me desmayé, estoy alucinando, alguien me dé una poción. Pero no, eran ellos, todos. Hasta la pequeña demonio.
Los adultos se acercaron con pasos firmes y rostros serios, la señora Weasley tenía los ojos hinchados de haber llorado y su expresión era de una mezcla entre tristeza ajena y rabia maternal. —Solo queríamos decirte que lo sentimos —comenzó ella con una voz firme y afectuosa—. Ningún chico debería pasar por eso.
Asentí ya que no podía decir nada más. Y luego vi al señor Weasley, quien me estrechó la mano con respeto.
Casi me caigo del susto.
Y justo cuando pensé que ya nada podía ponerse más extraño, los gemelos se acercaron. —Vaya Draco, tan trágico que casi lloramos —dijo Fred (si es que seguía reconociendolos bien) con una expresión fingidamente compungida.
—¿Y lloramos? —preguntó Geraldine llevándose una mano al corazón.
—Obvio que no, no somos tan sentimentales.
—Pero si lloras tú, hacemos una excepción.
—¿Te gustaría una pócima que transforma las lágrimas en brillantina?
—¿O prefieres un chicle explosivo en forma de corazón?
No sé si fue el absurdo, o el hecho de que nadie me había hablado con humor en días, o simplemente que estaba demasiado emocional como para resistirme... pero me reí. No mucho, solo un poco. Apenas un gesto torcido, una risita seca que salió sin que la invitara. Pero ellos lo notaron, y me guiñaron un ojo.
—Ahí está —dijo uno—. Sabíamos que había sonrisa por ahí escondida.
Y al otro lado, Theo.
Callado, congelado. Con una expresión que, si no lo conociera, habría confundido con celos. Pero como lo conocía, supe que era eso. Celos nivel "¿por qué dos pelirrojos con complejo de comediantes pueden hacerte sonreír tan fácil y yo no?".
Pobrecito, si tan solo supiera que en ese momento no lo noté, que ni siquiera me di cuenta.
Porque, por un momento, solo por uno, me sentí... menos solo. Menos como una víctima y más como alguien que había dicho su verdad en voz alta. Y que, de alguna forma, contra todo pronóstico, la gente estaba escuchando.
Y eso, honestamente, era más raro que cualquier cosa que dijeran los Weasley.
.
Nos llamaron de nuevo.
Las puertas del tribunal se abrieron con un crujido que parecía amplificado por magia, como si quisieran que cada paso que di retumbara en mi pecho. Volví a entrar, esta vez con los músculos tensos y la mandíbula cerrada. Sabía que no importaba cuántas veces respirara, no iba a lograr que el corazón dejara de golpearme como si quisiera salir corriendo por su cuenta. Lo único que pude hacer fue mantener la espalda recta y caminar con la cabeza en alto, como me habían enseñado. Como si no importara lo que dijeran. Como si ya no me doliera.
Todos estaban ahí otra vez. Las caras, los ojos que sentía sobre mí como cuchillas, algunos de ellos con simpatía, otros con asco apenas disimulado. Vi a Lockhart sentado con su sonrisa vacía, esa que alguna vez supe fingida y ahora me parecía grotescamente real. Seguía con el pelo perfectamente peinado, como si pudiera ganarse al jurado con su reflejo. No parecía asustado, tampoco parecía arrepentido, solo... molesto, como si le hubiera arruinado la fiesta.
El Ministro de Magia se levantó. El silencio que cayó sobre la sala fue inmediato, pesado. Como si todos contuvieran el aire al mismo tiempo.
—Gilderoy Lockhart —comenzó, con una voz grave y solemne que hizo eco entre las columnas—, este tribunal ha deliberado largamente. Hemos escuchado los testimonios, revisado los recuerdos presentados, y considerado cada uno de los cargos que pesan sobre usted —me aferré al borde de la túnica. No supe en qué momento lo hice, solo me di cuenta cuando sentí los nudillos tensos.
—Se le encuentra culpable de agresión mágica agravada, uso indebido y repetido de encantamientos de manipulación mental, abuso de poder dentro de una institución académica, coacción, intimidación y daño psicológico hacia múltiples alumnos —el Ministro hizo una pausa, y sentí un escalofrío bajarme por la columna—. Y, finalmente, culpable de tentativa de obstrucción a la justicia mediante alteración de memorias.
Un murmullo recorrió la sala. Como un zumbido de avispas despertando en la nuca de todos los presentes. Vi a algunos miembros del jurado asentir, otros se cubrían la boca yRita Skeeter coml la bruja carroñera que era ya estaba escribiendo a una velocidad que habría hecho envidiar a cualquier duende banquero.
Yo no me moví, nk podía. Mi cuerpo entero parecía atrapado entre el impulso de reír y el impulso de llorar. Por un segundo, pensé que me iba a desmayar. No por miedo, sino por la descarga que me atravesó el pecho como una corriente eléctrica. Lo habían dicho. Habían dicho culpable. Y no una vez, no con una sola acusación. Todas. Cada una de ellas.
Vi a Lockhart. Su sonrisa se desdibujóc solo un poco. Pero yo lo vi. Vi cómo su mandíbula temblaba, cómo su ceño se arrugaba, cómo por primera vez desde que esto comenzó, algo parecido al miedo asomaba en sus ojos.
Y juro que no me alegré. No por él.
Me alegré por mí.
Por el Draco que una vez creyó que nadie le creería.
Por el que se despertaba con las sábanas empapadas en sudor, los ojos abiertos como platos, la garganta rota de gritar en silencio.
Por el que no se atrevió a hablar, y por el que al fin lo hizo.
Por ese chico que durante mucho tiempo pensó que la culpa era suya, que tal vez exageraba, que tal vez soportarlo era parte del precio de crecer.
No me alegré por venganza. Me alegré por justicia.
—Será llevado inmediatamente al Departamento de Contención Mágica para su evaluación y custodia. Su varita queda confiscada hasta nuevo aviso.
Y fue entonces que lo vi: Lockhart alzándose de golpe, los ojos desorbitados, como si recién entendiera que todo era real. Que no era otro de sus delirios de fama, que se había acabado. Intentó hablar, decir algo, pero los aurores ya lo rodeaban.
Y mientras se lo llevaban, todavía protestando con esa voz de actor venido a menos, giró la cabeza y me miró. Directo. Como si yo fuera la causa de todo.
Y lo fui.
Y no me arrepiento.
Me quedé ahí, sin moverme, mientras las puertas se cerraban tras él. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía respirar sin que me doliera el pecho.