Donde Nuestro Azul Comienza

呪術廻戦 | Jujutsu Kaisen (Manga) 呪術廻戦 | Jujutsu Kaisen (Anime)
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Donde Nuestro Azul Comienza
Summary
¿Qué sentido tiene la vida de Satoru Gojo si no es el de ser el más fuerte? Es el mejor en todo lo que hace y todo lo que intenta sale a la perfección la mayoría de las veces. Es un dios sobre la tierra y, aun así, está sujeto a la misma opresión de la vida de los simples mortales: siendo mangoneado por su propio clan, forzado por valores morales que no tienen sentido ninguno para él.Y de repente, Suguru Geto aparece y echa por tierra de su visión nihilista de la vida. ¿Y qué puede hacer Satoru, sino dejarse llevar por sus encantos?ÓUna compilación de headcanons sobre cómo este par se conoció.
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La Búsqueda del Espíritu Maldito

—No vas a conseguirlo así —reprochó Suguru.

—Shhhh... lo tengo controlado —le chistó Shoko, frotando con ahínco el cuchillo de untar sobre el panecillo de dorayaki.

—Le has echado poca agua, así no se va a extender —explicó Suguru, mirando el bol con la pasta de judías.

Era la cuarta semana de clases, un domingo tranquilo. Suguru y Shoko estaban en la cocina común de la residencia de la escuela, intentando hacer dorayakis. Desde un principio, Suguru se había mostrado diligente y había tomado la iniciativa en cuanto a la preparación de este dulce, en apariencia sencillo, pero para que Shoko también tuviera algo de participación sin que se interrumpieran mutuamente, ella había quedado a cargo de la pasta de judías dulces azuki.

Suguru metió el dedo en la pasta de judías con el fin de chupar un poco, pero descubrió que se había quedado tan seca que no cedía.

—Me rindo, hazlo tú, eres más fuerte.

—Me parece que ni con una técnica maldita de superfuerza lograría extender esa pasta. —Suguru le dio la vuelta al bol para que este quedara boca abajo. Nada, la mezcla no se movía del sitio.

—Ups —soltó Shoko, sin ningún rastro de culpa, al ver el desastre de masilla que había hecho. A saber cómo iban a limpiar ese bol ahora—. No importa, usaremos el hack: pongamos Nuezilla. ¿Compraste el bote?

—Claro que sí.

Suguru se dirigió hacia las bolsas de compra que había sobre la mesa. Todos los fines de semana, los dos salían de compras para renovar sus provisiones. ¿Que qué provisiones? Las propias de cualquier estudiante: ramen instantáneo, snacks, dulces, helado y, de vez en cuando, si se ponían creativos, como en esta ocasión, algo más elaborado para hacer una receta.

—¡Pilla! —gritó Suguru, lanzándole el bote de crema de leche, cacao, avellanas y azúcar a Shoko, quien lo cogió en el aire e, inmediatamente después, la abrió para comenzar a untar los dorayakis.

Al terminar de untarlos, Shoko lanzó el cuchillo de untar al fregadero, junto a toda la vajilla aún pendiente por lavar. El cuchillo aterrizó creando un estruendo metálico, que hizo que Suguru se girara para juzgarla. Ella se encogió de hombros como si no supiera qué pasaba.

Suguru rodó los ojos con una pequeña sonrisa dibujada, pero luego miró la terrorífica y enorme compra que habían hecho con preocupación.

—¿Se te ha olvidado algo? —le preguntó Shoko al ver que llevaba demasiado tiempo contemplando las bolsas de plástico.

—No, qué va —respondió Suguru con tono reflexivo—. Shoko, ¿no crees que cada vez gastamos más en compras?

La chica se encogió de hombros.

—¿No te pagan bien en las misiones? Puedo poner más de mi parte, si te hace falta.

—No es eso, las misiones están bien.

Las misiones estaban muy bien, demasiado bien. De hecho, era precisamente gracias a lo que cobraban que podían darse el lujo de hacer estas compras masivas todas las semanas sin que su cartera siquiera lo notara. Suguru obtenía por misión más de lo que ningún adolescente de su edad podría ganar durante un mes de trabajo a tiempo parcial. Además, las misiones eran bastante razonables, por ahora. Al principio, le habían acompañado el profesor Yaga u otros hechiceros para ver cómo se desenvolvía pero, tras un par de veces, habían visto que podía medirse perfectamente con algunos graduados, así que siempre que se tratara de una maldición de tercer grado o inferior, podía ir solo. De segundo grado para arriba, solía acompañarle algún primer grado y, de vez en cuando, Satoru, aunque las misiones con este último eran tortuosamente silenciosas y al grano. Shoko, por su parte, no se metía en misiones peligrosas. Solo se dedicaba a curar cualquier herida que fuera considerada lo bastante grave como para no poder dejarla pasar, lo cual era a menudo, así que los tres siempre tenían algo que hacer.

—Solo me da la sensación de que las reservas se nos agotan muy rápido —dijo finalmente Suguru.

—Mmm... La próxima vez carguémoslo a nombre de Gojo. Seguro que sus cuentas ni pestañean —sugirió Shoko. Suguru sabía que era broma, pero el aire despreocupado con el que lo decía a veces le hacía cuestionárselo.

—No podemos hacer eso —rio—. No nos acompaña, y ni siquiera come de lo nuestro, ¿no? No sería justo.

Todos los viernes por la tarde, un coche diferente recogía a Gojo y se lo llevaba a casa. La única vez que Suguru y Shoko le preguntaron al respecto, este solo respondió que era para pasar tiempo con su familia o para ir a algún evento familiar, pero siempre relacionado con el clan. Suguru se cuestionaba hasta qué punto eso era cierto, o cuál eran las costumbres de su familia, porque cada vez que regresaba, todos los lunes por la mañana, demasiado temprano para el gusto de nadie, Satoru se volvía incluso más huraño de costumbre. En una ocasión, estuvo un lunes entero sin articular palabra y sin mirar a nadie, sumido en los pensamientos que se ocultaban tras sus cristales oscuros.

El resto de la semana, Gojo pasaba la noche en el dormitorio contiguo al de Suguru. Mantenía su habitación completamente cerrada y solo se lo veía abrirla por las mañanas, para empezar las clases, y por las noches, siempre a la misma hora. Poco después, la luz se apagaba y no podía escucharse nada. Gojo seguía esa rutina de forma casi religiosa, tan rigurosa y exacta que a Suguru le daban escalofríos solo de pensarlo. Él se consideraba un estudiante disciplinado. Claro que tenía algún desliz aquí y allí, por supuesto que también había hecho pellas o trampas en alguna ocasión, y definitivamente había pasado noches sin dormir pero, en general, era consciente de su deber como estudiante. No obstante, lo de Satoru resultaba casi enfermizo, como si no tuviera vida más allá de comer, entrenar y dormir. Además, había pensado que, con el pasar de las semanas, el chico se iría abriendo poco a poco, pero todo lo contrario. Uno podría llegar a pensar que había memorizado las rutinas de Suguru y Shoko con el único motivo de poder evitarlos con más precisión. Si no fuera porque estaban en la misma clase, a lo mejor ni se verían. No, es más, si había una misión por la mañana, no llegaban a verlo en todo el día.

—¿No quieres? —preguntó Shoko, ofreciéndole uno de los dorayakis mientras masticaba uno propio—. El trabajo en equipo sabe mejor. Yo los prefiero menos dulces, pero están bien.

—Dirás que mi trabajo sabe mejor. Y si no hubieras arruinado la pasta de judías no estaría tan dulce —respondió Suguru con una carcajada, aceptando el panecillo—. Pero sí, está bueno.

—¿Guardo los demás en la nevera?

—Sí, así durarán más. Podemos merendarlos por las tardes con té.

—Me parece bien, pero no le vayas a echar azúcar al mío por error.

—Lo tendré en cuenta.

El quinto lunes fue diferente de lo habitual.

A Suguru le gustaba ver su cuerpo como un templo, no porque fuera de muy buen ver (que también), sino como algo sagrado de lo que había que cuidar y hacerse responsable, por respeto y amor propio.

Como cada mañana, siguió su cuidadosa rutina de nueve pasos para el pelo, seguida de la de cuidado facial. El lado positivo del uniforme estaba en lo personalizable que era y lo mucho que facilitaba las cosas no tener que pensar qué ponerse cada mañana.

Suguru abrió la puerta de su habitación, listo para irse a desayunar, cuando oyó el chirrido de la puerta de al lado. Al girar la cabeza, vio que Satoru estaba saliendo de su habitación también.

Se le hizo raro coincidir él un lunes a esa hora. Suguru había estimado que regresaba a la escuela entre las cinco y las seis de la mañana, y que ya se encontraba completamente preparado para las siete. Esos días se encontraba a Satoru ya rondando la escuela con aire esquivo.

Puede que Gojo también se diera cuenta de lo inusual que era este escenario, porque clavó los ojos en Suguru como si estuviera viendo un fantasma o, al menos, eso parecía, porque resultaba difícil ver sus ojos a través de esas gafas.

Suguru sintió que llevaban demasiado tiempo mirándose sin decir nada como para considerarlo algo normal, así que decidió saludarlo primero, con su sonrisa cordial puesta.

—Buenos días —dijo, dando un paso hacia él.

Satoru lo contempló por unos instantes, como reuniendo fuerzas.

—Buenos días —respondió secamente, dando un paso hacia atrás.

Ahí estaba. Eso sí que no cambiaba nunca.

Geto no era el tipo de persona al que le costara hacer amigos. Es más, su personalidad hacía que las personas se sintieran atraídas hacia él de un modo o de otro y, aunque no presumía de ello ni abusaba de sus cualidades, era perfectamente consciente del efecto que tenía en las personas. Satoru, sin embargo, parecía resistirse a eso con todas sus fuerzas. En circunstancias normales, lo habría dejado pasar, no estaba bien obligar a alguien a relacionarse con gente si no quería y no todo el mundo podía llevarse bien, y eso no estaba mal. Pero eran compañeros, ¿no? También era difícil para Suguru soportar toda esa incomodidad y el hecho de que huyeran de él como si fuera una cucaracha. Eso y el semblante impasible de Gojo. No reía, no lloraba, no reaccionaba, ni siquiera los miraba. Como un robot que analizaba la situación con frialdad y meticulosidad para obtener la respuesta más precisa, preferiblemente que sirviera para ponerle fin a cualquier situación, con el objetivo de simplemente no estar ahí. Pero, ¿qué sentido tenía ser así?

—¿Hoy vienes a desayunar? —preguntó, dando otro paso. Paso al que le siguió el retroceso de Satoru.

—No.

—¿Ya has desayunado?

Satoru tardó un poco en responder, como si realmente estuviera pensando la respuesta. ¿Cómo puedes no saber si has desayunado o no? Eso solo podía significar que estaba considerando mentirle a la cara, ¿verdad?

—No.

Oh, pero al final no lo hizo.

—¿No vas a desayunar? —insistió Suguru.

Encogiéndose de hombros, Satoru negó con la cabeza.

—Vamos, hombre, tienes que desayunar. Es la comida más importante del día. A menos que... —Suguru soltó una risita maliciosa.

—¿A menos que qué? —Esta vez, Satoru respondió más rápido de lo normal. Era como si hubiera por fin hubiera captado su atención.

—A menos que... —Suguru alargó el suspense con deliberación.

Satoru echó el cuerpo ligeramente hacia adelante y Suguru pudo ver cómo sus cejas temblaban muy ligeramente. Conque Satoru era del tipo al que le importaba su imagen, ¿eh? Nadie lo habría dicho, pero Suguru pensaba aprovecharse.

—A menos que sea porque al joven amo le desagrade la comida del pueblo llano —finalizó con condescendencia.

La expresión de Satoru transicionó desde la profunda reflexión hacia la genuina confusión. Tan perplejo estaba que hasta se le escapó un "¿HAAAAH?", aunque luego se dio cuenta y cerró la boca inmediatamente, agitando la cabeza para aclarar sus ideas. Suguru rio, divertido.

—¿De qué hablas? —preguntó Satoru, ya más compuesto.

No era que a Suguru le gustara ser un manipulador, pero supuso que utilizar el ego de Gojo en su contra para que se comportara un poco no era tan malo. Además, siempre parecía tan serio y amargado que incluso le daba un poco de lástima o, a lo mejor le molestaba que fuera tan perfecto. En cualquier caso, a Satoru le vendría bien relajarse así que, por lo menos, las acciones de Suguru tenían un sentido.

—Es solo que no pareces del tipo que se salte las comidas, Gojo-kun —respondió Suguru, con ese deje de indulgencia tan suyo y tan irritante. Y era cierto. Gojo era alto y su contextura, aunque algo delgada, tenía buena forma, también había echado algún vistazo en las duchas. Hambre no pasaba—. Solo me queda pensar que es porque nuestra comida te parece poca cosa. ¿Me equivoco? A fin de cuentas, tendrás sirvientes que te traerán los platos de mejor calidad.

Gojo tragó saliva y miró hacia otro lado.

—No es eso...

—Oh, entonces será aquello... —susurró Suguru con fingido pesar.

—¿El qué? —Poco a poco, Satoru parecía más y más confundido, alarmado, casi.

Suguru soltó un laaaargo suspiro, cosa que impacientó todavía más a su interlocutor.

—No te gusta estar con nosotros...

—¿Eh?

—Ah, lo siento mucho, ah —dijo Suguru, negando con la cabeza y soltando más suspiros—. No he sabido estar a la altura, ahhh...

Satoru lo miró desconcertado. Finalmente, arqueó las cejas, como si acabara de darse cuenta de algo. Entonces, inclinó la cabeza ligeramente hacia adelante y hacia abajo, y sus gafas negras se deslizaron por el puente de su nariz, dejando entrever esos ojos azules, que ahora brillaban intensamente y lo atravesaban.

Suguru resistió con todas sus fuerzas el impulso de darle con la mano en la cara y volver a subírselas.

—¿Qué haces? —preguntó Satoru, frunciendo el ceño. Ay, ¿había descubierto sus intenciones? A lo mejor no había sido tan buena idea.

—¿Cómo que qué hago? —respondió Suguru, con cara de no haber roto un plato.

—Lo que estás haciendo ahora. No me gusta, es raro.

—Me hieres, Gojo-kun. —Suguru dejó de exagerar tanto el tono, pero ese deje condescendiente nunca abandonó su voz—. Aunque vas a tener que ser más específico, no sé a qué te refieres.

El azul iridiscente de esa mirada emitía un brillo acusatorio, tan imponente que Suguru no supo si sería capaz de resistirlo. Pero eso solo era una sensación en su cabeza, ¿no? Tenía que calmarse.

—Suguru, para —ordenó Satoru, utilizando su primer nombre.

Eso le dio un pequeño tick a Suguru, algo que Satoru pareció notar, porque se ablandó un poquito. Sin embargo, ninguno podía dejar pasar nada de lo que estaba ocurriendo. Suguru se mantenía firme en su objetivo de arrancarle por lo menos una reacción a Satoru.

—¿Parar el qué?

—Eso que estás haciendo.

—Te digo que no sé a lo que te refieres.

—A esto —el tono de Satoru se volvía cada vez más incriminatorio.

—¿Esto? —Suguru se acercó un paso. Satoru no retrocedió esta vez —. ¿Qué es "esto"?

—¡Esto! —respondió señalando el espacio entre ellos con la mirada, como si quisiera señalar toda la situación—. ¡No hagas como si no lo supieras! ¡Me...! ¡Tú...!

Suguru volvió a acortar la distancia.

—¿Yo...? —Un paso—. ¿... qué? —Otro paso—. No podré saberlo si no me lo dices.

La respiración de Satoru comenzó a acelerarse, sus ojos yendo de un lado a otro con desesperación, tratando de buscar una salida, tal vez para la situación, tal vez una real. Finalmente, clavó sus ojos en Suguru. Ahora estaban cara a cara.

—Tú... ¡Tú...!

—¿Yo qué, Satoru? —susurró Suguru, sosteniendo la mirada, resistiendo su destello perforante. Los ojos de Satoru se abrieron de par en par.

De un momento a otro, la asfixiante sensación que le provocaban esos írises azules había desaparecido. Aunque no se dijeron nada más, algo había cambiado en el ambiente en ese preciso instante. A Suguru se le hizo tan extraño que incluso se le cayó la fachada condescendiente que tanto se había esforzado por mantener, y ahora solo miraba desorientado a Satoru.

Satoru se volvió a colocar las gafas, empujando el puente con el dedo medio y el anular.

—Me sacas de quicio —masculló, para luego dar media vuelta y marcharse.

Suguru permaneció quieto durante varios segundos, mirando a la nada, pero reflexionando sobre todo. Después, como si no hubiera ocurrido nada, giró sobre sus pies y puso rumbo al comedor.

El resto del día transcurrió como de costumbre. Gojo recuperó su actitud huraña de siempre y las clases volvieron a consistir en el profesor Yaga explicándole todo a Geto e Ieiri. La única diferencia notable eran las punzadas que sentía Suguru en la nuca de vez en cuando. En ocasiones, echaba alguna mirada furtiva a Satoru con el objetivo de pillarlo, porque sabía que era él, pero simplemente no conseguía que sus ojos se encontraran. Era frustrante, pero aun así no se dignaban a hablarse. Tal vez Suguru se había pasado demasiado vacilándole.

Entrada la tarde, el profesor Yaga fue a buscar a Geto. Estaban en uno de esos pasillos exteriores y corría una brisa fresca y agradable, todo lo contrario al tema de conversación que sacó el hombre.

—¿Ha pasado algo entre Satoru y tú? —preguntó, yendo directo al grano.

—¿Por qué lo dice? —respondió Suguru con otra pregunta.

—Normalmente ya es doloroso ver cómo os ignoráis mutuamente todos los días, pero hoy no dejabais de fulminaros con las miradas. Sé que Gojo Satoru puede ser difícil pero, como compañeros, tenéis que intentar colaborar.

¿Era tan evidente? Bueno, en realidad no le importaba.

—Me parece que se preocupa demasiado, profesor.

—Suguru.

—¿Qué?

Yaga le dio un cogotazo a Suguru sin previo aviso.

—¡¿A qué ha venido eso?! —exclamó Suguru, frotándose la zona golpeada.

—Puede que se os olvide porque os creéis muy fuertes ahora que habéis descubierto un nuevo potencial para vuestras habilidades, pero sigo siendo vuestro profesor y, como tal, mi deber es tanto enseñaros como protegeros y guiaros. La hechicería es un camino escabroso pero corto, con todo lo que ello implica. No podéis malgastar vuestro tiempo en riñas sin sentido, o lo que sea que os traigáis.

Para Geto, en ese momento, eso solo era una charla más de un adulto que creía que sabía lo que decía pero que solo quería sentirse sabio. No era que no entendiese lo duro que podía llegar a ser el camino que habían elegido, pero él lo tenía claro. A fin de cuentas, si estaba ahí era porque era fuerte, ¿no? Y, además, no sabía lo que se estaría imaginando, pero no se acercaba ni un poco a lo que verdaderamente ocurría entre Gojo y él.

—Satoru tiene razón, debería dejar de intentar de hacerse el profesor ilustre —rio Suguru sin darse cuenta.

Yaga enarcó una ceja, pero al final solo pudo suspirar y dejarlo pasar.

—En fin, tengo una misión para los dos.

La cara de Suguru pasó a ser de amargura total.

—No me pongas esa cara.

Así que Suguru rectificó su expresión.

—Tendréis que investigar unos sucesos misteriosos ocurridos en Shinjuku.

—¿Shinjuku?

Yaga asintió.

—Recientemente han comenzado a aparecer víctimas por los callejones de sus distritos. Todas mostraban cortes en la boca, en ocasiones heridas adicionales en otras partes de la cara. Pero no se trata de los primeros casos, parecen ir cambiando de barrio cada cierto tiempo.

—Entiendo que es una maldición de lo que hablamos. —Aunque sonaba terrible, Suguru todavía no entendía qué era lo que hacía especial este caso. Perfectamente podría tratarse de un asesino serial con mal gusto.

—Obviamente. Además del evidente rastro de energía maldita de sus heridas, estas parecen no poder curarse por métodos convencionales. No se cierran ni dejan de sangrar, algunas de las víctimas han muerto por desangramiento. Aún se está decidiendo si deberíamos trasladar a las víctimas aquí o llevar a Shoko personalmente a que las atienda.

—Entiendo —reflexionó Suguru—, tratándose de no hechiceros, llevarlos a un hospital corriente no solo sería inútil, sino que además llamaría la atención. Pero, ¿cómo nos aseguraremos de que no se enteren de lo que pasa?

—Hay formas de encubrirlo pero, en caso de necesidad, siempre se puede recurrir al soborno.

—No le faltan fondos a esta escuela, ¿verdad? —cuestionó Suguru, intimidado por el poder económico que parecía tener la institución.

—Es fácil cuando no tienes mucho personal al que pagar.

Suguru dejó escapar una risa seca ante el comentario. Yaga, en cambio, no rio.

—Ya he informado a Satoru de los detalles de la misión. Un asistente os llevará. El coche estará esperándoos en la entrada a las siete. No tardéis.

Con esas últimas palabras, Yaga se fue.

Cuando Geto terminó de bajar la montaña y llegó hasta donde habían acordado que los recogería la asistente, Gojo ya estaba allí. Estaba apoyado despreocupadamente sobre el capó del coche y miraba hacia arriba con aburrimiento, viendo las nubes pasar. Los últimos rayos de la tarde desaparecían en el horizonte, fundiéndose con el inicio de la noche estrellada. Seguramente regresarían tarde.

La asistente estaba de pie, junto a la puerta del asiento del conductor, que se encontraba abierta, leyendo unos papeles.

—¡Hey! —saludó Suguru.

Gojo dejó de mirar hacia el cielo y fijó su vista en Suguru. A este último se le dificultó interpretar la cara con que lo miraba. La asistente también giró su cabeza hacia él, aunque con una expresión más cordial.

—¡Hola! Geto Suguru, ¿no es así?

Suguru asintió con una sonrisa.

—¿Lleváis mucho tiempo esperando? —preguntó Suguru.

Había llegado diez minutos antes, no podían llevar mucho tiempo esperando.

—Oh, no, qué va. Yo llegué hace poco más de cinco minutos, aunque el Gojo-san ya estaba aquí para entonces.

—¿Ah, sí? —Suguru se giró hacia su compañero.

No se le pasó desapercibida la forma en la que Satoru frunció los labios antes de responder:

—Ahórrate las formalidades. —Entonces, inspiró profundamente y exhaló lentamente por la nariz antes de continuar—. No ha sido tanto, solo veinte minutos.

—¡...!

Tanto la asistente como Suguru se quedaron boquiabiertos. Si llevaba veinte minutos esperando, eso significaba que había llegado media hora antes. Lo más temprano que había llegado Suguru a una citación era con quince minutos de antelación, y solo en eventos formales. ¡¿Media hora antes?! ¡¿Para qué?! ¿Siempre había sido así? Ya habían ido en misiones juntos un par de veces antes y, si bien Satoru ya solía estar allí esperándolo, jamás se habría imaginado que se debía a que llegaba con tanta antelación.

Satoru ladeó la cabeza con extrañeza, como si no viera lo raro de la situación. Finalmente se encogió de hombros y se autoinvitó a sentarse en uno de los asientos traseros.

La asistente ojeó a Suguru mientras señalaba a Satoru con el dedo, su mirada cuestionando sin palabras si lo que acababa de suceder era algo normal. Suguru se limitó a sacudir la cabeza de un lado a otro con rostro inexpresivo, dando a entender que lo tenía tan claro como ella.

El trayecto desde la escuela a Shinjuku en coche no era muy largo, tan solo de quince minutos, pero cada segundo compartido en el habitáculo de ese automóvil con Satoru era una tortura a su manera. Suguru sabía apreciar el silencio y no se sentía obligado a iniciar conversaciones innecesarias para rellenar el vacío. La asistente también se había ocupado de darles conversación repasando los detalles de la misión, pero Suguru se veía incapaz de sacudirse la impresión de que Satoru lo taladraba con la mirada. El único problema era que cada vez que intentaba devolvérsela, él estaba mirando por la ventanilla.

A los pocos minutos, el cielo estrellado desapareció, siendo sustituido por las luces de neón y los colores vibrantes que iluminaban los rascacielos de la ciudad. Pese a ser todavía el inicio de la semana, las calles rebosaban de vida en medio de la noche, con transeúntes yendo y viniendo de todas partes para disfrutar de las miles de formas de entretenimientos que el lugar tenía por ofrecer.

Otro par de minutos después, la vida y el brillo de la ciudad se vieron amortiguadas por el ambiente sombrío de los callejones. Una parte de Geto quería volver al espíritu alegre y estimulante de la gran ciudad, ya que pocas ocasiones tenía para disfrutarlo, así que lo anotó mentalmente para sugerírselo a Shoko en su próxima sesión de compras masiva.

—Eso que atemoriza más que la oscuridad misma, eso que es más oscuro que el negro... purifica las impurezas —recitó la asistente tras desearles buena suerte, invocando el velo que los separaría del mundo de los no hechiceros hasta que la misión finalizara.

Un velo era un tipo de barrera que hacía que, ante los ojos de los no hechiceros que se encontraban fuera, todo pareciera igual a como se hallaba el sitio en el momento en que se invocó. Así cayera una bomba nuclear, nadie se daría cuenta hasta que se levantara el hechizo.

No era una técnica muy difícil de aprender. De hecho, tanto Suguru como Shoko la habían dominado sin ningún tipo de dificultad. Era de suponer que Satoru también podría invocarlos sin problema.

Cuando se ponía una, el cielo se oscurecía hasta el punto en que parecía de noche. No obstante, dado el horario de la misión, ya había anochecido, así que lo único que había logrado la cortina era que el ambiente se tornara más lúgubre y deprimente de lo que ya era en estos callejones oscuros.

En medio de los tenebrosos pasadizos olvidados de Shinjuku, lejos del bullicio característico de la urbe, lo único que se escuchaba era el eco de los pasos desincronizados de Gojo y Geto, junto al ocasional parpadeo de alguna farola titilante. Eso y la luz de alguna máquina expendedora de contenido cuestionable y peculiar eran la única fuente de iluminación.

Después de un rato dando vueltas, Suguru se armó del valor necesario para dirigirle la palabra a Satoru.

—¿Notas algo, Gojo?

Satoru se detuvo en seco, pero no se dio la vuelta para mirarlo.

—No.

Suguru aún no había llegado a comprender del todo las habilidades de Satoru, y ni en sueños iba a preguntarle al poseedor de la misma los detalles. Lo que sí había entendido era que podía percibir la energía maldita de su alrededor, tanto de objetos como de personas, con muchísima claridad, cosa que posiblemente explicaba lo hábil que era a la hora de esquivarlos tanto a él como a Shoko.

De repente, Satoru dio un pequeño respingo, tan discreto que Suguru no alcanzó a darse cuenta.

—Que curioso... —Geto se llevó una mano al mentón—. Según los reportes, la maldición no parecía tener preferencia por algún tipo de víctima específica. Solo había que caminar por... ¿Gojo-kun?

Gojo había desaparecido.

Suguru escaneó los alrededores, preguntándose adónde podría haber ido. Un estremecimiento recorrió su cuerpo de improvisto y supo que había algo que no encajaba.

Nada había cambiado a la vista, pero era como si la atmósfera de las calles, ya bastante espeluznantes de por sí, se hubiera congelado. Un torrente de energía maldita inundaba la zona y reverberaba a través de los pasajes. Las paredes parecían volverse más angostas a cada minuto, provocando una sensación claustrofóbica.

Y, aun así, nada se movía.

—¿Soy hermosa? —una voz femenina resonó en el callejón, interrumpiendo el repiqueteo de la sangre que palpitaba en los oídos de Suguru. Este respiró, tratando de calmar los latidos de su corazón.

Suguru se dio la vuelta de inmediato, poniéndose en guardia.

—¿Quién–? ¿Eh?

Era una mujer, una mujer normal. Pero, ¿qué hacía allí? ¿No se suponía que no debía haber nadie allí? Los asistentes siempre se aseguraban de que no hubiera nadie en la zona de la misión antes de poner los velos.

La mujer tenía un cabello negro como la tinta, reluciente pese a la oscuridad, y Suguru no pudo evitar imaginarse así mismo pasando sus dedos por él, los sedosos mechones deslizándose como arena, suave y gentil entre los dedos. A pesar de estar llevando un abrigo de cuero largo, podía verse que la mujer tenía una buena constitución, con unas proporciones equilibradas y un ligeramente curvado, como un sutil reloj de arena. Pero la joya de la corona eran los ojos, una mirada cristalina azúl grisácea, de configuración almendrada y pestañas negras y voluminosas con una curva perfecta en forma de media luna. El resto de la cara estaba tapada por un cubrebocas, pero no era difícil imaginarse que sería igual de hermosa que el resto de sus facciones.

Un chasquido metálico interrumpió las apreciaciones de Geto, que al escucharlo se dio cuenta de que la chica llevaba consigo unas tijeras. La herramienta, que parecía vieja y oxidada, pero afilada, fue más que suficiente para que se diera cuenta de que no se hallaba frente a alguien corriente. Intentó moverse, pero descubrió que no podía, algo le impedía lanzarse a la ofensiva, una fuerza ajena a él.

—Oye, ¿soy hermosa? —repitió la mujer. Su voz era dulce y arrulladora, como la de una joven e ingenua muchacha.

Geto comenzó a sentir un dolor punzante en la mejilla, pero mantuvo la calma. Carraspeó y dijo con serenidad:

—Por supuesto que eres hermosa. —Intentó moverse entonces, pero todavía no podía hacer nada. Aun así, hizo todo lo que pudo por ocultar su frustración.

El dolor en su mejilla pareció atenuarse momentáneamente.

—Y ahora, ¿soy hermosa?

Utilizando su mano libre, la mujer se llevó la mano lentamente al rostro y levantó su máscara con cuidado, dejando ver una cicatriz sangrante que ocupaba toda la parte inferior de su cara, impidiéndole cerrar la boca. La limpieza del corte sugería que había sido infringido por una espada, tal vez una katana, y que el responsable era bastante adepto en su uso.

—¡...!

Suguru intentó obligarse a responder que sí, pero el horror surcó sus facciones antes de que pudiera controlarse. En una fracción de segundo, estaba rodeado de cuchillas. La maldición había abierto esa boca aún más si era posible, mostrando hileras de dientes afilados, junto a varios pares de ojos salidos de repente de su cara.

¡CLANK!

Llevándose una mano a la mejilla, Suguru pudo comprobar que estaba sangrando. Había protegido su cuerpo con energía maldita y aún así estaba sangrando. Y, más grave aún, su atesorado mechón de pelo, ese que siempre dejaba suelto, eligiendo meticulosamente la cantidad y la longitud, ahora caía a cámara lenta hacia el suelo.

—... —Suguru respiró hondo. El aura a su alrededor se oscureció tanto que incluso podía competir contra la de la mujer maldita—. Si vamos a ponernos así, entonces no me queda más remedio que–.

¡FUAS!

—¿Eh?

Todo a su alrededor comenzó a dar vueltas y Suguru se vio a sí mismo saliendo disparado, el suelo alejándose cada vez más de sus pies. En torno a él, miles de escombros giraban y se retorcían en el aire, siguiendo una trayectoria en espiral hacia arriba, trayectoria que pronto descubrió que él mismo estaba siguiendo también. Y, de repente, estaba cayendo.

Suguru invocó una de sus adquisiciones más útiles, una manta raya voladora que había conseguido tras una agotadora pelea semi aérea y la primera maldición de segundo grado que obtenía que no se arrastraba de forma patética y grotesca por el suelo.

La manta raya lo recogió al vuelo, esquivando los restos de escombros que llovían sobre ellos con gracia y agilidad. Suguru se bajó de un salto de su lomo, se sacudió el polvo del pelo de la ropa y vio a Satoru. Con pasos agigantados y los puños a ambos lados avanzó hacia él.

Gojo tenía un pie sobre el torso de la mujer y estaba tirando de uno de sus brazos despreocupadamente. Sin esfuerzo, logró romperlo y torcerlo, dejándolo en una posición bastante antinatural.

—Vaya, así que eras tú, Kuchisake-onna. —Gojo se percató de la presencia de Suguru a sus espaldas y giró el cuerpo hacia él, aún con el pie sobre la mujer, que se resistía como una cucaracha indefensa bocarriba, susurrando y balbuceando incoherencias—. Anda, conque estabas ahí. Y yo pensando que habrías muerto.

A Suguru le costó procesar si estaba de broma o de verdad no le importaba, porque no había ni un atisbo de preocupación en el tono de voz de Satoru.

—Casi lo hago, pero por tu culpa —escupió.

—Pero no te maté —respondió Satoru con simpleza.

—¿Hablas en se–? Ufff... —Suguru se obligó a sí mismo a tomar aire.

Satoru ladeó la cabeza como un perro intrigado que no comprendía la actitud excéntrica de los humanos.

—Estaba controlado —explicó quitándose las gafas. En medio de la oscuridad asentada por el velo, los ojos de Satoru parecían más brillantes que cualquier cartel de luces de Shinjuku, haciendo que Suguru parpadeara un par de veces—. ¿Qué le ha pasado a tu pelo?

Geto se pasó la mano por la cabeza, sintiendo y recordando con frustración los restos de su fleco, ahora demasiado corto para resultar favorecedor.

—Ni lo menciones —respondió entre dientes.

Satoru se encogió de hombros con indiferencia.

—¿S-soy...? ¿Soy hermosa?

Gojo y Geto giraron su cabeza hacia la maldición.

La mujer, tal vez aburrida por la conversación que estaban teniendo los dos, comenzó a emitir chillidos y gritos desgarradores.

Gojo hizo una mueca de disgusto antes de pisotearle la cara, haciendo un sonoro crac en el proceso. El cuerpo de la mujer convulsionó a causa del impacto y colapsó, quedándose completamente quieta por fin.

—Demasiado vanidosa para mí —farfulló Gojo.

—Espera, no acabes con ella todavía —lo detuvo Geto, tocándole el hombro.

Satoru giró la cabeza de súbito para mirarlo, con tanta intensidad que Suguru retrocedió un poco, retirando su mano. Entonces, Satoru se apartó de la maldición, la cual ya había comenzado a sangrar una secreción purpúrea que se evaporaba al entrar en contacto con el aire, formando una ligera cortina de humo, signo de que había comenzado a desvanecerse.

No obstante, Suguru estaba convencido de que aún tenía una posibilidad.

Extendió su brazo hacia el frente, una luz formándose en la palma de su mano. Los restos de la maldición Kuchisake-onna comenzaron a estirarse y concentrarse en su palma, formando una bola negra compacta que emitía luces de colores, alternando entre el rojo, el azul y el morado, para condensarse en una esfera obsidiana con matices ambarinos. Suguru reunió todo el valor que tenía, se pinzó la nariz con los dedos —como si eso fuera a ayudar en algo— y tragó, un escalofrío recorriendo toda su columna en cuanto el asqueroso sabor de la maldición invadió su boca.

Satoru observaba desde un lado, alucinado, aunque no se le notara. Era la primera vez que veía una absorción en directo y estaba asegurándose de grabar cada detalle en su memoria.

—Vale, ya está —dijo Suguru finalmente, tosiendo—. Ah... —Su cara pasó a mostrar asombro, sus ojos viajando de un lado a otro, observando los alrededores.

—¿Qué pasa? —Satoru se dio la vuelta—. Ah, ya, es un destrozo importante.

Suguru le dirigió una mueca de disgusto a Satoru.

Lo que en algún momento había sido una callejuela estrecha ahora parecía un descampado abierto de una obra sin terminar en ruinas. No, peor, era como si múltiples bloques de edificios hubieran sido golpeados por una bola de demolición dirigida por un niño de seis años. Gojo pateó una lata que había rodeado hasta ellos, probablemente de alguna de las máquinas expendedoras.

—¿Cómo vamos a explicar todo esto? —se lamentó Suguru.

—Estará bien, los limpiadores forenses de la escuela se encargarán de eso —lo alentó Satoru.

Suguru lo miró con una ceja enarcada.

—Para tu información, los limpiadores forenses limpian escenas donde haya víctimas o heridos. Estamos hablando de la destrucción completa de una zona de un distrito. ¿Quién va a arreglar eso?

—No pasa nada. Si hace falta, podemos sobornar a los medios de comunicación para que se inventen una excusa.

—¿Es que crees que el dinero lo soluciona todo?

Satoru se encogió de hombros y, por la forma en que lo miraba, Suguru supo que iba totalmente en serio.

—A mí siempre me funciona.

Vale, Gojo Satoru no era precisamente la persona ideal a la que hacer esa pregunta.

Suguru se masajeó las sienes y cerró los ojos, tratando de encontrar la paz interior que le faltaba ahora mismo.

—Solo esperemos que el profesor Yaga no se enfade demasiado.

Un par de chichones a juego más tarde, cortesía de Yaga, Satoru y Suguru se encontraban haciendo el informe de la misión al profesor.

—Conque la maldición Kuchisake-onna —reflexionó Yaga, acariciándose la perilla.

—Había oído hablar de la manifestación de espíritus vengativos ficticios antes, pero no pensaba que fuera realmente posible —comentó Satoru.

—Espera, ¿Kuchisake-onna no es una youkai que había sido asesinada por su marido en vida? Pensaba que era una leyenda folclórica —cuestionó Suguru, frotándose el sitio de su cabeza donde había aterrizado el puño de Yaga.

—Bueno, algunos hechiceros poderosos pueden reencarnar como maldiciones al morir, pero no creo que sea el caso —explicó Satoru—. Las maldiciones vienen de las emociones negativas y pueden tomar muchas formas. Los espíritus vengativos ficticios son maldiciones creadas por el miedo que sienten las personas por los monstruos e historias de terror como esa.

—Siendo así como van las cosas, eso solo significa más trabajo para nosotros —se quejó Yaga—. Bien, con esto es suficiente. Podéis iros.

Los dos chicos recogieron y se despidieron del profesor. Sin embargo, a Suguru todavía le picaba la curiosidad por todo el tema de los espíritus vengativos ficticios, así que aprovechó para preguntar a Satoru en lo que marchaban hacia los dormitorios, su interés por descubrir más opacando la excéntrica naturaleza de su compañero.

—Si el miedo a criaturas fantásticas puede manifestar maldiciones con las características de esos monstruos, entonces, ¿otras leyendas urbanas como la niña del baño Hanako-san o Teke-Teke existen también? —preguntó.

Satoru se encogió de hombros, mirando al frente y con las manos en los bolsillos. Los pasos de ambos, sincronizados, hacían crujir el suelo de madera del pasillo como si fueran solo uno.

—No existe forma de demostrar su existencia hasta que te los encuentras —respondió Satoru, ajustándose las gafas—. Aunque esto explica lo que me pasó el otro día.

—¿Qué te pasó el otro día? —Suguru podía intuir que la historia iba a ser muy... Satoru.

—Le pedí a mi chófer que parara en una repostería que me gusta porque había un dulce de temporada de edición limitada y, justo cuando estaba de regreso, una chica me detuvo para preguntarme algo.

Suguru parpadeó, a la espera de que continuara, poniendo toda su atención en la historia. Satoru continuó:

—El caso es que, inmediatamente, me di cuenta de que sus niveles de energía maldita eran descomunales para una persona corriente. Le dije "No tengo tiempo para esto" y, justo cuando iba a reducirla, desapareció.

—¿Oh? Parece que el acuerdo colectivo de que Kuchisake-onna te deja en paz si le dices que no tienes tiempo también ha pasado a ser parte de la maldición —respondió Suguru, dejando salir una risita relajada.

Pronto, se vio obligado a dejar de reír, porque Satoru lo miraba fijamente y lo sentía, sentía sus ojos incluso a través del firme cristal negro, y no pudo evitar sentirse cohibido, su risa debilitándose poco a poco hasta que los dos quedaron en silencio. Entonces, Satoru dejó de mirarlo y volvió a dirigir la vista al frente.

—Puede. Lo que no entiendo es por qué ahora. Esa leyenda ha existido desde siempre —anotó.

—Mmm... Tal vez se haya popularizado por el teaser de esta nueva película, Carved. Se ha anunciado para 2007, trata justo sobre Kuchisake-onna. —Suguru sacó su teléfono móvil, buscando entre las fotos de su galería y enseñándole el diseño filtrado de la cartelera a Satoru. Este se inclinó para verla con genuina curiosidad.

—¿La gente hace películas sobre eso?

—La gente hace películas de muchas cosas, Gojo-kun, no te haces una idea.

Satoru ojeó a Suguru con interés.

—¿Qué clases de películas ves tú? —preguntó Satoru, deteniéndose. Ya estaban frente a las puertas de sus dormitorios.

A Suguru le sorprendió la pregunta.

—Eh... Así de repente... No soy muy exigente, supongo. Tolero bien casi cualquier género. ¿Y tú?

—Nunca he visto una película.

—Pfff, anda ya.

Silencio, pesado como un bloque de hormigón. El rostro de Satoru, imperturbable. El de Suguru, incrédulo.

—¿En serio?

Satoru se encogió de hombros.

Era realmente preocupante, casi perturbador.

—¿Ni siquiera de niño? ¿Ninguna serie, al menos?

Satoru negó con la cabeza. Suguru no sabía qué era más lamentable, que este chico nunca hubiera conocido lo que era la palabra ocio desde que nació o que no le importara en lo absoluto. ¿Siquiera era consciente de lo deprimente que era su vida?

—No te creo —respondió Suguru incrédulo.

Suguru se dio cuenta de la forma en la que Satoru había apretado ligeramente los labios, conteniendo una mueca, puede que descontento con su comentario.

—Pues no me creas —replicó, abriendo la puerta de su habitación, listo para encerrarse en su habitación.

Justo cuando iba a cerrar, Suguru bloqueó la puerta con la punta del pie.

—Espera.

—¿Ahora qué? —protestó Gojo con tono arisco. Geto se dio el lujo de ignorarlo.

—Este viernes van a estrenar La Lombriz Humana, mucha gente ha estado anticipándola. —A Suguru no le pasó desapercibida la manera en que Satoru seguía empujando para cerrar la puerta, aun con su pie en medio—. Shoko y yo iremos a verla, ven con nosotros.

A Satoru pareció sorprenderle la propuesta. Agachó ligeramente la cabeza, pensativo. Sus gafas se deslizaron ligeramente hacia abajo, dejando entrever parte de sus ojos. No respondió inmediatamente, pero a Suguru le pareció percibir un destello de curiosidad.

—No tengo tiempo, sabes que los fines de semana yo–.

—Podemos coger la primera sesión de la tarde, a mí tampoco me interesa volver de noche, de todas formas —interceptó Suguru, antes de que pudiera ponerle pegas. En cuanto notó que Satoru había dejado de empujar, apartó el pie de la puerta.

Satoru lo observó un rato más, librando una batalla en el interior de su mente. ¿Que cómo lo sabía? Suguru casi podía escuchar los engranajes girando en su cabeza. Después de unos instantes, Satoru empujó el puente de sus gafas con los dedos y respondió:

—Lo pensaré.

CLAP.

Le había cerrado la puerta en la cara.

—Aish... —suspiró Suguru.

Y, como todas las otras noches, la luz de Satoru se apagó. Suguru no se cuestionó si era normal quedarse tanto tiempo frente a la puerta de su habitación, como si esperara que fuera a salir, cuando la suya propia estaba justo al lado, con su cama llamándole.

Tras comprobar que nada había cambiado, ni siquiera después de esa conversación que, en principio, había parecido prometedora, se dirigió hacia su dormitorio. Tras cambiarse, se echó de un salto en la cama y, puede que por el ajetreo de la misión, nada más rozar las sábanas se quedó dormido.

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