
No Comer
—Te odio —declaró Shoko, impasible.
Los tres caminaban en línea, ocupando todo el ancho de la calle, regresando de la sesión de tortura de una hora y treinta y dos minutos que había supuesto La Lombriz Humana.
En cualquier otra circunstancia, Suguru le habría devuelto un comentario sarcástico, pero en esos momentos él también se odiaba a sí mismo. Lo único que quería en ese momento era arrancarse los ojos, rajarse el cráneo con una motosierra y dejar su cerebro a remojo en un cubo con lejía, y ni eso serviría para olvidar el trauma que le había dejado ese largometraje que intentaba hacerse llamar cine.
Al ser la tarde del viernes, las calles estaban abarrotadas y llenas de vida. La gente iba y venía, muchos estudiantes salían para pasar el rato con sus amigos, justo igual que ellos. Aunque era algo difícil saber si ellos podían considerarse amigos.
—Shoko, utiliza tu ritual inverso. Mi mente ha sufrido daños irreversibles, no creo que se pueda curar por su cuenta —suplicó Suguru, jugueteando con su mechón, que aún era demasiado corto como para poder recogerlo con el resto de su pelo.
—Que te jodan —respondió ella, enseñándole el dedo medio—. Dios, necesito un cigarro. —Revisó en sus bolsillos, buscando su mechero, con el cigarrillo ya preparado en la boca—. No puedo creer que me convencieras para ver esa mierda.
—Las reseñas hablaban bien de ella —se defendió Suguru, encogiéndose de hombros.
—Sí, por eso la mitad de las personas abandonaron la sala a los primeros treinta minutos. —Shoko soltó una bocanada de humo—. No sé cómo hemos conseguido aguantar hasta el final.
—A mí me gustó —se dignó a interrumpir Satoru.
Geto e Ieiri giraron la cabeza exactamente al mismo tiempo. Una sensación de timidez desconocida invadió a Gojo. Él no era del tipo de sentirse intimidado cuando la gente lo miraba fijamente, cosa que era bastante normal, pero las caras de Suguru y Shoko formaban una miscelánea que se debatía entre incredulidad, la acusación y el asco. Era… ¡Era agobiante!
—¿Qué? —farfulló—. Los efectos especiales estaban bien.
—¡Eugh! No, qué va. ¿A quién diablos se le ocurre hacer una peli sobre una persona que se convierte en lombriz? —Shoko se llevó una mano a la cabeza—. Coño, si hasta el nombre lo dice. Sigo sin creerme que accediera a ver esta basura.
—Pero las escenas de acción estaban bien —refutó Satoru con insistencia.
—Ya veo que te gusta el gore —masculló Shoko con disgusto, dando otra calada.
Suguru se rio ante el comentario.
—No sé, a mí me pareció un poco excesivo, toda esa sangre y vísceras —respondió—. Sobre todo la parte en la que los detectives van a por el científico y este utiliza el bisturí para…
—¡Cállate, cállate, no me lo recuerdes! —le cortó Shoko con tono amenazante—. Ni se te ocurra.
—Estoy seguro de que acabarás viendo cosas más horribles —se carcajeó Suguru—, y reales.
—Eso es diferente. En la peli era como si el que lo hizo disfrutara de ello: la violencia, la transformación, el morbo… Ugh… Y las escenas asquerosas que solo buscaban escandalizar solo servían para restarle valor a lo poco que fuera salvable, si es que había algo salvable.
—Sigo pensando que lo hicieron bastante bien —reiteró Satoru.
—Tampoco es que haya visto algo así en la vida real como para comprobarlo. —Después de un par de caladas, Shoko estaba más tranquila—. Todavía.
—Muy graciosa —respondió Suguru—. En fin, creo que exageraron demasiado algunas cosas. Sobre todo en la parte de la tortura.
—Te aseguro que es así como es —insistió Satoru.
—Si tú lo dices…
—Por eso digo que los efectos especiales estaban bien.
—Basta, Gojo. Suenas tan convencido que por un momento creería que lo has visto en persona. —Restos de humo se escapaban por la nariz y boca de Ieiri mientras hablaba.
—Porque es así.
Shoko rio. Suguru también quiso reír, pero había algo en los ojos de Satoru, en la forma en que se clavaban en él, en la acuciante presión que se había acostumbrado a sentir cada vez que lo miraba de esa manera. Entonces lo supo: lo que había dicho era la verdad, de verdad había visto eso antes. Shoko se dio cuenta de que estaba riendo sola y, viendo el incómodo silencio que se estaba formando, paró.
Nadie dijo nada.
Los tres se detuvieron en seco, en mitad de la calle. Para Satoru fue como si el barullo de la gente de su alrededor se hiciera más evidente, casi insoportable, mientras Shoko y Suguru barajaban sus próximas palabras con cautela. Los peatones que paseaban por el lugar los rebasaban, molestos por el engorroso obstáculo que suponía esquivarlos a los tres.
—¿Qué? —inquirió Satoru cuando ya no pudo soportar más que no dijeran nada.
Suguru y Shoko intercambiaron unas miradas complejas, pero indiscretas, cosa que solo consiguió agobiarlo un poco más. Finalmente, escogieron una esquina en la que poder apartarse, para no interrumpir el paso de la gente y poder continuar la conversación.
—¿Y cuándo… fue eso exactamente? —comenzó a interrogar Shoko.
—Un par de veces, cuando tenía seis años más o menos.
Shoko dio un silbido suspicaz, alzando las cejas.
—¿Y lo recuerdas? —preguntó Suguru.
Satoru se encogió de hombros.
—No mucho, solo que no llegaron muy lejos. Tan rápido como lo intentaban, estaban de vuelta a la finca. Era la forma de castigarlos, supongo. Ahora ya no pasa… tanto —aclaró.
—¿Delante de ti? —Suguru no daba crédito—. ¿Con seis años? ¿Te hacían mirar o…?
—No era que estuviera obligado a mirar, es que no les importaba si yo estaba delante, supongo. De todas formas, no era para tanto —Gojo le restó importancia con un ademán.
Otro intercambio de miradas. Si se parecía a las escenas sanguinolentas de la película, sí que era para tanto. ¡Y tanto que lo era!
—¿Y castigar a quién? ¿Es que intentaron secuestrarte o algo? —tanteó Shoko.
—Oh, no. Eso solo pasó un par de veces cuando tenía unos cuatro, —Satoru sacudió la mano haciendo una gesto de aproximación. La tranquilidad de su entonación era alarmante—, y esos rara vez salían con vida. No, ese castigo era disciplinario.
—Tssss… —siseó Shoko en una aspiración.
—¿Y querían disciplinar a…? —se atrevió a preguntar Suguru.
Satoru se rascó la nuca.
—Sirvientes que querían escaparse o se negaban a seguir órdenes y… eso… —No sabía qué era ni por qué, pero sabía que, por alguna razón, sus palabras solo empeoraban la situación—. ¿Qué?
Tanto Shoko como Suguru se quedaron sin saber qué decir. A la chica incluso se le cayó la colilla de la boca al suelo. Satoru se tomó la molestia de pisarla para apagarla.
—¿Así es como castigaban a…? Pero… Quiero decir… —Suguru había olvidado cómo se estructuraban las frases.
—No entiendo a los ricos —declaró Shoko, recogiendo los restos de su colilla y echándola en su cenicero portátil, para luego guardarlo en su bolsillo.
—¿No bastaba con despedirlos?
—No podemos despedirlos —explicó Satoru.
—¿Por qué no?
—A fin de cuentas, son miembros de la familia.
—Hala… —soltó Shoko.
—¿De la familia? O sea, ¿que tus sirvientes son Gojo? Pero… ¿Por qué…?
—No son miembros cualesquiera. Solo los que no tienen técnica ritual o aquellas que surgen distintas o débiles.
—Seguro que tiene que ver con los cruces entre primos —opinó Shoko.
Suguru prefirió no imaginárselo e ignoró el comentario. Las últimas palabras de Satoru habían calado en él de una forma que no era capaz de describir. Solo sentía que había algo muy turbio cociéndose dentro del clan. Llegó a preguntarse si todos los demás eran así también. ¿Y cómo podía él dejar que sucediera delante de su cara y quedarse tan ancho? ¿Acaso para ellos esto era normal? ¿Esa era la clase de personas que eran?
—Gojo, no puedes castigar a otros solo por no querer hacer lo que tú quieres. ¡Menos a miembros de tu familia! ¡Eso está mal! —reprochó Suguru.
Satoru pareció sorprenderse por su repentino cambio de tono, incluso se echó hacia atrás.
—No es culpa mía. No soy yo quien elige eso —murmuró, más para sí que para que lo oyeran los demás.
—Aun así, no puedes quedarte ahí parado y ver cómo hacen daño a otros. Si solo te quedas mirando, eres tan culpable como ellos —espetó Suguru, su tono volviéndose más severo—. Deberías hacer algo al respecto.
—¿Algo como qué? —A Satoru no le estaba gustando que lo tratara de esa manera. Su tono también se estaba volviendo más obstinado.
—Personalmente —interrumpió Shoko, intentando cortar la tensión que había empezado a formarse entre los dos chicos—, si fuera tú me cargaría a todos esos viejos o los que sean que te controlan. O sea, tú podrías hacerlo, ¿no?
A lo mejor lo que pretendía era darle un toque humorístico a la situación, pero solo lo estaba empeorando. Suguru se giró hacia Shoko con indignación, sus ojos chisporroteando con ira y desaprobación. La chica se había recostado sobre la pared de brazos cruzados y sonreía con suficiencia.
—No estarás hablando en serio, ¿verdad?
—Pfff, pues claro que no. No promuevo el genocidio en masa —rio ella.
—No es gracioso.
—¿Sabes una cosa? Puede que lo haga —interceptó Satoru. El chico se cruzó de brazos y apartó la vista con indignación.
—Repito, no es gracioso.
—No estoy de broma. —Satoru se quitó las gafas con violencia. Su mirada estaba llena de frialdad, pero en el azul de esos ojos ardía un mensaje claro: no me retes.
—¿Quieres ponerte así? Pues por mí perfecto —gruñó Suguru, acercándose a él.
—¿Qué pasa? ¿Quieres atención? Yo te la doy.
Ambos inclinaron sus cuerpos hacia delante, sus frentes prácticamente tocándose, mientras se desafiaban con la mirada. Shoko sintió que tal vez debería interponerse entre ellos, antes de que pasara a mayores, pero su instinto de supervivencia le impedía intervenir. No quería morir hoy.
—No, pero si tienes algún problema podemos resolverlo aquí mismo —repuso Suguru.
—Inténtalo si te atreves, flequilludo… Oh, espera un momento. —Satoru se llevó una mano a la boca, fingiendo desconcierto.
Suguru recordó entonces su incidente cabelludo. Apretó los puños con rabia y entrecerró los ojos.
—Gojo Satoru…
De la nada, un tono comenzó a llamar, arruinando el ambiente. Era horrible, chirriaba a los oídos y se notaba que era el tono por defecto del aparato. El móvil zumbaba igual que un abejorro enorme y fastidioso.
Gojo sacó el teléfono de su bolsillo, un Fujitsu en color crema de tapa plegable, rezongando algo sobre que quién se creía que era y qué sabría él. Nada más mirar el número, todo su semblante se oscureció y sus quejas se acabaron. Geto, que había estado a punto de decir algo vulgar e inapropiado, contuvo la respiración, sintiendo cómo se le bajaban los humos al ver la cara de Gojo. Este se pegó el teléfono a la oreja.
—Sí… Ya. —Gojo le echó un vistazo a Geto mientras volvía a ponerse las gafas—. Estoy aquí, ¿dónde está él? No. No es culpa suya, he sido yo. Vale.
Satoru colgó. La tapa del móvil hizo un pequeño clap al cerrarse.
—Mi chófer está esperándome —susurró Satoru, evitando la mirada de Suguru.
En ese momento, Suguru sintió que tal vez se había pasado con Satoru. Aún no lo conocía lo suficiente. A pesar de que podría haber vivido sin descubrir la pasión que parecía sentir por el gore, ver una cara nueva de él, aunque le entraran ganas de partírsela, era refrescante. Además, aparentemente, llevaba acostumbrado a un entorno cuestionable desde que tenía uso de razón. Suguru pensó que no podía permitir que siguiera por ese camino. Tal vez, lo único que le hacía falta a Satoru era probar la vida real.
Como nadie más decía nada, Satoru optó por no seguir y marcharse directamente, la cabeza un poco gacha. Su pelo se cernía sobre su frente y ensombrecía un poco su expresión. Fue ahí cuando Suguru se dio cuenta de algo.
—Gojo-kun —lo llamó.
Satoru alzó ligeramente la cabeza para mirarlo. Suguru le pasó los dedos por la frente, apartándole los mechones que estaban a punto de llegarle a la altura de las cejas. Satoru se congeló en el acto.
—Tu pelo ha crecido —dijo Suguru.
…
…
…
Satoru observó perplejo a Suguru antes de apartarle la mano de un manotazo. Después, se marchó sin decir nada.
—Nos vemos… —se despidió Shoko antes de que Satoru girase la esquina. No recibió respuesta.
Suguru lo vio marcharse, luego se miró la mano que le había apartado y suspiró, masajeándose el puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—Perdona. No tendrías que haber visto eso —se disculpó con Shoko.
Ambos reanudaron la marcha para volver a la escuela.
—No te preocupes. Mira el lado positivo, es la primera vez que tenéis una conversación de algo que no sean misiones o monosílabos.
—Y qué gran conversación —refunfuñó Suguru.
Shoko soltó una risita.
—Por algo se empieza.
—Para ti es fácil decirlo, doña ruta genocida.
—Hey, no se me ocurría otra cosa. Además, seguro que lo dijo porque estaba enfadado, no va a matar a nadie. ¿Te imaginas? Quién lo viera siendo el único miembro del clan Gojo dentro de diez años.
Geto miró de reojo a Ieiri, su cara reflejando claramente que no le parecía gracioso. Shoko echó el cuerpo hacia adelante para tener una mejor visión del rostro de Suguru mientras andaban.
—Y dime, ¿cómo le convenciste para venir?
—Simplemente surgió —explicó Suguru encogiéndose de hombros—. ¿Te puedes creer que nunca había visto una película?
—Me lo creo —bufó ella—. Oye, ¿quieres ir a tomar algo? Aún es temprano.
—Todavía nos quedan dorayakis en la nevera —le recordó Suguru.
—¿Qué? No. Miré ayer y ya no había. Pensé que te los habías comido tú.
—¿Cómo? —Suguru se detuvo—. No puede ser, había suficiente para toda la semana.
—Se lo habrán comido nuestros senpais. Aunque rara vez los veo, es como si no existieran. Será que no tienen tiempo para hacerse su propia merienda.
—Seguro que fue por culpa de la bolsa en la que los metiste.
—Ah, sí, la de “Paloma Muerta: No Comer”. —Shoko rio—. Admite que era bueno.
—Es penoso. Y ya has visto que no funciona. Lo más probable es que a alguno le entrara curiosidad y la abriera. Y luego se los comió.
—Tienes razón. La próxima vez debería poner una paloma muerta de verdad primero, así no la volverán a intentar abrir.
Suguru miró a Shoko con la boca abierta, haciendo una mueca que a la chica le pareció muy graciosa. Soltó una carcajada antes de continuar.
—Bueno, ya no podemos hacer nada. ¿Vamos a comer o no?
Suguru suspiró. No tenía apetito en ese momento, pero pensó que le vendría bien distraerse y olvidar todo lo sucedido, con lo sucedido refiriéndose a la asquerosa película que habían visto, por supuesto. ¿Qué otra cosa?
—Te sigo.
Domingo por la tarde.
Suguru observaba con orgullo el armario en el que había estado colocando los aperitivos el día antes y también veía cómo las cantidades disminuían rápidamente a lo largo de la semana. Las puertas tenían ventanillas de cristal, así que podía verse el arcoíris de colores que conformaban los paquetes, puestos uno al lado de otro de forma agradable a la vista, aunque bastante desordenada e ilógica si uno se fijaba, dulces, salados y mezclillas alternándose sin patrón evidente más que el color del empaquetado. Ante todo, prioridades. Aun así, la creciente velocidad con la que arrasaban y reponían el contenido de los aparadores le resultaba preocupante. A Suguru le gustaba combinar dulce y salado para armar un equilibrio agradable a la hora del picoteo. De vez en cuando, se distraía estudiando o leyendo y acababa con paquetes enteros de comida, cosa que sentía que era normal para cualquier estudiante. No obstante, no recordaba que fuera tan intenso durante la secundaria. De hecho, para no perturbar su horario de alimentación, limitaba lo que comía entre horas o lo evitaba, si era necesario. ¿Tal vez combinar la hechicería con los estudios de preparatoria le estaba pasando más factura de la que había tenido en cuenta? El aumento de actividad física se hacía notar, y curarse a toda velocidad de heridas circunstancialmente letales gracias a la Técnica de Maldición Inversa (TMI, para los amigos) de Shoko también abría el apetito. Y, aun así, seguía sin comprender por qué la comida desaparecía tan rápido.
Ese pensamiento dio paso a otro mucho más deprimente:
Se sentía solo.
Todo el mundo tenía algo que hacer, excepto él. Shoko estaba en la sala común, arrasando las decenas de páginas de la pila de libros que se había traído de la biblioteca. Cuando le fue a preguntar qué tal le iba, la chica se llevó las manos a la cabeza y comenzó a bramar “¡Se supone que es un péptido catecolamina! ¡¿Cómo que no?! ¡Es un péptido catecolamina!” y otro par de cosas que Suguru ni entendía ni quería entender. Debería sentirse afortunado de tener el día libre y ninguna misión. Así fue como acabó acomodando las compras del fin de semana.
No obstante, después de haber pasado la mañana entera entrenando por su cuenta, haber hecho recuento del número de maldiciones que había conseguido, preparar el almuerzo y la merienda de suya y de Shoko, adelantar temario de clases y entrenar varias horas por su cuenta hasta que incluso el saco de boxeo de pie pareció comenzar suplicarle que se detuviera.
Y todavía eran las seis de la tarde.
Eso de ser solo tres alumnos era más duro de lo que esperaba.
Después de pasar un tiempo sopesándolo, concluyó que podría hacer la cena de esa noche. Tenía tiempo. Shoko seguramente se quedaría enfrascada en sus libros por unas horas más. Puede que incluso le diera tiempo de hacer un postre.
Suguru rebuscó en la alacena para ver qué se le podía ocurrir. Sus ojos vagaron entre las latas de comida y los botes de conserva hasta aterrizar en los paquetes de roux de curry instantáneo. Con un pequeño estirón, su brazo alcanzó una caja. Tras observarla con detenimiento y girarla un par de veces en sus manos, la dejó encima de la encimera. Cogió otra por si acaso.
—Arroz al curry será.
La nevera se abrió con un clang. Suguru cogió todo lo necesario que había a su disposición y lo dejó sobre el pollo de la cocina. En un caldero de tamaño medio echó una cantidad generosa pero precisa de aceite de oliva. Seguidamente, agregó trozos de una cebolla después de haberla cortado en rodajas, revolviéndolas hasta que adquirieron un color dorado. Después de agregar la sal, unos dientes de ajo, el jengibre y una manzana rallada, llegó el turno del pollo. A esas alturas, la mezcla comenzaba a oler bien. Tan bien que incluso Shoko se vio atraída por el aroma.
—¿Curry? —escuchó Suguru a sus espaldas.
Sin girarse para mirarla, sumamente concentrado en la comida, respondió:
—¿No estabas estudiando?
Shoko soltó un bufido de exasperación.
—Ya estoy harta. Además, esto parece mucho más interesante.
—Entonces puedes ayudarme haciendo el arroz —sugirió Suguru, girando la cabeza y mirando a Shoko por encima del hombro.
La chica estaba apoyada de espaldas sobre la pequeña isla de la cocinilla, mirando desde la distancia cómo Suguru terminaba los preparativos del curry.
—Eh… Me acabo de acordar de que me falta un tema —se excusó sin una pizca de vergüenza, abandonando la estancia a toda velocidad.
Suguru rio para sí mismo.
El arroz tardaba en hacerse alrededor de veinte y treinta minutos. En ese tiempo, decidió que el postre de esa semana sería yokan.
Justo al finalizar la preparación del postre gelatinoso y, tras meterlo en la nevera, la arrocera terminó de cocinar el arroz. Suguru abrió la tapa del aparato y comenzó a remover el arroz para que el fondo no se secara mientras seguía dentro y en lo que terminaba de servirlo todo. Le gustaba la sensación del vapor que desprendía contra su piel en el proceso.
Después de servir dedicadamente el arroz y el curry, Suguru se dirigió hacia la sala común en la que estaba Shoko. Esta había apartado todos sus libros a un lado y se encontraba chateando en el móvil.
—¿Con quién hablas? —preguntó Suguru, dejando el plato frente a Shoko.
Shoko cerró su móvil de inmediato, acercando el plato hacia sí.
—Con nadie —respondió, oliendo la comida.
Suguru le dejó los cubiertos para que pudiera empezar a comer. Una maldición dócil con la forma de un ajolote, pero con el cuerpo alargado y cubierto por un pelo suave y esponjoso de colores blancos, marrones y verdes, actuando como carrito de servicios, trajo unos vasos con zumo.
—Guau, menudo servicio —comentó Shoko, cogiendo uno de los vasos—. Pero, ¿seguro que puedes hacer eso?
Suguru cogió el otro y dejó a la maldición irse.
—Ya avisé de que haría recuento hoy. Por lo que respecta a Yaga, yo sigo entrenando, ¿verdad? —Suguru le guiñó el ojo.
—Sí, a las ocho de la noche, claro.
—Pfff. Pero tú sí estás aquí estudiando, ¿por qué yo no puedo? Además, somos los únicos del curso. No tendrás pensado delatarme, ¿no? — Sonrió con picardía.
—Pffff… Nadie me creería, con esa cara de angelito que te traes. Y yo pensando que serías el típico niño recto y perfeccionista, pero mírate, utilizando tu permiso de invocación para esto. —Shoko probó el curry. Al hacerlo, abrió los ojos con sorpresa y sonrió—. Está bueno, ¿dónde has aprendido a cocinar así?
No era la primera vez que a Suguru se le antojaba preparar algún plato, además de las merendolas que hacían los fines de semana, y Shoko se preguntaba de dónde había salido esa facilidad y natural con la que Suguru afrontaba la cocina.
—Digamos que he tenido la suerte de ir a la escuela con mejor formación de todo Japón. —Suguru comía de su plato con una elegancia difícil de describir.
—¿Y esa es…?
Suguru miró a Shoko con un aire misterioso, sus ojos entrecerrados con una sonrisa gatuna.
—Ser pobre.
Shoko soltó un ronquido de risa.
—Tendré que apuntarme, entonces.
—No lo hagas, te lo suplico —rio Suguru.
—¿Has hecho postre?
—Creía que no te gustaba el dulce.
—Y no me gusta, pero siempre haces, sería raro que no hicieras.
—Jaja, no te equivocas. He hecho yokan, pero tardará unas horas en enfriarse lo suficiente.
—¿Quieres que prepare un tapper? —inquirió Shoko, alzando las cejas repetidas veces.
—¿Otra vez lo de la paloma? Ni se te ocurra.
—Tú sabrás.
Ambos siguieron charlando. Shoko puso a Suguru al día en cuanto a sus avances con la medicina.
—Entiendo que combinar estudios generales con hechicería es duro pero, ¿no te estás pasando un poco? Además, ya tienes el ritual inverso, ¿qué más necesitas?
—No lo entiendes. La Técnica de Maldición Inversa puede curar heridas, pero no puede regenerar órganos arrancados ni miembros amputados —explicó Shoko, dibujando en el aire. Suguru prefirió no cuestionar con qué había experimentado para averiguar eso—. Eso significa que, mientras tengas una base celular, podrás hacer que se replique a sí misma, pero también significa que no puedes crear de la nada ni tampoco transformar dichas células.
—Ah… —No había entendido ni papa.
—No tengo idea de por qué es así, pero el caso es que conocer el cuerpo humano es importante. Eso y la licencia médica, que bueno…
El aura de Shoko comenzó a enturbiarse de una forma preocupante. No era amenazante, pero Suguru tenía la impresión de que ella era menos escrupulosa de lo que quería aparentar, y eso lo inquietaba. Con una sonrisa, le restó importancia al asunto.
—Aun así, estamos en primero. Aún tienes tiempo.
—Oh… ya. Bueno, el examen de acceso es lo que menos me preocupa. Planeo sacarme el grado en cuatro años o menos.
La sonrisa de Suguru se congeló.
—Pero… ¿No son seis años por la vía normal?
Shoko se encogió de hombros, como si no fuera la gran cosa.
—Sí, pero… Somos hechiceros. Ya sabes…
Suguru reflexionó sobre esas palabras. Eran hechiceros. No vivirían mucho. Cuanto antes, mejor. Si suponía una mejora, un pequeño cambio a mejor, merecía la pena luchar para hacerlo realidad lo antes posible.
—Tienes razón —asintió.
Un silencio.
—Perdona, no quería estropear el ambiente.
—No te preocupes, es la realidad. Cuanto antes la aceptemos mejor.
Un rato después, Shoko comenzó a removerse con incomodidad. Rumiaba con la boca vacía y se relamía los labios. De vez en cuando, daba sorbos nerviosos al zumo. Cuando Suguru quiso preguntar qué le sucedía, la chica agarró la botella de zumo y, sin servirla, se la bebió de un trago, soltando un gran suspiro al terminarla. Suguru se ahorró los comentarios.
—Una pregunta, Geto —dijo Shoko, finalmente.
Suguru invocó de nuevo al ajolote peludo y colocó los platos vacíos y los cubiertos sobre él.
—¿Usaste roux de curry? ¿El que viene en bloques?
—Eh… Sí. — respondió Suguru mientras recogía. Después, señaló la enorme torre de libros—. ¿Necesitas ayuda con eso?
Shoko miró la pila y luego a Suguru.
—No, me quedaré un poco más.
Suguru se encogió de hombros con una sonrisa, terminando de recoger.
—Solo me preguntaba, —Shoko tosió, extendiendo el brazo hacia una de las dos botellas de dos litros de agua que dejaba en el suelo para beber mientras estudiaba—. ¿Cuántos utilizaste?
—Dos paquetes.
Shoko se atragantó con el agua.
—Dos… cof… ¡Dos paquetes! ¡Cof, cof! Dios… Ya decía yo que me estaba entrando sed —se quejó con apatía.
Suguru le dio unos golpecitos en la espalda para ayudarla.
—¿Sí? Yo creo que estaba demasiado suave… Tal vez debería cambiar de marca.
La chica le miró con incredulidad.
—Ni se te ocurra. ¿Qué te pasa? ¿No tienes sentido del gusto o qué?
Otra sonrisa complaciente de Suguru. Shoko rodó los ojos, indignada.
Suguru alzó las manos en señal de rendición, pero sus ojos se burlaban de ella. Antes de salir de la sala, se giró hacia ella una última vez.
—Buenas noches, no te quedes hasta tarde.
Con la nariz ya hundida en un nuevo libro, Shoko hizo un gesto con el brazo para despedirse.
Suguru regresó a la cocina y limpió la vajilla junto a los resto de utensilios que había usado esa tarde. Con un vistazo al reloj de pared, comprobó que ya eran las nueve de la noche. Una parte de él quería estirar la velada lo máximo posible pero, por otra, no tenía nada más que hacer.
Echó un último vistazo a los armarios de la cocina. En poco tiempo, el contenido volvería a desaparecer y quedarían vacíos hasta la próxima compra.
Fue entonces cuando se le ocurrió una idea.
Suguru cerró los ojos. Era difícil explicar la forma en que invocaba las maldiciones o cómo sabía a cuál estaba llamando. La mejor forma sería compararlo a buscar tus extremidades del cuerpo en la oscuridad. Uno podía extender un brazo, mover los dedos o palpar otras partes de tu cuerpo con precisión, incluso sin ver dónde estaban. Sus maldiciones eran algo parecido, sabía cuántas tenía, dónde se almacenaban y, como si fuera un reflejo, con desear que se movilizaran, aparecían ante él. Eran una extensión de sí mismo pero, al mismo tiempo, ajenas a él.
El espíritu maldito que invocó tenía cuerpo de ave, de plumaje grisáceo y verde con reflejos plateados. La cabeza era idéntica a la de un pájaro normal, pero tenía dos enormes ojos de mosca y dientes de roedor dentro del pico, elementos que hacían al ave espeluznante. Una maldición inferior a tercer grado salida de la aversión y el asco a las palomas, las ratas con alas de la urbe. Puede que a los no hechiceros no les gustaran, pero tampoco les temían. Solo resultaban animales particularmente incordiosos que había que espantar con frecuencia, razón por la que habían manifestado una maldición tan curiosa y debilucha.
Suguru soltó una risita traviesa mientras abría la nevera y escondía la maldición dentro de una bolsa de almuerzo cualquiera. Tenía que reconocérselo a Shoko, sí que era una buena idea. Las maldiciones de este tipo rara vez eran útiles en el combate, pero sí que servían para patrullar un área si Suguru revisaba con frecuencia su estatus.
Satisfecho consigo mismo, puso rumbo a su propia habitación, realizó todas sus rutinas nocturnas y se acostó en la cama. Ser un estudiante responsable estaba sobrevalorado.
El sueño de Suguru era azul. Azul, como el arrullo de las olas del mar contra la orilla; azul, como el cielo iluminado por el sol del verano, atravesado por las nubes blancas teñidas de algodón; azul, como el infinito que se extendía a través del horizonte y que, a veces, hasta le devolvía la mirada.
Suguru yacía en medio del océano, meciéndose suavemente al son de la marea, disfrutando de todas esas cosas. En la distancia, una de sus maldiciones, la manta raya, surcaba el firmamento con gracia. El sol brillaba con fuerza, pero mirarlo no le hacía daño. Ojalá pudiera disfrutar de eso más a menudo.
De repente, la atmósfera comenzó a oscurecerse. Las nubes se volvieron grises y comenzaron a rugir con fiereza. El agua, que hasta el momento había estado tibia, a la temperatura perfecta, se volvió gélida, y el oleaje comenzó a volverse salvaje.
De un momento a otro, Suguru estaba siendo arrastrado por las olas. La costa había desaparecido y un torbellino había comenzado a absorberlo hasta el fondo en una trayectoria de espiral. Ninguna de sus maldiciones respondía a su llamado y no contaba con la fuerza necesaria para oponerse a la marea. En unos instantes, quedó sumergido en el agua, con las corrientes tirando de él hacia las profundidades. El tierno azul del verano se volvió negro. Todo se volvió negro.
Y despertó.
Era difícil explicar qué sentía cuando una de sus maldiciones era exorcizada. La mejor forma sería compararlo con un miembro fantasma. Era como si sintieras tus extremidades, el hormigueo, su presencia, pero, al ir a buscarlas, descubrieras que no estaban ahí. Si eso ocurría, a Suguru lo invadía una sensación extraña, como si le faltara algo en su interior. Una punzada que le recordaba que algo había cambiado, una pequeña voz en su cabeza que, silenciosamente, le hacía decir que prestara atención. Era breve, duraba apenas unas milésimas de segundo, pero era más que suficiente. Era más que suficiente para saber que algo le había sucedido a su estúpida paloma.
Suguru se levantó de un salto de la cama y revisó su móvil, que estaba en la mesilla de noche.
—¿Las cuatro de la mañana? ¿Quién es el degenerado…? Argh…
Era una broma inofensiva. De hecho, esperaba que fuera Shoko quien se la encontrara al día siguiente para que pudieran reírse juntos de esto, pero Suguru no se la imaginaba del tipo que hacía picoteo nocturno. Luego, recordó que la había dejado estudiando en la sala común, y pensó que, a lo mejor, se había distraído y había decidido que ya era demasiado tarde como para irse a dormir y le era más rentable pasar la noche entera despierta.
Un poco más tranquilo, caminó de puntillas hacia la cocina, sin tan siquiera cambiarse o ponerse unos zapatos. Comprobaría rápidamente qué le pasaba a su amiga y regresaría para dormir. Si podía dormir aunque fuera media hora más después de eso, sería suficiente.
El corazón de Suguru comenzó a latir con ansiedad, aunque no era capaz de explicar por qué. El hormigueo en su estómago le decía que tuviera cuidado, la voz sin sonido de su cabeza que fuera discreto. Despacio, se asomó por la puerta de la cocinilla.
La luz estaba apagada, a excepción de la de la nevera, lo que indicaba que la misma estaba abierta. Solo se escuchaba el ruido de paquetes, cajones y puertas, abriendo y cerrándose de forma casi desesperada. Revolviendo, desarmando, desbaratando, volviendo a colocar. Quien fuera que estuviera ahí, estaba armando un desastre.
Mordía, tragaba, bufaba, resoplaba, devoraba, se ahogaba, bufaba, resoplaba, cogía aire, seguía comiendo y vuelta a empezar. Solo de escucharlo, a Suguru le entraba ansiedad.
En un momento dado, escuchó el ruido de una bolsa siendo arrugada y tirada, seguido de una voz familiar.
—No sé qué esperaba… —se escuchó en un gruñido bajo.
Suguru no daba crédito.
Olvidando el nerviosismo que había sentido hace unos pocos minutos, pulsó el interruptor y entró a la cocina.
Agazapado en el suelo, con un desastre de paquetes y bolsas de comida a su alrededor, con todo el piso lleno de migas y pizcos, se encontraba…
—¿Satoru?
Esos ojos azules lo miraron, su presión más ahogante que nunca. Tenía los ojos abiertos como un gato acechante, llenos de una culpa que solo podía sentir alguien que se había visto descubierto, y un brillo intimidante que competía con la luz del refrigerador. Las manos y boca sucias eran la prueba de sus crímenes.
Suguru no sabía qué decir. Lo único que supo fue que, en el instante siguiente, había sido lanzado contra la pared.
La Aldea (Parte 1)
El golpe arrancó todo el aire de los pulmones a Suguru. Nunca se había enfrentado a Satoru con la fuerza del infinito, pero no quería volver a repetir la experiencia.
Antes de que pudiera recuperar el aliento y decir algo, Satoru puso pies en polvorosa y salió pitando de la cocina, dejando a Suguru solo con el caos que se había formado en la cocina. Debido a lo precipitado de su huida, Satoru ni siquiera se había acordado de cerrar la nevera. Bolsas y paquetes de dulces, chucherías y chocolates desperdigados por el suelo.
Después de observar el panorama, Suguru suspiró con derrota y se puso manos a la obra. Se acabó lo de regresar a la cama y dormir otra hora más.
La mañana del lunes llegó.
A Suguru le pesaba el alma.
Había terminado de limpiar justo a tiempo para fingir que le estaba preparando el desayuno a Shoko, a quien no se le olvidó hacer un comentario burlón sobre lo diligente que estaba siendo últimamente. Él se limitó a sonreír y dibujar un dedo medio con el ketchup en su tortilla, no con mucha exactitud, pero sí la suficiente para que la chica le enseñara el suyo propio en respuesta.
Sin embargo y por mucho que se esforzara, su cara delataba que algo había ocurrido por la noche. Ello se hizo más evidente cuando, en medio de clase, Yaga le llamó la atención para preguntarle sobre algo.
—Suguru, ¿respondes o no?
—¿E-eh? —balbuceó él.
El profesor Yaga suspiró con pesadez.
—Vale, hagamos una cosa. Si me dices de qué iba mi pregunta, pasaré por alto que no sepas la respuesta.
Suguru se quedó mirando a Yaga fijamente. Pudo sentirse a sí mismo palidecer mientras buscaba la contestación correcta. Lo cierto era que no tenía ni idea de lo que habían estado hablando en todo lo que llevaban de clase. Echó un vistazo a la pizarra, con la esperanza de que el contenido le diera una pista, pero no había nada. Así pues, solo pudo responder lo primero que se le vino a la mente:
—Esto… ¿péptidos catecolaminas?
Shoko, a su lado, exhaló con fuerza, tratando de no reírse en voz alta.
Suguru se preparó para el impacto.
¡PUMBA!
Otro chichón para la colección. El chico lo acarició con compasión.
—Ha pasado algo. Dímelo.
Suguru abrió los ojos con sorpresa. Tal vez Yaga era más perspicaz de lo que había considerado en un principio. Discretamente, sus ojos viajaron hacia Satoru. Este se encontraba igual que siempre, mirando al frente, indolente e impasible, de piernas y brazos cruzados.
La mirada de Suguru volvió al profesor.
—No es nada.
Yaga arqueó las cejas, obviamente nada convencido por esa mentira tan descarada.
—Suguru —lo llamó con severidad.
El problema para Suguru no era el sueño. Había dormido mucho menos en el pasado, y por razones más burras. El problema era que no podía sacarse de la mente aquella imagen: Satoru, devorando como si llevara días sin comer, como si fuera lo último que podía hacer en vida. Un Satoru que lo miraba como un perro callejero acorralado contra la pared, enseñando los dientes para esconder su vulnerabilidad, deseando huir con todas sus fuerzas. ¿Cómo podría olvidarlo?
Yaga bufó.
—Si no te interesa la clase, eres libre de irte. —Era evidente que no era una sugerencia—. Sal y ve a despejarte.
—Noooooo —se quejó Suguru, infantilmente, despatarrándose sobre su silla.
—No hagas eso.
Suguru volvió a sentarse correctamente, no porque su maestro se lo pidiera, sino porque ese sentimiento familiar y pesado que no era capaz de identificar había vuelto a manifestarse sobre él. Su mirada volvió a posarse sobre Satoru. Nada, seguía mirando al frente.
—Suguru, ven conmigo —ordenó el profesor, abriendo la puerta del aula para dejarlo pasar.
El llamado lo siguió con desgana bajo la mirada inquisidora de Shoko. Suguru hizo un gesto para indicarle que ya hablarían luego.
—Y vosotros dos, no hagáis nada hasta que vuelva. ¿De acuerdo?
Satoru no se movió y Shoko solo hizo un pequeño ademán para que se marcharan de una vez.
Yaga cerró la puerta tras de sí y ambos caminaron un par de metros, hasta el final del pasillo, donde se detuvieron para hablar.
—Es otra vez por Satoru, ¿verdad?
Suguru guardó silencio, reflexionando acerca de su respuesta. Sí, era Satoru, pero no de la forma en que el profesor se lo imaginaba. Bueno, no sabía qué se estaría imaginando, pero seguro que no era eso.
—Profesor, ya le he dicho que–
—¿Quieres que hable con él?
Eso lo tomó por sorpresa. Esperaba otra de sus charlas nobles sobre la importancia del compañerismo y la soledad perpetua a la que están destinados los hechiceros, y blah, blah, blah… No se esperaba que de verdad estuviera dispuesto a entrometerse entre él y Satoru personalmente. Hasta le hizo sentirse un poco culpable, pero no podía evitar que le picara la curiosidad.
—¿Estaría dispuesto a eso? ¿No sería un problema para usted?
Aunque Suguru no tenía muy claro el funcionamiento de la jerarquía en el mundo de la hechicería, imaginó que no sería muy diferente del de la gente normal. Si alguien importante se portaba mal y alguna persona ordinaria se atrevía a plantarles cara, lo más común sería que la última fuera la que peor saliera parada del conflicto, aun si tenía razón. El profesor Yaga era fuerte, pero Satoru era más importante.
—¿Más problemático que hacer saltar la alarma en medio de la madrugada? Lo dudo.
Mierda, la paloma. Tal vez Suguru se había tomado demasiadas libertades para una pequeña broma, se había olvidado de aquel detalle. Un sudor frío comenzó a bajarle por la espalda.
—Bueno, verá…
—No me pongas excusas.
Suguru cerró la boca de inmediato.
—Perdón. —Mentalmente, se preparó para el regaño y, probablemente, el castigo que le esperarían.
—Fue Satoru quien te provocó, ¿no?
—... —Suguru parpadeó un par de veces—. ¿Perdone?
“Pffff… Nadie me creería, con esa cara de angelito que te traes. Y yo pensando que serías el típico niño recto y perfeccionista, pero mírate, utilizando tu permiso de invocación para esto”.
Las palabras de Shoko hicieron eco en su mente. Iba a ser que su carta de aparente estudiante modelo sí estaba siendo útil.
—No hace falta que lo defiendas. Tienes potencial, Suguru, no quiero que te distraigas.
En otro contexto, se habría sentido halagado y habría aceptado el cumplido con humildad, pero cada frase que salía de la boca de Yaga solo lograba confundirlo más.
—Lo dejé pasar porque imaginé que serías tú, pero si os habéis estado peleando últimamente… —prosiguió Yaga.
—No, lo que sucede es que–...
—Puedo hablar con él. Da igual que su situación sea algo particular, no es excusa para importunar a nadie en medio de la noche —lo interrumpió.
Suguru intentó imaginarse el escenario que se había inventado Yaga en su cabeza. Puede que pensara que Satoru había llegado en medio de la madrugada, como hacía cada lunes, dando tumbos por estar de mal humor, ¿o algo así? Y a lo mejor se imaginó que él habría salido a comprobar quién estaba haciendo ruido, se habían echado la bronca y habían terminado peleando. Si lo pensaba detenidamente, era algo que pegaría con ellos, pero Yaga no sabía que Satoru prefería evitarlo a discutir con él. No sabía por qué le tenía tanto empeño a la idea de que buscaban apalearse entre el uno al otro.
Viendo que Suguru se había reservado el derecho a responder, Yaga inició la marcha y se dispuso a regresar al aula.
—Decidido, tendré unas palabras con él luego.
Las alarmas se dispararon en la cabeza de Suguru.
—Espere, profesor.
Yaga se detuvo en sus pasos.
Suguru no quería que Satoru se llevara una reprimenda por algo que no había hecho. No era que quisiera delatar su propia irresponsabilidad, pero era una persona con principios y ética, así que no podía permitir eso. Además, las comilonas nocturnas eran algo que el chico parecía preferir mantener en secreto.
Con los engranajes de su cabeza girando a toda velocidad, con la imagen del Satoru indefenso de la noche anterior todavía en su mente, elaboró la mejor excusa que se le ocurrió sobre la marcha.
—No es culpa de Satoru.
—¿A qué te refieres?
—Es mi culpa —comenzó a decir—, conozco a Satoru y sé cómo es. A pesar de todo, me dejé llevar, asumo la responsabilidad. No hace falta que le diga nada.
El profesor se pasó la mano por la cara, cansado de la situación.
—Me parece muy noble de tu parte que quieras cargar con la responsabilidad, pero Satoru también tiene que asumir su parte de la culpa, Suguru.
—Sí, sí. Lo entiendo. Pero solo ha sido un malentendido. Creo que será mejor si lo hago yo. Podemos resolver esto nosotros. Ya sabe, como adultos.
Ja, quién se iba a creer eso.
—Confiaré en ti esta vez. —Yaga entrecerró los ojos con escepticismo.
Dando por finalizada la conversación, ambos regresaron al aula y continuaron la clase con normalidad. Suguru dio todo de sí para asegurarse de que no volvía a divagar, sin mucho éxito.
Lo cierto era que Suguru había dicho aquello por decir, para que Yaga dejara tranquilo a Satoru. Por muy buenas que fueran sus intenciones, sabía que cualquier cosa que le dijera solo haría la situación entre ambos más incómoda si era posible.
En principio, había planeado no hacer nada y dejarlo en paz, esperando que ambos pudieran olvidar el tema y hacer como si nada. No contaba con que, después del almuerzo, Satoru viniera hasta él por su propio pie.
La montura de sus gafas no tenía almohadillas así que, en ocasiones, se resbalaban inadvertidamente, dejando entrever sus ojos. Si bien solía invadirlo una cierta inquietud cuando los írises azules le perforaban, esta vez le había dado la impresión de que la actitud de Satoru, aunque igual de indiferente en apariencia, se había vuelto más contenida. A Suguru le dio tiempo de darse cuenta de que había vuelto a cortarse el pelo, quedando de nuevo casi al raso, pero con los mechones sobresaliendo ligeramente, similar a cuando se conocieron. Se distrajo pensando que, en realidad, Satoru tenía una frente bastante grande.
—... y me ha dicho que te lo diga. Oye, ¿me estás escuchando? Oye, Sugu–... —Una pausa—. Geto.
Suguru salió de su ensimismamiento. La cara de despistado que tenía hacía que pareciera atontado.
—¿Qué?
Con las manos en los bolsillos pero los brazos cerca del cuerpo, y frunció los labios con sutileza, Satoru se echó ligeramente hacia atrás. Al hacerlo, las gafas lo ocultaron, pero Suguru sabía que había rodado los ojos.
—El profesor Yaga me dijo que te contara que tenemos una misión —repitió Satoru.
—¿No podía decírmelo él?
Satoru se encogió de hombros.
Ya lo entendía. Seguramente le había pedido a Satoru que se lo dijera personalmente para obligarlos a hablar y que este no pudiera escapar de la situación. Muy inteligente, profesor.
—¿Y cuáles son los detalles? —inquirió Suguru, suspirando.
Los ojos de Satoru se clavaron en Suguru, su mirada hundiéndose en su alma de una forma que mandó escalofríos a lo largo de su espina dorsal, pero no necesariamente en un buen sentido. El corazón de Suguru comenzó a latir más rápido. Ese azul le quemaba las retinas.
—¿No has escuchado nada de lo que te he dicho? —La cara de Satoru era una mueca de consternación.
—... —Suguru no se vio con fuerzas para fingir cordialidad—. La verdad es que no.
—¡¿Qué?! ¡Tú–! Pero, ¡¿por qué–?! —Satoru comenzó a farfullar sin sentidos pero, por alguna razón, terminó por no decir nada.
Suguru estaba demasiado agotado mentalmente en ese momento para ser capaz de que le importara. Después de aburrirse viendo cómo Satoru fracasaba cada vez que intentaba articular palabra, terminó por interrumpir la que quiera que fuera la discusión mental que estaba teniendo en su cabeza.
—Vale, perdona, perdona, no hace falta que te pongas así —se disculpó, llevándose una mano a la sien—. ¿Cuándo salimos?
El semblante de Satoru cambió en menos de una fracción de segundo. El instante antes había estado haciendo muecas raras y al siguiente estaba serio, erguido y compuesto.
—Esa es la cosa. Será mañana a primera hora. Probablemente estaremos fuera varios días.
Eso pilló a Suguru desprevenido.
—¿Cómo que varios días? ¿Cuántos días?
Sabía que las misiones largas eran posibles pero, ¿tan pronto?
—No sé. Los que nos hagan falta, supongo —respondió Satoru, con desinterés—. Es una investigación —aclaró.
—O sea, que nos van a mandar a una misión…
Satoru asintió.
—... en la que vamos a tener que pasar, no una, sino varias noches fuera…
Otro asentimiento.
—... ¿y de duración indefinida?
Satoru volvió a asentir. Había algo que Suguru no entendía y era por qué no parecía molestarle en lo absoluto.
—¿Y dónde vamos a quedarnos?
—Eso lo cubre la escuela. Si no encuentran nada cerca, lo más probable es que nos den dinero para que paguemos alojamiento ahí.
—¿Ahí dónde?
Satoru contempló a Suguru con una mezcla de confusión e indignación.
—Tú… de verdad que no estabas escuchando —comentó sin ocultar su descontento—. Hay un pueblo en la zona. Seguro que allí habrá dónde quedarse.
—Pero, si no volvemos, ¿cómo van a saber que…?
—Si pasa demasiado tiempo, mandan a alguien a revisar, aunque… —Satoru se llevó una mano al mentón, reflexionando sobre ello.
Para Suguru, eso fue el equivalente de “Irán a buscarnos cuando se acuerden de nosotros, si es que se acuerdan”, lo cual no le hacía gracia. No era porque no confiara en sus propias capacidades y en que saldría con vida del asunto, pero no era un asunto de seguridad en uno mismo, ¿es que la escuela confiaba tanto en ellos? Esperaba que fuera por eso porque, si no, era porque les daba igual sus vidas.
—En fin, estando yo, no habrá problema —declaró Satoru.
—Mi caballero de brillante armadura —resopló Suguru con ironía.
Satoru ladeó la cabeza.
—No soy un caballero.
Suguru enarcó una ceja.
—Era sarcas–... —Suspiró—. Nada, mi error. Nos vemos mañana.
Satisfecho con eso, Satoru hizo un gesto y se fue por su propio camino. Justo cuando Suguru creyó que era libre, una voz a su espalda lo sorprendió.
—¿Problemas en el paraíso?
Suguru se llevó un pequeño susto. No había escuchado llegar a Shoko. La chica avanzó para ponerse a su lado.
—A veces no entiendo tu sentido del humor. —comentó Suguru, girándose hacia ella con una mueca afligida—. No, de hecho, es la mayoría del tiempo
Shoko rio, colilla en la boca, aún sin encender, y se señaló la cabeza.
—Es porque te falta talento.
Suguru soltó una risita, a su pesar.
—¿Y bien? ¿Qué pasó con el profe? ¿Te van a expulsar? —preguntó la chica en tono casual.
—¿Por qué siento aunque te dijera que sí, no te preocuparía para nada?
—Qué va, qué va —negó ella, sacudiendo la mano perezosamente—. No sé qué haría sin ti. ¿Yo? ¿Sola? ¿Con ese? No sé de qué estaríais hablando, pero aquellos fueron los diez minutos más largos de mi vida.
—Jajaja, pues imagínate hacer una misión con él.
—Te compadezco, entonces. —Shoko sacó por fin su mechero para encender el cigarrillo—. Aunque tienes suerte. A ti te respeta.
Puede que el olor del humo hubiera nublado su juicio, pero Suguru no había conseguido entender lo último dicho por la chica.
—¿Respetarme? ¿A mí? Muy bueno —rio sin gracia.
—Al menos te habla. A mí me hizo el vacío. No me sorprendería que ese fuera su movimiento ultra especial o algo así. ¡Vacío infinito! ¡Prepárate para una eternidad de silencio incómodo!
—Le das demasiada importancia. Es solo por y para las misiones. —Suguru negó con la cabeza. Pero era cierto, Satoru era del tipo que podía hacer que hasta el silencio de una biblioteca resultara incómodo.
Shoko se encogió de hombros. La punta del cigarro en sus labios se iluminó junto a su sonrisa sabionda.
—Si tú lo dices —susurró en un suspiro ahumado—. Volviendo al tema. ¿Qué quería Yaga?
—Se enteró de que usé una maldición de madrugada.
—Pffff, ¿en serio?
—Sí. Una de paloma.
La chica miró a Suguru fijamente. Sus dedos jugueteaban con la colilla, girándola sobre sí misma. Tras devolverla a su boca y darle una calada, finalmente, dijo:
—Te dije que era bueno.
—Cree que fue culpa de Satoru.
—¿Qué?
—Cree que él me provocó o algo así. No sé qué película se ha montado en su cabeza, pero bueno, ahora tengo que “hacer las paces con él” —explicó Suguru.
—Mmm… Cara de angelito. —Otra calada—. Pero, si no habéis discutido de verdad, entonces no tienes nada de lo que preocuparte, ¿no? ¿Cuál es el problema?
—Pues… —Suguru se llevó la mano a la nuca, no sabiendo cómo explicar la situación—. Bueno, el caso es que ahora tengo que salir en una misión que me llevará varios días. Con él.
Suguru escogió omitir la parte en la que Satoru lo agredía tras haber sido pillado infraganti desmantelando el contenido de la cocina.
—Y crees que es para obligaros a reconciliaros. —Las palabras de Shoko sonaban más a una afirmación que a una pregunta.
—¿Puede? No pensé que de verdad estuviera dispuesto a llegar tan lejos...
—Si te consuela. Yo nunca me muevo de aquí. Si te hace algo, me aseguraré de salvar lo que quede de ti. Estaré esperando tu regreso, ahhh… —Shoko hizo un gesto de damisela afligida, dando largos suspiros. Las bocanadas de humo que escapaban de sus labios rompían completamente su papel pero, para Suguru, eso lo hacía más divertido.
—Entonces, mejor, olvídalo. Prefiero estar atrapado con él que tener que volver a verte.
Shoko alzó las cejas y entrecerró los ojos en una mirada que susurraba “Traición” sin necesidad de utilizar palabras. Suguru sonrió con sorna.
Una vibración en el bolsillo de Shoko interrumpió el pequeño momento entre ellos. Suguru se encontró a sí mismo maldiciendo que no durara un poco más. De verdad que necesitaba despejarse.
Shoko sacó su teléfono móvil del bolsillo y lo abrió. El movimiento discontinuo de sus pupilas viajando horizontalmente a través de la pantalla sugería que estaba leyendo un mensaje, soltando una risita cuando llegó a una parte que le pareció divertida. Con su mano libre, se sacó el cigarrillo de los labios, expulsando el humo, mientras que, con la otra, tecleaba palabras.
Suguru observó todo el proceso sin atreverse a preguntar nada. De todas formas, supuso que Shoko le daría alguna larga para evitar responder quién era la persona que tan interesada la tenía.
—Bueno, entiendo que tendrás que ir a preparar las maletas y todo eso —le dijo distraídamente, aún tecleando. Al terminar, volvió a mirarlo—. Procura no morirte.
—Ja, más quisieras.
Suguru se despidió de Shoko. La chica se alejó por los pasillos, teléfono en mano. Él se quedó mirando cómo se marchaba. En la distancia, pudo ver cómo se llevaba el teléfono a la oreja. Sin embargo, no alcanzaba a escuchar, así que hizo una nota mental para indagar más en el asunto la próxima vez.
Con un suspiro abatido, se dirigió a su habitación. Después de todo, era cierto. Tenía que prepararse para un largo viaje.
La misión tenía lugar en una aldea. Al parecer, se habían reportado numerosas desapariciones de las personas que pasaban cerca a lo largo de los años, pero estaban tan repartidas en el tiempo que nadie le había dado importancia hasta ahora. La razón por la que un lugar tan remoto y que pasaba tan desapercibido había llamado la atención de repente era porque, últimamente, se había formado un cúmulo de maldiciones en el área circundante. Eran débiles pero numerosas, como una plaga de insectos de temporada. En principio, a nadie le había importado que esto sucediera, pero había comenzado a volverse tedioso dedicar una cantidad de hechiceros a la misma zona de forma periódica, así que habían enviado a Satoru y a Suguru a encontrar el nido de los ratones, por así decirlo.
Después de ser dejados tan cerca como era posible por la asistente de siempre, ambos cruzaron un largo túnel de montaña que los llevó hasta el pueblo. La entrada del túnel se encontraba en medio de un bosque, oculta entre la maleza. La erosión en la piedra apuntaba a que era muy antiguo, y el cúmulo de hojas y ramas desperdigados por el suelo invitaban a pensar que nadie había pasado por ahí en mucho tiempo.
No había iluminación. Las paredes emanaban un aura ominosa y claustrofóbica que incitaban a mantenerse lo más alejado posible de ellas. Durante un tiempo, en el silencio interminable, con el eco de las pisadas de Satoru frente a él como guía y única fuente de consuelo para Suguru, caminaron en completa oscuridad.
Suguru pudo, por fin, vislumbrar la luz al final del túnel. Afortunadamente, no en el sentido fúnebre. Qué suerte tenía Satoru de llegar gafas de sol, porque él se vio inmediatamente cegado por la claridad del día.
Tras salir del túnel, caminaron un poco más por un sendero boscoso, hasta que, finalmente, el pueblo se hizo visible, asentado en el valle de la montaña.
El contraste al otro lado era, cuanto menos, sorprendente.
Al ser una aldea apartada del mundo, no tenía calles pavimentadas, sino caminos labrados con grava. Suguru agradeció haber traído una mochila grande en lugar de una maleta con ruedas. Por el rabillo del ojo, vio que Satoru también llevaba una mochila en la espalda, aunque no era tan grande como la suya.
En los campos de cultivo se hacían notar los preparativos de los campos de arroz, preparados para comenzar la siembra una vez llegara el inicio de junio, que comenzaba a acercarse junto al clima del verano.
Las casas eran rústicas y seguían una arquitectura más antigua pero, aun así, había una armonía difícil de describir que hacía que uno se sintiera realizado y en paz con el mundo. Suguru respiró hondo, inhalando el aire del campo como si le resultara nostálgico. Satoru, a su lado, no parecía tan aliviado.
—¿Gojo-kun? ¿Estás bien?
Satoru se quitó las gafas y comenzó a mirar a todas partes, observando los alrededores con recelo. Suguru no era capaz de entender qué era lo que lo molestaba.
—Gojo-kun —volvió a llamarlo, apoyando la mano en su hombro.
Eso pareció bastar para recuperar su atención. Satoru se giró hacia él, echándole un vistazo discreto a la mano de Suguru sobre su hombro. No la apartó ni se echó hacia atrás, pero Suguru no quiso tentar mucho su suerte y la retiró por iniciativa propia. Satoru apartó la vista de él, fijándola en un punto en la lejanía. Suguru siguió la trayectoria de su mirada.
En la distancia, escondida tras el pequeño muro de piedra que delimitaba el camino, una niña de aproximadamente siete años parecía estar espiándolos.
Viéndose descubierta, la muchacha comenzó a correr, bajando una colina que daba a uno de los cultivos. Sin previo aviso, Satoru comenzó su persecución, dejando a un Suguru boquiabierto, con la palabra en la boca, al que solo le había dado tiempo a extender el brazo para tratar de detenerlo.
Con un par de zancadas y un gran salto, Satoru alcanzó enseguida a la niña que, en comparación con él, tenía las piernas muy cortas, aunque quién no. Cuando Suguru bajó la pequeña pendiente y los alcanzó, Satoru la tenía agarrada por el cuello de la camisa y esta pataleaba en el aire, gritándole que lo soltara. Este hizo caso omiso, poniéndose las gafas de nuevo y examinando a la chiquilla como si fuera un espécimen de gran rareza.
—Mmm…
—¡Bájame, que me bajes! ¡Te odio, te odio! —vociferaba la niña.
—Gojo-kun, creo que deberías bajarla… —trató de razonar Suguru. No entendía qué mosca le había picado.
—Esta niña… —comenzó a decir Satoru, arrugando la nariz.
—¿Qué está pasando aquí? —interrumpió una voz varonil. Una persona había sido atraída por los gritos—. ¡¿Qué le estáis haciendo a mi hija?!
Tanto Suguru como Satoru miraron al hombre que parecía ser el padre de la chica. Un varón adulto, probablemente rondando los cuarenta, con la piel tostada por el sol, la cara perlada por el sudor y la ropa sucia, seguramente por haber estado trabajando en el campo hasta hace tan solo unos segundos.
Satoru soltó inmediatamente a la niña, que se dio de bruces contra el suelo. No tardó mucho en levantarse y salir corriendo para esconderse tras las piernas de su padre.
—¡Papá! —chilló con una voz lastimera pero mimosa, definitivamente producto de la naturaleza para despertar el instinto protector de su progenitor. Y funcionó.
—¿Quiénes son estos? —preguntó el hombre a su hija. Luego, los miró a ellos—. ¿Quiénes sois?
Justo cuando Suguru pensó que por fin tendría la oportunidad de arreglarlo, Satoru comenzó a acercarse al hombre, echando el cuerpo hacia adelante para escanearlo. Este retrocedió un par de pasos, procurando mantener a su hija tras de sí, pero, al final, se quedó congelado por culpa de la mirada fija de Satoru, incluso a través de esos lentes negros. Suguru no podía culparlo, conocía la sensación.
No obstante, sí podía culpar a Satoru.
Con pasos firmes, postura confiada y su mejor sonrisa, apretó el hombro de Satoru, tirando ligeramente para obligarlo a echarse atrás. El forcejeo no era evidente pero, aunque Satoru pareció darse cuenta del mensaje por la forma en que miró a Suguru por el rabillo del ojo, no se doblegó, sino que continuó observando al hombre. Suguru deslizó su mano por el hombro de Satoru en un movimiento ligero y tranquilizador, trazando círculos mientras sus finos dedos se iban acercando al punto de unión entre su cuello y su hombro. Entonces, aplicando la presión justa y necesaria…
—¡Ah! —rugió Satoru, viéndose obligado a retroceder.
Suguru rio para sí. Ese pequeño truco nunca fallaba.
—Mi nombre es Geto Suguru y este es mi amigo, Gojo Satoru —se presentó con amabilidad, dando un paso hacia adelante para interponerse entre la intimidante presencia de Satoru y la pequeña familia—. Pasábamos por aquí y vimos a su hija rondándonos. Pensamos que a lo mejor era porque se había perdido. Lo que sucede es que mi acompañante aquí no es muy bueno con los niños, me disculpo por eso —mintió.
—¿Quién se perdería en un sitio tan peque-? —fue a decir Satoru. Suguru cambió la pierna en la que apoyaba su peso y lo pisó con el talón para interrumpirlo—. ¡Au! ¡Oye!
—Venimos de muy lejos, está cansado. No se lo tengan en cuenta.
—¿Puedes dejar de tratarme como si no estuviera presente?
Suguru le puso la mano en la cara para que se callara.
—No se lo tengan en cuenta —repitió.
Satoru la apartó, siseando como un gato ofendido, pero no dijo nada más.
A lo mejor era porque prefería alejarse de esos dos lo antes posible, pero el hombre aceptó las disculpas bastante rápido.
—Ah, ya entiendo, ya entiendo. Gracias por la preocupación —respondió con una gran sonrisa—. Yuko, saluda.
La pequeña Yuko negó con la cabeza, aún aferrada a las piernas de su padre. El hombre rio y le acarició la cabeza.
—Perdonadla, es que es tímida —se excusó, como si no le diera importancia a que el minuto antes hubieran estado levantando a su hija por el pescuezo.
—No hay problema —simpatizó Suguru.
—Entonces, ¿habéis venido por eso? —cuestionó, haciendo énfasis en la última palabra.
Como un perro que alza las orejas al escuchar la puerta de la entrada abrirse, Suguru puso toda su atención al escucharle.
—¿Disculpe?
—Ya sabéis… Bueno, no parecéis de por aquí, eso es obvio. Y dices que venís de muy lejos. Hace mucho que no viene nadie, pero supongo que es para lo mismo. Vosotros me entendéis. Yo es que no sé mucho de eso. Eso que solo vosotros hacéis.
¿Se refería a otros hechiceros? Habían enviado a hechiceros en el pasado a exorcizar las maldiciones de las afueras, pero no habían sido informados de que nadie hubiera investigado la aldea antes que ellos.
Suguru se giró hacia Satoru en busca de respuestas, con la esperanza de que supiera más que él. Este, sin embargo, solo apartó la mirada rezongando, resentido por el trato que había recibido de Suguru instantes antes. Suguru suspiró con derrota ante su actitud infantil y se volvió hacia el hombre.
—Precisamente por eso —respondió, fingiendo saber de lo que hablaba.
—¡Entonces es por eso! ¿Has oído Yuko? Son buenas noticias, ¿no crees?
Yuko miró a su padre, inexpresiva. Luego miró a Suguru, y después a Satoru, y después a Suguru otra vez.
Suguru se arrodilló a la altura de la chiquilla.
—Siento mucho lo de antes. Satoru no lo hacía con mala intención. Yo lo vigilaré a partir de ahora así que no te enfades, ¿vale? —se disculpó. La sonrisa de Suguru era radiante, definitivamente producto de la naturaleza para cautivar a las almas de los mortales y forjar poderosas alianzas.
Para el corazón inocente de una muchacha, tal sonrisa era un arma ineludible. La chica relajó su propia expresión y sonrió de vuelta, asintiendo con alegría. Luego, como si se hubiera dado cuenta de que se había dejado convencer muy fácilmente, volvió a esconderse.
—Si es lo que digo —continuó el hombre. Suguru volvió a ponerse de pie para escucharlo—, entonces entiendo que os quedaréis al menos por unos días, ¿no? Avisaré a nuestra sacerdotisa. Ella os dirá dónde podéis quedaros. Yuko, corre y dile a tu hermanamadre que voy a salir un momento, vamos.
La niña se soltó de su padre, algo reticente, y salió corriendo en la dirección de la que el hombre había venido, dirigiéndose a su casa, a unos metros de allí.
—Perfecto. Entonces, seguidme.
El hombre los guió a través del pueblo, hablándoles de las trivialidades y costumbres locales que tenían las personas que vivían allí. En algún momento, el hombre se había presentado como Hamano Daiki. A Suguru no le parecía que esta persona fuera alguien importante o que tuviera algo que ver con su investigación pero, aun así, se esforzó por recordar su nombre. A la gente le gustaba que recordaran su nombre porque causaba buena impresión y, después de lo pésima que había sido la que había dejado Satoru, le hacía mucha falta.
Aburrido por la cháchara del señor Hamano, que iba muy entretenido al frente como para prestarles atención, Suguru se giró para mirar a su compañero. Este último insistía en ignorarlo, fingiendo que las personas que trabajaban en el campo, cuidaban animales, o incluso los niños que jugaban a perseguirse eran más interesantes. De vez en cuando, estas sonreían y agitaban el brazo para saludarlos. Suguru sonreía y correspondía su saludo, pero en el fondo se sentía abatido, aunque no entendía exactamente por qué. No había ocurrido nada fuera de lo normal todavía. Suspiró, pero lo dejó estar. Sabía que Satoru no podía seguir ignorándolo para siempre. Tarde o temprano tendrían que hablar de la misión.
La misión, como siempre. Este detalle, aquel reporte, siempre el trabajo.
Una acidez se afirmó en el pecho de Suguru de forma repentina y se encontró a sí mismo resoplando y pateando las piedras del camino. El señor Hamano se giró para ver por qué ninguno de los chicos respondía a sus intentos de charla, solo para ver el equivalente a dos gatos ariscos con el lomo erizado procurando mantener la distancia entre sí. Algo extraño, sin duda.
Pasado un tiempo, cruzando un arroyo, Suguru y Satoru fueron llevados a un pequeño templo situado a un lado del camino. El área estaba delimitada por un vallado rudimentario. La madera parecía haberse podrido. La entrada la marcaba un torii decolorado y poco ornamentado a cuyos pies descansaba una tabla de madera con un papel adherido a modo de cartel y en el cual se leía “Por favor, done amablemente para la renovación de este santuario para la acumulación de buenos méritos”. Suguru revisó sus bolsillos, pero no tenía nada. Más tarde traería algunas monedas para donar.
En un lado del patio se alzaba un imponente árbol de flores rojas. Aún no estaban en flor, pero ya podía percibirse que serían muy hermosas. Parecía robusto, saludable y joven. Nada que ver con el templo a su lado. Desvencijado y con la fachada deteriorada, parecía que fuera a caerse en cualquier momento. Con razón estaban pidiendo donaciones para su reforma.
—¡Sacerdotisa Kaede! —llamó el hombre a voz de grito. Nadie respondió—. Me pregunto si habrá salido. Esperad un momento.
El hombre cruzó el torii decrépito y se adentró en el pequeño templo. Al hacerlo, Suguru se dio cuenta de que la puerta corredera ni siquiera estaba colocada como tal, sino que estaba apoyada sobre la pared de manera que parecía estar en su sitio, pero había que levantarla con los brazos para poder abrir y pasar.
—Geto.
Suguru se giró en un instante, sin pensarlo, como por puro instinto. Era raro que Satoru le hablara por iniciativa propia, mucho menos tratara de llamar su atención.
—Eh… —Por un segundo, Satoru pareció intimidado por su reacción, pero lo disimuló con un carraspeo—. Hay algo raro en este pueblo.
—Bueno, ya, por eso hemos venido, ¿no?
Satoru chasqueó la lengua con fastidio.
—No me refiero a eso, listo.
El amargor que había estado sintiendo Suguru hasta el momento fue sustituido por una sensación de intriga. Con el ánimo recuperado, interrogó a Satoru.
—¿Ah, no? ¿A qué te refieres, entonces?
—Hay algo raro en las personas.
—¿Las personas? —Suguru inclinó ligeramente la cabeza—. Me han parecido bastante amables. En fin, comparado contigo.
Satoru pareció estar a punto de replicar, ya había abierto la boca para responder, pero al final no dijo nada, soltando un bufido.
—Todas las personas emiten el mismo tipo de energía maldita.
Suguru frunció el ceño con confusión.
—¿Cómo dices?
—Los no hechiceros tienen niveles bajos de energía maldita que no pueden controlar y que se filtra constantemente. Cada una es única e intrínseca de la persona a la que pertenece, como la huella dactilar.
Suguru asintió ante la explicación de Satoru, era lo básico de lo básico.
—Pero estas personas —continuó el otro—, en cambio, tienen una fuente común. Llevo percibiéndola desde el principio. Desde esa cría, su padre y hasta esa chica que te saludó antes a lo lejos.
Conque eso era lo que Satoru había estado observando todo ese tiempo. Se había pasado todo el viaje dándole vueltas a eso en su cabeza. Suguru tampoco entendía cómo era posible que todas esas personas desprendieran la misma energía.
—¿Y cuál crees que puede ser la causa? —cuestionó dubitativo.
—No lo sé, pero sea lo que sea… —Satoru dejó la frase sin terminar, girando bruscamente la cabeza en dirección al templo.
Suguru miró también.
Del templo salió una mujer joven, probablemente unos treinta, de pelo negro recogido en una cola baja que le llegaba hasta la cintura. Vestía una camisa blanca de hombros sueltos y mangas largas, y una falda roja escarlata dividida en dos. Hamano iba a su lado. Parecía estarle contando cómo se había encontrado con ellos.
Suguru miró a Satoru de reojo. Tenía la vista fijada en ella y el azul de sus orbes despedía chispas amenazadoras. En un susurro que solo Suguru pudo oír, en un momento hecho solo para ellos dos, Satoru terminó su frase:
—Sea lo que sea, es la misma energía maldita que la de ella.