
Paseo en Knockturn
Claramente el castillo estaba vacío. Tom había pasado horas en la biblioteca y nadie había llegado a interrumpirlo.
Ya tenía al menos una idea de por dónde empezar. Iría a la Sala de Menesteres, tomaría algunas cosas valiosas que de seguro nadie iba a extrañar y las llevaría a Knockturn para vender. Con ese dinerio conseguiría unos papeles falsos y una nueva varita.
Optando por usar los pasadizos en lugar de ir directamente por los pasillos, Tom llegó al séptimo piso y caminando tres veces ida y vuelta, reveló la puerta a la Sala.
Al entrar se encontró con el mismo escenario caótico que había dejado.
Empezó a rebuscar entre los montones, evitando aquellos elementos malditos que pudieran hacerle daño, pero apartando aquellos que pudieran tener algún valor por esas mismas maldiciones.
Considerando que para llegar a su destino tendría que caminar hasta los límites de las protecciones de Howarts (no se arriesgaría a intentar usar el floo de alguna oficina), aparecer en Diagon, caminar por toda la avenida y después por Knockturn, todo sin llamar la atención, Tom procuró tomar solo lo que podía meter en los bolsillos de su túnica.
Al final encontró un anillo con un gran zafiro azul creado por los duendes, algunos libros (tanto de Artes Oscuras como no), un collar de perlas que a juzgar por el emblema, en algún momento perteneció a la realeza de la Gente del Mar, y unos brazaletes de cuero capaces de repeler hechizos menores (como el Maleficio Punzante). Tom pensó en conservar uno, pero concluyó que sería inútil considerando que él podía bloquear o esquivar esos hechizo con facilidad.
Encogió su carga y tomando otra serie de intrincados pasajes, salió de Howarts y empezó a caminar hasta salir del rango de las protecciones. Apareció en Londres Muggle a dos calles del Caldero Chorreante. Entró, pasó la taberna y llegó al callejón. Apoyó la mano en los ladrillos en la sucesión correcta para acceder a la avenida principal. Caminando notó las diferentes tiendas y esas que estaban ahí desde antes de sus días en Howarts. Cuando llegó a Knockturn, notó que este era también básicamente el mismo de siempre. Esas dos calles siempre fueron terreno familiar, casi tanto como Howarts. Ni la escuela, ni las avenidas habían cambiado demasiado y era reconfortante poder sentir esa familiaridad.
Knockturn... reconfortante... ¡Ja!
Como fuera, pasada la oleada de nostalgia, Tom se puso en guardia. No fuera que por notarlo distraído le quitaran todo lo que llevaba consigo.
Por un momento pensó en ir a Borgin & Burkes, pero lo descartó rápidamente, considerandolo muy arriesgado. Era improbable, pero sus ex-empleadores podrían reconocerlo.
Recorrió la calle hasta llegar a una tienda pequeña y sin nombre, pero atiborrada de distintos objetos. La pequeña campañilla sobre la puerta anunció su entrada a la anciana que momentos antes había estado agachada detrás del mostrador. Era baja, con pelo gris, grasiento y enredado que le pasaba los hombros. Tenía ojos marrones y pequeños, estaba llena de arrugas, su nariz era algo grande y aplastada y sus labios eran finos y agrietados. Cuando le sonrió, Tom pudo ver unos cuantos dientes amarrillos, sino negros y apunto de caer.
"Buenos días, muchacho", saludó con voz rasposa. "¿Cómo puedo ayudarle?"
"Buenos días", contestó Tom con una encantadora sonrisa. "Quisiera vender algunas cosas, por favor".
"Con que sí...", dijo la mujer pensativa, examinando con cuidado al hombre frente a sí. "Veamos que tiene".
Las negociaciones tomaron más de una hora, hasta que por fín acordaron un total de 300 galeones por todo lo que Tom había llevado.
Antes de partir, una idea cruzó por su mente.
"Disculpe, señora", llamó a la dueña del establecimiento. Esta dejó de buscar dónde ubicar la nueva mercancia y lo miró. "Tengo una reunión a la que debo asistir más tarde y me preguntaba si no tendría algo que pudiera ponerme".
La anciana lo pensó un poco. "No tenemos túnicas formales, si es lo que buscaba. Puedo ofrecerle alguna joya si lo desea", continuó. "Tal vez un anillo de rubí o...".
"No, verá...", la interrumpió. "No quisiera destacar", explicó dando cierta entonación a sus palabras. "Odiaría opacar a mi anfitrión".
La mujer alzó una ceja. Luego miró hacia los lados, comprobando que no hubiera nadie salvo por ellos dos y buscó debajo del mostrador. Sacó una caja simple de madera oscura y del tamaño de un libro. La abrió. Dentro, sobre una superficie de terciopelo verde había un collar. La cadena era de plata. De esta colgaba una esfera perfecta de cuarzo ahumado, no más grande que una canica y grabada por todas partes con pequeñas runas. El trabajo era impecable, la clase de calidad que solo los duendes podían producir.
Tom miró a la anciana expectante.
"Este collar es lo que busca", empezó. "Los duendes usaron esta clase de artefactos durante sus guerras civiles para infiltrarse entre los bandos de las distintas facciones de duendes que había en ese momento. El collar no alterará su apariencia, pero la combinación de magia rúnica en el cuarzo afectará a todo aquel que le mire. Si acaso llegara a encontrarse con algún antiguo conocido, este no le reconocería. Para esa persona usted sería quien quiera que decidiera ser...". Tom no pudo contener su sonrisa tras esa última parte. Ese collar era exactamente lo que necesitaba. En su satisfacción por poco y dejó de escuchar a la anciana. "Además creará un bloqueo en su mente. Como sabe, los duendes no son capaces de usar las Artes de la Mente, por lo que diseñaron este collar para proteger sus mentes del mismo modo que podría hacerlo un experto oclumante y evitar que magos aliados vieran sus pensamientos". La mujer exibía la joya sobre el mostrador con orgullo. "Por supuesto, estos objetos fueron prohibidos y posteriormente destruidos por el Ministerio de Magia para evitar que la raza de los duendes tuviera 'excesiva ventaja'", terminó su relato.
"¿Cuánto me costará?", preguntó Tom, más rápido de lo debido. Para cuando se dio cuenta, ya era tarde.
La mujer volvió a dedicarle una sonrisa amarillenta. "100 galeones".
Tom apretó los dientes, mirando a la anciana con ojos entrecerrados. Disimuló un suspiro que dejó salir más para calmarse que cualquier otra cosa.
Supongo que debería estar agradecido de que no pidiera los 300 galeones que me acaba de dar.
Sacó el dinero que había embolsado tan solo hace un minuto y pagó.
Salió del local con el collar en el cuello.
Su nueva varita la compró en otra tienda en Knockturn. Un par de galeones más y el vendedor no hizo preguntas, solo le explicó las particularidades de su varita y lo dejó ir.
Medía 32 centímetros y su centro era de pluma de fénix. Eso último no lo sorprendió. Su primera varita había sido de pluma de fénix. Útil para aprender hechizos con facilidad. Sin embargo, se dice que es difícil ser elegido por varitas con este núcleo proveniente de una criatura tan independiente y distante.
Fue la madera, sin embargo, lo que llamó su atención. El ciprés estaba, aparentemente, relacionado con la inmortalidad. Tom no podía decidir si eso le resultaba extrañamente apropiada o terriblemente irónico. Pero además, al parecer, los cipreses señalan el inevitable camino al autodescubrimiento.
No muy seguro de lo que eso podía significar para él, Tom dejó la tienda, varita en mano, e hizo su camino al bar Viales Turbios.
Treinta años era mucho tiempo, pero si había un negocio de falsificaciones que podía quedar en pie después de tanto tiempo, ese era el de Géminis.
Al llegar y preguntar por el falsificante, Tom fue llevado a la parte de atrás del bar donde se encontró con un hombre que aparentaba uno 40 años de edad. Con pelo corto color arena, piel pálida y ojos pardos escondidos detrás de unos enormes lentes cuadrados de marco negro que ocupaban la mitad de su cara, el hombre daba la impresión de no salir mucho al exterior de ningún edificio mientras pudiera evitarlo. Su postura encorbada y el modo en que no le dedicó ni una mirada al entrar, ignorándolo en favor de su papeleo, hablaba de la poca interacción social. Pero su traje gris y escritorio metódicamente ordenado demostraba su profesionalismo.
Viéndolo bien, Tom podía detectar cierta semejanza con el viejo Géminis de su época. Concluyó que la falsificación debía ser parte del negocio familiar.
Tom se sentó en la silla al otro lado del escritorio.
"¿Qué se le ofrece?", preguntó el nuevo Géminis sin rodeos.
Tom contestó de igual forma. "Nueva identidad, tan completa como se pueda. Un título también. Me gustaría conservar mi maestría en Defensa contra las Artes Oscuras".
Géminis depositó su vista en él al escuchar eso último, pero solo por un momento antes de volver a sus papeles. Pasado un momento dejó a un lado la pila que tenía en sus manos, tomó un nuevo rollo de pergamino y una pluma.
"De acuerdo". Mojó la pluma en el tintero. "¿Nuevo nombre?".
"Aramis Williams", contestó.
"¿Lugar y fecha de nacimiento?"
"1 de enero de 1959, Newcastle".
"¿Educación mágica?".
"Durmstrang, casa Darfor, y el Instituto Nacional Escocés de Defensa y Duelo".
"¿Quiere elegir el nombre de sus padres?", preguntó el falsificador.
Aramis se encogió de hombros. "No es importante".
"Muy bien, señor Williams", respondió el otro en tono aburrido. "Sus papeles estarán listos en dos horas. Serán tres días para infiltrarse en el Ministerio y depositar las copias...". Tom enarcó las cejas...
Solía ser una semana...
"Serán 50 galeones", finalizó Géminis.
Tom pagó y fue al bar a ordenar algo para almorzar. Había salido de Howarts a la mañana, tras toda una madrugada de urgar y separar para sí lo bueno de la basura en la Sala de Menesteres. Se había pasado todo ese tiempo haciendo mandados, ya pasaban de las 13.00 y no había comido bocado.
Dos horas después Aramis Williams salia de Viales Turbios camino al Caldero Chorreante para rentar una habitación donde pasar la noche.