
Chapter 1
El eco de la primera campana resonó por los pasillos llenos de estudiantes que iban y venían, saludándose una semana después después del largo receso de verano. Como siempre, Francisco caminaba entre la multitud con esa facilidad que solo alguien acostumbrado a ser el centro de atención podía tener. Saludaba a unos, chocaba las manos con otros, y siempre con una sonrisa en el rostro. Para cualquiera que lo viera, parecía tenerlo todo: carisma, amigos, y esa capacidad innata de conectar con todo el mundo, sin esfuerzo aparentemente.
Mientras caminaba con su grupo, pensaba en cómo cada año escolar parecía igual. Los mismos rostros, las mismas bromas, las mismas rutinas. Era como si el colegio hubiera encontrado la manera de congelar el tiempo, haciendo que nada cambiara demasiado de un año a otro. Y, de alguna manera, eso lo tranquilizaba.
El cuerpo de Francisco se comenzó a tensar un poco mientras pensaba en lo que realmente le importaba, sabía que esto lo frustraba mucho pero como es un secreto tampoco puede pedirle ayuda a nadie, eso lo aniquilaría socialmente, no podía dejar que eso pasara "Tengo que solucionar esto de alguna forma yo...", los pensamientos de Francisco fueron interrumpidos por un empujón de uno de sus amigos, mejor dicho, uno de sus "fieles seguidores".
Estaban parados casi en el centro del patio de la escuela, donde todos podían verlos fácilmente. Francisco siempre se posicionaba de manera que pareciera el "líder" del grupo. "Algo totalmente ridículo", pensó para sí mismo, pero sabía que eso hacía que los demás lo miraran de otra forma, y a él le gustaba. "De esta forma, nadie sospecharía nada", era un pensamiento recurrente cada vez que sentía ganas de mandar todo a la mierda.
—Che —dijo Tomás, mirándolo con curiosidad.
Tomás fue el primer chico de quién se hizo verdaderamente amigo Francisco al entrar a la escuela. Obviamente, tampoco sabía cómo era Francisco fuera del colegio, pero, de algún modo, era amable.
—¿Qué? —contestó Francisco, sintiéndose un poco idiota por haberse ido de la conversación para pensar en estas cosas justo ahora.
Francisco, en ese momento, se dio cuenta de que Tomás y otros dos chicos miraban en conjunto hacia la misma dirección.
—¿Viste al chico nuevo? —preguntó Tomás, mirando penetrantemente hacia esa dirección en particular.
—¿Qué chico nuevo? —preguntó Francisco, pero esta vez fue diferente. Siempre llegaba alguien nuevo, pero rara vez él prestaba atención, o alguien más lo hacía, él podía seguir con su misma rutina. Sin embargo, esta vez Francisco se tensó al ver la mirada de los demás dirigida al mismo lugar.
Se dio vuelta lentamente, pero antes de ver hacia dónde todos miraban, lo que más llamó la atención de Francisco fue cómo los demás observaban al chico nuevo. Se resignó y miró hacia donde él estaba.
Estaba rodeado de chicas, todas lo miraban con interés. Si él estuviera rodeado de chicas, apenas se notaría, pero él era notablemente alto y su cabeza resaltaba entre los demás. Parecía tímido ante la atención y les sonreía a todas las chicas. "Qué ridículo", pensó Francisco, pero eso no era realmente lo que le molestaba.
"Es exactamente el tipo de persona que odio", pensó. Alto, con su pelo oscuro y brillante, sonrisa algo torcida pero fácil, y además, "Maldita mente encantadora", según Francisco. Era obvio, él era ese tipo de persona, y de los que más odiaba Francisco en ese momento. Era el tipo de persona que "fácilmente atrae todas las miradas".
—¿Qué es? ¿Una celebridad? —dijo Francisco con una mezcla de sarcasmo y burla.
Los demás chicos se voltearon a mirarlo y comenzaron a reír vagamente, estando totalmente de acuerdo.
—Ojalá las chicas me rodearan así —dijo Tomás repentinamente, haciendo un puchero gracioso.
Otro de los chicos se rió de esto y apoyó una mano sobre el hombro de Tomás, haciendo un movimiento como si lo consolara y comprendiera. Ese era Luciano, el amigo de Tomás antes de conocerlo. Francisco, como si entendiera el sentimiento de Tomás, también apoyó una mano en el otro hombro de Tomás y le sobó la espalda mientras asentía, hasta que otro de los chicos que estaba ahí habló.
—Pero ya sabes cómo son las pibas —dijo este otro chico, con los brazos cruzados y la mirada seria, como si supiera de lo que hablaba. Ese era Lucho, el amigo con anteojos de Luciano. Se hicieron amigos porque tenían el mismo nombre—. Son como leones... —todos se dieron vuelta para mirarlo—. Cuando sienten que hay carne fresca en el horizonte, no pueden resistirse a lanzarse sobre ella, y luchar entre si.
—Yo no noto nada —dijo otro de los chicos refiriéndose a qué no estaban luchando, a este chico Francisco nunca se tomó el tiempo de aprenderse el nombre. "El más idiota", pensó Francisco.
—Puede que ni se note a simple vista, pero son leonas hambrientas... ahí están, peleándose por el chico nuevo de forma silenciosa, pero... lo ven como si fuera la última milanesa en la cena de una familia numerosa... de clase baja —dijo seriamente, con un brillo en los anteojos.
Todos se quedaron callados y, sin resistirse, estallaron en risas. Francisco, por su parte, se burlaba internamente de las comparaciones de Lucho. En eso, a lo lejos, vio al chico nuevo, todavía rodeado e incluso con más gente. Este chico nuevo tenía una facilidad para ganarse la atención de los demás, algo que irritaba a Francisco más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Era como si ni siquiera tuviera que esforzarse, como si el mundo simplemente le sonriera de forma natural. Francisco había trabajado duro para ser quien era, para ser el líder de su grupo, para ganarse el respeto de los demás. Y ahora llegaba este chico, como si nada, y ya estaba robándose la atención sin siquiera haberlo intentado "Seguramente es más que un idiota, lo digo desde ya"
No era raro que Francisco juzgara rápido a las personas. Era parte de su naturaleza, un mecanismo de defensa que había desarrollado con los años. Y aunque no podía señalar exactamente qué era lo que lo incomodaba de Santino, sabía que no quería perder su tiempo averiguando.
Y de repente lo sintió, un escalofrío le recorrió la espalda y se tensó. El chico nuevo lo estaba mirando desde lejos, y se sentía raro. Vio cómo le analizaba la cara y rápidamente se frenaba, para luego mirarlo fijamente a los ojos. Dio un paso atrás inconscientemente y pudo escuchar cómo los demás gradualmente dejaban de reír. Repentinamente, una de las chicas le tiró del brazo al chico nuevo, y él se vio obligado a retirar la mirada.
Sintió cómo el aire que no sabía que estaba reteniendo salía de sus pulmones. Agachó la mirada y se destensó, observó a los chicos, "Por suerte, nadie se dio cuenta", pensó Francisco mientras trataba de acoplarse a la conversación que había empezado uno de los chicos sobre cómo casi conquistó a una chica. Y aclaremos: "casi".
Después de esto, todo transcurrió como cualquier día de clases. Charlas sobre las vacaciones, los profesores nuevos, y las clases que ya prometían ser tediosas. A lo largo de la semana, Francisco no pudo evitar notar cómo Santino parecía aparecer en su campo de visión todo el tiempo, aunque estuvieran en cursos diferentes. Lo veía de reojo en los pasillos, en el comedor, en el patio y hasta en el baño. Casi siempre rodeado de gente, "siempre en el centro de atención".
—¿No te parece un poco irritante?..¿Molesto?—comento Francisco a una de sus amigas, mientras charlaban en el pasillo cerca del salón.
—¿Quién?—pregunto ella de forma distraída y relajada
—El chico nuevo, ¿Quién más?— dijo Francisco algo inquieto, por también sentir la mirada del chico nuevo.
—No se...a mí me parece medio simpático, hace un rato lo ví hablando y parece copado— dijo ella con simpleza
—Yo creo que es un idiota—dijo Francisco con confianza.
La chica con la que estaba hablando era Clara, una de las chicas más lindas del colegio. Fingían que estaban en "algo", y eso significaba que Clara obviamente sabía uno de sus secretos.
Cuando Clara descubrió uno de sus secretos, ellos no se conocían y estaban fuera de la escuela. Se acercaban las vacaciones de verano y era un fin de semana. Justo ese día, Francisco estaba de muy buen humor y se iba a encontrar con alguien.
Clara también estaba de buen humor y había salido a comprar un helado para apaciguar el calor que estaba haciendo, hasta que regresando a su casa, le llamó la atención unos movimientos y ruidos y se acercó a ver por pura curiosidad. En ese momento, lo vio: era Francisco, y estaba besándose con otro chico.
Cuando Francisco la reconoció, tembló de miedo. Se quedaron mirando fijamente hasta que ella dio un paso atrás lentamente y se alejó. Francisco, más rápido que nunca, alejó al chico y fue corriendo tras Clara. Cuando la alcanzó y habló con ella, se sorprendió muchísimo cuando ella le dijo que no iba a decir nada.
Un peso se le bajó de encima a Francisco, pero rápidamente sospechó. Cuando le preguntó por qué no le iba a decir nada a nadie, ella le dijo que odiaría que alguien haga eso con ella. Los ojos de Francisco se abrieron. "¿Podría ser que...?"
—Yo... soy bisexual, a mí me gustan las mujeres incluso más que los hombres... —dijo ella, quedándose callada y mirando hacia abajo, probablemente arrepentida de lo que acababa de decir. Francisco se dio cuenta de esto y respondió.
—Yo tampoco voy a decir nada —dijo Francisco. La chica rápidamente levantó la cabeza y se quedaron mirando hasta que Francisco rompió el silencio—. Yo... podría decirse que soy... 100% gay, si es que te lo preguntabas.
Luego de eso se establo una linda amistad y ambos decidieron encubrirse uno al otro fingiendo que estaban en "algo".
—¿Por qué lo decís?— pregunto Clara hacia la afirmación de Fran
—No se...solo me molesta muchísimo—dijo Francisco medio exasperado—Ademas no paro de verlo en todos lados y es muy molesto
—Capaz está enamorado de vos— dijo Clara con una sonrisa burlona
—¿Qué decís?—dijo rápido Francisco en forma de protesta con un leve sonrojo
Clara estalló en risas al ver la reacción evasiva de Francisco, y justo sonó el timbre, ya tenían que volver a clases, se saludaron con un beso en el cachete porque sabían que Clara hoy salía más temprano y no se iban a ver y así cada uno fue a su salón, antes de entrar nuevamente vio de reojo al chico nuevo mirándolo. Francisco rodo los ojos y entro rápido al salón.
Francisco no sabía por qué, pero algo en él le decía que ese chico iba a ser más que una simple molestia pasajera.
Después de unas horas ya salió del colegio junto a su grupo de amigos, pero su mente estaba en otro lugar. Mientras caminaba por las calles de siempre, intentaba dejar atrás la incomodidad que le había dejado el día. Las veredas del barrio ya le eran conocidas, con sus árboles viejos y las casas que, año tras año, parecían no cambiar. Las ramas de los árboles ofrecían una sombra intermitente, mientras el sol de la tarde bajaba con lentitud. El sonido de los autos y el murmullo lejano de las conversaciones se mezclaban con sus pensamientos, pero él apenas lo notaba.
Doblando la última esquina, llegó a su casa, una vivienda con una fachada que mostraba los pequeños cuidados de su madre, quien siempre se encargaba de mantener el jardín frontal impecable, lleno de flores y arbustos. Las luces del interior se veían a través de la ventanita de la puerta principal.
Empujó la puerta con un movimiento familiar, y el aroma a comida casera lo recibió, como si la casa misma le diera la bienvenida.
—Ya llegué —gritó desde la entrada mientras dejaba su mochila en el perchero, siempre en el mismo lugar.
—¡Hola, Fran! —se escuchó la voz de su madre desde la cocina—. ¿Cómo te fue en el Cole?
—Bien, lo de siempre —respondió, entrando a la cocina tratando de sonar despreocupado.
Antes de que pudiera llegar a su mamá, su hermanita, Sofía, corrió hacia él, con sus trenzas despeinadas y una sonrisa inocente que siempre lograba sacar lo mejor de él.
—¡Fran! —gritó mientras le saltaba encima—. ¿Jugamos después?
—Después, Sofi. Primero voy a subir un rato, ¿sí? —dijo, revolviéndole el pelo con cariño, para después levantarla y darle un beso, seguido de darle un beso a su mamá y luego bajar a su hermanita al piso.
Movió lentamente los pies hasta llegar a las escaleras de madera, que comenzaron a rugir ligeramente bajo sus pies mientras subía.
Al llegar a su cuarto, lo primero que notó fue el desorden habitual. La habitación era su refugio, el único lugar donde podía ser completamente él mismo. En las paredes, los pósters de bandas de rock famosas como Queen, Pink Floyd y su favorito e icónico David Bowie dominaban el espacio, mezclados con ilustraciones de artistas que admiraba. Sobre un rincón, varios taburetes sostenían lienzos y cuadros que él mismo había pintado, sus colores vibrantes contrastando con las sombras de la tarde que comenzaban a alargarse en el interior de la habitación.
Los libros, sus fieles compañeros, estaban por todas partes. En estantes que ya parecían no tener más espacio, amontonados en el escritorio y hasta en el suelo, formando pilas desordenadas pero queridas. Eran sus lecturas favoritas: novelas de amor, aventuras, misterio, poesía, ensayos sobre el arte. Cada uno de ellos llevaba una historia, no solo la escrita en sus páginas, sino la personal, la que había vivido él al leerlas.
En el escritorio, más que un lugar de trabajo, había creado un altar para su creatividad. Páginas llenas de poemas y pequeños fragmentos de escritos estaban pegadas alrededor del borde, formando un collage que hablaba de sus pensamientos y demás. Y, por supuesto, los dibujos. Algunos eran paisajes, otros retratos, pero la mayoría eran escenas abstractas, creadas en esos momentos donde la inspiración surgía de la nada, o al menos lo hacía antes. Miró cada una de esas hojas con una mezcla de cariño y frustración, sabiendo que hacía tiempo que no había añadido nada nuevo a ese caos controlado.
La cama, desordenada, estaba cubierta de cuadernos abiertos, esparcidos sin cuidado. Cada uno de ellos contenía fragmentos de sus escritos, ideas a medio terminar, párrafos tachados y algunas líneas que le parecían buenas, pero insuficientes. Era su pequeño cementerio de ideas, de historias que empezaban con fuerza, pero que luego quedaban atrapadas en la misma inercia que ahora lo consumía.
Francisco dejó escapar un suspiro mientras se sentaba en la silla del escritorio. Miró sus manos, los dedos que antes sostenían la pluma con tanto fervor, ahora quietos, casi extraños para él. Sabía que su bloqueo no era solo una cuestión de palabras.
Francisco se levantó y se dejó caer sobre la cama y se estiró, mirando el techo como si ahí pudiera encontrar alguna respuesta a la incomodidad que llevaba dentro. Sabía lo que estaba mal, claro que lo sabía. Llevaba semanas, no... meses, luchando contra el bloqueo. No era solo que no pudiera escribir; era la sensación de vacío, de que las ideas se le escapaban antes de siquiera poder ponerlas en papel. Era frustrante. Él, el chico que nunca se quedaba sin palabras en los cuadernos ni en su mente, ahora se sentía mudo.
Suspiró, revolviéndose en la cama entre sus cuadernos desparramados, como si con eso pudiera sacarse de encima el peso de sus pensamientos. Sabía que había algo más, algo que había estado evitando enfrentar. Lo que tenía que aparentar, esa constante fachada que mantenía con su grupo de amigos, con la gente del colegio. El chico popular, el líder, siempre rodeado de sonrisas y chistes. Ninguno de ellos sabía lo que realmente pasaba dentro de él, ni siquiera sus amigos más cercanos. Solo una chica, Clara, que lo ayudaba a mantener las apariencias.
Esa mentira no le molestaba tanto. Después de todo, lo ayudaba a mantener una cierta estabilidad en su vida escolar, a no tener que lidiar con las preguntas incómodas, los rumores, los juicios. Pero también había algo más profundo que a veces lo sacudía, una parte de él que deseaba que las cosas fueran diferentes. Que en lugar de esos encuentros casuales con chicos que ni siquiera significaban nada, pudiera encontrar algo real, algo genuino. El amor, quizá. Pero eso parecía tan lejano, tan irreal, que no se permitía pensar demasiado en ello.
Justo cuando ese pensamiento empezaba a hundirse más en su mente, la puerta de su habitación se abrió con un leve chirrido. Francisco levantó la vista y sonrió al ver a su hermanita más pequeña, Paloma, de pie en la puerta, con su pelo largo y una expresión seria que contrastaba con su pequeña figura.
—Fran, ¿me enseñás a dibujar? —preguntó, cruzando los brazos. Había estado pidiéndole eso desde hacía semanas, pero entre sus pensamientos y sus propios bloqueos, Francisco siempre había encontrado una excusa para posponerlo.
—Otra vez con eso —respondió él, aunque su tono era suave y juguetón. Se incorporó en la cama y le hizo una seña para que entrara al cuarto—. ¿Por qué tenés tantas ganas de aprender a dibujar?
Paloma se acercó y se sentó a su lado, abrazando uno de los cuadernos que había sobre la cama como si fuera suyo.
—Porque quiero dibujar como vos. Y quiero hacer dibujos para decorar mi cuarto —dijo, sus ojos brillando de emoción.
Francisco rió, un sonido genuino que hacía tiempo no salía de sus labios.
—Bueno, no te prometo que vas a ser una artista de la noche a la mañana, pero... puedo intentarlo.
La expresión de su pequeña hermana se iluminó y le dio un abrazo rápido antes de sentarse con las piernas cruzadas, esperando ansiosa las instrucciones de su hermano. Francisco se levantó y fue a buscar algunos lápices y hojas en blanco de su escritorio, dispersos entre sus propios proyectos.
—Lo primero es no tener miedo de equivocarte —le explicó, sentándose de nuevo junto a ella—. Vas a hacer un montón de dibujos que no te van a gustar, pero eso es parte del proceso. Tenés que probar, borrar, intentar de nuevo.
Le mostró cómo empezar con formas básicas, círculos y líneas, y ella lo miravaba con una concentración que le hizo sonreír. La paciencia que normalmente no tenía con nadie más, siempre la encontraba con sus hermanitas.
—¿Ves? Así se empiezan la mayoría de las cosas —continuó, dibujando un boceto rápido de un animal, algo simple pero con gracia—. Y después, podés agregar detalles. O podés hacer que sea algo completamente diferente. A veces un círculo puede ser un sol, pero también puede ser una cara o unos ojos.
Su hermanita imitaba sus trazos con esmero, aunque sus dibujos estaban torcidos y desprolijos, y Francisco no pudo evitar sentirse orgulloso de ella.
—¡Mirá! —exclamó ella, levantando su hoja para mostrarle un dibujo que, con un poco de imaginación, se parecía a un perro—. ¿Qué te parece?
—Nada mal, enana. Nada mal —respondió Francisco con una sonrisa amplia, revolviéndole el cabello.
La conversación siguió por un rato más, hablando de cosas triviales, del colegio, de los amigitos de su hermanita y de cómo estaba decorando su cuarto con dibujos que encontraba en internet. Finalmente, la madre de ambos los llamó desde abajo para la cena.
—¡Vamos, vengan a poner la mesa! —gritó su mamá desde la cocina.
—Bueno, vamos antes de que mamá se enoje —dijo Francisco, levantándose de la cama y ayudando a Paloma a bajar con todos los lápices y hojas que habían estado usando.
La cena fue tranquila, una rutina familiar que, por momentos, le daba a Francisco una extraña sensación de normalidad, como si todo estuviera bien, aunque solo fuera por un rato. Su papá, como siempre, se quejaba del trabajo, pero no de manera amarga, sino con el tono acostumbrado de alguien que, en el fondo, sabía que no tenía otro remedio más que aguantar. Su mamá hablaba sobre los planes del fin de semana, mencionando alguna visita a los abuelos que probablemente iba a hacer.
Francisco se sumaba a la conversación de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo simplemente observaba, sintiendo que, por un breve instante, podía relajarse.
Más tarde jugó un rato con su hermanita Sofía y le siguió enseñando a las dos niñas como dibujar.
Cuando subió de nuevo a su habitación, el cansancio empezaba a apoderarse de él. Se dejó caer en la cama, apartando algunos cuadernos que aún quedaban por ahí, y se permitió cerrar los ojos por un momento, tratando de no pensar demasiado en todo lo que tenía que lidiar. El colegio, su grupo de amigos, las apariencias. Y, por supuesto, su bloqueo.
“Mañana será otro día”, pensó finalmente, dejando que el sueño lo venciera, con la esperanza de que, tal vez, al día siguiente las cosas serían un poco más fáciles.