
Capítulo 38
I
En la primavera de 1942, de camino a la ciudad de Stalingrado, las fuerzas de infantería del general Paulus abatieron a un comando soviético que fue lo suficientemente imprudente como para intentar frenar su avance. Los rusos eran solo media docena, armados con rifles de la Primera Guerra Mundial, vestidos con uniformes de color del barro y calzados con esas botas tan malas de ese material que intentaba imitar el cuero y se quedaba en nada. Cayeron fácilmente. La vanguardia alemana los barrió con una MG-42 como las que usaron tres años después en Normandía. Una pasada, y adiós. Dos ráfagas de tiros suaves, y las figuras de los soviéticos cayeron al suelo, sin gritos, sin resistencia.
En cuanto los primeros soldados alemanes llegaron a los muertos y les dieron la vuelta para registrar sus cadáveres en busca de suvenires que llevarse a casa, se quedaron de piedra. Se agacharon ante ellos para asegurarse de que lo que veían sus ojos era cierto; les despejaron la cara de tierra, les quitaron los cascos, les abrieron los uniformes. Llamaron a Paulus.
Mientras el general ordenaba a sus hombres que prosiguieran su camino y dejaran que los cadáveres de las soldados se pudrieran al sol primaveral, se sintió aliviado. Pletórico. Llamado por el destino. Lo que le había dicho su Führer se acababa de confirmar: la raza aria dominaría el mundo.
Solo unos hombres que fueran de raza inferior dejarían que sus mujeres combatieran por ellos.
*
A lo lejos, la ciudad de Stalingrado descansaba a orillas del río Volga, lista para ser tomada, a punto de caramelo para los infantes del Reich. Las defensas que los rusos habían construido no eran rival para la Luftwaffe alemana, y mientras los atronadores aviones de Göring surcaban el cielo en dirección a la ciudad, Paulus y sus hombres se sentaron en la colina para contemplar la ofensiva. Ni siquiera hizo falta la artillería para someter al pueblo eslavo; el cielo se abrió para los Stukas y los Messerschmidt, y la tierra se llenó de polvo, de oscuridad, y de fuego.
En 1942, era indiscutible que los alemanes ganaban. Ganaron en Bélgica, ganaron en Francia, y estaban ganando en la Unión Soviética. Llevaban desde el inicio de la guerra haciendo pagar a Europa por los pecados que cometieron en 1918. Guerreaban como si fueran invencibles, arrasando con ciudades enteras, entrando a matar. Eran superhombres nacidos para triunfar, conquistadores divinos capaces de luchar durante tres días y tres noches sin parar, que marchaban por Europa pisando fuerte, con botas de clavos de acero, y apuntaban con sus cañones hacia los hogares de toda Rusia.
Stalingrado sería tomada porque se llamaba como el hombre que había osado plantarles cara. Los alemanes habían llegado a sus puertas y la demolerían hasta los cimientos, hasta que no quedara ni un solo hombre en pie, hasta que las mujeres y los niños fueran sometidos a la voluntad del Reich. Alemania estaba en la cima del mundo, y Stalingrado era su trofeo.
Los infantes del general Paulus contemplaban el espectáculo frente a ellos como los asistentes al teatro admiran el talento de los actores: los Stukas bajaban en picado, virando en el aire para esquivar los misiles antiaéreos, y soltaban las bombas al sonido de su sirena demoníaca, que no tenía otra función que aterrorizar a los civiles. En la campaña de Inglaterra, cuando Londres se tambaleó hacia la catástrofe, los ingleses las llamaban trompetas de Jericó ; eran el sonido apocalíptico de la muerte, lo último que oían las madres cuando abrazaban a sus hijos, el preludio de la destrucción; y ahora sonaban en el valle del Volga, entre el río y la estepa, como la orquesta de una ópera de Wagner, como las canciones que cantaban las Valquirias mientras acompañaban a los héroes germanos a la gloria eterna.
-En pie, -ordenó Paulus, cuando el último bombardero se perdió en el cielo-, y a los tanques. -Reunió a sus capitanes para que las órdenes bajaran por sus tenientes hasta los sargentos y los soldados rasos-. Empieza la campaña.
La aviación ya había hecho el trabajo duro por ellos, y ahora tan solo quedaba entrar en la avenida Karl Marx y destruir cualquier atisbo de resistencia bolchevique, y al fin, ejecutar al último gran rival de Alemania de un tiro en la nuca, de una vez por todas, para siempre.
*
Los cuerpos de la avanzadilla de mujeres soldado hacía tiempo que no eran más que esqueletos; la primavera, el verano y el otoño habían terminado, el invierno acechaba como un lobo hambriento. Pero Stalingrado resistía.
Los alemanes llegaron a controlar casi el 90% de la ciudad. Se pasearon por la avenida Karl Marx, prendieron fuego a los hogares de los rusos, conquistaron el ayuntamiento, y atraparon a la Resistencia contra la espada y la pared, entre las casas de pescadores y las aguas del río Volga. El general Paulus cumplió todas las promesas que le había hecho a su Führer, y más.
Pero cometió un grave error.
Un error que convirtió el paseo de la Wehrmacht en su tumba. Un error que clavó los clavos de su ataúd. Un error que lo encumbró en la historia como el primer gran derrotado del Reich.
Paulus despertó el orgullo de Rusia.
El orgullo de los hombres, sí; pero también el de las mujeres, el de los viejos, el de los niños; los contrabandistas, las francotiradoras, los guerrilleros; el orgullo de las tormentas de los cielos y de los escombros de la tierra. Stalingrado había quedado tan destruida que los tanques no podían entrar, las ruinas eran el decorado perfecto para emboscadas, y las miserias que padecieron sus habitantes durante las estaciones más bellas del año los habían preparado para el acto final, cuando la lluvia se convirtió en nieve y la nieve se convirtió en infierno.
Rusia entera se rebeló.
Y llegó el invierno.
II
Tres años después, la primavera llega a 1945, y con ella, los rusos llegan a por los tesoros de Berlín: el uranio, la información, los científicos. Todos los secretos de los nazis. Quieren el Reichstag, el parlamento, el centro histórico. Lo quieren todo. Quieren venganza.
*
Los civiles que quedan en Berlín defienden sus casas hasta el final de la guerra. Los puentes están destruidos, las carreteras están cortadas. No hay agua, ni mucho menos comida. Llevan ocho días bebiendo de los charcos sucios, sin nada que llevarse a la boca, sin poder hacer nada para frenar al Ejército Rojo, sin poder impedir que el pasado venga a Alemania para reclamar el futuro.
*
Se oyen las primeras rondas de artillería cuando los asistentes al último concierto de la filarmónica de Berlín abandonan el teatro.
Ha sido un concierto extraño. Las mujeres llevan pieles y joyas, y los hombres, gemelos de oro y alfileres en las corbatas. El mercado negro hace tiempo que ha dejado de aceptar lujos, y solo quiere carne, leche y grano; así que los miebros de la élite nazi, mareados por el hambre y la sed, se han sentado en sus butacas para sentir la belleza de la música por última vez, antes de la barbarie. Ha habido entradas, y asientos numerados, y silencio reverencial cuando las cortinas de terciopelo se han abierto. Y pase lo que pase, venga lo que venga, tanto los músicos como el público se sienten orgullosos de su actuación. Se ha mantenido la calma, se ha respetado el orden, se ha contenido la histeria. Hasta el último momento.
Los asistentes al concierto aprenden que escuchar música con el estómago vacío hace que llegue más adentro, por algún motivo que no saben explicar. Al son del segundo movimiento de la sinfonía número 40 de Mozart, los padres abrazan a sus hijas y las madres acunan a sus niños. Entre una pieza de Mahler y una sonata de Bach, los chavales de las Juventudes Hitlerianas pasan entre los asistentes para repartir el último obsequio del Fuhrer a la cúpula nazi. Y con la quinta sinfonía de Beethoven, se acaba el concierto.
Ha sido un concierto muy bonito.
Las familias se marchan a casa con las pastillas de cianuro en los bolsillos, pensando en la sinfonía del gran compositor alemán que ha retumbado en el teatro, como una premonición. “¿Era la quinta, verdad?”, preguntan las mujeres, delirando de sueño y angustia, mientras intentan llegar a sus casas, como si allí fueran a estar seguras. Es la única que recuerdan, porque es la última que han escuchado. “Sí, querida. La quinta sinfonía de Beethoven”, responden sus maridos. Es la única respuesta que tienen a todas las preguntas de sus familias.
Beethoven compuso el perfecto adiós a Berlín, y su obra maestra acompaña a los berlineses en su imaginación mientras el polvo de la artillería soviética, denso como la niebla, se levanta para dejar paso a los guerreros rusos. Es el destino , dijo Beethoven, cuando le pidieron que revelara su significado, es el destino, que llama a la puerta .
*
Terror es lo que sienten las familias atrapadas en Berlín. Terror, cuando los incendios se alimentan unos a otros y convergen en uno solo, un incendio tan grande que consume el oxígeno de la ciudad, y arranca los árboles de las calles, y se lleva a los niños de los brazos de sus padres. Terror absoluto, animal, paralizante.
Pero ni la verdad ni la muerte entienden de sentimientos.
*
Dos millones y medio de soldados están a las puertas del bastión de acero, la última gran muralla del nazismo. A un extremo de la ciudad, el general Konev. Al otro extremo, el general Zhukov. Ambos con las mismas órdenes: ser el primero en llegar al Reichstag. “Los alemanes se arrodillarán hoy ante nosotros”, es la promesa de Zhukov. “Cuando acabe el día, Berlín será nuestra”, es la profecía de Konev.
Y después de casi un mes de lucha, la bandera soviética ondea sobre el Reichstag. Miles de hombres han ayudado a traerla hasta la futura avenida de Karl Marx, pero la victoria aliada no habría sido posible sin tres rusos anónimos, tres hombres desconocidos que la bordaron, la izaron y la fotografiaron. Tres judíos.
La hoz y el martillo brillan sobre las ruinas del tercer y último Reich alemán.
Berlín ha caído.
III
-¿Qué creéis que habrá pasado con el cadáver de Hitler?
Remus piensa que será uno de los grandes misterios del siglo XX. Lovegood cree que sigue vivo y que ha huido. Sirius opina que los rusos lo harán desaparecer para que su régimen muera con él y nadie tenga la tentación de hacerlo resurgir. Nadie sabe que en esos momentos, la calavera del Führer viaja en un cofre hacia Moscú, y que descansará en el escritorio de Stalin hasta su muerte.
-¡Dejaos de Hitler! -el grito de James es un susurro fuertísimo, le brilla la mirada, y Sirius se chotearía de su entusiasmo si no viera el brillo de sus propios ojos reflejado en las gafas de su mejor amigo-, tenemos cosas mucho más importantes que hacer ahora mismo.
-Recuérdeme por qué no puede hacerse él mismo el equipaje, Potter.
A Sirius le parece que James murmura algo entre dientes, Diiiooossss, capitán Shacklebolt, de verdad, a veces … mientras abre un petate que ha robado sin miramientos del almacén de intendencia con la evidente intención meter ahí todas las conservas que ha pedido prestadas de la cocina con ese descaro que se gasta, tan descarado que hasta parece que todo lo que ha mangado es suyo desde siempre.
-¿Qué gracia tiene entonces, señor?
Media compañía se dirige a la habitación de Andoni con los brazos llenos de obsequios: sulfamida y vendas por si le pasa algo durante el viaje a Austria, botellas de cerveza selladas con cera, y el diccionario inglés-francés de Bill, para que les escriba a todos cuando llegue a su destino.
Entran en la habitación de Andoni, pero para su sorpresa, no están solos. Por un extraño motivo, Andoni ya está haciendo las maletas.
-¿A dónde te marchas, gudari?
*
No cabe una persona persona más en la habitación de Andoni Saseta, y todos hablan a la vez pero nadie está entendiendo nada, así que al final no queda más remedio que hacerle caso a Remus, que sugiere que primero de todo escuchen a Andoni, antes de que el sargento Potter se haga un esguince en el cerebro , y que luego ya habrá tiempo de explicar por qué pretendían colarse en su habitación para hacerle las maletas sin decirle nada y mandarlo en un tren a Austria.
Por encima del hombro de Remus, Sirius puede ver lo que muestra el mapa extendido en el suelo: el Portugal de Salazar oscurecido, el norte de África neutralizado y flechas en toda la península.
Flechas rojas.
El dedo de Saseta las sigue por todo su país. Madrid, Barcelona, Málaga, Santiago. Intenta explicarlo, aunque él mismo no sepa muy bien qué está explicando todavía.
-Y Gibraltar -dice. Lo está mirando a él, a su compañero de ametralladora. Sirius se inclina sobre el mapa y Andoni murmura “Gibraltar”, otra vez, con su acento oscuro. Se miran, ojos grises y ojos negros.
Se les llena el cuerpo de electricidad.
-Se están organizando en el sur de Francia, Sirius.
Es la primera vez que lo llama por su nombre, y es la primera vez que sonríe así.
-¿Cómo lo sabes?
Fleur parece tan ofendida como cuando la conocieron en aquella casa abandonada, con aquél gato naranja, a la luz de las velas, y le preguntaron cuántos pasajes necesitarían para huir de Francia en lugar de suponer lo lógico: que pensaban quedarse allí hasta el final. Tonks se aparta un poco el pelo de la cara, todavía tan corto como el de un chico, y sonríe.
-Las chicas de la sala de transmisiones lo sabemos todo.
Sirius se avergüenza de no haber visto el tremendo poder que tienen esas mujeres hasta ahora. Metidas en la centralita con su uniforme verde y sus auriculares, se saben todos los códigos y descifran cualquier mensaje. No se les escapa absolutamente nada. Ningún detalle. Ni mucho menos, los mensajes que les mandan los miembros de la Resistencia desde la Francia liberada.
-Me voy al sur, -dice Andoni-, a cruzar los Pirineos.
Sirius lo entiende antes que nadie.
-¿Americanos?
Andoni sonríe.
-Creo que sí.
Por supuesto que sí. La maniobra lleva su huella, y es tan evidente que ahora le extraña no haber predicho lo que está pasando en España. Por supuesto que los americanos no han querido tomar Berlín. Por supuesto que han dejado que los rusos ondeen la bandera soviética sobre el Reichstag. Por supuesto que ya tienen la vista fija en la siguiente guerra que van a librar, que no se va a luchar con armas si no con política, en todos los países del mundo menos en Rusia y en América. Una guerra velada. Una guerra fría.
Y qué mejor lugar para estrenar su función que el teatro donde se derrotó al comunismo en 1939.
-Los americanos han empezado, -dice Andoni-, pero vamos a tener que hacerlo todo nosotros.
Truman no va a emplear más que una docena de acorazados en Canarias, y de la base de Gibraltar solo saldrán unos pocos aviones hacia Madrid. Si ve que pierden, los dejará caer, como hizo Roosevelt seis años antes.
Nada de eso va a impedir que Andoni Saseta vuelva para luchar.
-No puedes irte a Francia, gudari, lo siento mucho.
Media compañía está metida en ese cuarto como sardinas en lata, y en el centro de todo, como siempre, con las manos en la masa y una sonrisa tan gamberra que revela todas las bondades del universo, la sonrisilla de James Potter. Y hace como que lo siente de verdad, eres un teatrero, Jimmy, y no podría quererte más , mientras le tiende una carta con el sello de la Cruz Roja.
A Sirius casi se le había olvidado que Andoni tiene que subirse en el último tren hacia Austria.
James sonríe, Remus se disculpa con la mirada por el melodrama innecesario, y Shacklebolt parece tan conmocionado por que ese momento tan solemne no haya ido como debía que parece a punto de echarse a llorar.
-No me gustan las bromas. -Es lo primero que le sale a Saseta, en un inglés fuerte como un mazazo que a Sirius le suena tierno desde hace mucho tiempo.
-Nunca se me ocurriría bromear con algo así. -La sonrisa de James se hace luminosa y brillante, pero Andoni lo mira con recelo, y luego se fija lo que tiene entre manos: ropa, munición para el Mosin, el revólver de Shacklebolt, documentación que lo acredita como miembro del ejército británico y que le da acceso a todos los trenes-. Allí es donde tienen a los supervivientes de los campos de concentración. Te alegrará saber que los de Mauthausen no esperaron a que los liberasen.
En Mathausen, al norte de Austria, los hombres y las mujeres se levantaron con el sonido de la aviación aliada y decidieron que ese iba a ser el último día de esclavitud que iban a vivir.
-Si es él, está muy cambiado, -James lo ayuda a sacar la fotografía del sobre porque a Andoni le tiemblan las manos-, pero estamos seguros de que es él.
Últimamente, el correo viene lleno de sorpresas.
Cuando James le explica que el prisionero con el número 146783 tatuado en el brazo se cargó a tres SS y le prendió fuego a dos torres de vigilancia, Andoni sonríe.
Por supuesto que es él.
Inar Saseta lleva tres semanas buscando la pista de su hermano, y aunque todavía no lo sepa, acaba de encontrarlo.
La urgencia se apodera de todos. Cada segundo en el que los dos hermanos no están juntos es un segundo perdido. Andoni empieza a meter todo lo que le queda en el petate, “gracias, gracias a todos”, le da la mano a Shacklebolt, “os escribiré en cuanto pueda”, le da la mano a Frank, “¿me llevas a la estación?”, acepta el abrazo de Fleur y Tonks, todavía conmocionado, y le sonríe a Remus, que está acabando de hacerle la mochila con sulfamida, vendas y un kit de combate.
Solo le queda despedirse del hombre que le enseñó a disparar con la ametralladora y que siempre ha entendido sus silencios.
-Gracias por dejarme matar nazis a tu lado.
Se dan la mano con fuerza.
-Escríbeme una última vez, antes de que se os meta en la cabeza cruzar los Pirineos.
En el último momento, Andoni lo atrae hacia sí y lo rodea con el brazo. Se dicen adiós, con la tranquilidad de saber que son amigos como lo son los niños que juegan juntos durante un verano y no vuelven a verse nunca más, pero que siempre se recordarán con un afecto inmutable. Seguros de que serán amigos para el resto de sus vidas.
La última vez que ven a Andoni, el tren se lo lleva para reencontrarse con Inar. Y no tienen ninguna duda, ninguna, de que después, los hermanos Saseta irán a ganar.
III
En los días siguientes, la quinta compañía permanece pegada a la radio. Se sienten como familiares en la sala de espera de un hospital, aunque no saben si están asistiendo a un nacimiento o preparándose para la peor de las noticias. Cada vez que sale una operadora de la sala de transmisiones tiene que quitárselos de encima como moscas, y las pocas veces que Tonks y Fleur se toman un descanso, no pueden responder a ninguna de sus preguntas.
El comentario político de Granger sería desquiciante si no fuera porque es todo lo que tienen. La visión de Kingsley Shacklebolt, que estuvo en Barcelona en el 37, es mucho más simple y mucho más certera.
-Tienen que ser ellos -dice, cada vez que alguien le pregunta su opinión.
Sirius sabe que se siente tan culpable como él por no estar allí, pero también sabe que el Ejército no les dejaría ir aunque lo pidieran. Después de cinco años en guerra, el pueblo Británico no toleraría perder más hombres de los que ya ha perdido; el imperio está debilitado, las fuerzas coloniales que han luchado junto a ellos reclaman lo que les pertenece y la posguerra significará la ruina del país. Inglaterra ya no es la potencia que fue, ya no domina los mares, ni los cielos, ni los rincones más lejanos de la Tierra. Ese papel es el de América, ahora les toca a ellos jugar a ser señores del mundo. Lo único que han podido hacer por ellos, aparentemente, es prestarles Gibraltar.
Todo eso es cierto, pero no es lo que Shacklebolt quiere decir.
-Nadie luchará por esa tierra como lo harán ellos.
Y tiene razón. Los americanos han prendido la chispa: rebeliones en varias ciudades, fruto de los contactos de la CIA con la Resistencia española; pero son ellos los que se alzan, sin duda, aunque desde fuera no puedan ver exactamente qué está pasando.
-¿Es otra guerra civil?
Shacklebolt se encoge de hombros.
-Con tan poca información, es imposible saberlo.
El hermetismo que caracteriza a España en los años cuarenta hace no vean nada en claro, que no se puedan fiar de lo que oyen, que contengan el aliento durante tres días y tres noches; hasta que la noticia llega, al fin.
*
Curiosamente, no se enteran de la victoria en España por radio, si no por la portada de un periódico francés que el centro de transmisiones recibe cada mañana, junto a toda la prensa extranjera. Es un titular que simplemente recoge las palabras de Arias Navarro mientras el ejército rebelde que se ha convertido en el ejército legítimo se lo lleva detenido. Cuatro palabras dirigidas a todos los españoles, que dejan a James con una pregunta en los labios.
-¿Qué creéis que habrá pasado con el cadáver de Franco?
IV
Dos días después de la caída del Régimen español, los despierta un sonido extraño. Regular. Rítmico. Sirius abre los ojos, sobresaltado, y echa mano del rifle con el que duerme al lado de la cama, pero le basta un momento para darse cuenta de que la habitación está tranquila y en silencio. La noche se está convirtiendo en el día, en esas horas confusas entre el momento en el que Remus lo deja dormido en su habitación y el toque de corneta de las siete.
El susto da paso a la curiosidad, y Sirius, como el resto de la quinta compañía, se levanta, se frota los ojos y asoma a la ventana.
Kingsley Shacklebolt está saltando a la cuerda. Arriba y abajo, arriba y abajo, las muñecas hacen que la cuerda se estire en un arco perfecto sobre su cabeza, durante una milésima de segundo, antes de estrellarse con fuerza contra el suelo. Latigazo a latigazo, Shacklebolt suda como un animal de tiro, hasta que de repente se mira el reloj de muñeca y empieza con las dominadas: cinco, diez, quince, veinte. A la número cuarenta y siete, frena. Descansa tendido en el suelo sólo lo que le permite el reloj: treinta segundos. Y vuelta a empezar. Cuerda, dominadas, descanso. Cuerda, dominadas, descanso.
Los hombres admiran la gloria del cuerpo de su capitán, invencible, indoblegable, esculpido a base de disciplina y voluntad. Debe llevar ya varias series, porque el sudor que le empapa el cuerpo parece que haya caído del cielo, en un chaparrón que solo lo ha mojado él. Los saltos siguen un compás militar, las últimas dominadas salen a fuerza de gruñidos, el suspiro que emite durante el descanso de medio minuto hace eco en el empedrado del patio.
James aparece desde su ventana, con las gafas en la punta de la nariz, el pelo como un nido de pájaros sobre su cabeza y las manos en forma de megáfono.
-¿Entrenando para alistarse al ejército, señor?
Shacklebolt acelera los saltos hasta que la cuerda no es más que un borrón de color gris, hasta que la luz se prende en el ala de las enfermeras y las primeras cofias asoman por la puerta, hasta que Bill empieza a hacer apuestas en voz alta y Frank, dos ventanas más arriba, le sigue el juego.
A Shacklebolt, de repente, se le ilumina la cara. “Caballeros”, empieza, y ya todos huelen el peligro. “Caballeros”, dice, como un juez que se prepara para condenarlos. “Caballeros”, con las manos en la cintura y esa voz tan poderosa que se eleva hacia todos sus hombres, tranquilamente, sin necesidad de gritar.
-Este laissez faire al que se están acostumbrando empieza a ser impropio de infantes.
-En inglés, señor, que soy de Kent.
-Que no toleraré que ninguno de mis hombres se ponga blando.
Dice “blando” como si fuera el peor de los insultos, da un latigazo con la cuerda para que sus palabras cobren fuerza, y mira hacia una de las ventanas que se acaban de abrir y por la que sale un hombre rubio no del todo despierto.
-¿Es obligatorio, señor?
Desde abajo, los ojos negros del capitán Shacklebolt centellean malévolamente mientras se clavan en el médico de la quinta compañía.
-Excelente idea, Lupin.
Los hombres se quejan, ¡Me cago en Dios, Remus!, James gruñe antes de darse la vuelta y empezar a vestirse, casi doce meses de guerra y ni una cosa has aprendido, Doc, ni una, Remus se disculpa profusamente, lo sientochicos, me ha pillado con la guardia baja. Sirius no dice nada. Está demasiado ocupado intentando que no se noten las ganas enfermizas que tiene de que Shacklebolt lo saque a correr por última vez.
*
En veinte minutos, la quinta compañía se quita el sueño a trompicones y atraviesa el pueblo de Mertesdorf. Saludan a las chicas que ya se han levantado para recoger los huevos de sus gallinas, esquivan la carreta del lechero, despiertan a todo el mundo con el compás de su paso.
Marchan inexorablemente por la carretera hacia alguna colina alemana.
Shacklebolt les obliga a cantar para que el paso les salga firme y cuando creen que ya no le quedan más canciones en el repertorio, empieza a hacerles preguntas sobre calibres de armas, radares alemanes, y rangos de las SS. Contestan al unísono, gritando para que los silencios de los que ya no pueden responder se camuflen y Shacklebolt no apriete la marcha. Sudan, se están quedando sin aliento. Sienten el dolor del ejercicio físico en las piernas, en el pecho, en la cabeza.
-Vamos, Granger.
Sirius le coge la mochila a Elliott, -porque evidentemente, antes de salir han tenido que montar el equipo, como si fueran a combatir en la última campaña de la guerra-, y deja que James lo ayude a él y cargue con la ametralladora. Adrien Jones y Dennis Spinnet interrumpen su paso coordinado a la perfección para tirar de Lovegood.
-Ni se te ocurra rezagarte, -le murmura Jones-, o el capitán nos tendrá corriendo hasta la hora de cenar.
Mientras avanzan, Sirius se pregunta qué ha pasado para que Shacklebolt se haya puesto a sudar de esa manera. Qué le han dicho, para que se haya levantado de la cama a las cinco de la mañana, cuando todo estaba oscuro, y haya salido al patio de armas para cansarse hasta no poder más. Qué le impide dormir. Qué sabe, que ellos no saben.
Cuando su capitán se aparta de la carretera y les permite descansar un rato en la cuneta, Sirius ya lo ha adivinado.
-¿Dónde se han rendido esta vez, señor?
-Donde siempre, en el vagón donde se rindieron hace más de veinte años.
-Churchill siempre tuvo predilección por el drama… Spinnet, Jones, guardad eso, le acabaréis sacando un ojo a alguien. -Dennis y Adrien terminan de mear en dirección a Berlín y se las guardan en los pantalones mientras Frank y Bill se ahogan con su propia risa-. ¿Quiénes han ido?
-Por nuestra parte, el Ministro de Asuntos Exteriores… Lovegood, por el amor de Dios, apártese del precipicio de una vez, que me está poniendo malo… y los alemanes han elegido al asqueroso de Himmler.
Sirius inspira hondo.
-Así que ya está.
La sonrisa de Shacklebolt le llena el corazón de fuego.
-Ya está. Se acabó.
Ambos miran a sus hombres. Frank Longbottom, con el gigantesco PIAT a los pies y los brazos de leñador en jarras. Bill Weasley, a su lado, más delgado, igual de temible, jugando distraídamente con las anillas de sus granadas, que capturan los primeros rayos de sol igual que su alianza. Remus y James, que conversan sobre todo y nada; uno con los brazos cruzados a la espalda, apoyando el peso de su cuerpo en una de sus piernas infinitas; el otro subiéndose las gafas con el dedo, una y otra vez, aunque se le resbalen por el sudor inevitablemente.
-¿Cuándo se lo va a decir?
Para su sorpresa, Shacklebolt hace lo que nunca ha hecho hasta ahora: señala hacia la cima de la colina, que todavía está a oscuras, en la noche, y le responde con otra pregunta.
-¿Cuánto cree que tardaremos en llegar a la cima?
Sirius se cuelga la ametralladora al hombro y empieza a poner en pie a los infantes, tirando de sus camisetas, levantándolos a pulso.
-¿Cuántas cimas hemos coronado juntos, capitán?
No está seguro de que lo haya oído; Shacklebolt ya ha echado a correr.
*
En la nueva edad del hombre, la quinta compañía se sienta en la cima que acaban de coronar para ver el amanecer. Sirius los mira, uno a uno. A sus hermanos. Ve sus caras, bañadas por el sol. Triunfadores, sangre de su sangre. Hombres, que acudieron cuando los llamó el deber, que se rebelaron contra quien quería someterlos y que obedecieron cuando querían rebelarse. Hombres extraordinarios.
Nadie sabrá nunca lo que les ha costado llegar hasta allí.
Se deja caer junto a James, todavía peleándose por respirar, secándose el sudor de la frente con la camiseta.
-Ya estamos, Jimmy.
James se estira sobre la hierba. Se quita las gafas, que le han dejado marca en la nariz. “Y ahora qué?”, es lo que quiere decirle, o algo peor: “prométeme que nos veremos todo el rato”. Podría decirle eso, ya lo creo si podría. Pero no hace falta, porque James, su gemelo de diferente madre, el hermano que ha encontrado en la Segunda Guerra Mundial, hace tiempo que ha aprendido a leerle la mente.
-Si piensas que no voy a ir cada dos por tres a tu mansión con piscina…
-¿De dónde has sacado que tenga piscina?
-... es que estás flipando, Black.
En ese momento, cuando el cielo empieza a clarear y las nubes se tiñen de rosa pálido, les da un poco de pena no haberse alistado en la RAF. “Tengo vértigo”, dijo Sirius, el primer día en la base de entrenamiento, mientras se despedían de sus melenas de civil, cuando James le preguntó por qué no se había hecho piloto. “Las gafas”, fue lo que dijo James, verdaderamente apenado. Hubiesen sido buenos pilotos. Hubiesen montado en dos Spitfires con las colas tuneadas con calaveras, hubiesen despegando de los portaaviones uno tras otro, siguiéndose en el aire, siempre unidos por la radio de la cabina. Pero da igual en qué ejército hayan servido; en el del aire, el del mar o el de la tierra. No importa. En todos lados y en todas las guerras, James y Sirius se hubiesen encontrado, se hubiesen tenido, y no se hubiesen soltado jamás.
*
Shacklebolt habla con Remus, al borde del precipicio que cae sobre el pueblo alemán. Llega el nuevo día cuando se abrazan, Remus sonríe y cierra los ojos para sentir el calor del sol, el sol que seguirá saliendo en Europa como sale ahora, resplandeciente, victorioso, a la espera del verano que está a punto de llegar.
Sirius mentiría si dijera que no le encanta ser la primera persona a la que Remus busca cuando ha sabido que Alemania y los aliados han firmado el Armisticio.
Se hace visera con la mano hasta localizarlo. Lo ve, sonríe. Avanza hasta él. Se sienta a su lado, deja que Sirius le pase un brazo por los hombros y en secreto, a resguardo del mundo, le dé la mano.
-Hemos dado nuestros días para que el mañana se haga realidad -es lo único que Remus puede decir, y es toda la verdad.
Sus dedos se entrelazan, y es como si se besaran.
-El mañana es hoy, Doc.
Eso también es verdad. Todo ha terminado. Ya no hay más guerra.
*
Más tarde, podrán pensar en la vida que todavía les queda por vivir, y en todas las cosas buenas que tendrán: un trozo de tierra al que llamar casa, y una casa que construir; una familia a la que amar, y amor para proteger a todas las generaciones que vendrán.
Las fuerzas del bien los guardarán de todo mal, y la vida los cubrirá de luz.
Más tarde, harán frente al resto de sus vidas, -con sus catástrofes, sus tragedias y sus milagros-, armados con la única arma que les queda, con la espada llameante que blandieron en la hora más oscura: con la fiereza del amor. Y lo harán de la única manera posible: con la voluntad de los hombres que viven sin miedo. ¿Qué otra cosa hay, ahí afuera, en el bosque negro como la noche? ¿Qué otro objetivo queda por conquistar, después de haber conquistado la libertad en la tierra de la tiranía, que no sea la felicidad, a toda costa, hasta las últimas consecuencias, cueste lo que cueste y en la batalla más amarga y más gloriosa que les queda por luchar?
Más tarde, recordarán a los hombres que obedecieron cuando los llamó el deber, que no quisieron andar otro camino, y que no supieron morir de otra manera.
Más tarde.
Ya habrá tiempo de llorar, tiempo de morir, tiempo de pecar de nuevo.
Ahora, la alegría se convierte en euforia y los domina. Se adueña de sus mentes, les baña los rostros con sus rayos de luz celestial, y les hace comprender que nunca volverá a haber una guerra como esa, con esos demonios que la hicieron posible, con esos dioses que la ganaron; nunca habrá una causa más justa por la que morir, una victoria más grande por la que luchar; y que han sido ellos, los hombres que empuñaron la pluma y la mojaron en la tinta de su sangre, los que han reescrito la historia.
Han vencido.
Han triunfado.