Triunfar o Morir

Harry Potter - J. K. Rowling
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Triunfar o Morir
Summary
En 1944, las fuerzas aliadas se preparan para el desembarco anfibio más grande desde Alhucemas. El muro atlántico de los nazis, una fortificación kilométrica de misiles, minas y divisiones acorazadas al mando de Rommel, los espera en la costa francesa. Si consiguen atravesarlo, los soldados del frente occidental desembarcarán en territorio ocupado y deberán conquistar Francia, Holanda y Bélgica hasta llegar a Alemania, antes de que llegue el invierno, antes de que sea demasiado tarde.Esta es su la historia.
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Capítulo 37

I

Una azotea. Atardecer primaveral. Alcohol incautado.

James Potter y Sirius Black.

Hace cuatro cervezas y media que James ha dejado de intentar afinar, y hace todavía más rato que Sirius ha dejado de intentar que se calle. Gruñe como si la cantinela de su mejor amigo le molestase, -no le molesta-, y bebe como si no estuviera triste, -está bastante triste, la verdad-. A la tercera vez que James empieza la melodía de nuevo, Sirius entorna los ojos.

-¿Qué es eso? ¿Galés?

James sonríe.

-La he aprendido de Andoni. - Acabáramos -. ¿Te la enseño?

-¿La canción?

Ríen, James canta más fuerte, Sirius le acribilla las costillas con el dedo.

-Cantas como un grillo, Potter.

La sonrisilla de James le da estabilidad, su canturreo incesante le amansa el espíritu.

Ha llegado el correo esa mañana, y James ya lleva puesto el regalo que le ha mandado su madre: las nuevas gafas son más redondas que las anteriores, más grandes, y más robustas, pero le quedan igual que las otras: propias , como si las hubiera llevado toda la vida.

-De pequeño las perdía siempre, pero mi madre nunca se enfadaba. Siempre tenía de repuesto.

Sirius se ríe ante la idea de un James Potter de diez años, con las rodillas repelladas de haberse subido a los árboles, el culo del pantalón sucio de haberse revolcado en el barro como un lechón, y esa sonrisa, esa sonrisa perenne, segura, producto de una madre que no lo reñía por ser un crío. Así había sido James Potter: mimado sin ser consentido, valiente sin ser bravucón. Y un gafotas de mucho cuidado.  

A Sirius también le ha llegado correo.

Cuando le enseña la carta con el sello del león y la corona, James suelta un silbido de admiración.

-El Rey debe de estar harto de tener tu medalla rondando por ahí. -Entorna los ojos-. Eh, ¿por qué yo no tengo carta?

-Pero serás gilipollas. ¿Tú te crees que el Rey Jorge VI tiene nuestras Cruces de la Victoria en un cajón de Buckingham Palace, por ahí, estorbando?

Saca la carta cuidadosamente del sobre, y cuando James deja de atragantarse con su propia risa, empieza a leerla. 

Se siente orgulloso de esa carta, la verdad. Que haya venido un emisario expresamente de Londres y se la haya entregado a Shacklebolt en mano es una de las cosas más estrafalarias que le han pasado en la vida. Otra cosa bastante extraña es que cuando James acaba de leer, no le sale tomarle el pelo.

-Joder, Sirius.

-Ya.

-Joder.

-Lo sé.

-¡Joder!

-No flipes, Potter. Ya he enviado la respuesta esta mañana, y no voy a aceptar.

Y ya está. Más o menos. Excepto que no está, no está para nada , porque James Potter, obviamente, no piensa dejar el tema. Se termina la cerveza, hace como que no tiene curiosidad durante un rato, y se rinde rápido.

-¿Por qué no vas a aceptar?

-Porque no quiero el título. No me apetece ser Lord Blythe.

-¿No serías Lord Black?

-Black es mi apellido, Blythe es el nombre del título nobiliario. Por eso Lord Byron no se llamaba George Byron, se llamaba George Gordon. 

-Si tú lo dices…

-Es una estupidez. Es solo un título. Se lo puede quedar mi padre, que le encanta.

-Sirius, claramente no quieren un nazi en la cámara de los Lores. El rey… -Mira la firma, se decepciona claramente-. ¿Quién es Michael Adeane?, espera, ¿me estás gastando una broma?

No debería hacerle tanta gracia que a James le haga más ilusión que la carta sea de pega que de verdad, pero le hace bastante gracia.

-Es su secretario, o algo así.

James echa un último vistazo al sello de color rojo fulgurante antes de devolverle la carta.

-Vale, pero, ¿y lo demás?

-¿Tú me ves cara de diplomático?

La mirada tras las gafas redondas no da lugar a dudas: James cree en él. A ciegas, a hierro.

-Absolutamente. Siento decirte que te has convertido en un hombre muy maduro, Sirius.

-Anda ya.

-Dicen que habrá más amenazas, ¿no? Que el imperio británico se desmorona, y todo eso. ¡Y los rusos! -Dice, como si se hubiera olvidado de la existencia de la Unión Soviética durante un momento-. Churchill dice que habrá que tener cuidado con los rusos, ¿no?

James recita la teoría, pero no parece creérsela demasiado: ambos saben que el gran enemigo ya ha sido derrotado. Que todo irá bien, a partir de ahora.

-Para empezar, me mandarían al consulado de París y la verdad, no me apetece poner un pie en esa ciudad nunca más. -James tose algo que suena como a “excusa estúpida, pero vale”, y hace un esfuerzo titánico para dejarlo continuar-. Jimmy, yo ya he servido a mi país. Lo he hecho lo mejor que he podido, y ya he terminado. Hasta aquí. No puedo más. Lo que venga, tendrá que ser cosa de otros.

A lo lejos, el campo de Mertesdorf está iluminado. Durante el día han aprendido más cosas de ese sitio, y cuanto más saben, más inverosímil les parece todo. Yoav, postrado en la cama de la enfermería, desfalleciendo por esa tos que grita “tifus” de todas las maneras posibles y que es un milagro que no se la contagiase a Remus y a Sirius, les ha dicho que había un boxeador que cocinaba, un ginecólogo que se comía las pieles de patatas y un viejo húngaro que trabajaba más que nadie. “Deberíais haberlo visto cargar sacos de arena, era increíble”, murmuraba, postrado en la cama de la enfermería, en un delirio febril que no remitía. Lo han dejado en la cama mientras la enfermera Stevens, tozuda como una mula, intentaba curarlo con antibióticos y compresas frías.

Se pone el sol, y el teniente y el sargento han llegado a la azotea justo a tiempo para ver el camión que se lleva a Lily hacia el campo, para empezar el turno de noche y continuar con las veinticuatro horas de cuidados constantes, luchando incansablemente contra los nazis, como siempre ha hecho desde que se alistó al cuerpo de enfermeras. El camión se pierde en el bosque, y no es hasta que lo ven emerger, con la ayuda de los prismáticos, y las puertas del campo se abren, que James se relaja lo suficiente como para abrirse la séptima cerveza. 

El cuello del botellín contra el bordillo, un golpe seco con la palma de la mano, y la chapa sale volando y cae al vacío. Sirius espera a que se beba la mitad para preguntarle qué tal la vida de casado, solo por ver esa cara de niño bueno que esconde todas las maldades.

-Todavía me quedan un par de trucos que enseñarle.

Cómo Potter, cómo lo haces . Cómo puede ser que esa frase suene tierna cuando la dice él, mientras mueve las cejas arriba y abajo como si hiciera flexiones con ellas, hasta que las gafas nuevas se le resbalan por la nariz y casi se despeñan en el vacío.

Beben un rato más, en silencio, hasta que llegan los murciélagos y las últimas luces del día se apagan.

-A veces, cuando era niño, me angustiaba porque me iba a morir -dice James. Los pájaros se han recogido en sus nidos para pasar la noche, y los colores del cielo bávaro se vuelven oscuros, esperando la noche-. Mi madre me explicaba que uno nunca se muere del todo porque cuando se acaba esta vida, te vas con Dios para siempre. Para siempre . No entendía la eternidad, me angustiaba más, lloraba más. Mi madre me decía que me imaginase una montaña muy alta, la más alta del mundo. Y cada mil años, una golondrina rozaba la cima con su ala, hasta que al final de todo, la montaña se erosionaba para siempre; y que todo eso, la montaña, la golondrina, los años que pasaban… todo eso no era más que un segundo en la eternidad, y eso significaba que estaríamos juntos con Dios, felices, para siempre.

-Menuda paranoia, Potter.

-No me reconfortaba mucho, la verdad. 

-¿Cuántos años tenías cuando tu madre te hacía flipar así?

-Me daba miedo el futuro infinito, pero me gustaba que se quedara conmigo hasta que me dormía.

De pequeño, Sirius había tenido una habitación para dormir, una habitación para jugar, y una habitación para aprender. Tres habitaciones separadas. James, en cambio, lo había tenido todo junto: la cama de madera, los camiones de juguete, los libros de caligrafía. Todo, en la última habitación del pasillo, girando a mano derecha cuando subía las escaleras para cepillarse los dientes, ponerse el pijama, y escuchar un cuento antes de que le apagaran la luz, sacara la linterna y se escondiera debajo de las sábanas para leer cómics de indios y vaqueros hasta que se quedaba dormido.

En Belgravia, Sirius tenía una ama de llaves que lo vigilaba de noche, para que no se escapara de la habitación y se partiera el brazo bajando por el árbol que daba a su ventana, por segunda vez. Y una niñera que lo cuidaba de día y entraba en pánico cuando daban las cinco, y le limpiaba la cara con un trapo áspero, y lo peinaba con agua de rosas, y se lo presentaba a los mayores de la casa mientras tomaban el té, como para demostrar que seguía con vida, que no le había hecho nada malo, que no era culpa suya si el niño encontraba cosas con las que ensuciarse en una habitación cerrada. También tenía un profesor que venía a casa el sábado por la tarde y le daba clases de violín, y le pegaba en los dedos con una batuta cuando se desacompasaba, y luego se quejaba de que su primogénito no tiene don para la música, señora Black, lo siento mucho . Sirius había tenido todo eso, y más. Ponis, ropa, un tren de juguete que andaba solo, perritos, clases de polo.

James había tenido una madre.

-Me siento un poco así, ahora. -El teniente Potter se sube las gafas con un dedo y fija la vista en el punto, a lo lejos, donde su mujer acaba de entrar en el campo de concentración-. Es decir, lo entiendo. El mecanismo del Lager, de verdad que lo entiendo. La chimenea, el gas, la raza superior, la fábrica de los motores de los aviones. -Niega con la cabeza, desarmado-. Pero no soy capaz de comprenderlo.

-Si te sirve de consuelo, James, has estado a la altura. 

Como siempre. Como ningún otro hombre lo hubiese estado, porque no existe hombre más bueno que James Potter.

-Ojalá pudiera llamarla ahora. 

-¿A tu madre?

El botellín de cerveza descansa en las manos de James, casi vacío.

-Escuchar su voz, al menos, ¿sabes? Me daría igual que hablase por la radio, como el tío ese que da el parte en la BBC a las siete de la tarde, y yo no pudiese responderle. 

Le gustaría encontrar palabras para consolarlo, de verdad que le gustaría. Lo único que puede hacer por él es pasarle un brazo por los hombros, juntar su frente contra su mejilla y apretar hasta que les duele.

-Priestley.

Sirius estrecha el abrazo. James le corresponde.

-¿Cómo?

-El de la BBC, el de las siete. Se llama Priestley.

Se terminan la última cerveza que les queda, pensando en cómo será su vida cuando vuelvan a casa y tengan que vivir lejos el uno del otro.

 

II

El cielo ya está lleno de estrellas cuando Sirius se da cuenta de que está tan borracho que no puede tenerse en pie. Aquí mejor. Sentadito . Ha bebido demasiada cerveza, ha fumado demasiados cigarrillos y ha leído demasiadas cartas que también le han llegado por correo pero que no ha tenido valor para enseñarle a James.

-Jimmy, ¿estás despierto?

El dolor punzante en las sienes ha aparecido más o menos hace un par de horas, y no parece tener intención de abandonarlo pronto.

James, envuelto en su chaqueta y con las piernas todavía colgando en el vacío, no contesta. Sirius se acomoda a su lado, dispuesto a pasar la noche allí. Tiene el estómago vacío desde el mediodía y la cabeza llena de humo. 

Se estira junto a su amigo, intentando que el mundo deje de dar vueltas. Coloca un brazo debajo de la cabeza para hacerse una almohada, vagamente consciente de que la mano que sujeta el enésimo cigarrillo no debería descansar sobre su estómago si no quiere que la ceniza le acabe quemando el uniforme, porque Sirius Orion Black, sargento de infantería de la quinta compañía del Ejército Británico, puede soportar muchas cosas, pero no está muy seguro de que su estado emocional vaya a permitirle aguantar el tipo si Kingsley Shacklebolt lo regaña por presentarse con la camisa chamuscada.

Ha perdido la cuenta de cuántos cigarrillos se ha fumado. Fuma con rabia, y si tuviera que dar una razón por la cual está fumando tanto que le lloran los ojos, diría que fuma porque Remus dejó de hacerlo en Saint Vith.

No es un pensamiento muy coherente.

Si mira hacia arriba y desenfoca un poco la vista, puede llegar a imaginarse que flota en el cielo, sin nada a su alrededor salvo oscuridad. 

A cada minuto que pasa, aparecen más antepasados suyos en la bóveda celeste. Se pregunta si ahora que Regulus ha muerto, cuenta como antepasado. Se imagina que sí. Después de esa guerra, las estrellas le recordarán siempre a su hermano. Las estrellas, y el mar.

Es tarde, muy tarde, cuando la puerta metálica se abre con un crujido renqueante que le eriza la piel.

-Por fin te encuentro.

Sirius se incorpora sobre los antebrazos, se sacude el mareo del cuerpo, se da la vuelta. Y sonríe.

 

II

-¿Qué hacéis aquí arriba?

Sirius se encoge de hombros. Intentar no pensar en ti , está tentado de decir, aunque eso sea imposible desde Normandía.

-Me iría a la cama, pero tengo miedo de que nuestro teniente se dé la vuelta y se descalabre.

-Da pena despertarlo, tienes razón.

Remus se sienta a su lado. Sirius intenta fijarse en las cicatrices de su cuello, pero no importa que todo esté demasiado oscuro para no verlas. Ya se las sabe de memoria.

-Yo siempre tengo razón, Lupin.

Han sido unos veinte pasos desde la puerta hasta él, y le ha dado tiempo a verlo como si fuera la primera vez; como cuando no lo veía en Inglaterra y empezó a verlo al llegar a la playa; como si al verlo así, -algo indeciso, pidiendo permiso para volver a estar junto a él sin pedirlo con palabras, sonriendo suavemente-, tuviera que acostumbrarse a la luz del sol después de toda la noche en la oscuridad. Uniforme limpio, con la cruz roja en el hombro que lo marca como el sanador de todos los hombres de la compañía. Ojos de largas pestañas. Siempre ha tenido esas pestañas tan largas, tan oscuras al lado de las cicatrices tan blancas. Se ha vuelto a afeitar, como la noche en la que se pelearon y de la que Sirius se arrepiente tanto. Y no parece enfadado, pese a que tiene derecho a estarlo porque fue él quien se empeñó en intentar acelerar su duelo, su pena, su sufrimiento.

Pero es que tiene tanto miedo. Tanto. Miedo de que se ahogue ahí, a la vista de todos, y no pueda salvarlo, y tenga que callarse, y lo pierda para siempre.

Remus investiga la escena del crimen: los botellines de cerveza, las gafas de James en el suelo, ya con una de las patillas ligeramente doblada, las colillas. Cuando ve el libro que Sirius se ha subido con la estúpida idea de evadirse, sonríe.

-¿Y bien?

No solo no le enfada que haya ido a su habitación a robárselo, - pedir prestado, Lupin, pero  es que no estabas -, si no que la idea de que Sirius haya entrado en su habitación, como si fuera la de ambos, y haya cogido uno de los libros de debajo de su cama como si fueran los libros que tienen en la estantería del salón, parece gustarle.

-No lo he empezado. -Confiesa-. James me ha serenado y luego ya estaba demasiado oscuro.

-¿James ha hecho qué?

-Es igual.

Tampoco es que hubiera podido concentrarse como para leer más de una frase seguida sin que la niebla de su mente le impidiera seguir. Pero bueno.

-¿Por qué has elegido este? -Remus acaricia la tapa. Es uno de sus libros autocensurados, con las portadas forradas con papel marrón. 

-Porque pensaba que tendría dibujos.

Pase lo que pase, nunca se cansará de hacerlo reír. Nunca, jamás. En realidad, ha elegido ese libro porque en Inglaterra, Remus le dijo que iba de dos hombres que se querían. Quizás no se acuerda. Es igual. Sirius necesitaba saber si tenía un final feliz, pero no le ha dado tiempo a averiguarlo.

-No mucho, -dice Remus-, pero la primera parte es preciosa. Ya sabes, antes de la tragedia.

Sonríe de una manera especial cuando habla de Retorno a Brideshead , y Sirius se guarda esa sonrisa en el rincón de su mente que será exclusivamente para los recuerdos de Remus.

-¿Y eso que tienes ahí?

Sirius le da las tres cartas que no ha podido enseñarle a James. Remus las lee, una a una. Le lleva un buen rato, a veces vuelve a la primera, las compara. Cuando acaba, lo primero que hace es decir una gilipollez, algo que suena como una disculpa.

-Te dije que si llegaban cartas de su familia las leería yo, y no lo ha hecho. Lo siento mucho.

-Técnicamente dijiste que leerías las cartas de mi madre, y estas son de mi padre.

Sirius lo habría visto venir si se hubiese parado a pensar en su padre más de dos segundos desde la última vez que lo vio, presidiendo la mesa del comedor, en esa fiesta llena de excesos en tiempos de racionamiento, hablando sin parar sobre lo estúpidos que eran los chavales que se alistaban para dar su vida por Inglaterra.

Es lógico, en realidad. Hacia el final de la guerra, Orion Black ha visto que su causa está perdida y pretende seguir a flote como pueda.

-Lo de tu madre…

-No lo sé. No sé qué pensar.

¿Estaba Walburga Black tan loca como para terminar sus días en un psiquiátrico? ¿O todo  había sido culpa de su marido, que no había podido dejar pasar la oportunidad de deshacerse de ella? Sirius hará indagaciones cuando vuelva a casa. Se pasará por el hospital, seguramente, a hablar con los médicos. 

Sin verla. 

No quiere volver a verla nunca más.

En cuanto lo verbaliza en voz alta, le sorprende lo poco culpable que se siente al respecto, y la sonrisa triunfal de Remus, que lo alaba y lo felicita a la vez, lo llena de un orgullo especial que solo él es capaz de provocar.

-Tu padre no quiere darte el título.

-¿Curioso, verdad? -Sirius extingue la última colilla, hace una bola con el paquete de tabaco y lo tira al vacío-. Uno pensaría que después de haber apoyado abiertamente a Herr Hitler, por lo menos tendría la delicadeza de no volver a pisar Inglaterra nunca más. Podría exiliarse a su apartamento de París, por ejemplo, y terminar allí el resto de su mierda de vida. Pero mi padre no es un hombre que sepa retirarse, aunque la batalla esté perdida.

-¿En serio lo llama “ Herr Hitler”?

-Jurado.

No es que no supiera que Remus se ríe precioso , claro, pero joder , es que cuando es él el que consigue que se ría, y cuando se ríe en esa noche tan oscura, jo-der . Deslumbra, sencillamente.

-Se está cavando su propia tumba, la verdad. No deben quedarle muchos amigos. Si yo fuera de los que apuestan, diría que lo mandarán a algún consulado bien lejos, en alguna colonia de África o Asia. 

-No me dirás que no eres un hombre de los que apuestan, Sirius, que mentir se te da muy mal.

Esa risa. Otra vez . La borrachera se le ha quitado de golpe, la cabeza ya no le duele. Remus lo cura todo con su risa, y Sirius solo puede quedarse quieto, muy quieto, para verlo mejor mientras se pregunta cómo puede ser que hubiera un tiempo en el que no estuvo enamorado de él. 

-No deberías hacerle caso a tu padre. -Cuando le devuelve las cartas, los dedos se rozan igual que cuando compartían cigarrillos, y se sienten igual de inestables que cuando les tocaba guardia nocturna y el silencio del bosque los mantenía despiertos hasta que amanecía, y hablaban de cualquier cosa menos de lo importante-. Todo lo que pone ahí es mentira. Te mereces ocupar su lugar. -Sirius niega con la cabeza, Remus asiente-. Podrías seguir, podrías dar forma al Imperio Británico, modernizarlo, prepararlo para todo lo que venga. Podrías… 

Sirius lo mira. Rey sin corona, príncipe destronado. Soberano de su destino.

-Yo ya he luchado mis batallas, Remus. Y ya las he ganado.

Tras una breve vacilación, le acaricia la nuca, después de tantos días. Remus responde al contacto cerrando brevemente los ojos, y es entonces, con los dedos metidos en su pelo, cuando Sirius piensa que no va a poder aguantar mucho rato sin besarlo. Un beso, o morir. De repente, como alcanzado por el rayo, lo sabe. Sabe que van a volver a besarse, y que ese beso no será el último. Deja que ese pensamiento le calme los nervios; siente electricidad en los dedos mientras Remus se deja masajear el cuello, y sonríe, y es curioso cómo la luna hace que sus ojeras parezcan hechas de mercurio, y es curioso cómo la gente no se desmaya a su paso de lo deslumbrantemente guapo que es.

-¿Te acuerdas de cuando le curaste la mano a James?

Remus asiente. A ninguno de los dos se les va a olvidar nunca: ese tiro que estalló en el silencio del campo de maniobras, aquella mañana de mayo, sonó rarísimo, ¿te acuerdas? , y luego el sonido del rifle contra el suelo, primero lo oí gritar y luego lo vi sin rifle y con las manos llenas de sangre , y Sirius dice que solo recuerda echar a correr hacia él y contarle los diez dedos, y Remus recuerda coger el botiquín y decirle a Lily que no se acercara, que podría haber sido una granada, ¿ te puedes creer que pensé que los alemanes nos atacaban? Aquella fue la primera vez que sintieron ese ardor de adrenalina en el cuerpo, que tantas veces han sentido desde entonces y que esperan no volver a sentir nunca más.

Ajeno a todo, James duerme plácidamente al lado de Sirius. Está oscuro y no se ve nada, pero ambos saben que conserva una cicatriz en índice, el dedo del gatillo. Y después de tantos meses manejando armas a diario, ahora también saben que Snape metió algo en el cañón que hizo que la bala no pudiera salir y que la pólvora explotara furiosamente en la recámara. Que James podría haberse quedado sin manos perfectamente.

-No hizo falta que me lo dijeras, -susurra Sirius-, me miraste, y bastó. Me controlé, me callé. Quería matarlo. Dios, Remus. Quería… no lo sé. Hacerle mucho daño. La ira no me dejaba pensar. Pero me calmaste. Y ahora, -mira a James afectuosamente-, nuestro tontaina se ha casado con Lily, y Snape se pasará la vida arrepintiéndose de haberle enseñado a su amiga que odiaba al chico que empezó a gustarle.

Severus Snape ha abandonado la quinta compañía ese mismo día. Se ha ido con la Cruz Roja para ayudar en el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín, y no se ha despedido de nadie; ha acabado su paso por el Ejército Británico como lo empezó: solo.

Y en cuanto termine la guerra, James le presentará a Lily a sus padres, y comprarán una casita en Kent, y tendrán hijos, y sus vidas ya nunca estarán separadas.

No sabe si Remus está entendiendo lo que quiere decirle. De hecho, cuando ha empezado a hablar sabía más o menos dónde terminaba la frase y qué forma tenía su argumento, pero ahora que Remus está tan cerca, está más cerca, quizás todo sale bien, quizás, si sigue sonriendo así , no está muy seguro cómo terminar la conclusión de lo que ha empezado. O sea, tiene una idea. Más o menos. 

Pero es que Remus está sonriendo .

-¿Tengo que recordarte que te quedaste sin ir a Londres por pegarle una bofetada a Snape?

Es más o menos consciente de que su lógica tiene algunas carencias, pero es que todavía tiene que acostumbrarse a ver la sonrisa en la cara de Remus otra vez. ¿De qué estaban hablando? De tomar buenas decisiones y de no dejar que los sentimientos te nublen la cabeza . Remus todavía no está tan cerca como para poder contarle las pestañas pero joder, está muy cerca . Céntrate, Black.

-Si mi padre quiere ser Lord Blythe, que lo sea. Si quiere darme la mitad de su dinero pensando que me está comprando, que lo piense. Si cree que darme Blythe Manor y apartarme lejos de Londres y de Belgravia es un castigo, que lo crea. ¿Qué más me da? Tengo todo lo que quiero, y ya no siento culpa, Remus. Quiero ser feliz. -Señala con la cabeza hacia las luces del campo de Mertesdorf-. No te voy a engañar. No se salvarán todos, ni vas a poder curarlos a todos. Pero me curaste a mí. Y te seguiré a donde vayas. Si quieres venir a Inglaterra, Blythe Manor será tu casa. Si quieres ir a Jerusalén, iré contigo.

Sirius le entrega su lealtad, simplemente. Juntos, Doc, es lo que diría si Remus le pidiera resumir lo que está intentando decir. Se miran. Los dedos de Sirius siguen hundidos en su pelo, Remus sigue mirando hacia los focos de las torres de vigilancia, naranjas como los faros que advierten a los navegantes en la noche. 

Juntos.

-Este lado del Atlántico se está quedando pequeño. -Dice al fin, de una manera que hace que Sirius tiemble, y con una calma que hace que se ponga alerta-. Americanos, soviéticos, supervivientes, vencidos… ¿Si nos fuéramos al otro lado…? 

No termina la frase.

Pero hay una chispa. Una chispa, en su mirada. Ahí. La ha visto, inequívocamente. 

Desaparece tan rápido como ha nacido en lo más oscuro de sus ojos, pero Sirius está seguro de haberla visto.

-Si nos fuéramos durante un tiempo, -continúa Remus, y coge aire para terminar lo que quiere decir, como si se sintiera culpable por pensarlo, como si negarse la felicidad fuera lo que tiene que pasar y no una puta injusticia, Dios, Remus, por favor -, no sería huir, ¿verdad?

Huir, dice. 

Huir .

Después de casi dos años, Sirius puede decir, sin lugar a dudas, que lo conoce bastante bien. Los chistes secos, la cama llena de libros. La libreta. Sabe perfectamente cómo es con cicatrices y sin cicatrices, delgado por el hambre y borracho por la cerveza, sucio de pólvora y limpio después de una ducha caliente. Lo ha visto bracear en las aguas del balneario de Helmut y de las playas de Normandía, vendar los cuerpos de sus amigos, callarse cosas que querría haber dicho y controlarse cuando querría haber hablado. 

Bastante bien no. Lo conoce muy, muy bien.

Y nunca lo ha visto huir. De nada, ni de nadie. Nunca.

Remus ha estado en todas las batallas de la guerra: en todas las derrotas, y en todas las victorias. Y desde que se alistó en Inglaterra hasta esa noche en la que los lobos volvieron a aullar en los bosques de las Ardenas, Remus siempre ha luchado. A muerte, a tumba abierta, hasta las últimas consecuencias. 

No quiero que te vayas , quiere decirle. No quiero que me dejes , podría suplicarle. No quiero que te hundas . Podría llorar y no le daría vergüenza. 

-No quiero que gane Joachim Peiper.

Y entonces, cuando la sonrisa de Remus se vuelve luminosa, Sirius lo entiende al fin. Tantas cosas. Todo. Lo entiende todo. 

Que ya tienen que tener miedo, porque han vencido al temor; que la rabia de la muerte no es rival para la alegría de estar vivo; que las derrotas que sufrieron solo sirvieron para llegar a la victoria. Que el hechizo que invocaron en Normandía es inquebrantable, y que los fuegos que se prendieron en esa guerra ya nunca podrán apagarse. 

-Cuando acabe la guerra, -susurra Remus, contra sus labios-, juntos.

Se besan, en ese momento mágico en el que el día muere y la noche se convierte en el mañana. Se besan con los labios, con los dientes, con las manos. Se besan abrazándose. Se besan sin decirse nada, tan solo se besan.

Joder si se besan.

Se besan hasta que se quedan sin fuerzas. Hasta que a Sirius le resbalan las lágrimas de alivio por las mejillas. Hasta que Remus, agotado, se duerme en sus brazos.

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