
Capítulo 34
I
Fleur y Bill Weasley, Alice y Frank Longbottom, y Lily y James Potter se casan en la iglesia de Mertesdorf a las once de la mañana, un 21 de febrero de 1945. Tres licencias de matrimonio de los archivos del ayuntamiento; un notario arrastrado a regañadientes; el cura de la iglesia católica, la religión del sur de Alemania. Es todo lo que necesitan.
Las enfermeras llevan flores en el pelo y vestidos limpios, y la jefa de la Resistencia ha rechazado que le presten ropa decente y se casa en pantalón y camisa militar. Los novios visten uniforme y están recién afeitados, y al principio dejan los fusiles en la puerta antes de santiguarse y entrar en la iglesia, pero en el último momento, ante las miradas herméticas de los alemanes que pasean por las calles de Mertesdorf, se lo piensan mejor y se los cuelgan al hombro. Por si acaso .
Primero Fleur y Bill, luego Frank y Alice.
El rito en alemán. La iglesia sin flores. Los novios y las novias sonriendo.
Finalmente, Lily y James.
Lily sonríe como una actriz pillada por los fotógrafos, James se sube las gafas con el dedo antes de acordarse de que las perdió en Saint Vith. Suben al altar, y sus voces hacen eco en la iglesia casi vacía. “¿Nerviosa?”, le susurra James al oído, un susurro fuerte e inesperado, cuyo único objetivo es, obviamente, ponerla nerviosa. Encaja el codazo de Lily, finge que le ha dolido, se pone tan solemne que a Remus se le escapa la risa, se hace el inocente, suda a mares bajo el uniforme.
Sirius podría fijarse en muchas cosas durante la breve ceremonia de matrimonio entre Lily y James; en el incienso que prende suavemente y llena la iglesia de una niebla como de tabaco; en las ondas que hace el agua bendita cuando el cura se moja los dedos para hacer la señal de la cruz en la frente de Lily; en Lily, que tiene un cordón del zapato deshecho y un descosido en la cintura. Pero solo puede fijarse en cómo James mira a su novia, que por la magia de un cura y gracias a la traducción atolondrada e insegura de Granger, se convierte en su mujer para siempre.
James la abraza y se detiene un momento para cerrar los ojos cuando el pelo rojo le hace cosquillas bajo la barbilla. Antes de besarla pregunta, “¿ya está?”. Elliot traslada la pregunta al cura, el cura asiente y James y Lily Potter se besan. Invencible . Si Sirius tuviera que describir la expresión en los ojos de James, -sin gafas, sonrientes, orgullosos-, con una palabra, sería esa: invencible .
-¡Ya está! -dice, con Lily en sus brazos.
Remus aplaude, Sirius levanta el pulgar en su dirección. James y Lily son marido y mujer, y en el pueblo de Mertesdorf, en el centro de la tormenta, -entre Saint Vith y lo que está por venir-, todavía queda espacio para la felicidad.
II
La iglesia se ha quedado en silencio, vacía, cuando los novios han salido de la mano para que Lovegood les haga unas fotos.
Ni Sirius ni Remus habían estado jamás en una iglesia católica hasta ese día, cuando han visto a sus dos mejores amigos casarse y el mundo parece que no está en guerra. Incienso, imágenes de santos, vírgenes de madera. La iglesia es muy parecida a la iglesia anglicana donde sus padres lo arrastraban en navidad, y muy diferente a la sinagoga de Londres donde la señora Lupin llevaba a su hijo los sábados.
Remus toca el agua bendita con los dedos y se seca la mano en los pantalones con expresión de monaguillo culpable.
-¿Te sientes bendecido, Doc?
Sirius observa su sonrisa, el caminar ligeramente inseguro mientras pasea por dentro de la iglesia hasta llegar a los pies de un cuadro.
Remus coge un cirio con las mismas manos que enmarcaron la cara de esa chica francesa para besarla, -una imagen que no se le olvidará nunca, mientras viva-, y lo enciende con otro cirio cuya llama ya prende, naranja y cálida.
-San Sebastián.
Sirius alza los ojos hacia el hombre desnudo y aseteado por los romanos.
-¿Tú lo sabes todo, o qué?
Remus se encoge de hombros mientras encaja su cirio en la fila metálica llena de restos de cera.
-¿No eres tú el que lo sabes todo?
-¿Qué le has pedido?
-No sé si es como con los cumpleaños, que si lo dices no se cumple.
-Pues cállatelo, por si acaso. -Pero Sirius no es un hombre que sepa dejar las cosas como están, así como así-. ¿Tiene que ver conmigo?
Remus usa la palabra “megalómano” contra él, lo cual hace que se ría demasiado alto, una risa atronadora, indecorosa para una iglesia. El médico lo mira reírse con esos ojos que ese día de febrero tienen un color impreciso; a veces castaños, a veces más claros, a veces casi negros.
-A ti ya te tengo.
Y la guerra ya se acaba, y volverán a Inglaterra cuando sea verano, a sonreír bajo el sol inglés por primera vez en dos años.
Sirius enciende un cirio, pero no lo pone a los pies de San Sebastián sino en un rincón apartado y oscuro, en una esquina de la iglesia que apenas nadie visita. La llama prende allí con más fuerza, a salvo de las corrientes de aire. A los pies de la madre de Dios.
La mujer de mármol no acuna un bebé, si no a su hijo mayor. Sirius contempla a la Virgen vestida y al Cristo desnudo, muerto en sus brazos, como los monumentos a los caídos que se erguirán en las plazas de toda Europa cuando ganen los Aliados.
Al inmaculado corazón de María, Sirius le pide dejar de ver a Joachim Peiper en sueños. Pide Blythe Manor, pide que la mar esté calmada cuando vuelvan a Normandía y que lo dejen subir a cubierta del acorazado cuando estén tan adentro del Atlántico que el horizonte recto, -separando el cielo de los confines de la tierra, dibujado a tiralíneas-, sea lo único que vea; y la sal sea lo único que huela; y Remus sea el único hombre que esté a su lado.
En realidad no pide, tan solo desea. La guerra no le ha hecho creer en Dios, pero es bonito desear cosas en ese sitio en el que tanta gente ha rezado, -ha soñado, ha suplicado, ha perdonado-, durante cientos de años.
-¿Por qué le has puesto una vela a la Virgen?
Fuera de la iglesia la vida sigue, y Remus no le ha preguntado qué ha pedido, pero al igual que Sirius, disimula mal la curiosidad.
-Porque tenía pocos cirios, y así me hará más caso. -Sonríe satisfecho ante las cejas arqueadas de Remus-. Eso es de primero de feligrés, Lupin.
La comitiva nupcial va algo adelantada, y todos se giran para ver qué es lo que ha hecho que el médico de la quinta compañía se ría así: secándose las lágrimas, atacando al infante a collejas, andando con él por el medio de la carretera, haciendo que los camiones británicos suenen la bocina cuando derrapan a su lado.
III
La mayoría de las enfermeras se alegran por sus dos compañeras que se han casado esa mañana; muchas de ellas tienen novios soldados, en la quinta compañía o en otras. Pero hay algunas que comen y beben en silencio, preguntándose cuándo se empezará a notar que Lily y Alice están embarazadas, -al fin y al cabo, ¿quién querría casarse así, sin su padre y sin su madre, sin vestido, sin flores, sin fiesta?-, preguntándose si las enviarán de vuelta a casa, si el capitán Shacklebolt degradará a sus maridos, si Weasley apartará alguna vez la vista de su mujer, y si ahora que están casados, la seguirán dejando al mando del despacho de transmisiones, junto a su amiga Tonks , como hasta ahora.
Están asistiendo a lo que el teniente Potter se empeña en llamar su “banquete de bodas”, que no es más que la comida del mediodía con una ración extra de cerveza. Y se alegran, claro que se alegran. Pero mientras pasan revista a los platos de raciones militares, a las decoraciones hechas con papel de oficina y a los manteles blancos con el logo de la Cruz Roja, algunas chicas creen que esa celebración, se pongan como se pongan, no es lo mismo que una boda normal.
-¿Dormirán juntos, en pareja?
-No puede ser, ¿no?
-Tendrán que esperarse.
-Si es que han esperado hasta ahora, claro.
La enfermera Ada Stevens bebe cerveza a pequeños sorbos, igual que sus compañeras. Lleva el delantal igual que ellas, blanco y limpio, sujeto con alfileres al vestido azul. Y por primera vez desde que desembarcó en Francia, en aquel acorazado gigantesco, y la mandaron a pelearse con la muerte, lleva el pelo peinado a la moda, los labios pintados de rojo y las uñas limpias.
Todas pueden sentir que aquello ya se acaba, que sus chicos van a ganar la guerra. Sus dos amigas se han casado, y sus otras amigas vuelven a ser chicas normales. Hace tiempo que han dejado de temblar por la noche cuando oyen la aviación enemiga; ya no tienen que pasarse horas intentando lavarse la sangre seca de las manos, como carniceras de pueblo; ya pueden pensar en Inglaterra y en lo que harán cuando regresen a casa.
-Vamos a felicitarlas, ¿no?
Algunas se limitan a eso, a felicitarlas, pero otras no pueden resistirse a hacer algo que hacían antes de la guerra y para lo que no han tenido tiempo en aquellos meses: cotillear.
Cuando les preguntan a Alice y a Lily si no quieren vestido blanco, y banquete, y retrato, y que su padre las lleve al altar, las tres niegan con la cabeza. Teniendo al capitán Kingsley Shacklebolt, ¿para qué quieren a sus padres? No quieren retratos en un estudio fotográfico, ¿qué mejor encuadre que el que les ha propuesto Lovegood, todos juntos delante de la puerta de la iglesia? Fleur dice con su adorable acento francés que lo mejor ha sido que ni su madre ni su suegra hayan estado allí para ver esa boda, y su cuñado Charlie se ríe, se atraganta con su tercera jarra de cerveza y le da la razón.
Lo que les importa de verdad, dicen los novios, son los papeles que prueban, ante todos y ante todo, que se han casado. Los tres, -Bill, Frank y James-, enseñan sus actas matrimoniales como si enseñaran a sus primogénitos recién nacidos. Tres documentos llenos de firmas, como cuando la quinta compañía atestiguó que James Potter y Sirius Black corrieron hacia aquél puente; que merecían el más alto honor de su país; que obraron un milagro, que hicieron la luz en la oscuridad.
-Si a todo el mundo le da por casarse, la quinta compañía se vendrá abajo. -Vaticina una de las enfermeras, cuando regresan a la mesa-. Nadie querrá trabajar, nadie querrá irse a la guerra.
Aunque el teniente Potter, del brazo de Evans, - hay que llamarla enfermera Potter, ¿no? -, parece que si va ahora a luchar, ganará. Sin lugar a dudas. Lleva fuego en la cara, una llama incandescente que ya no se apagará nunca.
-Le curé la pierna una vez. -Dice la enfermera Howard. Luego señala al soldado que brinda con los Potter-. Y al otro, el hombro.
Sirius Black. Suspiro colectivo. A riesgo de parecer unas frívolas, todas piensan que cada vez que vuelve de una campaña militar, está más guapo todavía. El cambio en él se opera continuamente, desde la primera vez que lo vieron con el uniforme de deporte, -corriendo hacia la colina que subía cada día junto a los demás cadetes, guiñándoles el ojo y claramente hablando de ellas-, hasta que ha vuelto de Saint Vith, con esa cresta que parece la crin de un caballo y que sin duda fue idea suya o de Potter, los ojos grises en llamas, la cara de líneas rectas, la insignia de sargento brillando sobre el pecho, en el lugar donde los otros soldados llevan los retratos de sus seres queridos.
Un hombre que en privado debe pensar sobre su pasado, como todos, - ¿cómo era Sirius Black vestido de civil?, ¿cómo era su vida en tiempos de paz? -, pero que en público siempre va hacia adelante, corriendo en línea recta. Se ríe más que nadie, se abraza a su mejor amigo, proclama ante todo el que quiera escucharle que Lily es ahora su cuñada, brinda con Saseta, canta con Jones y Spinnet.
Más suspiros, y las conjeturas de siempre. Que estaba liado con Marlene Dietrich. Que no, que con esa no, era la cantante, la rubia que vino a entretener a las tropas.
-A él especialmente.
Millie Mae Hutton. La que sale en la London Gazette cada dos por tres y que ahora que está en Hollywood, casada con un americano.
-Le partió el corazón, dicen.
-¿Quién lo dice?
-A ver, ¿obvio, no?
Sirius las mira. “Señoritas”, dicen sus labios sin voz. Luego aparece Remus con dos jarras de cerveza, y cuando llega el médico más amable, más gracioso, más rubio y más guapo de todos, hay más suspiros. Black sonríe, le pasa un brazo por los hombros como hace siempre, y Lupin sonríe también, le tiende la cerveza que le ha traído, y lo regaña por algo sin regañarlo de verdad. Como siempre.
-No sé, chicas, -dice Ada, mirando a sus dos amigos con una expresión que también podría calificarse como de invencible-, a mí no me parece que tenga el corazón roto.
El sargento Black no deja de mirar el acta matrimonial de su mejor amigo. La extiende sobre el mantel hecho de sábanas, se lleva las manos a la cintura, sonríe con gesto satisfecho mientras señala los nombres: James Henry Potter. Casado, al fin, con Lily Josephine Evans.
Como testigo de todo, Sirius Orion Black.
Y a su lado, en el margen izquierdo y con letra pulcra, Remus John Lupin.
IV
-Eh, Lupin. Remus. Remus, mira.
Malabares, toques con el pie, piruetas con un bolígrafo. De todas las cosas que Sirius hace para llamar su atención, lo que despierta el interés de Remus es la que peor se le da, aunque está bastante seguro de que si no hubiese bebido toda la cerveza que le han ido ofreciendo durante el Banquete de Bodas de James y Lily Potter, su coordinación mano-ojo sería bastante más aceptable.
Se supone que el boli tiene que dar una vuelta alrededor del dedo pulgar. Pero no. Ya van tres intentos. O cuatro.
Sirius frunce el ceño.
Cuando era un chaval lo hacía sin esfuerzo.
-Cuando dices “chaval”, ¿cuántos cursos llevabas en Oxford?
-Cambridge.
-¿Dos? ¿Tres?
Que el tío más descoordinado de la quinta compañía se ría de él le parecería irónico si la concentración de alcohol en su sangre no fuera descaradamente elevada. Decide no mencionar el campeonato de Hacer el Imbécil que organizó en Eton cuando Hitler deleitó al mundo con las olimpíadas en Berlín, porque tenía la misma edad que Bill cuando se alistó y juzga que si Remus hace cálculos mentales no va a quedar demasiado bien ante sus ojos.
-Te juro que me salía, te lo juro.
Sirius tiene muchas razones para estar feliz, -su mejor amigo se ha casado con la chica de sus sueños, Fabian ha escrito desde Inglaterra, y Shacklebolt les ha confirmado que permanecerán en la retaguardia hasta que todo acabe-, pero la mayor de todas es lo que él llama internamente como La Sonrisa, que ha empezado cuando Lily ha hecho pucheritos, por favor, Remus, por favor, tienes que llevarme tú al altar… Sirius, a ti no te importa, ¿no?, capitán, a usted tampoco, ¿verdad? , y ha seguido durante toda la mañana.
-Black, ¿eso que tienes en la mano es mi Parker?
Justo cuando Lily se le echa encima para quitarle el bolígrafo, Sirius lo consigue: durante un momento parece que su mano tiene el doble de dedos de lo normal, y entonces el bolígrafo hace eso, ¡toma ya! , esa pirueta que recordaba mucho más espectacular después horas y horas sentado en un pupitre.
Remus recupera el bolígrafo y se lo devuelve a Lily.
-Pero lo has visto, ¿no?
-Espectacular. Y a la primera, además.
Ah, sí. Ahí está .
La Sonrisa había desaparecido desde que se fueron de Helmut, y de eso hace más de un mes, coño . Un mes desde que ardieron aquellos papeles, un mes desde que Remus Sonrió De Verdad.
No es como si no hubiese habido ocasiones para sonreír. El día que despidieron a Savile, por ejemplo, y lo enviaron de vuelta a Inglaterra con la noble tarea, según los altos mandos, de formar a los nuevos cadetes en la Real Academia de Infantería. Savile no se despidió de nadie, ni siquiera de Sirius, y se fue a casa inmerecidamente, igual que llegó a la quinta compañía. Sin saber que su pitillera había regresado milagrosamente a su equipaje. Cuando James lió a los músicos de la banda para que tocaran “It’s a Long Way to Tipperary”, mientras se iba el camión, ¡su preferida, capitán! , Sirius pensó que había visto un amago de La Sonrisa. Pero no.
El día que Charlie Weasley volvió de luchar con sus compañeros artilleros, -con las manos llenas de pólvora, el uniforme manchado de sangre y cara de haber visto a la muerte-, y se abrazó a su hermano, Sirius tuvo esperanza.
En vano.
Tampoco es como si Remus no hubiese sonreído, -en minúscula-, en todo ese tiempo. Cuando las enfermeras lo secuestraron y lo tuvieron dos horas retenido, por ejemplo, hay que joderse , y Sirius tuvo que esperar fuera mientras lo atiborraban a pastel horrible y sherry de contrabando, y le pedían que las peinara, y Remus obedecía, riéndose a carcajadas.
También sonrió cuando Lily le devolvió su libreta, aunque para decepción de Sirius, no escribió nada. Pero por lo menos, dijo Lily, había vuelto a leer. Coger un libro después de tanto tiempo hacía que cerrara la compuerta de su submarino mental y se sumergiera, y contestara “hmmmm”, cuando debería contestar, “tu tabaco está en tu chaqueta, Frank”, y solo levantara la vista cuando tenía que ir a comer, a formar o a dormir. Y sonriera de vez en cuando, si encontraba algo en el libro por lo que mereciera la pena sonreír.
Pero todas esas sonrisas, -las de “estoy bien, no te preocupes”, “esto me hace gracia, me voy a reír”, “me da el sol en la cara por primera vez en semanas, hoy es un día bueno”-, no son suficientes para Sirius porque no eran esa sonrisa. La Sonrisa.
-Has flipado, Lupin, confiesa.
El numerito entero, el desfile de la victoria: Remus niega con la cabeza, pone los ojos en blanco, “de verdad te digo que ni intentándolo, Black, serías más insoportable de lo que ya eres”, y se marcha con las enfermeras.
Sonriendo.
V
Noche de bodas, alguien tiene que celebrarla. Ese ha sido el argumento de Sirius, porque han hecho falta tres infantes para llevar a Frank hasta su cuarto; Bill y Fleur se han quedado cantando canciones cada vez más subidas de tono abrazándose a Shacklebolt, que los acompañaba una voz atronadora de barítono cada vez más desatada; y James está demasiado enamorado como para hacer otra cosa que no sea bailar con su mujer, lentamente, suavemente, al son de una de Billie Holiday en el gramófono de las enfermeras.
-No nos queda más remedio, -ha sentenciado Sirius, tirando de la camisa de Remus-, alguien tiene que consumar esos matrimonios.
Lleva unas cuantas cervezas encima, eso lo primero.
Y que Remus se haya planchado el uniforme para la boda lo pone, sinceramente, un poco cachondo.
Bastantes cervezas. Y un poco de whisky también.
Igual sí que sus compañeros se imaginan lo que pasa entre él y el médico, es lo que piensa mientras arrastra a Remus a su habitación y cierra la puerta tras ellos. Le da absolutamente igual.
Su habitación de sargento tiene llave por primera vez.
La llave en la mesilla, la mesilla contra la puerta -por si acaso- y Remus con la cabeza sobre la almohada, los ojos cerrados y el cuerpo caliente. Besándolo. Besándolo suavemente, con una suavidad que lleva un tiempo siendo exasperante pero que ninguno de los dos quiere acelerar. Remus le muerde los labios, le acaricia el cuello, suspira contra su boca, y lo hace todo tan suave, tan caliente, que hace rato que los pensamientos de Sirius se han derretido y actúa por reflejo, acercándolo contra su cuerpo con una mano en su espalda, aprisionándolo entre su calor y la pared hasta que Remus tiene que separarse para coger aire y volver a respirar.
El sonido de la cremallera de su pantalón resquebraja el silencio de la habitación. Nota que tiran de sus calzoncillos hacia abajo y solo puede ayudar, levantando las caderas para que bajen un poco. Cuando abre los ojos, ve que Remus se está escupiendo en la palma de su mano para diosdiosdios meterla entre las piernas de ambos y empezar a acariciarlo con delicadeza. Su mano se desliza fácilmente, con tanta saliva, y humedad, y sudor y calor. Y lo masturba suavemente, y no va más rápido aunque se lo pida, con la cabeza enterrada en su pecho y la boca contra su garganta; ni cuando Sirius tira de sus propios pantalones hacia abajo y se deshace de ellos a patadas para dejarle sitio; ni cuando lo busca por encima de la bragueta, sujetándolo con fuerza y convirtiendo sus suspiros en un gemido.
Suave. Lo masturba igual de suave que aquella noche, cuando volvió de París y le abrió las piernas con las dos manos, tiene que ser así, y sacó la lengua y le lamió un poco los testículos, y luego–
Dios.
Tienes que confiar en mí .
Lo que vino luego.
Con la cara sobre su pecho, tiene el ángulo perfecto para trabajar su cuello, haciéndole en las cicatrices lo que le hizo él en– Dios, Remus .
Lo que le hizo.
Sirius lame lentamente y muerde, solo un poco, hasta que Remus se estremece y dice las primeras palabras en lo que parece un milenio, que suenan más como una de esas confesiones que se hacen en caliente que como un pensamiento coherente.
Cuando Remus, a media voz, le susurra eres precioso, Sirius no puede evitar preguntarse qué ve en un hombre magullado y ojeroso que solo puede pedir las cosas que quiere cuando está tan caliente que arde pero que luego no puede hablar de ello cuando se le enfría la mente. En un soldado que no tendrá que volver a luchar, pero que sigue queriendo obedecer y sigue suplicando dolor.
-Sirius, -su nombre en los labios de Remus tiene un efecto instantáneo sobre sus mejillas, tiñéndolas de un rojo potente-, tú siempre has sido mi fantasía.
La posibilidad de correrse con solo imaginarse a Remus diciendo eso una y otra vez, tú siempre has sido mi fantasía , tan guapo, tan rubio, tú siempre has sido mi fantasía , es peligrosamente real, tú siempre has sido mi fantasía, y lo peor de todo es que tan solo se arrepentiría un poco de correrse en su mano, lubricado por su saliva y por sus palabras; incluso sería desvergonzadamente feliz corriéndose así, empapando las sábanas, con las mejillas sonrosadas por algo que no es exactamente vergüenza pero que se le parece sospechosamente.
-¿Y qué fantasía era, exactamente?
Remus deja de masturbarlo para acariciarle la garganta, una caricia tierna que duele más que una bofetada y que le hace desear todo lo que no son caricias.
-Ya sabes -va y dice, con el descaro de sonrojarse.
-No, Lupin. -Realmente no, no sabe-. No tengo ni idea.
Y quiere saber. Remus es tan hermético que todo lo anterior a Normandía es un misterio indescifrable para Sirius, y mentiría si dijese que en ese momento no se está muriendo por averiguar qué pasaba por la mente de aquél médico callado que dormía en la litera de al lado con su pijama reglamentario y rodeado de todos esos libros con las portadas censuradas.
-Quiero detalles, soldadito. -Sabe que el tono de su voz suena tan ahogado como se siente, pero a estas alturas, con las mejillas rojas y el cuerpo ardiendo, todo le da bastante igual.
-Date la vuelta.
Por la sonrisa que exhibe Remus siente que está obedeciendo embarazosamente rápido, pero aún así se acuesta sobre su estómago sin una palabra, sintiendo las sábanas cálidas, algo húmedas de sudor pero todavía limpias, contra sus mejillas.
Shacklebolt ha sido demasiado bueno y no les ha insistido para que se raparan después de la victoria contra Joachim Peiper, pero el resultado de su laxitud ha sido que los bastardos de Bastogne llevan el pelo largo, salvaje, ingobernado durante demasiado tiempo. A Sirius le ha crecido tanto que le tapa los ojos y le impide ver con claridad, pero aún sin verla, siente la mirada de Remus sobre su espalda, que esculpió primero con la competición olímpica de remo en Cambridge y después en la guerra. Siente sus ojos sobre sus brazos cuando maniobra para estirarse, y luego sobre la cicatriz del hombro. Se estremece al notar cómo los dedos de Remus bajan desde el sitio por donde salió la bala hasta la parte baja de la espalda, y luego suben otra vez, acariciándolo lentamente, desquiciándolo.
-En ti. Todo el rato. Pensaba en ti. -Remus monta a horcajadas sobre él, y su peso sobre su cuerpo hace que se sienta atrapado y libre a la vez, internado en esa prisión a la que no se dejaría llevar por ninguna otra persona-. En nosotros, solos en algún sitio. Borrachos, probablemente. -Cada vez que habla se inclina un poco sobre su oído, y cada vez que lo nota acercarse siente escalofríos, ganas de embestir contra el colchón, y ganas de gemir-. Tú lo suficientemente borracho como para que te entrase curiosidad, yo tan borracho que dejaba de pensar en todo lo malo que podía pasar. “Tengo curiosidad”. decías. “¿Qué hacen dos tíos cuando están juntos?”, preguntabas. Y estabas tan seguro de que me gustabas que hasta me daba rabia. Venga, -le ordena al oído-, dilo.
–¿Qué hacen…? -dios, Remus,dios- ¿Qué hacen dos tíos cuando están juntos?
Cuando Sirius quiere incorporarse para mirar hacia atrás, Remus lo coge del pelo y le hunde la cabeza en el colchón con una brusquedad que lo deja paralizado un momento y que hace que en cuanto se recupera de la impresión empiece a mover las caderas casi sin darse cuenta, buscando fricción desesperadamente.
-En mi mente eso también lo hacías, -murmura Remus-, muy bien.
Ya llegan las alabanzas, ya llega el dolor. Por fin . Un mordisco en el hombro que le hace ver las estrellas y ahogar un grito dentro de la almohada, y luego un beso sobre la herida, un beso tan bonito que podría borrar la cicatriz que le dejaron los nazis si quisiera. Sirius se pregunta si Remus se da cuenta de lo que está haciendo, del seísmo que está provocando en su interior, mientras lo clava en su sitio con las uñas en sus caderas, y tira de su pelo con fuerza, y empieza a embestir contra él como si la única ropa que llevan puesta todavía, -la ropa interior, ya obscenamente húmeda-, no los separara.
-Ya voy -el tono de Remus es tranquilizador, pero en lugar de ordenarle que se desnude, se levanta y lo deja solo en la cama-. Aguanta un poco.
Los sentidos vuelven a él durante un instante, lo justo para darse cuenta de que le duele la espalda de tanto arquearse hacia atrás y de que no le queda un pensamiento coherente en la cabeza excepto fóllame .
Pero a Sirius le han dado una orden, así que calla y aguanta las ganas de volver la cabeza para mirarlo, aguanta las ganas de meter la mano entre el hueco estrecho que forman su cuerpo y el colchón, y sobre todo, aguanta las ganas de pedir lo que quiere.
Cierra los ojos con fuerza y se muerde los labios para evitar cualquier tentación de desobedecer, mientras escucha a Remus trastear con algo en el suelo, donde han caído los pantalones de Sirius. Algo metálico.
Sería un buen exorcismo , piensa, cuando entiende lo que es. Sería, de hecho, el exorcismo definitivo. Con su propio cinturón, además. Pero antes de que el pensamiento termine de solidificarse en su mente, antes de saber si la idea lo excita o lo aterroriza, Remus se le acerca, lo coje de las muñecas con una fuerza que asusta y lo ata a los barrotes de la cama con el cinturón. El nudo es algo torpe y definitivamente inexperto, pero es lo suficientemente firme como para que no pueda soltarse con facilidad y tenga que mantenerse con los brazos en una posición algo incómoda.
Le ha sido imposible evitar abrir los ojos. Se encuentra a Remus muy cerca de su cara, y antes de que pueda decir nada lo está besando, ¿estás bien? , suavemente, tiernamente, estoy bien, con una mano acariciándole la cabeza, ¿seguro? , y la otra inspeccionando el nudo para asegurarse de que no le aprieta demasiado.
-Seguro.
Está tan bien que podría llorar de alivio, se siente tan seguro en sus manos como cuando no estaban haciendo nada más que besarse, y a la vez, estar inmovilizado le eriza el vello de la nuca y le provoca una sensación de vacío inquietante en el estómago que no sabe muy bien explicar.
Si pasa algo, no podrá hacer nada.
El fusil que descansa al lado de la cama le parece que está lejísimos. La puerta de la habitación queda a su espalda, y ya sabe que no entrará nadie y que está cerrada, pero si por alguna razón entrara alguien se lo encontraría así, en ropa interior, con las manos atadas a los barrotes de la cama y el cuero áspero del cinturón dejándole marcas rojas en las muñecas.
-¿Así que esta era tu fantasía?
Su voz ha sonado amortiguada por el colchón, no está seguro de que Remus lo haya oído. Quizás no era eso , piensa, porque Remus no se le está acercando y es raro que esté tan lejos durante tanto rato y que no lo toque. ¿Y no eso era a lo que estaban jugando? ¿A cumplir la fantasía de Remus?
A Remus no le cuesta admitir que lo de atarlo ha sido improvisado, pero del resto de la escena, -Sirius boca abajo en la cama, en ropa interior y con las manos inmovilizadas sobre su cabeza-, no dice nada. Su silencio, sin embargo, le revela lo que está pasando aunque no pueda darse la vuelta para verlo.
Remus lo está contemplando . Recreándose, viéndolo . Lo desnuda del todo, se agacha a su lado para volver a besarlo, hace que no pueda aguantar más.
-Va, joder. Fóllame.
Remus es suave, y tierno, y siempre va despacio cuando lo necesita aunque él mismo no sepa que lo necesita, y le cura todas las heridas que tiene en el cuerpo y en el alma, y lo cuida haciéndole el daño justo para aliviarse sin romperse.
-¿Hacer que Sirius Black me suplique? -Ha dicho, antes de llevárselo a la luz de los placeres más oscuros-. Podría decirse que sí. -Le ha susurrado al oído, con una ternura urgente en la voz que lo ha conmovido como pocas cosas en la vida-. Es mi fantasía.
Si algún día le parte el corazón, nadie podrá estar a su altura para arreglarlo.
*
El cuero del cinturón le está empezando a hacer rozadura en las muñecas. Sirius se concentra en eso, en ese ardor, a medio camino entre una caricia áspera y un arañazo suave. Nota que bajo su cuerpo, el sudor de las sábanas se está enfriando. El dolor de las manos le llega suave, a oleadas. Le aclara la mente y lo ayuda a aguantar -sin restregarse contra el colchón y correrse- hasta que la mano de Remus encuentra el camino. Sirius no pensaba que necesitara tanto que lo masturbara; tanto , lo necesita tanto . Cuando la nota abriéndose camino entre su cuerpo y el colchón, le hace sitio levantando el culo. Tener la cara enterrada entre sus brazos lo ayuda a vencer la vergüenza.
Remus lo suelta después de cuatro sacudidas violentas, habiéndolo lubricado solo con su propia humedad, Dios, es que no estás húmedo, Sirius, estás mojado , habiéndolo hecho gemir con urgencia, habiendo hecho que se restregase contra su mano y luego contra el colchón, embistiendo como un animal.
Y aunque Sirius se sienta pecador, -a ciegas, bebido-, sonríe de alivio cuando entiende lo que viene. Cierra los ojos. Inspira aire, y nota un dedo de Remus abriéndose camino trabajosamente, lentamente, suavemente, entre sus nalgas. Un dedo en – Dios. Sí. Dios, sí.
La boca en el oído.
-Te sorprendías al inicio. Pero te gustaba, como ahora. “No pares”, decías.
-Joder.
-Dilo.
-No pares.
La boca más abajo.
Más abajo del oído, y del cuello, y del disparo en el hombro, y de la espalda. Hace rato que si sus gemidos no sonaran tan mojados serían gritos, hace rato que se ha sometido completamente, hace rato que ya no siente el frío de la habitación ni el dolor en las muñecas.
-Nunca te lo habían hecho, ni siquiera lo habías pensado. Pero en ese momento, estabas tan guapo, y tan borracho, y tan insolente, que querías que te lo hiciera. -Un empujón algo brusco contra el colchón para que deje de moverse, un tirón de pelo suave-. Pídemelo.
Remus le separa las nalgas con ambas manos, le da un mordisco que le hace ahogar un grito, una palmada en el culo que le hace ver las estrellas.
-Fóllame -repite Sirius, por si no ha quedado claro que lleva toda la noche suplicando.
Nota un pellizco de advertencia en el muslo.
-¿Seguro?
Cerrar los ojos no ayuda; tan solo hace que se lo imagine todo. La voz de Remus hace eco en su mente, como un profesor castigando a un alumno, y le invade el recuerdo de todas las sensaciones de la otra vez, cuando Remus rompió todas las reglas, ayúdame, quiero que me ayudes, y fue suave, pues pídemelo , y tuvo la santa paciencia de obligarlo a ir despacio cuando él solo quería romperse, si me lo pides, te lo doy .
-Lupin, -gime-, cómeme el culo de una vez.
Esa era la fantasía de Remus: Sirius Black, desnudo como el David de Miguel Ángel, con la cara de cupido enterrada en la almohada y el cuerpo de guerrero sudando sobre la cama. Por su culpa. Y suplicando eso . Eso que acaba de decir y que pide a gemidos, eso que hace que Remus sonría como un animal salvaje, eso que le concede como si fuera un premio que se ha ganado.
*
Sirius se siente bajo la lluvia de cintura para abajo, con esa lengua endiablada, que no es más profunda que su polla o que sus dedos pero que lo hacen sentir infinitamente más sucio, infinitamente con ganas de más . Remus lame con ganas, chupa con reverencia, succiona con ansia. Y sabe. Siempre sabe lo que quiere. Y dárselo, ¿así? ¿te gusta así? ¿estás bien?, debe ser parte de la fantasía que están haciendo realidad entre los dos; y darle órdenes, estate quieto, abre más las piernas , debe de ser su manera particular de servirlo. Los dedos de Remus se hunden en la parte tierna de sus muslos para separárselos, Sirius se arquea contra su boca para ofrecerse.
Llega un punto en el que pierde la noción del tiempo. No sabe cuánto rato hace que Remus tiene la cara enterrada entre sus nalgas y se lo está follando con la lengua, no sabe cuánto rato queda para lo libere de su suplicio, no sabe cuánto rato aguantará sin correrse, no sabe cuánto rato ha pasado desde que ha empezado a moverse contra las sábanas, intentando aliviarse. Cada vez que coge aire siente que se va a morir así, contra esa lengua que le eriza la piel de todo el cuerpo; cada vez que exhala, se le escapa un gemido que no tiene ni fuerzas ni ganas de controlar.
-Sirius, te voy a soltar.
Solo lo oye porque ha parado. Lo siente de repente cerca, maniobrando con el cinturón.
-Espera, no.
No puede articularlo mucho mejor, pero aunque pudiera, sospecha que Remus tampoco le haría caso.
-Te estás haciendo daño.
-Ya lo sé. No me sueltes -implora. No sabe de dónde sale lo que dice, tiene tantas ganas de correrse que podría llorar-. No me sueltes.
Pero Remus deshace el nudo que le aprisiona las manos. Le acaricia las rozaduras de las muñecas, y luego el pelo, y la cara, y los párpados y la boca y el cuello, antes de ordenarle suavemente que se dé la vuelta.
Se besan.
Sirius boca arriba, Remus encima de él. Besos a mordiscos mientras Remus maniobra para encajar sobre su cuerpo, espera, así, sube un poco más las piernas, besos con saliva cuando Sirius le nota la polla, ardiendo, dura, pidiendo permiso para entrar, ya, venga, ya, así , besos que se convierten en gemidos cada vez más calientes cuando ambos se concentran en la primera embestida. Es tan suave cuando entra por primera vez, está tan dura cuando llega hasta el fondo la segunda vez, y entra tan fácil, con tanta saliva y tanto sudor y tantas ganas, en la tercera vez. “Dios, así”, “así, muy bien”, y Remus está sobre él, todo para él. Las mejillas rojas, los músculos del cuello en tensión, los ojos cerrados con fuerza; follándoselo con ternura y adorándolo sin piedad, con esas embestidas violentamente lentas, demenciales, hasta dentro, hasta el fondo; los huesos de su pelvis rozándole las caderas, los testículos contra su culo. Tirones en el pelo, besos de sudor, y un arañazo sin querer, Remus, sí, eso, eso, así , o queriendo, en el hombro herido o más abajo, en el pecho, sin darse cuenta o intencionadamente, para aliviarse o para marcarlo.
Ese dolor que es como el que siente en las muñecas y como el que siente a veces, cuando lo mira. Ese dolor que le recuerda al dolor de todas las cosas, que lo ancla a la realidad, que hace que la realidad sea felicidad. Joder, sí . Ese dolor.
Todo lo que hace Remus es demasiado , pero todo lo que dice es peor aún. Los cumplidos, las alabanzas, las cosas sin sentido para que se corra. El orgullo con el que lo felicita por estar tan estrecho, Dios, Sirius , por estar a punto de correrse sin haberse tocado aún, solo con lo que yo te doy, aguanta, así .
Todo es demasiado. Demasiado.
Sirius no aguanta mucho más. Se da permiso a sí mismo sólo cuando ve que Remus está perdiendo el control. Le sale un gemido cuando intenta contenerlo, pero cuando decide que no importa quién lo oiga, ya se ha quedado sin fuerzas y se ve a sí mismo corriéndose, sobre su estómago, mucho , casi sollozando, muchísimo , y ve a Remus viéndolo, maravillado, extasiado.
El semen sobre la línea del vello que lleva hasta el ombligo, su cuerpo entero contrayéndose durante unos instantes de silencio reverencial, y luego relajándose en la cama, derritiéndose, deshaciéndose. Y Remus sobre él, haciéndole sentir demasiado, embistiendo hasta que ya no puede hablar más, abrazándose a él mientras el cabecero de la cama deja marcas en la pared que no se borrarán nunca. Y Sirius recogiendo su orgasmo, tirando de él para tenerlo más adentro, escuchando su propio nombre en el oído como una plegaria de esas que se repiten para llegar a la gloria, una y otra vez, Sirius, Sirius, Sirius .
*
Es tarde. Las rozaduras del cuero áspero del cinturón ya no duelen. Se han limpiado. Remus se ha tapado, Sirius se ha destapado. Se han quedado dormidos. Sirius asume que Remus se está levantando para irse, así que le hace sitio para que pueda salir de la cama. Pero Remus no se va todavía.
No sabe si sigue durmiendo o si ya está despierto cuando Remus le pasa un brazo por la cintura y se acomoda junto a él; y le hace dibujos por el cuerpo con los dedos, en el pecho, en los brazos, en el cuello; y le coge las manos y le besa las muñecas; y le dice que él nunca, nunca, lo va a soltar.