Triunfar o Morir

Harry Potter - J. K. Rowling
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Triunfar o Morir
Summary
En 1944, las fuerzas aliadas se preparan para el desembarco anfibio más grande desde Alhucemas. El muro atlántico de los nazis, una fortificación kilométrica de misiles, minas y divisiones acorazadas al mando de Rommel, los espera en la costa francesa. Si consiguen atravesarlo, los soldados del frente occidental desembarcarán en territorio ocupado y deberán conquistar Francia, Holanda y Bélgica hasta llegar a Alemania, antes de que llegue el invierno, antes de que sea demasiado tarde.Esta es su la historia.
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Capítulo 35

I

Las pesadillas con Joachim Peiper no han cesado.

A los pies del coronel de las SS, siempre está Remus. De rodillas, a punto de ser sacrificado en un rito satánico que se sucede todas las noches en su mente. Y Sirius tiene que decir algo que no sabe, y las últimas veces que ha habitado esa pesadilla, confiesa lo primero que se le ocurre; cuántas lanchas vio en Normandía, qué comió la noche anterior al asalto, a qué olían los cuerpos calcinados, cómo eran los peces que habían aparecido en la orilla, muertos por los misiles que habían caído en el mar.

A veces sabe que está soñando, pero nunca puede despertarse y se limita a que pase; mira al Remus de su imaginación y quiere decirle que el tiro que sentirá en la nuca no será real, que no caerá muerto en la nieve, que Peiper no derramará su sangre ni la de ningún otro soldado nunca más. Pero no puede.

-Díselo, chico. Díselo.

Otras veces, Sirius no sabe que está dormido. No sabe nada. Peiper habla en inglés, y esa noche, Sirius tiene que decirle algo a Remus. Algo, otra cosa. Algo que no sabe.

Hay cuervos en el cielo de Saint Vith. Vuelan sobre ellos en círculos cada vez más pequeños; cada vez más abajo, cada vez más cerca.

-Díselo. -Pieper le quita el casco a Remus y desenfunda la Luger, como cada noche-. Dile lo que les hacemos.

Grandes y negros. Sirius oye sus graznidos como los civiles oyen los motores de los Stukas, sobrevolando el cielo, cayendo en picado.

-Sirius-. El tiro, el silencio, la sangre-. Sirius, ya está. Despierta, ya está.

Sirius abre los ojos. Respira aceleradamente, suda, se siente el pulso en los oídos, como disparos de ametralladora.

-¿He dicho algo?

Pero no se ha despertado gritando; Remus lo ha despertado porque se debía estar revolviendo en sueños.

-¿Tú nunca tienes pesadillas, Lupin? -pregunta, cuando considera que su voz sonará un poco menos asustada de lo que se siente. Alguien más debe soñar con los nazis, no puede ser que sea solo él. Quizás James sueña con Skorzeny, quizás Fabian sueña con el misil antiaéreo por el que murió Roger Davies, quizás Bill sueña con los tanques que hizo estallar en llamas. Quizás Remus sueña con una montaña de papeles calcinados.

-No es exactamente una pesadilla, -Remus se lo piensa un poco antes de contestar-, pero a veces sueño con mi madre.

Ahora que ha visto que Sirius está bien, se empieza a vestir para irse de nuevo a su dormitorio porque cuando Andoni se despierta ya no puede volver a dormirse. 

-¿Tu madre?

Lo ve vestirse, trastabillando ligeramente con se pone el pantalón, buscando los calcetines, plegando la chaqueta cuidadosamente para llevársela bajo el brazo.

-Le digo que tengo que despertarme, y entonces ella me dice que no me preocupe, que nos volveremos a ver a la noche siguiente. -Le acaricia distraídamente la cabeza, lo empuja para que se tumbe sobre la cama y vuelva a dormirse. Recoge sus cosas, se encamina hacia la puerta, y antes de irse, pregunta:- ¿Y tú? ¿Saint Vith otra vez?

Sirius, como en su peor pesadilla, no sabe qué decirle.

 

II

Una de las ventajas de estar ganando la guerra es que el programa de jazz de la emisora americana NBC llega a la pequeña radio de la enfermería, situada en la segunda planta del ayuntamiento de Mertesdorf. Algunos, -una enfermera anglicana y un médico judío en particular-, creen que el hecho de que Mary Lou Williams vuelva a sonar en Alemania es “una de las grandes ventajas” de estar ganando la guerra, “y una de las grandes victorias”, mientras que James y Sirius, a su lado, se guardan de decir que no es para tanto, pero bueno, y siguen empaquetando toda la medicación de las estanterías en cajas de cartón.

Es abril. En unos días se marcharán de nuevo, cada vez más hacia el interior de Alemania. El frente los necesita como hospital de campaña: su cuerpo médico recibe a los heridos que luchan en primera línea, y los infantes aseguran el control de la zona e implantan la ley marcial. Les llegan las noticias del frente ruso y de la invasión aliada en el Oeste de Alemania, y Sirius no puede evitar sentirse culpable por no estar en vanguardia, como siempre ha estado. La crueldad de la Segunda Guerra Mundial no se detiene en sus estertores finales, pero ellos viven en un limbo extraño, entre la paz y la guerra; un limbo tan antinatural como el limbo en el que viven Sirius y Remus.  

No hablar de qué pasará cuando vuelvan a Inglaterra está surgiendo el efecto contrario al que buscan; se desquician en silencio, entre conversaciones cordiales sobre nada en particular y encuentros a escondidas. Ya han pasado tres meses desde que ganaron en Saint Vith, pero Remus todavía no ha vuelto del invierno. Cada vez que Sirius empieza a hablar casualmente de Jerusalén y América, tiene que hacer un esfuerzo inhumano por no insistir, mientras Remus dice cosas como “habrá que ver cómo está todo después de la guerra”, y “primero hay que ganar, luego ya veremos”. Sirius sabe que Remus lleva mucho más tiempo que él escondiéndose; y que conoce los peligros de desear cosas que no pueden existir sin castigo. Espera que el tiempo le haga ver que Sirius está dispuesto a encontrar la manera de triunfar, cueste lo que cueste.

*

Domingo apacible. Llega la primavera al norte de Europa, y tan solo un par de días antes, desde la misma radio por la que ahora suena el jazz, llegaban noticias del sur: Benito Mussolini había sido ejecutado.

En corrillo alrededor de la radio, fumando cigarrillo tras cigarrillo, acallando el comentario geo-político de Granger sobre Italia y subiendo el volumen al máximo para que todo el mundo se enterase, escucharon la información a trozos, entre las interferencias y los himnos militares alemanes que se colaban en la transmisión. El locutor confirmó que habían pillado al dictador mientras huía en un coche, lo habían tiroteado y habían colgado el cadáver en una plaza de Milán. Lily y Ada se estremecieron. Remus, a su lado, no dijo nada. Cuando Sirius tradujo para Andoni, éste les mostró una expresión que jamás habían visto.

-Ya solo quedan dos.

Un momento triunfante, antes de volver a encerrarse en el silencio impenetrable del que Sirius, a fuerza de tantos meses de compartir ametralladora con él, sabía leer una amargura perenne, de baja intensidad pero constante.

“Un final perfecto para una vida infame”, declaró el New York Times al día siguiente. Las secretarias americanas ya habían adoptado a Remus y le daban sus periódicos cuando terminaban de leerlos, así que la quinta compañía había tomado la costumbre de reunirse a su alrededor todas las mañanas, después de pasar revista a los heridos, para tomarse una taza de té y que Remus les leyera los titulares. “El hombre que proclamó que restauraría la gloria de la antigua Roma”, leyó, con el periódico extendido frente a él de manera que ocultara su expresión, “es ahora un cadáver en una plaza de Milán, donde el tumulto lo maldice, le escupe, y se ensaña con su cadáver”. 

Mussolini ya no estaba. Italia era libre.

-Y lo han hecho ellos, -dijo Andoni-, ellos mismos han matado a su dictador.

Sirius sorteó a los soldados que celebraban la muerte de Mussolini, a las enfermeras que bailaban y a los médicos que servían cerveza, para seguir a su amigo.

Lo empujó suavemente para que le hiciera sitio a su lado, en la escalinata que entraba al Ayuntamiento, donde se había sentado para fumar en silencio. Andoni estaba ocupado liándose el cigarrillo, con los ojos fijos en el papel y el tabaco. No levantó la vista cuando habló. 

-A veces pienso que no volveré a ver a Begoña.

Se casaron en la primavera del 36, justo antes de que estallara la guerra.

-Joder, Saseta.

-Ni a mis hijos.

Se había perdido los seis cumpleaños del mayor, y todos los del pequeño.

-El mayor no debe acordarse de mí, y el pequeño no sé ni siquiera si es niño o niña.

Lo soltó todo de golpe, como un llanto repentino sin lágrimas. Después de un rato interminable sin hablar, Sirius pensó que si no decía nada se iba a morir allí, a su lado.

-Me sorprende que no me hayas contado nada hasta ahora. Ya sabes, con lo hablador que eres. 

-Lupin tiene razón. -Filtro, papel, unas virutas de tabaco abandonadas sobre el pantalón-. Eres una clase muy especial de insoportable.

A Sirius le dio la risa, y cuando a Andoni se le acabó contagiando, se anotó otra pequeña victoria sobre los nazis.

 

III

 

La paz se hace de rogar y todavía no llega, pero la huelen. La sienten.

En la retaguardia, el capitán Shacklebolt, el teniente Potter y el sargento Black cada vez tienen más dificultades para controlar a sus soldados: la combinación de armas, alcohol y nada que hacer es muy peligrosa. Los chicos cada vez empiezan a beber antes, los alemanes, -y sobre todo las alemanas-, cada vez son más amigables, y el sol brilla sobre las ruinas del tercer Reich con cada vez más fuerza.

Aún así, de todos los soldados que se emborrachan antes de la hora de comer, a Sirius le extraña que sea Lovegood quien llegue a la enfermería con la cara pálida y se deje caer en la primera cama que encuentra.

-Lovegood, son las once de la mañana. -Remus se le acerca para reñirle y tomarle la presión-. ¿No ve lo decepcionado que está su sargento con usted? -Señala a Sirius, que se cruza de brazos y exhibe su mejor expresión severa, negando con la cabeza de un lado a otro lentamente-. ¿Solamente ha bebido, o se lo ha pasado mejor todavía? Porque no pienso gastar más penicilina en curar enfermedades venéreas, le aviso.

Lovegood no dice nada; ni siquiera sonríe ante la regañina de Remus, que todos saben que no es una regañina de verdad si no una maniobra de distracción, diseñada cuidadosamente para tranquilizarlo. Sirius, de repente alerta, estudia su cara con más atención. Le basta un vistazo para saber que no está borracho.

-James, ve a por Shacklebolt.

Lovegood lo mira, y Sirius reconocería esa expresión en cualquier parte: su soldado acaba de tener un encuentro con la muerte.

*

Granger les explica que cuando han ido a dar una vuelta por el pueblo, todo era normal: la mañana nublada pero sin lluvia, los alemanes distantes pero educados. Llevan casi un mes allí, parados y sin demasiado que hacer excepto patrullar la zona.

Cuando han llegado al límite de Mertesdorf y han decidido seguir andando por la carretera, Lovegood era el de siempre. Hablaba de cosas que obligaban a Granger a rodar los ojos, iba por el centro de la carretera sin mirar, se paraba para hacer fotografías a las flores de la cuneta.

Ahora, en la enfermería, no parece capaz de articular palaba. Rechaza el agua, no reacciona. La única señal que da de vida es el movimiento nervioso que hace con la pierna, arriba y abajo, arriba y abajo. Las manos, en contraste, están tranquilas, agarrándose a la cámara que cuelga de su cuello. Remus lo examina con la profesionalidad que le han otorgado tantos meses de guerra; le apunta con la linterna en los ojos, le hace preguntas sencillas que pueden responderse con la cabeza, ¿estás herido?, ¿te duele algo?, ¿puedes caminar? Lovegood responde negando con la cabeza dos veces y asintiendo una vez. El fuelle de la máquina que le mide la presión es lo único que se oye en la enfermería hasta que Sirius escucha los pasos tranquilizadores de su capitán desde el pasillo. 

Shacklebolt llega y le hace preguntas, pero Sirius ya sabe que hasta que el ataque de pánico no remita, -porque eso es un ataque de pánico, claramente-, Lovegood no va a ser capaz de contestar.

-Granger, ¿qué estabais haciendo cuando se ha puesto así?

-Elliott, estás pálido.

-Siéntate tú también.

A Granger tiemblan las manos cuando rechaza el cigarrillo, le tiembla la voz cuando habla.

-Lo siento mucho, Remus.

La tensión se resquebraja como un bloque hielo atravesado por un cuchillo.

-Potter y Black, reúnan a diez hombres, -ordena Shacklebolt-, y ármense. Los espero abajo, nos vamos en cinco minutos.

Antes de que abandonen la enfermería, Lovegood le tiende la cámara a Remus.

-Si no haces fotos, pensarás que lo has soñado.

 

IV

James dice que es un hospital. 

Sirius, de pie a su lado, con la vista fija en la enorme esvástica de hierro que corona la puerta de entrada, envidia su manera de pensar. James Potter siempre cree lo mejor de las personas. Sigue teniendo fe incluso cuando ve las primeras sombras que se acercan a la alambrada y los miran, con esos ojos tan grandes y tan oscuros que Sirius no olvidará jamás.

-Se han quedado sin recursos durante la guerra y los han tenido así, como han podido -murmura James débilmente. Pero mientras lo dice, Sirius ve cómo deja de creérselo, y para cuando termina la frase y le devuelve la mirada a los prisioneros de ese sitio, su fe en la humanidad se ha roto irremediablemente.

 

Díselo.

 

Remus, con el fusil al hombro, se hace visera con la mano para mirar hacia arriba, hacia la alambrada de espino y las torres de vigilancia.

 

-Es una prisión, ¿no? -Adrien Jones señala el otro universo detrás de la valla-. Y esos hombres son reclusos. Criminales.

 

Dile lo que les hacemos.

 

Sirius no puede dejar de mirar a Remus, Remus no puede dejar de mirarlo todo: las barracas de madera de donde sale cada vez más gente, los pies descalzos hundidos en la tierra embarrada, las manos que se agarran a la verja.

Entonces, Bill Weasley baja del camión, se acerca a la puerta con paso decidido y saca tres granadas de su cinturón.

-¡Achtung! -grita, para que se aparte todo el mundo. Deja dos granadas cuidadosamente en el suelo y encaja otra en el enorme candado que cierra la reja, les quita el seguro y vuelve corriendo hacia ellos; y es así, con una explosión que hace retumbar la tierra hasta los cimientos, cómo la quinta compañía libera el campo de concentración de Mertesdorf.

 

*

 

La nube de polvo se disipa. 

Cruzar la frontera entre la libertad y la muerte es una experiencia que los acompañará el resto de sus vidas, aunque en ese momento ninguno sepa muy bien qué están presenciando exactamente.

Hay cuerpos apilados unos encima de otros, como troncos de madera seca. 

El olor es insoportable.

Sirius sabe que nunca podrá volver a ver a los alemanes como los ha visto hasta entonces: como hombres. Incluso los enemigos que ha matado han sido hombres para él; incluso cuando le dio la mano a Skorzeny, incluso cuando vio a Joachim Peiper emerger de entre los tanques en llamas; Sirius siempre ha tenido claro que sus enemigos no eran monstruos, sino hombres, y que lo más terrorífico de los altos mandos de las SS era su humanidad. De los hombres jóvenes que se alistaron a la Wehrmacht no tiene una opinión definida, y a veces piensa, incluso, que en otras circunstancias hubiesen podido llegar a ser sus amigos. 

Hasta ese día.

No está seguro de poder volver a cruzarse con un alemán sin cometer un crimen de guerra.

Los hombres que los reciben al otro lado son imposibles de describir. Algunos se apartan ante la visión de tantos soldados: no se fían de los uniformes. Otros no dan muestras de haber oído la explosión, o de ver las botas de cuero que se les acercan, o de sentir nada que no sea pena.

El codazo que le da Remus en las costillas lo devuelve a la realidad bruscamente.

-Contrólate.

Sirius borra la expresión de fascinación que no sabía que llevaba escrita en la cara. Quiere pedirle perdón, perdón, Remus, o quizás quiere decirle que lo siente de la misma manera que se lo ha dicho Granger. 

Lo siento mucho, Remus.

-Qué han hecho. -Remus se llena los pulmones de ese olor a muerte, un olor como nunca ha olido en la vida, y cuando exhala suena tembloroso, inestable, y cuanto más aire inspira, más aire le falta, y cuanto más mira, más se ahoga-. Dios mío. Pero qué han hecho. 

 

V

 

Sirius se siente tan orgulloso de sus hombres. Tanto.

Camina entre ellos y recoge las imágenes que ve como si fuera una cámara, sin pensar. Bill abraza a un hombre y le da palmadas suaves en la espalda, consolándolo como si reconfortara a un niño que ha tenido una pesadilla. 

“¿Amerikanen?”, le pregunta un señor mayor a Saseta. “English”, responde él, palpándose los bolsillos de su chaqueta en busca de algo de comida. El hombre acepta la barrita energética y se deja ayudar por Andoni, que lo sienta en el suelo, en un sitio donde los débiles rayos de sol le acarician la cara.

-Señor, ¿puedo darle mis botas? -pregunta Dennis Spinnet.

Antes de que Sirius responda lo obvio, Adrien Jones se adelanta.

-Pues claro que sí, ¿estás tonto?

Los dos amigos se quitan el calzado, la chaqueta y la camisa, y lo reparten todo. Se quedan en calcetines, pantalón y camiseta de tirantes, hambrientos de órdenes.

 Tan orgulloso.

-Id al campamento y avisad -les ordena. Nunca, en todos los meses que lleva luchando, ha visto a un par de soldados más agradecidos por poder ser de utilidad. 

Bajo la sombra de la esvástica, Shacklebolt y James hablan entre ellos rápidamente y toman decisiones que a lo largo de los siguientes días salvarán miles de vidas.

-Quiero a todas las enfermeras aquí. A todas.

-Y agua potable, capitán. No les han dejado ni agua.

-Trasladaremos el hospital de campaña aquí.

-Llenamos los camiones con raciones y agua, señor, y que Intendencia pida más comida, y penicilina, y…

Shacklebolt y James lo miran. Esperan que Sirius aporte algo, cualquier cosa.

-Los altos mandos tienen que saberlo cuanto antes. 

Parece que les ha gustado su sugerencia. James le palmea la espalda, y Shacklebolt lo mira con esa expresión tan grave que le hace sentir tan orgulloso de servir bajo su mando, tanto.

-Ahora estamos aquí, Black. Ya está.

Tiene que luchar por no llorar. Por Remus. No sabe cómo se ha alejado tanto de él, pero lo ve a lo lejos, rodeado de hombres, intentando desesperadamente acordarse del yiddish que le enseñó su madre para entender lo que le dicen. No me perdonará si me ve llorar. Tiene que aguantar sin romperse, tiene que tragarse las náuseas, tiene que hacer algo útil. 

-¿Qué es este sitio, capitán?

Los tres mandos de la quinta compañía miran hacia la inmensidad del campo, un sitio irreal donde la madera huele a moho, el suelo huele a barro, y la gente huele a podrido. 

Es la primera vez que Kingsley Shacklebolt no puede responder a una de sus preguntas.

 

VI

 

Sirius, Remus y Yoav Alush, prisionero número 2495-45, están sentados en los escalones del barracón 16-B, esperando a que Yoav reúna fuerzas para poder continuar. La nicotina del cigarrillo que le han dado lo ha dejado mareado, o quizás haya sido el hecho de fumar después de año y medio en el campo de concentración de Mertesdorf. 

Para el informe que quiere escribir, Remus ha sacado un bolígrafo y su libreta del bolsillo interior de su chaqueta. A Sirius le da tanta pena que lo vaya a escribir en esa libreta. Tanta

Yoav habla yiddish, pero el yiddish de Remus no es suficiente para entenderlo. Cuando cambia al francés, sin embargo, Sirius sonríe triunfantemente. Por fin, por fin, encuentra algo útil que hacer. “Voy con vosotros”, ha sentenciado, a la vez que Remus preguntaba, “¿puedes acompañarnos? Entre mi yiddish y tu francés, lo entenderemos”, con un tono de voz que le ha roto un poco el corazón, como si Remus dudara de que Sirius tuviera la capacidad de separarse de él, de dejarlo solo en un momento como ese; como si su voz no lo mantuviera a su lado como una correa, como si tuviera otra elección que la de protegerlo como un perro guardián, junto a él, observando su expresión ansiosamente en busca de signos de rotura.

Yoav pone algunas condiciones para enseñarles el campo: les pide, por favor, que si llega la comida cuando ellos no estén, le guarden una ración. Que hagan muchas fotografías, -Remus le tiende la cámara de Lovegood a Sirius, que se la cuelga al cuello-, pero que no lo enfoquen a él. Que lo ayuden a caminar. Que no lo hagan entrar en los hornos.

-¿Hornos?

Yoav se disculpa por su tono brusco: su estancia en el Lager le ha limado la cortesía y ha dejado a la vista la aspereza de los que han tenido que luchar por sobrevivir.

Ha aguantado cinco minutos de marcha a pasos temblorosos, con los brazos de Sirius y Remus rodeándole la cintura, hasta que ha tenido que pedir un descanso. Fuma ceremoniosamente, rompiéndose por dentro. Sirius tiene que apartar la mirada. Verlo fumar es como asistir a algo muy íntimo, como a un velatorio de un muerto que no es el suyo. Yoav se termina el cigarrillo después de saborearlo y se guarda la colilla en el bolsillo de la chaqueta que Remus le ha dado. Quizás de recuerdo, el primer cigarrillo que se fumó, en el primer día de su nueva vida. Le preguntan qué hacía “antes de la guerra”, -por alguna razón, no pueden decir “antes del Lager”- y entonces saben que se han equivocado, que no deberían haber preguntado.

-Era estudiante. -Yoav tarda tanto en responder que parece que se le haya olvidado la pregunta-. Iba a empezar el doctorado, pero tuvimos que escondernos. En física -susurra, como si no pudiera creérselo-, doctorado en física.

Sirius traduce para Remus. Se miran, y en silencio, acuerdan que es mejor no preguntar por las personas que constituyen el plural de esa frase.

-¿Cuántos años tienes, Yoav?

De nuevo, Sirius y Remus se miran. 

Veintiséis años. Los mismos que Sirius. Los mismos que Remus.

*

La tos de Yoav es espesa, y le viene en ataques casi constantes que lo dejan agotado. Pesa muy poco, tan poco que a Sirius le recuerda a la ligereza antinatural del cuerpo de Roger Davies cuando lo arrastró por el barro, al pie de aquél misil antiaéreo destruido.

Entre toses y carraspeos, mientras caminan por la explanada donde convergen las barracas de los presos, Yoav les explica que los nazis lo pillaron en su escondite. La familia de su mejor amigo los metió en su buhardilla, y ahí estuvieron durante más de dos años. Evitan preguntar quién se escondía con él.

-Pensamos que habíamos sido más listos que los nazis, pero al final acabamos igual que los que habían confiado en que las estrellas amarillas y los guetos eran solo eso, estrellas amarillas y guetos. 

En un tren camino a Polonia. Y luego, cuando el frente ruso avanzó, hacia dentro del Reich, a Alemania. 

Yoav los lleva hasta la puerta de un edificio de ladrillo, que al contrario que las barracas de los prisioneros, está hecho para durar, para que la humedad del invierno no lo empape hasta pudrirlo y para que el sol del verano no lo caliente hasta que las cucarachas, las pulgas y los piojos salgan de entre los tablones de madera para comerse a la gente.

Sirius hace fotos a la maquinaria, a las mesas de trabajo, a las piezas, a las hélices a medio construir. En Mertesdorf, los prisioneros construían los motores de los Messerschmidt y los Stuka que bombardearon Londres. Remus escribe todo lo que dice Yoav, como un policía que toma declaración o un periodista entrevistando a un testigo de un crimen. No les pide que vayan más despacio, ni a Yoav, que habla todo lo que le permite la tos y el cansancio, ni a Sirius, que traduce del francés cuando el yiddish de Remus no es suficiente. La libreta se llena de datos, fechas, nombres, números. Cada vez le quedan menos páginas.

*

Después, Yoav les enseña las perreras.

En cada cubículo, separado del resto por una reja de metal, hay el cadáver de un perro. Yoav se acerca con su ayuda, y mira la hilera de pastores alemanes de pura raza, todos muertos de un tiro en la cabeza. 

-Lloraron cuando los mataron.

Los guardias del campo de Mertesdorf gastaron balas con sus perros, pero echaron gasolina en las barracas, cerraron las puertas y les prendieron fuego de noche, con todos los prisioneros dentro.

-Si no hubiese sido por algunos valientes, no quedaría nadie vivo.

Llevan tres días abandonados a su suerte, enfermos, sin comida, bebiendo agua contaminada. 

Sirius hace fotos, Remus escribe furiosamente.

*

Otro descanso, esta vez frente a la entrada de las oficinas del campo. Se sientan en los escalones de piedra, frente a la hoguera de archivos que los guardias quemaron antes de irse, y a Sirius le cuesta creer que Remus no se moleste en intentar salvar nada y simplemente se siente ahí, viendo los papeles calcinados, sin ninguna expresión en el rostro.

Hay algo que Yoav quiere explicarles y que no tiene que ver con todas las cosas que les ha contado sobre el funcionamiento del campo. “Soy físico, y no tuve que trabajar en las canteras”,  “llegué hace poco, no creo que hubiese sobrevivido a otro invierno”, “tenéis que entenderlo, por eso he sobrevivido”, “si no hacías lo que te decían, te mataban, así de simple”. Yoav tiene un sentimiento de culpa muy extraño por haber entendido desde el primer día que si pensaba en su vida anterior, se iba a morir de pena. Comprendió rápidamente que no debía hablar de lo que cocinaba su madre en el Sabbat cuando les daban pan y agua, que tenía que colocarse al final de la cola para que no le tocase la sopa aguada, que debía entrar en el kommando de los profesionales y hacer valer sus conocimientos de física. Que debía aferrarse a la vida con uñas y dientes.

-Estar encerrado aquí te agudiza el ingenio. Los que no lo supieron ver, hace tiempo que no están.

El campo se nutría de gente así: remesas de hombres asustados que desembarcaban allí de noche, ateridos de frío, intentando esquivar las dentelladas de los perros, y que ya no levantaban cabeza. No duraban más de dos meses. Eran la masa anónima que se reemplazaba con cada convoy que llegaba; la base del Lager, su pulmón: los que se limitaban a obedecer órdenes, y a comer la ración que recibían. Las humillaciones y los golpes, la falta de sueño y de comida, y la ausencia de su familia hacían mella hasta que al final, simplemente, se dejaban matar. Su espíritu naufragaba hasta que se hundía en las profundidades del campo, hasta que iban a la muerte en una fila perfecta, lenta y sumisa.  No se aferraban a la vida como Yoav, que vivirá el resto de su existencia con un remordimiento que no debería sentir, pero del que no conseguirá escapar. 

El edificio de siete chimeneas al final de la Avenida también está hecho para durar, para ser lo único que sobreviva al tercer Reich, mucho después de que los Aliados se hayan marchado de Alemania.

*

Cuando Lily le pregunte cuál ha sido el momento en el que Remus se ha roto, -silenciosamente, calladamente, por dentro, como si se avergonzara de romperse entre tantos de los suyos que llevan tanto tiempo rotos-, Sirius dirá, sin duda, que ha sido cuando ha entrado en la cámara de gas, ha alzado la vista y ha visto los arañazos en las paredes.

-Nadie va a creerse lo que hay ahí dentro sin pruebas -es lo único que ha dicho cuando ha salido al exterior, seguido muy de cerca por Sirius, a respirar todo el oxígeno del que ha sido capaz. No han hecho falta más palabras. 

-Tú espérame aquí.

Sirius ha entrado en los hornos, solo y armado únicamente con la Leica de Lovegood, y ha inmortalizado todas las cosas que ha pensado que parecen mentira, pesadilla, propaganda anti-alemana, cuentos de los soviéticos, fantasías de un viejo loco como Winston Churchill. Todo lo que alguien pueda decir, en el futuro, que no pasó. Todo. Las montañas de zapatos, de gafas, de pelo. Las latas vacías de Zyklon B. 

Lo ha hecho lo mejor que ha podido, durante casi una hora, intentando encuadrar bien para que todas las fotos sirvan para completar el informe de Remus, hasta que se le ha acabado el carrete y la cámara que le cuelga del cuello ha quedado llena de pruebas.

*

Ya es mediodía cuando sale del edificio de las siete chimeneas. 

-Yoav, ¿dónde está Remus?

Dan las doce, la mañana se transforma en la tarde, y Remus no está. No lo ha esperado.

-Yoav. ¿Y Remus?

Yoav hace un gesto vago en dirección a la inmensidad del campo. Sirius mira a todos lados, pero Remus se ha esfumado. Se hace visera con la mano, pero a su alrededor solo hay uniformes de rayas y estrellas amarillas, y mientras echa a andar para encontrarlo, le invade una sensación de pánico imposible de describir, por lo que han visto y por lo que está por venir. 

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