
Capítulo 33
I
Ciudades arrasadas hasta los cimientos, bosques rotos por zanjas llenas de familias, países enteros sometidos a la esclavitud.
En seis años de conflicto, veinte millones de hombres jóvenes habrán luchado por el Reich en algún momento de sus vidas. El arma más poderosa de Hitler no habrá sido su Luftwaffe, ni su Wehrmacht, ni su Kriegsmarine, si no el soldado alemán; con el cerebro lavado durante años y drogado para que no sienta el pecado de asesinar, ha sido capaz de avanzar día y noche sin descansar, capaz de matar sin pestañear, capaz de no rendirse, capaz de morir luchando.
Pero ni siquiera con todos los hombres de las SS, del Ejército de Tierra, del Mar y del Aire, se ha podido evitar lo inevitable.
Los nazis pierden.
La ofensiva de las Ardenas ha fracasado, y el ministro de Propaganda se dirige a los habitantes de la nación desde el Sportpalast de Berlín. Es una de las últimas salidas que hará al exterior; el resto de la guerra, la pasará metido en el Führerbunker, mientras su pueblo muere a manos del ejército aliado. La cúpula de la Wehrmacht, los miembros del partido nazi y las Hitlerjugend se levantan para aplaudirlo en una ovación furiosa, absoluta, decidida, como las que recibía en los primeros mítines de Munich en 1934. Su discurso será transmitido por radio, emitido en las pocas televisiones que todavía funcionan en el país, y conservado en los archivos de la historia como prueba de la locura que arrasó Alemania en la última etapa de su derrota.
Joseph Goebbels, de pie ante la nación y ante el mundo, anuncia el destino del Reich: no habrá rendición. Victoria o Armagedón. Guerra total.
El Reich derramará hasta la última gota de sangre del último alemán, ya sea hombre, mujer o niño. El tercer Reich no se acabará hasta que todos los alemanes que no hayan sabido defenderlo, mueran intentándolo. En la Totaler Krieg de Goebbels, todo el mundo será combatiente y todos los recursos se movilizarán para ganar. No habrá territorio neutral, no habrá ética en el uso de armas, no habrá diferencia entre soldados y civiles.
El aplauso de la élite nazi dura diez minutos enteros, mientras las familias alemanas que han escuchado el discurso a los pies del palacio se preparan para hacer las maletas y abandonar la ciudad. Joseph Goebbels sigue gritando, sieg heil, sigue arengando, Heil Hitler, sigue llamando a su pueblo a filas, Deutschland über alles, y seguirá con la mano alzada hasta que los rusos lo obliguen a bajarla.
En el Sportpalast de Berlín, suena la lira mientras arde Roma.
II
Los soldados de la quinta compañía desfilan sobre los tanques por el pueblo alemán en dirección al viejo ayuntamiento, donde se ha instalado el campamento base. En la avenida por la que pasean los tanques vencedores, el aire invernal trae consigo un silencio fúnebre.
-Esto no es Crépon.
No hay música, no hay risas. Ninguna madre le da su hijo a Sirius para que lo pasee en el tanque, ninguna chica se echa en brazos de Remus para besarlo.
-¿Y esta es la raza superior?
Los críos que los miran parecen ancianos, los viejos que ven los tanques pasar tienen lágrimas de niño en los ojos. Alemania es un pueblo cansado, vencido. Harto.
-Lovegood, ponte bien el casco.
Sirius lo hace por él sin esperar a que le responda, abrochándole la hebilla del casco para que no le baile sobre la nuca y quitándole el fusil de las manos para liberar el seguro.
Alguien tose. Las orugas de los tanques avanzan, impulsadas por gasolina africana que ganaron en El-Alamein. Nadie dice nada. El único sonido que altera la entrada de los aliados en el pueblo de Mertesdorf es el llanto de un niño, que se extingue al poco rato, tan rápido como ha empezado.
A su lado, Remus dice lo que todos piensan.
-Somos invasores por primera vez. No liberadores.
Sentado junto al cañón del tanque del tercer convoy, el recién ascendido capitán de la quinta compañía mete un cargador en su fusil. El desfile de la victoria le sabe amargo.
-Este pueblo ya es nuestro desde hace varios días. -dice Shacklebolt, como si intentara convencerse a sí mismo. No tendría por qué susurrar, pero lo hace. El cargador encaja suavemente en su sitio, sin movimientos bruscos, pero aún así, el crujido metálico se escucha en toda la calle-. El hospital ya está instalado en el ayuntamiento, las autoridades ya se han rendido y ya se ha decretado la ley marcial en toda la zona.
El silencio que recoge sus palabras es tan denso que todos las escuchan como si hubiera gritado.
-Ya llegamos -murmura Granger. Señala un edificio al final de la calle. Alto, de arquitectura racionalista, con los restos de una esvástica destruida en la fachada y las banderas británica y americana ondeando, visibles desde muy lejos.
Remus y Sirius se miran.
Y de improvisto, el tiro que suena en la plaza retumba como un trueno sin tormenta, y Sirius tarda un segundo en asimilar que les están disparando hasta que ve que dos tanques por delante del suyo, Frank se precipita al suelo desde lo alto de la escotilla.
-¡Francotirador!
-¡Cuerpo a tierra!
-¡Hombre caído, hombre caído!
Lo que siente Sirius mientras salta del tanque y tira de la chaqueta de Lovegood para ponerlo a cubierto, una chispa brillante de adrenalina entre oleadas de miedo, es alivio cuando oye gritar a Frank. Por encima de otro tiro, por encima de los gritos de los soldados y de los civiles, Longbottom está gritando, está vivo. Echado en el barro, herido, pero vivo.
-¡Cubridlo!
Sirius saca la cabeza y se expone durante un segundo para verlo. Apenas hay sangre en el suelo, está lo suficientemente consciente como para esconder la cabeza entre los brazos y tratar de hacerse pequeño.
Lo primero que piensa es que los tiros tardan mucho en llegar, y suenan raro. Eso no es un Mauser. Escucha el ritmo de su propio corazón bombeando sangre, siente la herida que se ha hecho en el muslo saltando del tanque y tropezando con Andoni, áspera y ardiendo, y el hombro vuelve a atormentarlo bajo la chaqueta del uniforme.
James, agachado tras el tanque de enfrente, lo mira y le habla con señas. Sirius se expone para cubrirlo, pero cuando James intenta acercarse al herido, el suelo se levanta de polvo y otro tiro estalla en el suelo, a centímetros de la cabeza de Frank. James se retira de nuevo a cubierto mientras la infantería se despliega en formación perfecta alrededor de los tanques, apuntando hacia las ventanas de las casas. El tiro ha sonado extraño, y no ha habido otro. O el francotirador solo tenía una bala, o está disparando con un arma que no conocen.
-¡Mierda!
-¿Qué es ese fusil?
-¡Es un fusil antiguo, señor! -La voz de Granger, siempre con la respuesta a todas sus preguntas, suena lejana pese a que está a su lado-. Hay que recargarlo con pólvora, por eso tarda tanto.
Totaler Krieg.
-A algún viejo loco no le gustan los ingleses en su casa.
Las órdenes del capitán Shacklebolt vuelan como fuego cruzado, las miradas de todos los infantes suben hacia los edificios, en busca del escondite del francotirador. Escudriñando las ventanas, Sirius siente la ausencia de Fabian más que nunca; el soldado más mortífero de la quinta compañía ya lo habría localizado y abatido. Pero de golpe, mientras los sonidos de la calle se difuminan y Sirius inspira aire intentando tranquilizarse, ve algo. Un brillo metálico de una mirilla, o un cañón, o una culata. Tiene que estar ahí. Las cortinas de una ventana en un segundo piso se agitan, delatoras.
-Black, ¿lo ve?
Shacklebolt se le acerca en cuclillas, Sirius señala la ventana.
-Pero no estoy completamente seguro, señor.
Shacklebolt chasquea la lengua. Ambos saben que el próximo tiro será mortal.
A su lado, Remus lo mira brevemente antes de calarse el casco y tirar su fusil al suelo.
-Solo va a haber una oportunidad.
Tiene cincuenta metros de carrera al descubierto hasta llegar a Frank.
-¿Qué haces?
-No falles, Sirius.
Antes de que nadie pueda frenarlo, el médico echa a correr hacia el herido como el infante corre hacia la victoria: en una carrera libre de obstáculos, solo ante el peligro y sin nada que le separe de la muerte salvo el instinto de Sirius.
El sargento Black no se ha equivocado.
De la ventana, aparece el cañón de un fusil y apunta hacia la cruz roja del casco, el cebo perfecto para hacer emerger al francotirador de nuevo. Remus corre sin fusil, con el botiquín de médico como única arma; el alemán y el inglés, dentro y fuera del edificio, fijan su objetivo.
Hay un tiro, solo uno más. Un tiro procedente de un gatillo suave y experto.
Sirius suelta el aire que no era consciente de haber estado conteniendo y baja el arma. Tras la ventana, las cortinas se agitan, se oye un golpe sordo y el fusil se precipita hacia abajo, resbalando por la fachada y estrellándose contra el empedrado del suelo.
La carrera de Remus no se ha interrumpido y ha conseguido llegar hasta la meta.
Sirius no se ha dado cuenta de que no queda ni un civil alemán en la calle hasta que vuelve a fijar la vista en Remus, que se agacha al lado de Frank, suelta el botiquín en el suelo y lo abre con un movimiento que ha hecho incontables veces. Le echa un rápido vistazo a su amigo y saca la sulfamida y las vendas. No parece considerar que necesite morfina. Nos hemos librado otra vez.
Lo más curioso de todo es lo enfadado que está Frank con Remus.
-¡No te he llamado, Lupin! ¿Para qué te has arriesgado?
Remus mira el charco de sangre, confundido.
-¡Pero si estás herido!
-¡Estoy bien!
-Longbottom…
-¡En el culo otra vez, joder, me han vuelto a dar en el culo!
Alguien se ríe. Remus se deja caer al suelo, sin aliento, mientras le palmea la espalda a su amigo.
Ha pasado el peligro.
Lo ve sonreír temblorosamente, sentado junto a Frank, hasta que los soldados de su alrededor le impiden la visión y el mundo vuelve a acelerarse de nuevo.
A órdenes de James, Adrien Jones y Dennis Spinnet se meten en la casa para localizar al francotirador muerto, Bill ayuda a Frank a subir al tanque y el resto de soldados se despliegan a su alrededor con los rifles en alto, dispuestos a terminar el trayecto hasta el campamento sin más sustos.
Sirius llega hasta Remus lo más rápido que puede sin correr. Todavía sigue en el suelo, así que le tiende la mano para levantarlo.
-No he fallado, ¿has visto?
Casi te matan, joder.
-Me he dado cuenta, sí.
Casi te mueres.
Remus todavía está asombrado de sí mismo cuando los soldados lo felicitan.
-Así que esto es lo que sentisteis cuando os dio por intentar llegar a aquél puente.
Al fin sabe qué pensaron Sirius y James cuando saltaron de la trinchera y echaron a correr, rodeados de enemigos, con la aviación americana sobre sus cabezas. James sonríe, orgulloso.
-Ni te lo has pensado, ¿verdad?
-Menuda estupidez acabo de hacer.
-Es el hechizo del infante, Lupin -sentencia Shacklebolt, que le palmea la cara con tanta fuerza que le ancla las botas al barro de la calle.
Todavía le falta el aliento, y todavía no se lo puede creer. A su lado, Sirius siente el corazón galopándole dentro del pecho, desbravado.
-Ni se te ocurra volver a hacer algo así, imbécil.
El vacío que siente en la boca del estómago hace que le dé absolutamente igual sonar como un hipócrita.
-Todo el mundo a los tanques, y rapidito. -Gruñe Shacklebolt-. Ya hemos tenido suficiente desfile por un día.
Ese es el último roce de la quinta compañía con el fuego enemigo; su papel en el campo de batalla se acaba allí, en enero de 1945. Después de siete meses de servir en primera línea, los soldados que desembarcaron en Normandía pasarán el resto de la guerra en la retaguardia.
Aunque Sirius no lo sepa, el tiro que ha disparado no será el último de su vida, pero el hombre setenta años que ha matado ha sido la última muerte que causará en la Segunda Guerra Mundial.
II
Al final resulta que sí se sube una chica francesa a su tanque.
La mujer que sale del ayuntamiento como si fuera la nueva alcaldesa de la ciudad lleva el fusil al hombro y el uniforme de soldado ceñido a la cintura. La trenza de plata le baila a la espalda cuando corre escaleras abajo, frena el convoy con un simple gesto con la mano, se acerca al primer vehículo y empieza a pasar revista a los soldados del primer tanque.
Fleur Delacour busca a Bill Weasley.
Tiene la energía de una ventisca invernal.Desde el tercer tanque del convoy, la ven revisar las caras de todos los soldados con esos ojos tan azules, sin encontrar al suyo.
Bill se deja tomar el pelo por sus amigos, acepta la admiración de los nuevos soldados con naturalidad. Hollywood podría hacer una película con lo que ese hombre siente por esa mujer: pasión fulminante que no entiende de lenguaje, de obstáculos, de guerra. Su energía se contagia, Sirius se siente eléctrico.
Fleur sabe que Bill está allí, entre los vivos. Ha revisado los cuerpos de todos los que han llegado de Saint Vith, y su soldado no estaba dentro de ninguna de las bolsas grises. Tampoco lo ha visto en el hospital, con Fabian y los demás heridos. Aún así, no respira hasta que se encarama al tanque correcto, ayudada por James y por Dennis, y lo ve, esperándola.
Estudia su cara.
Delgada, más angulosa.
Los ojos que le sonríen, la sonrisa de dientes blancos que ruge cuando la ve.
Se le acerca, apoyándose en los hombres que la miran como si fuera una aparición para no caerse. Lo coge de la camisa, tira de él.
Bill se deja besar por ella como un navío se deja arrastrar por las corrientes marinas en un beso imposible de evitar, imposible de domar, que arranca aplausos en las filas aliadas y hace que las nubes del cielo se abran y el sol aparezca sobre los tanques momentáneamente.
A su lado, James hace rato que ya no es dueño de su cuerpo: suda, mueve la pierna arriba y abajo, no sabe qué hacer con las manos.
-Ya llegamos, Jimmy -le susurra Sirius.
La sonrisa que le devuelve su mejor amigo es lo más gamberro que ha visto en la vida.
III
La base anglo-americana es una mole densa de arquitectura fascista, hecha con cemento, piedra gris, y losas gigantes de mármol. Ventanales cuadrados, una esvástica de hierro provisionalmente cubierta por una bandera americana, dos escalinatas como grandes cascadas que convergen en el vestíbulo del ayuntamiento.
-Los yankees tienen la virtud de poner un pie en un sitio y hacérselo suyo al instante.
Lo que dice Remus no es mentira. Los uniformes americanos que van de un lado a otro, dando voces, ladrándose órdenes unos a otros, disponiendo la ley del lugar, dejan poco sitio para pensar en algo más que no sea la invasión aliada. Pero entre las secretarias americanas, -alguna repasa al capitán Shacklebolt de arriba abajo cuando lo ve cruzar el ayuntamiento-, los recibe una chica que, sin duda, es británica.
Lleva el delantal sucio de sangre y una taza de latón cuyo aroma los hace suspirar de añoranza.
-¿Ese té es para mí, enfermera?
Alice lleva esperándolos desde que ha oído los tanques, el tiro, los gritos. Sabía que llegarían sobre esa hora, pero lleva consultando su reloj de bolsillo desde las siete de la mañana, como si así pudiera hacer que el tiempo fuera más rápido.
Se asusta, al inicio. De la sangre que cae del pantalón de Frank, de la cresta que exhibe cuando se quita el casco para saludarla como es debido. De su cara, tan cambiada.
-¿Cómo estás?
Cara de guerrero, de superviviente.
Frank se lo piensa.
-Me han dado en el culo, -sonríe-, pero he meado en la piscina de Adolf Hitler.
Lo cual, en opinión de Remus, es una alegoría perfecta de la situación en la que se encuentra el bando aliado. La risa de Alice estalla entre las murallas del edificio.
IV
-¿Y Lily?
El silencio en el vestíbulo huele fresco, extrañamente. Huele como no debería oler un silencio como ese, a sábanas limpias y a linimento, a la lluvia suave que cae fuera y que empapa la tierra, ahora que el sol ha vuelto a esconderse.
Algo alejados de los demás, dos figuras atraviesan el vestíbulo hablando distraídamente. Ella lleva uniforme de enfermera impoluto, y él uniforme del ejército americano. A Sirius le parece que andan raro; ella va apresurada, él anda sin rumbo y sin prisa, a su lado.
-¿Desde cuándo compartimos campamento con los americanos?
La pregunta de James suena inocente.
-¿Y ese quién coño es?
La de Sirius no tanto.
Ada Stevens entorna los ojos hacia el hombre, que se ofrece a llevar lo que sea que Lily acarrea en los brazos.
-Lily no le hace mucho caso -dice en dirección a James, como consolándolo. No parece nada impresionada por los encantos del americano.
Sirius lo mira de arriba a abajo: el pelo negro peinado hacia atrás, la barba cuidadosamente afeitada, los ojos oscuros.
-Tiene cara de huevo.
-No me sorprende.
-¿Tú también lo ves, Lupin?
-No me sorprende que te caiga mal, Sirius.
El resto de hombres le dan la razón a Sirius, como debe ser, Lupin, algunos de una manera más vehemente que otros. Las chicas optan por un silencio diplomático, y no es que Sirius no vea que el americano es objetivamente guapo y no tiene más cara de huevo que los demás seres humanos, pero joder, chicas, un poco de solidaridad, por favor.
-¿Cómo se llama el tío este?
Encanto italoamericano, sonrisa prístina, piel aceitunada, cabello cuidado. Aparentemente, según las dos enfermeras, se llama Michael, pero la manera en que las dos dicen a la vez “pero puede llamarme Michele, enfermera Evans”, hace que se enciendan las alarmas en su cabeza. Uh oh. Algo parecido a celos mezclado con un instinto violento se instala en la boca de su estómago y hace que vea al tal Michele mucho más feo, mucho más idiota y mucho más peligroso de lo que en realidad es.
Entonces, el americano dice algo. Un chiste, o lo que sea. Algo que hace que Lily se ría.
Oh, no.
La risa de Lily activa algo dentro de James, como un interruptor. Echa a andar hacia ellos a paso rápido. Sirius teme por la integridad física del soldado Michele.
Sin embargo, James simplemente sonríe.
-Hola, Evans.
Lily se da la vuelta. James le roza suavemente el brazo, pero ella ya lo ha sentido antes de verlo. Los ojos verdes se clavan en los castaños y hace que salten chispas que parecen lágrimas. Lily abre la boca, pero no puede hacer nada excepto sorprenderse y callar, porque no se fía de sí misma si intenta decir algo.
-Vengo herido. -Dice James-. Un poco.
Y es verdad. Solo un poco, no de muerte.
Lily sonríe.
-Menos mal que soy enfermera, Potter.
Entonces James se arrodilla, y hay un silencio larguísimo que detiene el tiempo en el Tercer Reich.
-No tengo anillo.
Toda la esencia de James condensada en una frase. Su colosal dulzura, su manera heroica de querer. James no tiene ni anillo, ni ninguna otra cosa que darle. Ni una boda en Inglaterra, ni un vestido blanco; ni siquiera puede asegurarle que volverá con ella, si lo mandan de nuevo a luchar. Ni paz, ni futuro.
-No quiero un anillo.
Lily Evans no quiere paz ni futuro, si no es con James Potter.
Sirius elige ese momento para hacer un megáfono con las manos.
-¡Aparta, Michele, que no vemos!
El pobre americano empieza la retirada más humillante de la Segunda Guerra Mundial mientras Lily tira de James para ponerlo de pie y se le echa a los brazos. Le susurra algo al oído que nadie más oye pero que hace que James no pueda contenerse más y le coja la cara entre las manos, cierre los ojos y la bese. Hace tiempo que no ve sin gafas, pero tan de cerca, la ve nítidamente: las pestañas, las pecas, los mechones de pelo rojo, la sonrisa que exhibe la futura señora Evans-Potter mientras lo abraza. La vería aunque la guerra lo hubiese cegado.
IV
Las flores al lado de la mesilla de Fabian Prewett, -un ramo de margaritas que Tonks ha recogido para él al lado de la carretera-, descansan en un jarrón con agua y aspirina. Andoni le devuelve la cruz de oro, que rescató de la batalla de Saint Vith. La deja junto a las margaritas, y es raro ver cómo Fabian se la cuelga al cuello con una sola mano.
Su amigo acepta la cruz y las miradas de sus compañeros, pero se niega a quedarse con el Mosin.
-Para ti, gudari. Yo ya no puedo usarlo.
Se ha enterado de que Peiper sobrevivió a su disparo, y eso le duele tanto como haber perdido el brazo. Sirius no sabe qué decirle. Cuanto más intenta no mirarlo, más le cuesta apartar la mirada.
-Desde que desembarcamos en Normandía, me hice a la idea de que iba a morir. -Fabian sonríe-. Pero no me han matado. -Sirius no recuerda cuándo fue la última vez que lo vio sonreír así. No recuerda, de hecho, si alguna vez le ha visto sonreír así-. Al final, estos nazis de mierda me van a obligar a ser feliz.
Cuando despertó en la enfermería después de que la yegua lo trajera inconsciente, desangrándose, muriéndose, no quería creer que seguía vivo, pero ahora que vuelve a Inglaterra, no puede creérselo.
-Has llegado hasta Alemania, Prewett. -dice James-. Ni tan mal.
Fabian dice que solo le han quedado tres asuntos pendientes: ver el final de la guerra, tomar Berlín y matar a Adolf Hitler.
-Pero por lo menos, he aguantado lo suficiente como para ver a Kingsley Shacklebolt como capitán.
Shacklebolt se adelanta para que le vea bien las tres estrellas y la corona Real que le condecoran el uniforme, y solo se permite fardar un poco antes de decirle lo orgulloso que está de él, de alabar su valentía y de darle las gracias por su sacrificio. Es su discurso de siempre, que sin embargo es diferente con cada soldado herido y que siempre los deja a todos carraspeando y parpadeando furiosamente para secarse las lágrimas.
El capitán y el infante se dan la mano.
-Con la izquierda, capitán.
Fabian parece feliz. En pijama, con la cabeza recién afeitada y la cara limpia, es otro hombre. Más joven. Diferente. Proclama que tiene ganas de ver a su madre y que Tonks le ha pedido que le escriba.
-Tendré que aprender a hacerlo con la izquierda.
-¿Te refieres a escribir?
Lupin y Prewett sonríen.
-Ya me han contado la carrera que te pegaste, Doc. Eres el marica más duro de la Segunda Guerra Mundial.
El chiste hace que el silencio de la habitación se vuelva denso. Fabian se acomoda mejor en la cama. Alguien carraspea. Sirius se cruza de brazos. Pero Remus no deja de sonreír en ningún momento.
-Gracias, Fabian.
-De nada, Doc.
El escuadrón se sienta junto a Fabian, rodeando su cama con todas las sillas y taburetes que encuentran, dispuestos a no dejarlo solo en toda la noche. Aparece una baraja de cartas, alguien trae cerveza alemana de verdad, chicos, de la buena, y los hombres montan guardia juntos una última noche, apostando dinero que no tienen, escuchando los chistes malos de Frank, jugando hasta que Fabian se duerme.
V
A la mañana siguiente, lo despiden junto al camión que lo llevará a Francia, donde cruzará el mar hacia el resto de su vida.
Fabian tiene una última exigencia para Sirius antes de que el camión arranque.
-Asegúrate de recomendar a estos dos para la Cruz de la Victoria, sargento.
Señala a Lovegood y a Granger. Que los dos amigos nieguen con la cabeza, horrorizados, y digan que ellos tan solo hicieron lo que debían hacer, termina por convencerlos a todos de que son merecedores de la Cruz como ningún otro soldado.
Fabian se sienta junto a los otros heridos que regresan a casa. Sigue pálido y ojeroso, y sigue empeñado en viajar hacia la felicidad, con la misma misma voluntad por vivir que tuvo por morir durante la guerra.
-Y al caballo ese, -le dice, por encima del estruendo del motor-, si no hay medallas para caballos, deberían inventarlas.
Les dice adiós con la mano izquierda hasta que el camión se lo lleva. Mientras deshacen el camino de vuelta al ayuntamiento, Remus le pasa un brazo por los hombros a Sirius, y se quedan rezagados hasta que la última nube de polvo que ha levantado el camión se deshace en el cielo.
-Creo que le irá bien en la vida.
-Yo también.
Fabian Prewett ya no está, pero a Sirius le parece estar viéndolo. Corriendo en la playa; primero hacia los alemanes, luego hacia el cadáver de su hermano. Ganándose el Mosin, bromeando con Roger Davies, tomándole el pelo a Snape. El ojo verde tras la mirilla, el gatillo letal, la sonrisa seca, la ira explosiva. El valor hecho hombre.