
Capítulo 32
I
Las sábanas de la cama de Sirius ya no solo huelen a él; huelen a Remus también, a sudor y a alcohol, a piel contra piel.
-¿Con quién te ha tocado compartir habitación esta vez, Lupin?
Sirius sonríe cuando Remus murmura “Longbottom”. Le pasa un brazo por la cintura, suspira contra su cuello, ronronea. Frank debe seguir donde lo han dejado, vivo pero felizmente inconsciente, y eso les da varias horas de ventaja. Muchas horas, piensa con satisfacción, hasta que Remus tenga que irse para no levantar sospechas.
-Aunque no son tontos, Sirius, yo creo que alguno ya se lo imagina.
-¿Tú crees?
-Bill, por ejemplo.
Sirius se encoge de hombros, Remus no dice nada. Sirius tiene ganas de fumar pero no tantas como para levantarse, y Remus proclama que ya no fuma, autoengañándose para no tener que buscar los cigarrillos en el desastre de ropa a los pies de la cama. Pasan un rato en silencio, acompasando sus respiraciones, dejando que sus cuerpos se enfríen.
-Lupin.
-Hmm.
-Remus.
-Qué.
Teniendo en cuenta que están desnudos en la cama, con los brazos y las piernas entrelazados y compartiendo sudor, es un poco estúpido que le vaya el corazón tan rápido.
-Lo que te dije, lo de después de la guerra, -muy, muy estúpido-, lo del futuro.
Quince palabras, más o menos, que hacen que de repente Remus esté completamente despierto y alerta.
-La ley de 1851 sigue existiendo, Sirius -murmura suavemente, tras un largo silencio.
Remus no quiere oír hablar de lo que pasará cuando se firme el Armisticio; y a Sirius, que siempre se ha negado a considerar el futuro, le duele su silencio.
-No sé si sabes, Lupin, -Sirius habla con ligereza, ignorando las nubes de pensamientos que se están formando en la mente de Remus-, que cuando apareció el concepto de “fin de semana” mi abuelo dijo que era una abominación. La gente pensaba que los trenes irían tan rápido que se te saldrían los ojos de las órbitas y explotarías de la impresión, o qué sé yo. Antes se trabajaba catorce horas, y ahora, ¿cuántas son? ¿Ocho? ¿Nueve?
-Madre de Dios, ¿no sabes cuántas…?
Que Remus se ría con sus tonterías le parece una de sus mayores victorias hasta la fecha.
-Lo que quiero decir es que las cosas cambian.
Abrazados en la cama, el pesimista que proclama que solo es realista y el temerario que dice ser optimista se enzarzan en una discusión que va en círculos, una y otra vez, “imagínate que no existiera esa ley”, “siempre va a existir”, “imaginar, Doc, supongo que estás familiarizado con el concepto”.
-No sabría decirte qué hará mi padre, si desheredarme o mantenerme en el título. No sé si acabaré con todo o con nada, pero quiero ser libre. De la manera que sea, con dinero o sin dinero. Con Blythe Manor, o sin casa. -Realmente, realmente le apetece fumar-. Aunque igual llega una revolución como en Rusia y nos ejecutáis a todos.
Remus se acomoda a su lado y se le acerca hasta que se rozan sus labios, y Sirius piensa que tiene cara de recién levantado, aunque todavía no se haya dormido. Está guapo a rabiar con esos ojos de sueño y esa voz rasposa, y esa sonrisa que pone cuando es feliz.
-Yo te salvaría, -murmura. Siente su barba incipiente contra sus mejillas y las pestañas rubias haciéndole cosquillas, y no le está dejando otra opción que besarlo hasta que le ruge el pecho, hasta que vuelve a hacer calor en la cama-, diría que eres un aristócrata bueno.
A Sirius le asalta la certeza que Regulus y Remus se hubiesen llevado bien, que ese humor ácido que se gastan, -se gastaba Regulus-, tan diferente y tan parecido, que tiene como punto en común reírse a su costa sin reírse de él realmente, los hubiese unido para siempre.
-Se me había olvidado que eras medio comunista, Lupin. -Dice, satisfecho.
Remus se ríe, el cuerpo de Sirius se calienta. Le enamoran las sombras de Remus.
Estar con él es lo único que tiene sentido después de la guerra.
-¿Y si tu padre no te deshereda, Sirius? ¿Y si te toca ser Sirius Orion Black, Lord Blythe?
-Pues será un suceso trágico, sinceramente, -gruñe-, porque nunca me había parado a pensar en lo estúpido que suena, pero suena extremadamente estúpido.
-¿Tendrás que ir al Parlamento? ¿Saldrás en los periódicos?
Sirius puede escuchar todo lo que Remus no está diciendo, todo lo que queda detrás de esas dos preguntas.
-No creo que seas consciente de la manga ancha que tenemos los aristócratas, Lupin, y es muy importante que comprendas que puedo hacer básicamente lo que me salga de…
-No es verdad, Sirius, no sabes cómo es, nadie está a salvo.
-Estoy bastante seguro de que podría matar a media docena de prostitutas y presentarme en Ascot con las manos manchadas de sangre, hacer algún chistecillo ingenioso y sentarme a ver las carreras como si no hubiese pasado nada. La aristocracia inglesa está llena de auténticos personajes, Doc.
Hace meses que Sirius le quiere demasiado como para molestarse por la cantidad de veces que Remus se ríe de él; pero por mucho que se ría, no está nada convencido todavía.
-Asumo que un sitio tan grande como Blythe Manor tendrá cocineros, chóferes…
-Diremos que tú eres mi chófer. ¿Sabes conducir?
-... jardineros…
-Pues claro que hay jardineros, ¿me ves con cara de podar mis propios rosales?
-Testigos, Sirius. Toda esa gente son testigos. Esa ley está hecha para que lo que hacemos no pueda existir ni en la oscuridad, ¿no lo entiendes?
-Alguien habrá en todo Reino Unido que quiera trabajar para dos tíos como tú y como yo. No puede ser que seamos los únicos maricones que quedan en Inglaterra. -Se le atraganta un poco el discurso cuando piensa en Daniel, pero decide que la mejor opción es acelerar y seguir hacia adelante, como siempre: en línea recta, corriendo, sin mirar atrás-. Llámame iluso, pero igual el mundo no está lleno de hijos de perra que solo piensan en chantajearnos, o lo que sea que te estés imaginando que va a pasar.
Remus no lo llama iluso. No exactamente. Al menos, no con palabras. Lo mira a los ojos, le acaricia la cabeza y cuando habla, usa el mismo tono que usó cuando Sirius le quitó la jeringa de morfina de las manos y gritó que iba a salvar a Fabian, pese a que era imposible; lo está tratando como un recluta recién llegado que no sabe lo que es la guerra, coño, y Sirius ya es un soldado curtido y se está empezando a cabrear de verdad.
-Sirius, -sus dedos le revuelven el pelo, le sonríe con una sonrisa que lo pone muy triste-, estás haciendo castillos en el aire.
Por supuesto que está haciendo castillos en el aire, no te jode. A eso se le llama planear el futuro. Que todavía no ha pasado. Que es incierto.
Que yo me lleve la fama de terco siempre será una puta injusticia, la verdad.
-Remus, escúchame. -Le aprisiona la mano para que deje de acariciarle el pelo, le obliga a mirarlo a los ojos aunque no quiera y a escuchar lo que lleva toda la noche intentando decirle-. No he sobrevivido a la batalla de Saint Vith para acobardarme cuando llegue la paz. Si hace falta, cerraré Blythe Mannor a cal y canto y sobreviviremos a base de raciones militares. Pero estaremos juntos, Lupin. Tú y yo.
Cuando discuten, ninguno de los dos cede. “Sirius, ¿quién soy yo en esta fantasía?”, “pues Remus John Lupin, quién vas a ser”. Su guerra es siempre de desgaste; los dos bandos tienen el mismo armamento, y ninguno piensa rendirse. “¿No entiendes que nunca podremos ser como James y Lily?”, “ni ganas, el pelo rojo no me quedaría bien”. A Sirius le parece que va ganando hasta que Remus hace un sonido que solo podría calificarse como de suspiro frustrado.
-¿Qué pensará la gente cuando siempre estemos juntos? ¿Por qué razón vivo en tu casa?, ¿Haremos vida de hombre y mujer, como si no pasara nada? -Vuelve a acariciarle la cabeza, vuelve a sonreír con esa sonrisa que, joder, Lupin, es una injusticia en sí misma-. Hay cosas que no pueden ser, Sirius. No digo que no podamos–, pero nunca será como tú quieres–, como queremos que sea.
Cuando lo ve así, acostado junto a él, tan cerca que le puede contar las pecas del hombro, y tan lejos que es como si ya hubiese terminado la guerra y le estuviera diciendo adiós, no puede soportarlo. No le da la gana de soportarlo. Se niega.
Sirius se jura solemnemente a sí mismo que no se dejará chantajear, no se dejará intimidar, y no tendrá miedo de existir en su propia casa; pero sobre todo, sobre todas las cosas, no va a perder al hombre que lo ha curado cuando ni siquiera sabía que tenía una herida. Y entonces, la idea le llega como un relámpago.
-Tú serás lo que siempre has sido, Remus, -sentencia-, mi médico.
La revelación sobre cómo será su vida después de la guerra lo llena de una paz mística que nunca había experimentado. Y encima no hará falta mentir, -no exactamente-, porque ahora que Sirius está viviendo su vida con sinceridad, ha descubierto que detesta mentir.
El plan le parece brillante. Necesita pulir algunos detalles, pero como todas las buenas ideas que se le ocurren en un segundo, es una puta genialidad, como mínimo. Sin embargo, Remus debe pensar distinto porque, en sus brazos, oh, no, se rompe repentinamente, y lo pilla por sorpresa cuando lo abraza con una fuerza que quita el aliento, y luego, mierda, mierda, mierda, siente algo caliente, algo ardiendo sobre el pecho que solo pueden ser lágrimas.
-¿Remus…?
Después de un silencio estremecedor, llega el llanto. Un llanto que Remus no parece que pueda ni quiera controlar. Las palmaditas torpes que Sirius le da en la espalda parece que provocan el efecto contrario al que pretenden: Remus llora más. Sirius prueba de todo, pero nada funciona. Ni consolarlo, “pero si todo está bien, Lupin, ¿por qué lloras ahora?”, ni pedirle disculpas aunque no sepa muy bien qué ha hecho, “la he cagado, perdóname, Remus”. Nada. Así que lo deja llorar. Está ahí, con él, mientras llora hasta que no puede más. Remus llora tanto que tiembla, llora arrasando Alemania y Reino Unido, llora llevándose por delante todos los sitios donde ha luchado, en la paz y en la guerra, con un rifle o con su mera existencia, con esas dos armas que nunca hubiese querido usar de haber podido elegir. Y Sirius lo sostiene en sus brazos para que no se rompa, y cuando consigue reaccionar, lo abraza con fuerza. Remus se deja abrazar, y Sirius lo siente lejano, durante unos momentos, hasta que de repente lo siente bajo la piel y parece, por un momento, que se dan un abrazo que lo cura todo.
II
Remus ha llorado hasta que no le han quedado más lágrimas y ahora descansa, deshecho sobre Sirius, que tan solo ha podido abrazarlo mientras rezaba por no haberla cagado irremediablemente.
-Vamos a ver, Lupin, -decide empezar paso a paso, y poco a poco-, si pudieras hacer lo que quisieras, ¿qué harías?
Remus sonríe. Una sonrisa algo insegura, apuntalada precariamente por las cicatrices que le cruzan la cara. Sirius intenta no asustarlo demasiado, ni ir demasiado rápido.
Quién te ha visto y quién te ve, Black.
Pero la verdad es que si no lo dejan más pobre que una rata cuando acabe la guerra, tiene pensado gastarse toda su fortuna en su médico. Hasta el último céntimo. Comprarle lo que quiera, llevarlo a donde quiera. Mimarlo. Malcriarlo.
-¿A dónde quieres ir primero, a Nueva York o a Nueva Orleans? -Ha sido más o menos entonces cuando la sonrisa verdadera de Remus ha empezado a asomar de nuevo, de una manera que le ha hecho imposible no derretirse por dentro. “Pídeme lo que quieras”, le susurra Sirius contra sus labios. Los besos que le da Remus ahora, cuando tiene la cara roja, surcos de lágrimas en las mejillas y está tan relajado que su cuerpo parece líquido, lo llenan de gratitud-. Lo que se te ocurra, Lupin. Te lo quiero dar todo. Te compraré un piano de cola, y todos los libros que quieras, y todos tus estúpidos sellos.
Se besan mientras los relojes avanzan, “si se compran de golpe ya no tiene gracia”, se abrazan en una noche victoriosa como pocas habrá en 1945, “esto tendrás que explicármelo despacito, Doc”.
Se protegen de la oscuridad hasta que llegue el día.
-Creo que me gustaría visitar Jerusalén -susurra Remus contra sus labios. Sirius intenta que la sonrisa que le sale no sea demasiado triunfal. Te ha costado, Lupin. Remus cede y se atreve a soñar con él, un poco. Suficiente, de momento.
Le cuenta que el judaísmo estuvo presente en su infancia como lo están todas las religiones en la vida de los niños, como un conjunto de tradiciones que construyen una familia, -“la primera vez que ayuné en el Yom Kippur pensé que me iba a desmayar, y luego me dieron tanto chocolate que me dolió la barriga durante tres días”-, una serie de ritos que marcan el paso de los años, -“¿así que por eso estás circuncidado, para hacerte hombre?”, “más o menos, ¿y tú?”, “porque mi madre le pilló el gusto a verme llorar cuando era pequeño, yo qué sé”-. El judaísmo era su infancia, y más adelante, fue otra de las cosas que lo hizo diferente ante los chicos, otra cosa más que le generaba conflicto y sufrimiento.
-Creo que a Dios no le gustan los hombres como nosotros.
Sirius gesticula hacia la cama deshecha y hacia su propio cuerpo desnudo. Quiere decir algo como “pues para no gustarle los maricones, hizo un trabajo magnífico con este”, algo que lo haga reír otra vez, pero su sonrisilla lo delata y antes de que pueda hablar, Remus lo acalla con un pellizco en el costado que ojalá le gustase menos. Tiene la indecencia de ruborizarse y de estar tan guapo que dan ganas de llorar.
-¿Y qué hay en Jerusalén?
Sirius se acomoda, con la cara apoyada en el antebrazo, para escucharlo hablar de la ciudad sagrada, la capital del reino de David. Jerusalén, el sitio donde Yahvé le dijo a su príncipe que estableciera su trono, su sede, su santo lugar; el sitio donde las doce tribus se hicieron una bajo su mandato. Jerusalén, donde el Dios de los judíos quiso asentar la morada de su gloria. Jerusalén, la ciudad que levantó David y que el imperio Romano destruyó; la ciudad sagrada donde los muertos no pueden descansar dentro de sus murallas, donde los hombres están a salvo de serpientes y escorpiones; la ciudad que los judíos nunca han olvidado; la ciudad por la que lloran junto a los ríos de Babilonia; la ciudad que recogerá a los desterrados del reino de Israel.
La voz de Sirius le sale como un susurro. Aunque quisiera, no podría hablar más alto.
-¿Pero crees en Dios, Remus? ¿De verdad?
Remus se toca distraídamente la estrella de seis puntas, pensativo.
-Nunca había pensado en volver a la fe hasta ahora.
Quizá si el mundo no odiase tanto su identidad, no la hubiese tenido que defender con tanta fiereza. Viéndolo tan de cerca, estudiando la arquitectura de su cara, a Sirius le asalta una epifanía profunda, visceral.
-Te pega ser judío.
Verdad como un templo, aunque a Remus le dé por sonreír hasta que le duele la boca.
-Ya sé que es irracional, -murmura, acariciando las puntas de la estrella-, pero a veces, me parece que brilla. -Sirius nunca se había fijado en ella con detenimiento. La estrella del rey de los judíos, del amado, del elegido por Dios. Ha colgado del cuello de muchas personas antes de llegar a Remus, y ahora descansa entre sus clavículas, desvaída de oro y capturando la luz de la luna menguante-. Que alumbra, ya sabes.
Lo ha dicho tan bajito que apenas lo ha oído. Sirius le acaricia la cabeza a medio rapar, y piensa que será una pena que Shacklebolt ascienda y los obligue a raparse como es debido.
-La fe siempre es irracional, Remus. Si no, no sería fe.
Pasa el rato. Sirius se va adormilando, y a su lado, Remus da vueltas en el colchón durante un buen rato antes de tranquilizarse.
-Cuando volvamos de Jerusalén, ¿vendrás conmigo a Blythe Manor?
Remus respira acompasadamente, en silencio. No contesta, debe haberse dormido. Ya son las tres. La luna se ha movido de sitio en el cielo y la habitación está a oscuras.
III
Sirius vuelve a las Ardenas, un sitio al que regresará el resto de su vida cuando caiga la noche. En todas sus pesadillas, Peiper siempre estará presente y nunca envejecerá, nunca será derrotado; cada vez que sueñe con él, Sirius lo verá como ese hombre joven que apareció entre los tanques humeantes: el elegido del mal, el príncipe del invierno, coronado por la calavera y condecorado con la esvástica.
-¡No le digas nada, Sirius!
A los pies de Joachim Peiper, Remus está de rodillas, y Sirius piensa desesperadamente en algo que decir para que lo deje vivir. Secretos, información. Cualquier cosa, con tal de que su médico se salve. Hará lo que sea, confesará, le dirá todo lo que quiera saber, con tal de que aparte la pistola de esa nuca. Peiper le ordena que hable, Remus sigue pidiéndole que no lo haga y lo último que oye es el tiro, magnificado por el silencio sepulcral del bosque de las Ardenas.
Sirius se despierta empapado en sudor, buscando el fusil a tientas, ahogándose.
-¿Te he despertado? ¿Estaba haciendo mucho ruido?
Tarda dos segundos en entender que el tiro no era un tiro, y que Remus no está–Dios, Remus, Remus, sino que está ahí, de pie. Peiper sigue prisionero, Remus sigue vivo, todo está bien, todo está bien.
-Una pesadilla.
En cuanto sus ojos se acostumbran a la oscuridad de la habitación, ve que Remus le está sonriendo, una sonrisa que calma las mareas como la luna llena.
-¿Saint Vith?
-Más o menos.
Se miran. Se comprenden, no hace falta que digan nada más.
-¿Se puede saber qué haces, Lupin?
Es de noche, todavía, pero Remus se ha vestido y está registrando la habitación febrilmente.
-Es que se me olvidará si me duermo.
Hay una urgencia enfermiza en su voz, algo sobrenatural que le ha impulsado a luchar contra el cansancio, el dolor de cabeza, el sueño. “No se me puede olvidar nada de esto”, murmura para sí mismo. Sirius se incorpora en la cama y no le hace caso cuando le pide perdón por despertarlo y lo manda a dormir.
-¿Qué necesitas?
-Sigue durmiendo, que estás cansado.
-Lupin, acabaremos antes si…
-Necesito escribir.
No dice “quiero”, no dice “me apetece”. La noche es oscura, y se está obrando un milagro. Remus está enfermo de algo más grande que todos ellos, algo que Sirius no entiende. No lloverá, no habrá nubes, no saldrá el sol, no pasará el tiempo hasta que Remus se siente a exorcizar lo que lleva dentro.
-Vamos, pues.
Sirius empieza a vestirse, y Remus deja de poner la habitación patas arriba durante tres segundos para sonreírle y volver a decirle que se acueste otra vez, que no se preocupe, que duerma.
-Tengo bolígrafo, solo me falta encontrar unas cuantas hojas. Ya paro, en seguida te dejo dormir.
El Remus normal hubiese añadido mentiras: “es una tontería, en realidad, no es importante”. Pero el Remus nuevo, emergido victorioso de las Ardenas, no puede decir una cosa que no sea decir la verdad: que tiene algo valioso que contar. Algo le está sucediendo. En su interior, en su mente, en lo más profundo de su ser. Algo que tiene que sacarse del corazón antes de morir.
-Duérmete, Black.
-Cállate, por Dios. -Dice Sirius-. Vamos a buscarte papel.
IV
Pero no encuentran papel. Llegan bastante lejos, atravesando los pasillos desiertos del balneario, registrando las habitaciones alumbrándose tan solo con sus dos mecheros, hasta algo que parece un despacho en el segundo piso, y ahí se interrumpe la misión. En cuanto entran, saben que algo va mal. Sirius abre la puerta lentamente. Los pasos de Remus son indecisos cuando entra tras él.
-Es como si hubieran entrado a robar.
Las puertas de las librerías abiertas, los cajones de la mesa vacíos, carpetas y archivadores despedazados. Ha habido un asesinato en esa habitación, pero no hay víctima, ni arma, ni pruebas.
-¿Hueles eso?
Algo se filtra por las ventanas abiertas, un olor que no tiene que ver con el perfume a jabón y a césped recién cortado del balneario.
La luna estuvo llena la noche antes de conquistar Saint Vith, y ahora mengua; aún así, alumbra lo suficiente como para delatar al hombre que está dos pisos más abajo, en el jardín trasero, protegido por la noche, junto a una hoguera.
Huele a papel quemado.
Durante los tres segundos que tarda en entender qué está ocurriendo, se le pasa por la cabeza que está quemando libros prohibidos, como hacían los nazis cuando llegaron al poder. Pero no puede ser, no es eso.
Los nazis ya no están.
Se le corta la respiración.
Los nazis ya no están, y el balneario de Helmut no era solo un balneario.
Sirius echa a correr, toma las primeras escaleras que ve, Hitler estuvo aquí hace tres semanas, salta los peldaños de tres en tres, son las incorrectas, ¿cómo se sale de esta mierda de sitio?, se pierde, vuelve a encontrar el camino, cuartel de los generales de la Wehrmacht, se detiene un momento porque Remus lo está llamando desde arriba. Saca la cabeza en el hueco de la escalera, “¡ahí fuera!”, señala en dirección donde, espera, esté el hombre que quema papeles.
Documentos.
De la guerra, de todo. De antes de la guerra, ¿de después de la guerra? Armas, planes, nombres. SS, Wehrmacht, Gestapo.
Tiene que llegar, tiene que llegar a tiempo.
-¡Para! -El aire de la noche es helado y huele a ceniza cuando Sirius sale al patio sin rifle, sin poder hacer nada salvo ver las llamas destruirlo todo-. ¡Para, es una orden!
La hoguera se hace gigantesca cuando el hombre lo ve llegar y echa el bidón de gasolina al fuego. Las llamaradas saltan por los aires, una oleada de calor le da en la cara, lo tira al suelo y destruye los papeles a demasiada velocidad.
-¡Apágalo! ¡Sirius, apágalo!
Remus ha llegado a su lado y Sirius tiene que frenarlo para que no se acerque a la hoguera. Imágenes del Desembarco, -las lanchas incendiadas llenas de soldados, los explosivos alemanes haciendo estallar la arena y los hombres por los aires-, se suceden en sus mentes mientras se quitan las chaquetas y las echan sobre el fuego. Del edificio salen sus compañeros, alertados por sus gritos. James corre tras el hombre que intenta huir, pero es Andoni quien consigue placarlo, saliendo de la nada y pegándole un puñetazo que lo deja inconsciente en el suelo.
Alguien trae agua, al fin, y el fuego se vuelve humo blanco.
-¡Salvad lo que podáis! -Remus intenta rescatar papeles, no puede, se quema los dedos, apaga el fuego a pisotones. Las pocas hojas que consigue salvar están carbonizadas, han llegado demasiado tarde-. ¿Qué pone aquí, Granger? -Dice, desesperadamente-. ¿Qué pone?
Elliott está aturdido, todavía en pijama y con las marcas de las sábanas en las mejillas, así que Remus lo espabila con cuatro empujones y le ordena que lea, pese a que no es su superior. Y Elliott obedece, aunque no cree que sirva de nada.
Remus se inclina al lado de Granger, sobre los papeles. Es el primero en entenderlo, y Sirius, que lo conoce mejor que nadie, lo entiende también.
-¡Juden! -exclama-, ¡aquí pone Juden!
Está momentáneamente orgulloso de haber adivinado el contenido de los documentos, y durante unos segundos, su mirada exhibe algo trágicamente triunfal.
-Lupin…
-Remus, creo que igual no deberías…
Pero después de la mirada que les dirige, a nadie se le ocurre volver a decirle nada.
Granger deduce que los documentos hablan, efectivamente, de lo que los alemanes han bautizado como la cuestión judía. Las pocas páginas que han conseguido salvar detallan el transporte de los judíos de Hungría. Vías de tren, vagones de ganado, estaciones. Parece ser que los llevan a Polonia, sobre todo, pero también a Alemania.
-Eso ya lo sabíamos, Lupin, -dice Bill-, nada que Fleur no nos hubiera dicho ya.
-Luego habla de… beneficios, productos, no sé muy bien cómo traducirlo. -Granger intenta alisar los papeles en el suelo, les quita los trozos quemados con delicadeza, casi con ternura-. Ropa, zapatos, joyas. ¿Gafas? No se entiende nada, Remus, está todo demasiado quemado.
-Igual buscan trabajadores cualificados, -aventura Sirius-, para producir otras cosas, a parte de armamento.
-Ya, pero, ¿gafas? ¿A gran escala?
-¿Y joyas? No tiene sentido.
-Estos nazis están chalados.
-Joder si están chalados. Están como una puta regadera.
-¡Callad todos! -Grita Remus-. ¡Dejadlo leer!
-Aquí habla de algo llamado Zyklon B, pero no sé lo que es. -Por mucho que se expriman el cerebro, ninguno de ellos recuerda haber aprendido ese concepto en las clases de inteligencia militar que recibieron en Inglaterra-. Lo siento, Remus, no dice nada más.
Pero eso no es suficiente para el hombre que se alistó para descubrir el significado de lo que ha ardido en esa hoguera. Les tiende trozos de papel a todos y se pasan varios minutos intentando descifrar algo en los papeles quemados, pero es inútil. “Zyklon B” sale solo un par de veces más, y tras mucho pensar y tratar de colocar los papeles quemados en orden, solo pueden deducir que es alguna clase de pesticida.
-Aquí pone que lo necesitan para acabar con las plagas -dice Granger.
-¿Como que plagas?
-Si los tienen a todos muy juntos… igual hay piojos, -dice Bill-, o ratas, o cucarachas, o qué sé yo.
-Remus.
-¿Lupin?
-¡Remus!
Apenas llegan a tiempo para pararlo. Andoni ha revivido al hombre a bofetones y lo tiene inmovilizado, y hacen falta dos soldados para separar a Remus de él. Tiene una fuerza inhumana, y hay un forcejeo hasta que Sirius llega y consigue que lo suelte.
-¡Interrogadlo! -Grita Remus-. ¡Que hable!
Incluso sin saber alemán, Sirius ve que el hombre miente. Se dirige a Granger y dice que él no sabía nada. Que es solo un empleado de Helmut. Que obedece órdenes que le dieron los generales que estuvieron allí. Que solo ha hecho lo que le pidieron.
A Remus le hubiese dolido menos que lo insultara.
V
Cuando Sirius lo ha querido apartar de las cenizas, Remus no le ha hecho caso. Y cuando se ha agachado junto a él y le ha hablado al oído, suavemente pero con firmeza, para decirle que todavía podían encontrar papel para que escribiera, lo ha mirado como si estuviera loco, como si no supiera de qué hablaba. A la mañana siguiente, mientras lo ve subirse al camión y tomar asiento junto a él sin mirar atrás, Sirius sabe que una parte de él se quedará para siempre allí, junto a esa hoguera de papeles calcinados.