
Capítulo 31
Capítulo 31
I
Sirius tiene a James frente a él, sonriendo y hablando de nada importante, y a Remus a su lado, durmiendo con la cara apoyada en su hombro. Todo está bien . Saint Vith queda a sus espaldas y hace rato que las ruinas de la ciudad han desaparecido tras ellos. Estamos vivos, muy, muy vivos. El vaivén del camión no evita que Remus duerma profundamente, así que Sirius intenta mantenerse despierto para que esté lo más cómodo posible. Cuando el camión frena tras dos horas de marcha por las carreteras, Sirius piensa que es un crimen no dejarlo que siga durmiendo.
-Lupin, -lo zarandea tan suavemente como puede-, Remus, -susurra en su oído-, tienes que despertarte.
Es casi imposible que no se despierte como lo hace, de un respingo, con el corazón en un puño; todos tardarán mucho tiempo en dejar de buscar el fusil al abrir los ojos. Sirius lo tranquiliza, “lo siento, pero me lo agradecerás”, sonríe mientras Remus se incorpora, se restriega los ojos y se despereza. Las vértebras del cuello crujen, le pesan los brazos y los párpados, Frank tiene que tirar de él para que se levante.
-Ven a ver esto, Doc.
Es muy posible que Remus siga dormido cuando Sirius le tiende la mano para ayudarlo a bajar del camión. Se restriega los ojos, se despereza, gruñe como un leoncito.
-Ya hemos llegado, Remus.
La quinta compañía lo espera para hacerse la foto ante el cartel. “¿Llegado a dónde?”, dice Remus. Lo que termina de despertarlo del todo es la sonrisa de Sirius.
-Al final.
Lovegood los enfoca con su cámara. Se ríe como un crío, “¡ya funciona!”, Granger descongela la sonrisa que tenía lista para la foto y lo sermonea con ese tono tan irritante que usa cuando tiene razón, “con las temperaturas bajo cero, el film…”, Spinnet y Jones lo imitan, “¡todo el mundo lo sabe!”, Shacklebolt les ordena que se estén quietos, si son capaces .
-¡Decid “victoria” a la de tres!
Frank ruge, James grita “¡ cheeesee !”, Bill aúlla “¡Winston Churchill!”. Es idea de Sirius poner un pie a cada lado de la frontera invisible que separa los dos países; la tierra de donde vienen, y la tierra que se han ganado pisar.
-Felicidades, caballeros, -Kingsley Shacklebolt exhibe una sonrisa que haría temblar a sus enemigos-, acaban ustedes de invadir Alemania.
Lovegood inmortaliza el momento: la quinta compañía posa frente al cartel que reza “Deutschland”, coronado por una esvástica gigantesca. Tras el objetivo, intenta enfocar a treinta hombres que ya no están, y a treinta hombres que están en dos sitios a la vez: la mitad de sus cuerpos todavía en Bélgica, la otra mitad en el Tercer Reich.
Spinnet y Jones, capturados para siempre dando un salto con los pies en el aire; Frank y Shacklebolt en los extremos, dos torres altísimas que se adueñan del encuadre. James y Elliott hacen el signo de la victoria con la mano, Bill le dedica una peineta a la esvástica. Remus y Sirius, abrazados.
-Ya estamos, -musita Remus, como si no pudiera creérselo-, ya estamos aquí.
Sirius lo ve como no lo ha visto nunca: mayor y joven, alegre y triste, roto y entero.
- Empieza a hacer una lista de lo que quieres hacer después de la guerra, Doc. -Le sonríe con los colmillos de perro, le sonríe tanto que le pone color a la fotografía donde siempre saldrán vivos, jóvenes, triunfadores-. Viajar, leer, tocar esa música de Beethoven en una pianola, lo que quieras, -lo rodea con los brazos fuertemente, coleccionar sellos, incluso, si te pones perverso , y mira a la cámara mientras le susurra al oído-, ha llegado la hora de pensar en el futuro.
Es 1 de enero de 1945, y ya nada podrá frenar la victoria aliada.
II
A finales de abril de 1945, los americanos liberarán el Nido del Águila, la fortaleza de Berchtesgaden donde Adolf Hitler planeó la invasión de Europa, la Batalla de Inglaterra, y la conquista de Saint Vith. A inicios de mayo, los rusos liberarán Berlín, donde el líder de lo que queda del Reich de los mil años se esconderá en su búnker mientras su pueblo muere, y ya nunca emergerá a la superficie.
En enero, los ingleses liberan el balneario de Helmut, justo en el borde con la frontera de Luxemburgo.
“Woah” es todo lo que James puede decir en cuanto los camiones los dejan a las puertas de la mansión. La quinta compañía se encuentra frente a frente con el lugar de descanso de las élites bavaresas, que durante esas últimas semanas ha sido el centro de mando desde donde los generales de la Wehrmacht han estado dirigiendo la ofensiva de las Ardenas.
-¿Dónde están los alemanes?
Quizá liberar no sea la palabra más adecuada. Bill baja del camión de un salto con agilidad, como un corsario al abordaje de un navío enemigo. Las granadas tintinean en su cinturón como las cabezas de sus rivales, la sonrisa de cicatrices le cruza la cara repentinamente, como un relámpago.
-Han huido, -sentencia-, se han retirado al interior del país, y ahora todo esto es nuestro.
El balneario de Helmut, a orillas del lago Staubecken, ha sido testigo del esplendor del tercer Reich desde que los nazis se adueñaron del lugar en 1935: en las enormes piscinas de aguas termales, la élite nacionalsocialista enseñó a nadar a sus niños y se relajó con sus mujeres. Champán francés, sirvientes eslavos. Los sábados, los hombres jóvenes montaban fiestas que se alargaban hasta el amanecer. Los domingos, las mejores familias arias venían a bañarse y a disfrutar de lo mejor que podía ofrecerles su imperio. En los grandes salones donde la nobleza prusiana bailó los vals de todos los Strauss, la élite nazi construyó las bases del gran imperio alemán. El balneario era su señorío, el palacio más luminoso del reino más oscuro.
-Adolf Hitler estuvo aquí hace menos de tres semanas, -dice Shacklebolt-, pensando que las fuerzas aliadas se rendirían ante su coronel preferido.
Pero ahora, Joachim Peiper ha caído en desgracia y Hitler no volverá a pisar los terrenos del balneario de Helmut nunca más. Sirius alza la vista para contemplar la fachada. La hiedra nevada recubre la piedra gris, los ventanales revelan una luz cálida en su interior, y un águila enorme reina sobre la entrada, con las alas extendidas permanentemente, abarcando toda Alemania.
Cuando todos han bajado de los camiones, Shacklebolt los reúne a su alrededor y pide silencio porque lamentablemente, tengo malas noticias, caballeros . No se lo cree ni él; Sirius piensa que es una pena que sea un actor tan malo teniendo tanta predilección por el drama.
-Todavía no podemos volver al campamento base. La séptima compañía de artilleros empezará a cruzar el Rin hacia el interior de Alemania, y necesitan aprovisionarse allí antes de irse. No hay espacio para todos, así que me temo, -acalla las sonrisillas de los que lo conocen mejor y ven el farol, y pide silencio de nuevo a los crédulos que se quejan entre dientes-, que nos quedaremos dos días en este balneario.
Mientras la quinta compañía irrumpe en vítores, Sirius mira a Remus.
Remus mira a Sirius.
“Dadle las gracias a vuestro capitán, él ha movido los hilos”, Shacklebolt señala en dirección a Savile. A lo lejos, los saluda con la cabeza antes de empezar a caminar hacia el interior del edificio en silencio.
Remus, a su lado, le dice lo que él ya ha pensado por sí mismo, así que en cuanto se asegura de que sus hombres han comido, han bebido y no van a pasarse de la raya con los propietarios del balneario, aunque sean unos “nazis de mierda”, Jones y Spinnet , se marcha en busca de Savile para devolverle su pitillera.
III
Se lo encuentra en el vestíbulo del hotel, ordenando a unos hombres que instalen “su teléfono” y sus “pertenencias” en “su despacho”, la habitación más grande de todas, con ventanas larguísimas y cortinas de terciopelo donde lo hace pasar como si siempre hubiese sido suya, y donde lo invita a tomar asiento tras una gran mesa que los mantiene a metros de distancia.
-Shacklebolt será vuestro capitán. -Es lo primero que le dice, sin saludarlo, con un tono que denota un rencor infantil nada favorecedor en ningún hombre, pero mucho menos en él-. Estaréis contentos.
Definir lo que siente cuando sabe que al fin se hace justicia en la quinta compañía como “estar contento” debería ser un delito juzgado por un tribunal militar, pero Sirius opta por callar. Aparentemente , continúa Savile, cuando ve que no recibirá apoyo para justificar su enfado ni munición para continuar con él, la orden viene de arriba.
-¿Del coronel?
-Más arriba.
-¿General?
-Más.
Sirius tarda unos segundos en entender el tono amargo de Savile. No hay nada más alto que general. Solo hay un hombre por encima de todos los ejércitos, un hombre que únicamente responde ante el Rey y ante Dios.
-Al final, resulta que el teniente Shacklebolt tiene más contactos que yo.
Es inútil intentar hacerle entender que Shacklebolt es un hombre que tiene amigos, no contactos. En concreto, un gran amigo que a su vez, era muy amigo del hombre más poderoso de Inglaterra cuando todavía era un loco a quien nadie escuchaba. “Querido Alastor”, empezaban las cartas de Churchill. “Winston”, respondía Moody, que debió haber hablado mucho y muy bien de su amigo Kingsley Shacklebolt, si Churchill todavía se acuerda de él y decide darle lo que le pertenece.
Savile lo despacha con un gesto, y Sirius opta de nuevo por el silencio. Se levanta y se marcha, con la pitillera todavía en el bolsillo, pensando en una manera espectacular de darle la noticia al nuevo capitán.
IV
Han comido, han descansado, y en las duchas del vestuario, nadie habla. Shacklebolt ha intentado darles noticias del campamento base y de la guerra en general, pero tras una mirada a sus hombres, Sirius ha sugerido que, a menos que haya nada urgente, espere hasta el día siguiente. Skorzeny, el frente oriental, los bombardeos aliados en las ciudades alemanas. La guerra, otra vez.
-¿Esto es un balneario, no? -ha dicho James. Si empiezan a sumergirse en la guerra de nuevo, pensarán inevitablemente en todo lo que vieron en las Ardenas, Fabian , en todo lo que han hecho y en todo lo que les han hecho, Hardy, Benny , en todos los hombres que ya no caminan junto a ellos-. ¿No queréis bañaros donde se bañó Adolf Hitler?
Shacklebolt ha callado, como no podía ser de otra manera, y los ha ayudado a encontrar los vestuarios. En las duchas, cuando siente el agua caliente sobre la piel, a Sirius le dan ganas de llorar de alivio, de gratitud, de rabia. Algunos lo hacen, sin poder evitarlo; a su lado, Granger y Lovegood se abrazan bajo el agua, en silencio, hasta que uno de ellos rompe a llorar, -no sabe quién de los dos, da igual-, y se deja consolar por el otro. Los deja sentir lo que sienten, darse cuenta de que han sobrevivido, pensar en los que ya no están.
Cuando sumerge la cara bajo el agua, el mundo suena en diferido, amortiguado. El sudor, la sangre, y el barro le resbalan por el cuerpo desnudo y desaparecen a sus pies. Shacklebolt se ducha con ellos, y es el único que no tiene magulladuras frescas en el cuerpo excepto un par de rozaduras sospechosas en el cuello, - vaya vaya con el futuro capitán de la quinta compañía -, por las que nadie pregunta excepto James, que tiene la cara más dura de todos.
-Teniente, ¿le picó un mosquito ahí? -Le toquetea el cuello y le da la risa floja cuando Shacklebolt gruñe y lo aparta de un manotazo-. ¿En algún permiso que le dieron a Inglaterra, quizá, cuando nosotros estábamos de campamento musical en Saint Vith? -esquiva el toallazo ágilmente, alza la voz para que todo el mundo lo oiga mientras finge enjabonarse la cabeza con una sonrisa realmente, realmente abofeteable-. ¿Hay muchos mosquitos en su casa, señor? ¿Hacía calor?
La advertencia de Shacklebolt llega como una bomba atómica.
-Una palabra más y lo degrado, Potter.
-Difícil, Shacklebolt . Por si no lo ha notado, soy teniente como usted y– ¡au! ¡au! No se vale, ¡llevo gafas! -Shacklebolt le inmoviliza el brazo tras la espalda, “técnicamente, ya no”, James no puede hacer otra cosa que dejarse avasallar y tratar de controlar la risa, “¡piedad, que soy miope!”, “es usted un listillo, eso es lo que es”, “¿cuántos hijos le hiciste a la señora Shacklebolt, Kingsley? Ay–¡au, au!”. No lo suelta hasta que consigue arrastrarlo fuera de las duchas, hacia la piscina. Entonces, callan. Y se hace, una vez más, el silencio de la victoria.
*
La cúpula que cubre la enorme piscina es como una bóveda de invernadero, transparente y cristalina. La débil luz del sol alemán atraviesa las paredes transparentes y se proyecta sobre el agua, y huele a una mezcla extraña entre cloro y jabón de lavanda.
Sus pasos descalzos resuenan en el mármol. Fuera hace frío; a través de las ventanas, en los sitios donde el sol ha derretido la nieve, Sirius puede ver los trozos de césped muerto, el mismo césped donde en verano las familias que vienen a bañarse extienden sus toallas y plantan cestas de mimbre con comida para pasar el día.
-Diréis lo que queráis de los nazis, -susurra Frank, dejando que sus ojos absorban la gloria de la habitación-, pero saben montarse una buena fiesta.
James y Bill se miran y echan a correr en dirección a la piscina a la vez. Derrapan, resbalan, no hacen caso de sus advertencias, como se desnuquen ahora, tendré que matarlos , y saltan al agua. Bill se tira de cabeza, James simplemente se tira. “¡Está caliente!”, “¡está calentita!”. Si alguien le pidiera describir a Sirius lo que siente cuando se mete en el agua, no cree que pudiera decir nada. No siente nada. Lo siente todo. El agua es cálida y sorprendentemente salada, y se lleva su cuerpo a la deriva. Se sumerge, bucea, da unas cuantas brazadas perezosas y vuelve al borde de la piscina, apoyando la cabeza en los brazos cruzados y dejando que su cuerpo flote sin esfuerzo.
-Lupin, ¿no vienes?
Remus está de pie, mirándolo, con los brazos en jarras, las manos en las caderas y todo el peso de su cuerpo descansando en su lado izquierdo, como si posara para un escultor. Es entonces cuando Sirius se da cuenta de que Remus, como todos los demás, está sin ropa. Desnudo.
-¿Qué clase de bañador crees que usa Adolf Hitler? - dice Remus, completamente en serio y con una sonrisa perversa, Lupin, perversa -, ¿de los de cuerpo entero, de los cortitos, o…?
Se acerca a su lado, satisfecho por haberlo hecho reír. Se sienta en el borde de la piscina, tan cerca, tan, tan cerca , y se impulsa para dejarse caer al agua y sumergirse. Cuando emerge de nuevo, tiene los ojos cerrados y se pasa las manos por la cresta de pelo rubio que Sirius le recortó a cuchillo.
La última vez que estuvieron así, -con el agua a la altura de sus hombros, braceando, nadando, tocando tierra firme con los dedos de los pies-, era verano y estaban en el infierno. Ahora nieva en el exterior, y están en lo más parecido al cielo que puede haber en la tierra.
La mayor parte del tiempo, Remus es un hombre reservado. No suele hablar sobre él, sobre su pasado, sobre su gente. Calla, es espectador, ya le va bien reírse de los chistes de James, soltarla gordísima cuando nadie se lo espera, matarlas callando y entre bambalinas.
Pero ahora, Remus lo mira tan fijamente que a Sirius le tiemblan las piernas.
-¿Quieres jugar a un juego?
Discretamente, quiere ser protagonista, por una vez. Sirius lo ve transformarse ante sus ojos, con el calor de la piscina. “¿Al Marco Polo ?”, pregunta, porque cuando Remus se ríe de sus chorradas se siente como en casa, como nunca se sintió en su casa de verdad.
-No, -pero a parte de reírse, sigue con e sa aura peligrosa, salvaje, desatada, que vibra bajo su piel-, a un juego que consiste en…
-¿Hacerle una ahogadilla al tonto de Potter? Porque lo está pidiendo a gritos, en mi opinión.
-... en que te corras.
Lo primero que hubiese salido de la boca hubiese sido un “¿¡qué!?” pronunciado a varias octavas más agudas de lo normal y bastante impropio de la reputación de canallita que le interesa mantener; el “¿aquí? ¿ahora?” que consigue articular es algo más aceptable. Más o menos. Remus bracea para apartarse un poco de él, lo justo para hablar lo suficientemente alto como para que lo entienda, pero no tanto como para que nadie más lo escuche.
-Aquí, -susurra-, y ahora.
A lo lejos, a años luz de ellos, Adrien Jones se tira de bomba, Granger sermonea a Lovegood sobre la arquitectura prusiana mientras Lovegood lo escucha sin escucharlo, Bill y James salen constantemente de la piscina para volverse a zambullirse. Frank y Shacklebolt charlan sentados al borde de la piscina, con las pantorrillas dentro del agua y fumando dos puros decadentemente gigantescos. Nadie les está prestando atención; a ojos de cualquiera, Sirius y Remus están bañándose, charlando tranquilamente, relajándose.
-Quiero que te corras en el sitio donde Adolf Hitler tuvo la indecencia de ser feliz, si es que ese hombre ha sido feliz alguna vez. Que te corras en la misma agua en la que se bañaban los nazis. -El placer le baila por la espalda, por el pecho, por las piernas-. ¿Porque quieres correrte, verdad? -Remus se le acerca. Un poco. Demasiado poco-.¿Quieres obedecer, verdad?
Sirius no sabe de dónde sale la voz necesaria para responderle.
-Deberías obedecerme tú a mí, que soy tu superior.
Remus tiene la cara dura de reírse. Descaradamente, encima. Las mejillas se le encienden, predeciblemente, y Sirius entiende, al fin, qué saca Lupin de su acuerdo. “Me gusta que te sirva, que puedas usar el dolor, que confíes en mí”, le dijo cuando le preguntó. Pero eso no es todo. En un mundo en el que las fuerzas del mal se empeñan en decirle cómo vivir su vida, donde el futuro es incierto y puede que nunca les llegue, toda victoria sobre lo que va a pasar es una victoria épica. Control . Remus quiere control. Necesita control. Sonríe solo un poco, bracea para acercársele ligeramente. Sirius se rinde a obedecerlo y mete la mano bajo el agua cuando se lo ordena. Le sobreviene un escalofrío por todo el cuerpo cuando Remus lo felicita; el agua está caliente, sus compañeros están lejos y Remus está cada vez más cerca.
-Esto es una venganza -dice Sirius-, por lo de la ducha, en La Valette.
Remus ni afirma ni desmiente. Lo mira: quieto en el agua, la cabeza apoyada contra los azulejos del borde de la piscina; el cuello expuesto, la herida del disparo en el hombro a la vista, ya cicatrizada, y el resto del cuerpo difuminado por el agua caliente. Y lo entiende. Más que nadie, entiende la nobleza de obedecer por elección, la belleza de someterse libremente, la seguridad de mostrarse vulnerable. Le dice dónde lo quiere, “en la cama”, cómo lo quiere, “desnudo, suplicante y boca abajo”, cuánto le quiere, “demasiado, Sirius, te quiero demasiado”. Le explica lo que pasará cuando estén solos: le dice que se arrodillará ante él y lo hará “suplicar hasta que me pidas por favor que te folle”, a buena hora se me ocurrió vacilarlo en esa ducha, a buena hora , y finalmente, le dice lo que más quiere oír, lo que más desea bajo la piel, “te voy a pegar, te voy a besar, te voy a escupir, te voy a adorar”, joder, Remus, sí , “y te voy a follar tanto y tan bien”, me estoy– Dios, sí , “que cuando te suelte te sentirás vacío”, sísísísí , “aunque me haya corrido dentro de ti”. Remus exhibe una sonrisa triunfal mientras Sirius se corre en silencio, bajo el agua, con su propia mano y con la cabeza llena de órdenes y alabanzas, de brusquedad y ternura.
V
Es ya de noche cuando Sirius se despierta y consigue encontrar a sus amigos. A Remus le ha tocado montar guardia con Shacklebolt, así que no le ha quedado más remedio que irse solo a su habitación. El plan inicial era dormir una hora, a lo sumo, y luego ir a buscar a James para ponerse a no hacer nada juntos, o encontrar a Remus, o lidiar con alguna orden estúpida de Savile.
-¡Al fin, bella durmiente!
Pero ha dormido todo el día del tirón, y qué coño , ni siquiera le sabe mal. Está claro que la fiesta ha empezado sin él y ya se está terminando, y se sentiría celoso de que James no haya tenido la decencia de despertarlo y haya considerado beber con otros amigos antes que con él, si no fuera porque la visión de Remus borracho le impide fijarse en nada más.
Los infantes beben donde los nazis bebían, se divierten donde los nazis construían el dolor, viven donde los nazis ya no están. Remus tiene las mejillas arreboladas por el alcohol, y quizá Sirius está viendo visiones, - o veo lo que quiero ver, eso también es posible- , pero le parece que el alcohol hace que los gestos de Remus sean más exagerados, que las pestañas le pesen más, que haga eso con la mano cuando quiere acentuar algo de lo que sea que esté diciendo. Remus Lupin, mírate , piensa Sirius, una tragicomedia de William Shakespeare . Que le hayan dado de beber así sería una crueldad si no fuera una absoluta genialidad.
-Lo siento, sargento, -Jones se levanta a duras penas, tratando de enfocar la vista-, ya no queda más cerveza.
-Ya veo, ya.
Ninguno se tiende en pie, pero el que se tambalea más escandalosamente es Remus. Está diciendo chorradas, vuelve a acordarse de la visión de Hitler en bañador y le da tanto la risa, y es tan floja su risa, que Bill y James tienen que sostenerlo, y aún así, cuando Remus John Lupin se bebe hasta el agua de los floreros es una fuerza imposible de contener. Es teatral, es melodramático, es efectista y afectado, es una obra de arte.
Lovegood y Granger interrumpen el flujo de sus pensamientos. Se pelean, al parecer. Discuten como un perrillo y un gato viejo. “Elliott, ¿me traes agua?”, “¿Cómo que agua?”, ”es que tengo mucha sed”, “¿y de dónde saco yo agua?”,“pero mucha sed”, “¿y por qué no vas tú?” “muchísima, muchísima sed”, “Dios mío, qué cruz”, “qué majo eres, Elliott”, “soy un pringado, eso es lo que soy”, “¡pero tan majo!”. James lo disuade con un movimiento de cabeza para que no intervenga. Es inútil, dice , ya lo he intentado y van a discutirse hasta que se duerman . Frank, a su lado, debe considerar que llegar hasta dondequiera que esté su dormitorio es tarea imposible, porque se echa en el suelo, se cubre la cabeza con la chaqueta y empieza a roncar al momento.
-Miradlo, -dice Bill afectuosamente-, como un bendito.
Sirius contempla el cuerpo comatoso de Frank Longbottom en todo su esplendor y desecha la idea de moverlo.
-Este se queda aquí -sentencia-, y el resto, a dormir, -mira a Remus deliberadamente-, es una orden.
Shacklebolt masculla, “acatar órdenes de Sirius Black, hay que joderse”, y si no estuviera demasiado ocupado acordándose de cómo caminar, oiría el chascarrillo de James, “es una pena que aquí no piquen los mosquitos, ¿verdad, teniente?”, pero pensar una respuesta implicaría dejar de intentar no vomitar, y eso es un lujo que a todas luces no puede permitirse.
-Lupin. -Sirius se lo ha dejado para el último, deliberadamente-, ¿a la cama?
Sus palabras han obrado el efecto que quería. Hace tiempo que no se exhibe ante él, a la vista de todo el mundo. Igual Remus está más lúcido de lo que parece, porque se ruboriza hasta las orejas pero le sostiene la mirada peligrosamente.
-A la cama -repite. Ahoga un grito de sorpresa cuando Sirius, en un arranque de inspiración y decidiendo ignorar el dolor de su hombro, -”¿qué es lo que más te gusta de mí?”,“que seas tan fuerte”- lo coge de la camisa y lo carga a hombros con el movimiento fluido que ha hecho mil veces en batalla y que no se le había ocurrido utilizar para fines más perversos. Echa a andar a grandes zancadas hacia su dormitorio , y en cuanto dobla la esquina y los demás no pueden verlo, le da un par de palmadas en el culo, lo descarga suavemente en el suelo y lo arrincona contra la pared.
-A la camita, soldadito, -murmura, de una manera que hace que Remus se ría y se estremezca a la vez-, a arroparte bien arropado.
Lo besa débilmente, lentamente, solo con los labios. Se separa de él, ve sus pupilas dilatadas, hambrientas. Se inclina sobre su cuello para escuchar los ecos de su corazón en la yugular.
Tiene unas ganas insoportables de quererlo mientras llega la madrugada.
VI
Hace rato que han construido una barricada en la puerta de la habitación de Sirius, -con la mesilla de noche, una butaca y cuatro o cinco muebles más, por si acaso-, y hace rato que Remus está contra la pared, arrinconado por el cuerpo de Sirius. “Esto de ser sargento tiene sus ventajas, Lupin”, le murmura contra su oído, metiéndole las manos dentro de la ropa, tocándole las cicatrices del cuello, de las clavículas, de los hombros. Remus se está quitando la camisa por encima de la cabeza, pero parece haber olvidado que lleva botones.
-¿Qué?
No lo ha escuchado. Que tengo una habitación para mí solo, idiota . No lo dice, solo lo piensa. Es igual, no es importante.
-Trae, deja que–
Sirius le vuelve a poner la camisa que se le ha atascado, Remus se queja, pero entonces mira hacia abajo, hacia los dedos de Sirius en su pecho, desnudándolo botón a botón, y echa la cabeza hacia atrás, mmmmm, Sirius , cierra los ojos. Gime.
-Espera, me voy a— Sirius, para.
Tiene el cuello larguísimo, poderoso y delgado. Cuello de hombre, lleno de cicatrices. Sirius se inclina para besarlo, y cuanto más lentamente se lo hace, -cuanto más suaves son sus besos, más tiernos, más leves-, más desquiciado está Remus. “Creo que me voy a correr”, va y dice. El tío . Cómo se atreve . Sirius deja su cuello en paz, pero es una tregua momentánea.
-No te vas a correr -murmura contra su boca, con la fe ciega de un hereje converso-. No te vas a correr -repite, sin dejar de besarlo.
Lo besa profundamente. La noche empieza, y ya es tarde para no quererse
Remus asiente, empeñado en llevarle la contraria, y Sirius niega con la cabeza, sin hacerle caso. “Aguantarás”, le susurra contra su oído, clavándole los dientes en la piel, en ese hueco que tiene entre los huesos de las clavículas, “aguantarás hasta que…”, su corazón late más fuerte para conseguir terminar la frase, “... hasta que te coma el culo”, no escucha bien el sonido que sale de la boca de Remus, es algo como un gruñido, un quejido de dolor, de necesidad. Nota sus brazos rodeándole los hombros para sostenerse, y entonces, se besan. Se besan desesperadamente, hasta que les arden las mejillas, hasta que Remus lo aparta un poco para tener espacio y se empieza a quitar la ropa. Trastabilla para desabrocharse las botas, forcejea con la camiseta, la hebilla del pantalón suena a metal cuando tira de ella.
Se arrodilla.
-¿Qué haces, Doc?
Remus lo mira a los ojos. De todas las cosas que dijo que iba a hacerle -desnudarlo, pegarle, besarle, escupirle -, solo quiere hacer una: adorarlo. Echa la cabeza hacia atrás, abre la boca, saca la lengua. Se ofrece.
-Joder, Remus.
Es posible que nunca lo haya visto más guapo que así, como está ahora, con las mejillas rojas y los ojos en llamas, esperándolo. Sirius se baja la cremallera, Remus tira de sus pantalones hacia abajo. Y se deja hacer, aunque todo lo que hace Sirius sea poco para él esa noche. Demasiado poco, demasiado a la vez. No hay resistencia en su boca, no hay fondo; solo hay saliva, mucha saliva, y calor, un calor ardiente que no se acaba nunca. Succiona y lame, se atraganta y gime, le caen gotas de saliva que le mojan el cuello, el pecho, la estrella de David, la placa de soldado que lleva su nombre. Gime, sufre, pide más. Hay un momento demencial en el que Sirius se ve tirándole del pelo para apartarlo, quiero verte, quiero verte bien la cara , y es verdad que quiere verlo en toda su gloria, pero también es mentira porque lo que no quiere es correrse todavía, y si Remus sigue así, haciéndoselo solo con la boca, tan hacia adentro que dios , se la ve en el fondo de la garganta, diosdiosdiosparaparapara, no va a ser posible que aguante.
Remus obedece al fin. Apoya la cara contra su muslo y se deja acariciar como un animal domesticado mientras respira profundamente. Sirius nota su respiración sobre su piel mojada por la saliva. Lo mira. La cara en la sombra, los ojos cerrados. Sonriendo.
-Te veía, en Inglaterra, -murmura Remus, todavía sin abrir los ojos, sintiendo su mano acariciándole la nuca-, marchando hacia esa colina que teníamos que subir todos los días. Preguntándome si tenía novia la mañana que llegaron las enfermeras. Mirando a esa cantante como si te la fueras a comer.
No sabe de quién está hablando. Tampoco sabe qué día es, ni dónde está, ni cuánto falta para que amanezca. No sabe nada.
-¿A Millie Mae?
-A una que nos trajeron antes de Normandía y que cantaba fatal.
Tan mal no debía cantar, pero bueno.
-Creo recordar que me pasé la noche con vosotros, arreglando el desaguisado que hicieron James y Pettigrew con aquellas balas.
Se tiró horas convirtiendo corazones en calaveras para Hitler mientras la chica cuya cara ya no recuerda cantaba en los barracones.
Remus le dijo “ven”, y Sirius fue.
Es imposible saber qué hora es. Imposible saber si han pasado cinco minutos o cinco horas desde que entraron en esa habitación. Cinco segundos o cinco años desde que desembarcaron en Francia. Remus, todavía arrodillado frente a él, le coge de la mano y le da un beso en la muñeca, y es eso, ese beso tan suave, ese roce de labios delgados, lo que le hace perder lo poco que le queda de cordura.
-Estírate, anda.
Su propia voz ha sonado estrangulada. Oscura, rasposa. Lo coge de los brazos, tira de él hacia arriba y lo empuja sobre la cama. “Dios, sí”, “boca arriba, muy bien”, “Sirius–”, le abre las piernas, se coloca frente a él, se inclina, y cuando Remus nota su lengua entre sus nalgas, una larga estría de saliva que lo deja mojado desde la espalda hasta los testículos, suelta un gemido incontrolable. Se revuelve primero, pero luego lucha contra su primer instinto y se abandona a la sensibilidad y a la vulnerabilidad de estar así, expuesto y a su merced. “¿Te lo han hecho otros?”, le pregunta, y aunque ya sabe la respuesta y no debería importarle, siente una punzada de celos que no puede remediar cuando Remus murmura que sí, mordiéndose los labios cuando le besa los muslos y le separa las piernas.
-Nadie lo ha hecho como lo vas a hacer tú.
Y Sirius lo hace. No sabe muy bien cómo ni de qué manera, pero lo hace como se lo pide el cuerpo, con ansia y con paciencia, torturándolo y torturándose. Le dibuja mensajes con la lengua, símbolos, jeroglíficos; se deja guiar con una mano en el pelo, y se deja dar tirones, dolor y placer para siempre ligados en su interior como dos planetas en la órbita del sol. Se pelea con las caderas de Remus, que embisten contra su boca, y no cede cuando le suplica que pare, que se va a correr así, contra su propio estómago, con las piernas abiertas, por favor, no pares pero no sigas, quiero que me folles.
Sigue hasta que Remus hace algo que a Sirius se le queda grabado en mente para siempre; se da la vuelta, se estira en la cama boca abajo, flexiona un poco las rodillas, y–, jo-der, Lupin , se separa las nalgas. Ofreciéndose.
-Si lo pides así de bien.
No harían falta pruebas para condenar a Sirius Black a prisión por indecencia: con la sonrisa que exhibe, afilada y punzante, bastaría. Se levanta, se coloca detrás de él, con una mano en su nuca, aprisionándolo en su sitio para que no se mueva, y la otra bajando por su espalda, acariciándole las pecas de la columna vertebral, de las costillas, del culo.
-Dime si te hago daño.
Lo desquicia un poco más, apartándose para morderle en el hombro y susurrarle lo primero que se le pasa por la cabeza, mírate, mírate cómo estás . Las palabras le resbalan en la boca, decadentes y dulces, como resbala la saliva por las piernas de Remus. Se tortura así mismo rozándolo de arriba a abajo, haciendo ver que lo penetra sin hacerlo del todo, deslizándose sin dificultad entre sus nalgas, envuelto en su propia saliva y el calor de Remus, mira cómo me tienes, mira cómo me has puesto. Remus hace rato que ha dejado de pensar. Sigue así, medio estirado y medio de rodillas, haciéndole sitio con las manos. Le ve la cara aprisionada contra la almohada, las mejillas ardiendo, las pupilas dilatadas de color negro, en llamas, y los largos dedos hundiéndose en la carne blanca de su culo, invitándolo, haciendo imposible que no inclinarse y pasarle la punta de la polla ahí, -quedándose quieto, demasiado quieto, provocando que le suplique que lo haga ya, Dios, ya -. Sirius tiene la cara mojada cuando se inclina hacia adelante para morderle el hombro y, mmmmsí , penetrarlo con un gemido que le sale del alma, potente y desesperado.
Entra suave. Como un suplicio.
-¿Así?
-Dios, sí, así.
Hasta el fondo, sin apenas resistencia, en una sola embestida que hace que Remus contraiga el estómago y se quede sin palabras, dime que te gusta así , y otra vez, el mismo movimiento, desquiciantemente lento, ardiendo, así, Lupin, quiero follarte así , y otra vez, y otra más, y otra, un ritmo tan tan lento, así de lento, así, te quiero así , que sería demasiado para otro hombre que no fuera Sirius, que es el más fuerte de todos porque si su fuerza física y su fuerza de voluntad se combinan, no hay ente humano o divino capaz de frenarlo.
Cuando Remus intenta moverse contra él, Sirius lo empuja contra la cama con más fuerza de la que pretendía; es puro músculo esa noche, pura rabia, pura entrega. Lo sujeta por las caderas firmemente, y cuando Remus le pide que vaya más rápido, su voz queda violentamente estrangulada contra la almohada; un quejido delirante y animal que lo enloquece como nada que haya oído en la vida.
Sirius se lo hace lento hasta que le suplica, y luego le impone un ritmo brutal que ninguno de los dos aguanta durante mucho rato, -el cabezal desatornillándose de la pared, las sábanas deshaciéndose, el palacio del nacionalsocialismo profanado hasta los cimientos-, y que dura hasta que Remus mete la mano entre sus piernas para tocarse; dos violentas sacudidas y se corre mientras murmura su nombre, Sirius , muchas veces, SiriusSiriusSirius , con los ojos cerrados, Sirius , la nuca sudada y el pelo mojado sobre la frente, Sirius . “Vamos, cariño, vamos”, es lo que le sale decir cuando siente su orgasmo, a estertores violentos y suaves a la vez. Se sorprende a sí mismo brevemente, siente la misma sensación que siente cuando le quita el seguro a la ametralladora; un sentimiento vertiginoso en la boca del estómago, un pequeño abismo que dura lo que tarda su propio orgasmo en borrarlo todo.
*
Remus no dice nada cuando Sirius se deja caer a su lado; tan solo sonríe, una sonrisa entera, heroica, colosal, que lucha por recuperar el aliento. Sigue sonriendo mientras se le acerca para secarle el sudor de la frente, para ponerle la mano en el pecho y tranquilizarlo, para besarlo con algo de torpeza, con la boca abierta, respirando con dificultad.
El orgullo que siente Sirius al verlo así, dándole su aprobación, felicitándolo con caricias en el pelo y con besos en las mejillas, le resbala por el cuerpo como una ducha caliente.
-¿Manta?
Sirius responde deshaciéndose de las sábanas a patadas y arrinconándose contra la pared fría para intentar refrescarse la espalda.
-¿Tu qué quieres, que me dé algo?
A Remus apenas le quedan fuerzas para reírse. Se incorpora sobre sus antebrazos, seguramente para buscar algo con que limpiarse, o -Dios no lo quiera- empezar a vestirse, pero tras dos segundos de indecisión, se rinde y se deja caer sobre la cama de nuevo.
-Quizá luego -murmura, dejando que la almohada lo engulla.
Dice que sigue mareado, - borracho, Doc, pero vale -, así que Sirius le da un empujón para que saque la pierna de la cama, apoye el pie en el suelo y su mundo deje de dar vueltas.
-A eso se le llama echar el ancla. -Exhibe una sonrisa satisfecha cuando ve que a Remus le está costando mucho más intentar no reírse que intentar levantarse-. Te falta calle, Lupin.
-Eres una clase especial de insoportable, espero que lo sepas.
-¿Pero a que estás mejor?
Remus tan solo cierra los ojos, todavía sonriendo. Coño, Lupin, pero qué bien te hicieron tus padres . Tiene el cuerpo lleno de ángulos suaves. Los hombros redondeados, las costillas a través de la piel, la nuez del cuello. Sirius se acomoda junto a su pecho, viendo la estrella de David y la placa de soldado subir y bajar cada vez más despacio.
-¿Tienes la patente de esto de la pierna, o…? ¡Ay! -Remus se queja de un mordisco que no ha dolido, se frota las dos medias lunas de color rosado que Sirius le ha dejado en el hombro-. Mejor, sí, -admite-, ¿y tú?
Sirius sonríe. No cree que alguna vez pueda ser más feliz de lo que ha sido esa noche.