Triunfar o Morir

Harry Potter - J. K. Rowling
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Triunfar o Morir
Summary
En 1944, las fuerzas aliadas se preparan para el desembarco anfibio más grande desde Alhucemas. El muro atlántico de los nazis, una fortificación kilométrica de misiles, minas y divisiones acorazadas al mando de Rommel, los espera en la costa francesa. Si consiguen atravesarlo, los soldados del frente occidental desembarcarán en territorio ocupado y deberán conquistar Francia, Holanda y Bélgica hasta llegar a Alemania, antes de que llegue el invierno, antes de que sea demasiado tarde.Esta es su la historia.
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Capítulo 27

I

Elliott Granger tiene razón.

Remus le está vendando la cara: la oreja destruida, la mejilla ensangrentada, los restos de metralla en el cuello, tan cerca de la yugular que si los trozos de la bomba de racimo hubiesen sido más grandes, o si hubiese estado más cerca del cráter, o si Dios no le hubiese susurrado que se agachase en ese segundo y no después, el operador de radio no estaría vivo, intentando contener las lágrimas mientras Remus hace todo lo posible por él. 

No es que Elliott Granger no haya tenido razón otras veces, claro.

Llega la puesta de sol y los alemanes se retiran; llevan todo el día ganando y deben haber decidido que los ingleses ya han tenido suficiente por hoy. El infierno vuelve a congelarse, las temperaturas vuelven a bajar y los hombres vuelven a hundirse en la miseria más absoluta de una victoria que consiste en aguantar, simplemente; pero que huele a derrota como la sangre huele a hierro.

-Tienes razón, Granger -le dice Sirius.

Pero por primera vez, tener razón no parece aportarle ningún tipo de satisfacción. 

James, a su lado, se agacha para examinarlo. Comprueba que no está grave y que sobrevivirá, le palmea la espalda para darle a entender que lo está viendo, que le reconoce el valor, que le da las gracias por su sacrificio; y se marcha a inspeccionar a los otros heridos, y a acompañar a los que van a morir en los próximos minutos.

Remus pincha morfina, Elliott la acepta sin quejarse y Sirius se levanta, como James, y se dispone a ayudar a los heridos, a consolar a los supervivientes y a llorar a los muertos. Solo lleva un día allí, pero le parece que el tiempo pasa tan agónicamente lento que han retrocedido veinte años y han llegado a los últimos meses de 1918, a un infierno agónico donde los hombres caían como moscas, morían como ratas, y mataban como animales.

“Esto es una batalla de trincheras, como en la Primera Guerra Mundial”.

Los cráteres en el suelo, la pelea salvaje por no perder centímetros de terreno. Luchar por no retroceder, morir sin avanzar.

Elliott Granger tiene toda la razón.  

 

II

 

-¿Jones? ¿Estás bien?

Jones está sentado en el borde del agujero de un cráter enorme. No parece haberle oído llegar. Se ha quitado el casco.

-¿Jones?

Sirius se sienta a su lado. Le sacude el hombro y le habla suavemente, “Adrien”, le coge el casco de las manos, “póntelo, Adrien, el casco siempre puesto”, se lo abrocha y le tiende un cigarro de la pitillera de Savile.

-Estaba ahí -dice Jones.

No quiere fumar, aparentemente. Señala el agujero renegrido y humeante. “Quién”, susurra Sirius, “quién, Jones”. Aún desprende calor, pero pronto se enfriará y será otro cráter para protegerse de la metralla.

-Jones, necesito que me lo digas, -se le suaviza la voz hasta que no es más que un susurro-, para el recuento.

Adrien vuelve a quitarse el casco.

-Hardy -murmura-. Se llamaba Albert Hardy.

Dennis llega y se sienta entre los dos. “Jones”, saluda a su amigo. “Spinnet”, le responde el otro. 

-No ha quedado nada de él -Adrien mira el agujero negro en la nieve blanca, aún sin creérselo-, es como si nunca hubiera existido.

Si Sirius pudiera, se sentaría a su lado hasta que se recuperara. Dos horas, tres, toda la vida. 

-Sargento, ven, -James está a su lado, aunque no lo ha oído llegar-, necesito el recuento.

Pero no puede quedarse con Adrien Jones, ni con Dennis Spinnet, ni con ninguno de sus hombres. La guerra sigue.

 

III

 

Cada vez que los alemanes atacan, solo se puede hacer una cosa: esconderse.

-¡Al suelo, Saseta!

Encontrar un hoyo profundo y esperar que no se convierta en su tumba si un proyectil cae justo ahí; rezar para que cuando vuelvan a sacar la cabeza para luchar, no los alcance una bala certera.

Andoni y él se cubren el casco con las manos cuando la artillería suena cercana, y cuando oyen que los proyectiles empiezan a caer más lejos, no pierden ni un segundo: los dos cascos asoman de debajo de la tierra, y mientras Sirius fija el objetivo, siente el familiar click de las balas encajando en la ametralladora.

-Give ‘em hell, mutil -sisea Andoni, con ese acento que suena como una tormenta.

La guerra es despiadada, pero Sirius dispara suave. Oye a sus soldados a lo lejos, “¡médico! ¡médico!”, inspira una y otra vez y acaricia el gatillo, “Granger, ¡a cubierto!”, los alemanes caen tras la mirilla de la Bren mientras los ingleses intentan no morir, y Remus va de herido en herido sin poder evitar que mueran, “¿y el capitán? ¿Dónde está el capitán?”, Granger pide refuerzos por radio pero nadie lo escucha, “¡Bill, granadas! ¡Más granadas, otra vez!”, y James se arriesga como un suicida, sin ponerse a cubierto ni un segundo, atrapado en una carrera constante de hoyo en hoyo; el infante eterno dirigiendo la batalla, negándose a que los alemanes le quiten más cosas de las que ya le han quitado.

*

La batalla por Saint Vith se ha convertido, efectivamente, en una guerra de trincheras, que sin embargo se está luchando con las armas de la Segunda Guerra Mundial. Metralla, infantería motorizada, misiles de largo alcance; todo el terror de la tecnología nazi apuntando directamente hacia ellos.

-Dios mío, -Abbott señala a lo lejos-, sargento, ahí. 

Tanques. Prismáticos, coordenadas, Peiper debió llegar anoche, antes que nosotros.

-¡El PIAT de Longbottom! -grita Sirius. No oye respuesta, así que deja de gritar y se pone a chillar-. ¡Frank! ¡Frank!

No es Frank quien llega a su escondite y aterriza junto a él, sino James. Hace rato que ha perdido el casco, hace rato que está sin aliento. Se lleva los prismáticos a los ojos y trata de enfocar mientras Sirius intenta hacerse oír por encima del ruido de sus propios disparos con la ametralladora, y en los dos segundos que cruzan una mirada, tienen una conversación entera sin hablar. Sirius sigue disparando, James salta de nuevo al peligro y llega hasta Frank y su PIAT, la última esperanza.

Sirius inspira, apunta, y sigue disparando. Abate a la tropa que pretende meterse en los tanques con una ráfaga de seis tiros y una caricia certera al gatillo, y cuando levanta la vista, ve cómo James señala hacia los tanques que los encañonan y apremia a Frank para que se dé prisa.

-¿Y la munición? -Los gritos de Frank se escuchan con el eco amplificado de la rabia-. ¡Más munición del PIAT! ¡No queda munición!

-¡Espera! ¡Trae, déjame a mí!

Bill no duda: coge una granada y la mete dentro del PIAT; y Frank tampoco duda: se carga el PIAT al hombro, flexiona la rodilla, apunta y dispara. 

-¡Sí!

Podrían haber desaparecido los dos de la faz de la tierra hasta tal punto que no quedara de ellos ni sus placas identificativas, y sin embargo, la granada vuela y explota a la perfección sobre la escotilla del primer Panzer.

-¡Dios, sí!

Fuego, gritos y una explosión que los lanza a todos al suelo. Frank ruge como una bestia, Bill se saca las granadas del cinturón con una sonrisa de animal salvaje. Les da igual estar bajo fuego enemigo, menudo descubrimiento han hecho, se lían con el PIAT y las granadas, y los otros dos Panzers desaparecen tras una nube de fuego colosal.

-¡Vamos!

Mientras la quinta compañía celebra la victoria momentánea, del humo negro aparece una figura que avanza hacia tierra de nadie. La calavera de las SS que le corona la gorra desprende un fulgor azulado sobre sus ojos. Lleva guantes y botas de cuero negro, la cara afeitada a navaja con precisión milimétrica y el uniforme de coronel inmaculado.  Una Cruz de Hierro le condecora el cuello. Mira hacia ellos y les concede ese asalto con un movimiento seco de cabeza, tan solo perceptible a través de los prismáticos.

-¡Fabian!- grita James -¡Fabian, corre! ¡Mátalo, Fabian!

Pasea por el borde del campo de batalla con movimientos felinos, y les dice algo en alemán que no entienden pero que escuchan sin dificultad, pese a que no ha gritado.

Antes de que Fabian pueda enfocarlo tras la mirilla del Mosin, Joachim Peiper desaparece de nuevo entre los esqueletos de los tanques.

 

IV

 

Cuando el frío de la noche le entumece demasiado el cuerpo y siente que si se queda dormido no volverá a despertar, el sargento Black se levanta para caminar y pasar revista a todos los soldados.

-Lovegood, ¿qué…?

Es Granger el que gruñe, “limpieza de aura, señor”, mientras se cruza de brazos y tolera que Lovegood le aparte telarañas invisibles de la cabeza. La radio a los pies, la tensión arterial por las nubes.

Sirius decide que mejor los deja a lo suyo, “alemán es lo que deberías aprender, Phil, en lugar de patrañas. Algo útil, necesario, interesante”, y mejor se centra en los soldados que necesitan más ayuda que ellos, “estoy conforme con mis decisiones en la vida, Granger, de verdad”, mejor se va a ver si Savile ha desistido de cavar un agujero y se ha refugiado en algún sitio, “si quieres te enseño”, o mejor aún, si ha muerto congelado, “¿con esa aura tan sucia? no, gracias”. Los deja absortos en su pelea, -Granger quitándose a Lovegood de encima, Lovegood aspirándole las malas vibraciones desde la distancia porque“de lejos también es efectivo, no te preocupes”-, y piensa que es una bendición que se hayan encontrado, si así pueden dejar de prestar atención al mundo en el que les ha tocado vivir.

*

Savile no ha muerto congelado.

Lamentablemente.

Ha desistido, claro, de intentar atravesar una capa de hielo y tierra congelada de medio metro con una pala del tamaño de un cucharón, y ahora se sienta tras un tronco, a resguardo del frío, macerando el mal humor.

-Me falta la pitillera, Black. -Savile tiene miedo y lo disimula bastante mal, y en otras circunstancias, Sirius sentiría lástima por él-. Algún soldado me la ha robado.

La pitillera le pesa en el bolsillo trasero del pantalón. 

-Debió ser una novatada inofensiva, señor, nada más.

Tiene la tentación de confesar, pero piensa que sus soldados se merecen esos cigarrillos más que Savile, que empieza a intentar resarcirse de su papel en la batalla dándole una ristra de órdenes absurdas.

-Haga recuento otra vez, -¿para qué, si ya sabemos que no ha muerto nadie más?-, y deberíamos agrupar la munición en tres sitios diferentes, -perfecto si nuestra intención es perder la batalla y morir, pero vale-, y por la mañana llévese a… -no puede ser que no se le ocurra el nombre de ningún soldado, no puede ser-, … a quien usted considere, y hagan inventario de los obstáculos ofensivos que hayan podido instalar los alemanes, -eso jerga militar sin ningún sentido, aunque hay que admitir que ha sonado genial-, y colóquese bien el casco, Black, el casco siempre bien puesto.

Sirius hace como que se coloca bien el casco que ya estaba bien colocado, elige una de sus órdenes al azar, y se marcha tras prometer que hará el recuento de nuevo. 

Echa tanto de menos a James en ese momento que aunque esté a menos de veinte metros de él, siente que el corazón se le parará si su amigo no regresa de una vez.

 

 

El fusil reglamentario a un lado, el Mosin al otro. Fabian Prewett fuma en silencio. Le castañean los dientes cuando sonríe y le hace sitio para que se siente con él. Sirius le quita el cigarro de los labios, se lo apaga en el suelo con la bota e ignora sus protestas.

-Black, ¿tú has venido aquí a que te dispare? -gruñe Prewett 2. Está jugueteando con la cruz que le dio su madre cuando se alistó. Una para cada hermano, pequeñas, doradas, católicas.

Sirius le tiende un cigarrillo de la pitillera de Savile, “cállate, anda, y toma uno de estos”, y observa cómo su amigo se lo enciende, escondiéndolo del viento inclemente, y le da una calada que debe ser muy satisfactoria, porque nunca ha visto a Fabian Prewett sonreír así.

-¿Sabes qué es lo que más rabia me da de todo?

“Más que este bosque, que Saint Vith, que el invierno, que la guerra”. Sirius sabe que ése es el lenguaje de Fabian desde que vio el cuerpo de su hermano mecido por las olas en Normandía: rabia, colmillos, sangre.

-¿Que tienes las pelotas tan congeladas que ya no las sientes?

-Que los alemanes me quitarán el Mosin cuando nos ganen.

También sabe que, por encima de todo, Fabian necesita que le escuchen su pena. “Será una injusticia”, Sirius le da la razón, “será una puta injusticia que le quiten el Mosin al guerrero con mejor puntería de toda la compañía”, y Fabian sonríe otra vez.

-A veces pienso que nuestros hermanos lo tuvieron mejor que nosotros. -Fuma y habla mientras Sirius calla y escucha-. Un tiro y adiós. Unos minutos de agonía, y ya está. Y sus cuerpos en el mar, lejos de los nazis.

Cuando Fabian lo presiona para que le diga de qué almacén de intendencia ha robado esos cigarrillos, si del británico o del americano, Sirius duda. No quiere que baje más la moral, pero la moral de Fabian nunca ha afectado a su eficiencia como soldado, y además, su amigo tiene un argumento irrefutable:

-Dímelo, qué más da, si moriremos mañana.

Sirius le enseña las iniciales de la pitillera.

-Se los quité a un gran guerrero.

Las carcajadas de Fabian llegan hasta los alemanes.

 

 VI

 

Apilan a los muertos en fila primero, y luego unos encima de otros, tiesos como árboles talados. Hay tantos. Sirius nunca había visto cuerpos así, morados por el frío. La sangre de su interior se congela rápidamente, la piel de las caras se estira sobre sus huesos. Tantos muertos. Savile no dice nada, aunque debería. Ha emergido hacia el final de la batalla, y no es que no lo hayan visto disparar, -porque disparaba, eso seguro-, y tampoco es que debiera arriesgarse como James, -porque nadie debería arriesgarse como James, corriendo de un lado para otro, exponiéndose, negándose a regalar ni un centímetro de terreno aliado-, pero la verdad es que Savile no da la talla, ni para esa batalla ni para ninguna otra que libre la quinta compañía. 

-Black, Potter, organizadlo todo.

James y Sirius se miran, ¿organizar el qué?, mientras ven cómo su capitán se marcha a ninguna parte. No poder enfrentarse a los muertos es lo más humano que le han visto hacer en toda la guerra, pero aún así, no pueden evitar pensar que todo sería diferente bajo el mando de Kingsley Shacklebolt o Alastor Moody.

Se quedan frente a la pila de cadáveres y se sienten más solos que nunca.

-Obedecieron cuando los llamó el deber.

Es Remus quien se adelanta. Los hombres que han muerto merecen que alguien diga unas palabras, aunque sean improvisadas. Aunque no pueda darles otra cosa mejor.

-Lucharon como valientes, murieron como héroes. -Debe de ser verdad si lo dice así, con esos ojos tan puros que lo ven todo con tanta compasión, con tanta poesía, con tanta grandeza-. No quisieron servir a otra bandera, -Remus nunca tiene miedo de mirar a los ojos de los muertos, si así puede honrar sus vidas-, no quisieron andar otro camino, -cuando se agacha y coloca la palma de su mano sobre el pecho de un soldado caído, Sirius la siente sobre su propio corazón-, y no supieron morir de otra manera.

Fabian murmura una plegaria, James se santigua, Lovegood se seca las lágrimas. 

La quinta compañía se despide de sus hermanos y se prepara para sobrevivir otra noche.



VII

 

-¿Qué tal los niños?

Remus está en cuclillas, calentándole su ración sobre el hornillo. Se pelea un rato con la pastilla de queroseno, pero al final consigue prenderla y colocarla bajo la lata metálica. Sonríe, victorioso, y se quita el mimeta para hacer pantalla contra el viento y que no se apague la llama. 

Sirius se le acerca al oído, les he leído un cuento y hemos rezado el padrenuestro, todo en orden, y tiene que conformarse con sentarse a su lado y calentarse las manos con la lata de comida que le da. Remus lo mira mientras se termina su cena y se seca los labios con el dorso de la manga, “¿seguro que están bien?”, Sirius se encoge de hombros, “yo qué sé, supongo”, e intenta que su tono no suene tan sombrío como lo siente. 

Ha dejado a los nuevos soldados más o menos enteros. Después de un día como el que han vivido, sienten la ausencia de un buen capitán, aunque no lo sepan. Sirius les ha dado las instrucciones para pasar la noche, les ha dado ánimos y los ha dejado solos, sabiendo que no hay nada más que pueda hacer por ellos.

Sus amigos charlan alrededor del fuego minúsculo de queroseno, y sus caras se ven extrañas a la luz de esas llamas. A veces están, a veces no. Bill y Fabian engullen con un hambre voraz, Frank y Andoni parecen especialmente ofendidos por tener que comerse eso al final de ese día. James ya ha terminado de cenar, y de postre se concentra en limpiar su fusil. Están hablando de lo que harán cuando ganen a Joachim Peiper.

-Pegarle un tiro en la frente.

-Me refiero a más adelante, Prewett.

-Ya sabes, cuando ganemos la guerra.

Fabian eructa, “ah, coño”, tira la lata vacía en dirección a las líneas enemigas, “no sé, habrá que ver qué hace Stalin después, no me fío ni un pelo de él”.

-Para sorpresa de nadie, Fabian se apunta a matar comunistas. -Dice Remus- ¿Longbottom?

Frank lo tiene claro también. “Yo quiero repoblar Inglaterra, que faltan niños”. Se ríe con esa risa atronadora, sus ojos se le iluminan cuando piensa en la futura madre de sus hijos, la enfermera menuda que lo espera en cuanto vuelva victorioso después de haberse cargado personalmente a Peiper y a toda su tropa. Bill dice que quiere aprender francés con una sonrisa nada, nada inocente, y a Sirius le da la risa cuando ve lo enamorado que está y lo mal que lo esconde. 

-¿Y tú, Saseta?

-Saseta se viene con nosotros a Inglaterra, ¿verdad?

-Todavía tengo sueños húmedos con aquello que nos cocinaste, gudari.

Andoni lleva un rato mareando el comistrajo con el tenedor de latón, y no es que no se lo coma hasta que no queden las briznas, pero lo hace a disgusto; y eso es, en sí mismo, una grandísima tragedia.

-Cuando acabemos con este, solo quedarán tres -dice, mientras le regala una última mirada de desprecio a la ración inglesa antes de tirarla al bosque.

-¿Tres qué, raciones? 

-No me digas que quieres otra, porque no me lo creo.

-Nos han cambiado al gudari, este tío es otro diferente.

Es Sirius quien los acalla a todos.

-Está hablando de dictadores, idiotas.

-Ah, joder. 

-Estoy espeso hoy.

-¿Cuántos ha dicho que quedan?

La temperatura baja unos grados más, de golpe, y la pastilla de queroseno se apaga definitivamente. “El italiano, el portugués y el mío”, murmura Andoni. Mientras Remus le da el mechero y Sirius se levanta para intentar encenderla de nuevo, la voz de guerrero resuena al borde de la hoguera extinguida.

-A veces pienso que el mío no le importa a nadie más que a mí.

Ninguno de ellos sabe mucho de ese hombre bajito, siempre engalanado, que lanza saludos fascistas desde los balcones de las plazas a un pueblo que se muere de hambre a sus pies. Andoni no quiere hablar más. Lo oyen levantarse en la oscuridad, encenderse un cigarro y usar la luz del mechero para marcharse.

-¿Y tú, James? -La voz de Remus es suave, como un abrazo-. ¿Qué harás cuando termine la guerra?

Sirius se frustra y desiste: la pastilla no prende. Se sienta mientras escucha a James, “la guerra seguirá en el Pacífico cuando acabe aquí”, y a Remus, “ya, teniente, estamos hablando de después, cuando volvamos”. 

La voz de su mejor amigo tarda mucho en llegar.

-Los japoneses no se rendirán tan fácilmente.

Suena lejana. Están a oscuras, ni siquiera puede verle la cara y tiene voz de desconocido. Quiere pedir traslado al Pacífico. Sirius es el primero de todos que entiende que James quiere irse a luchar contra los kamikazes, contra hombres que no tienen nada que perder y que defenderán su país y su honor hasta las últimas consecuencias. James se levanta y se cuelga el fusil al hombro, con intención de irse de nuevo a su escondite y pasarse otra noche solo, luchando para no quedarse dormido, viendo la negrura con prismáticos y sin gafas.

-Si te vas al Pacífico, vendré contigo.

Sirius se ha levantado y ha hablado con una fuerza interior que no sabía que tenía.

-Tú no irás a ningún sitio. -Sentencia James-. No deberías haber vuelto aquí.

-Buenas suerte intentando prohibirme que haga lo que me salga de los cojones, Potter.

-Mírate, -le dice, sin emoción en la voz-, Sirius, tienes el hombro hecho trizas, te está subiendo la fiebre otra vez… Fuiste un inconsciente viniendo a las Ardenas.

Quiere pelearse con él. Pegarle, acercarse a su cuerpo, hacer que sangre. No se le ocurre otra cosa para obligarle a volver y a sentir lo que tiene que sentir.

-Siempre voy a estar a tu lado, James. Estaré contigo hasta que me maten o te mueras, hasta que te entre en la cabeza que ninguno de tus amigos va a fallarte nunca más. -Ni siquiera sabe dónde está. Podría haberse marchado a su escondite, dejándolo con la palabra en la boca, y ni lo sabría-. Tienes que creerme, Jimmy. Tienes que hacerme la justicia de creerme.

Pero da igual que avance a tientas para llegar hasta él, para pegarlo o abrazarlo, o ambas cosas. James ya se ha ido.

-Sirius. -Siente la mano de Remus en su hombro, forzándolo a sentarse y a dejar que James se vaya-. Termínate esto y vámonos a dormir.

A lo lejos, se oyen las risas de Jones y Spinnet, que están imitando a Bill y a Frank, disparando imaginariamente el híbrido PIAT-granadas. Más a lo lejos todavía, los alemanes cenan, beben y se preparan para pasar una noche más en las ruinas de Saint Vith sabiendo que van ganando.

 

VIII

 

-Oye, Lupin.

-Hmm.

-Doc.

-Duérmete.

-Remus.

-Qué quieres.

-¿Cómo es el cielo judío?

Remus se restriega los ojos con las manos y se despereza, aunque sigue más dormido que despierto. Abre un poco los ojos y los vuelve a cerrar, apoya la cabeza en su hombro, se intenta abrigar con la chaqueta empapada de humedad.

-Pensaba que no creías en Dios -murmura, tan bajito que Sirius tiene que acercarse para oírlo.

-Pero me gusta la idea de tener la eternidad para que te aburras de mí.

Empieza a nevar mientras Remus le cuenta la teoría que tienen los judíos sobre el más allá. Le lleva un rato, y cuando acaba parece que ni siquiera él se aclara demasiado.

-Pero entonces, ¿hay cielo o no hay cielo? -Sirius frunce el ceño, entorna los ojos-. Lupin, ¿me estás vacilando?

-Los judíos creen que si haces cosas buenas, tendrás una conexión con la vida eterna -añade, “básicamente, esa es la idea”-, o sea, quiero decir, -“a ver cómo te lo explico”-, lo que hagas en la tierra determina cómo será tu eternidad, -“más o menos, no sé si me entiendes”-, o incluso si tienes eternidad, si te la mereces.

-Entonces, ¿tú haces cosas buenas para poder vivir para siempre?

Eso sí que le cuesta explicarlo, porque Sirius no puede creer que el compás moral de Remus Lupin vaya guiado por algo externo a su corazón.

-¿Tú por qué haces cosas buenas, Sirius?

-Porque me sale de los cojones, como creo que ya hemos establecido.

-Porque es lo que hay que hacer, exacto. Y lo que hay que hacer es siempre lo que Dios quiere que hagas.

Que alguien tan poco dado a juzgar a los demás tenga unas convicciones tan firmes es algo que Sirius se va a pasar la vida intentando comprender. Remus repite, “creo que no lo estoy explicando muy bien”, pero no llega a terminar la frase porque Sirius tiene que besarlo o morirse, así de simple. Tira de su chaqueta hasta tenerlo frente con frente, nota su aliento cálido contra sus labios, están tan cerca que sus pestañas le hacen cosquillas en las mejillas. Le ha crecido el pelo en esos días que han estado separados, lo suficiente como para que Sirius pueda tirar de él y obligarlo a abrir la boca. Se le aceleran los latidos del corazón cuando consigue que Remus suspire, un poco, y que parezca tan inestable como él.

En lo más crudo de la guerra, Sirius siente que si está con Remus, aún es de día.

Se besan guarecidos en su trinchera, bajo las últimas nevadas de diciembre. Se besan con saliva suave, lengua caliente, y el roce de una mejilla afeitada y una barba rubia, tan rubia como el pelo de un niño pequeño. Remus se duerme junto a él, y Sirius se duerme pensando en ese cielo que no es un cielo, una idea tan contradictoria como lo es el amor de su vida.

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