
Capítulo 26
I
Si Remus no lo conociera como nadie en este mundo lo conoce ni lo conocerá jamás, se sorprendería de verlo ahí. Voluntariamente. Después de tan solo diez días de convalecencia, pálido como la muerte, con fiebre y con el hombro astillado.
-Sirius.
Pero Remus ya ha aprendido que Sirius no puede ser de otra manera: si el deber lo llama, acude; si tiene que correr, corre; y si tiene que morir, morirá. Que hay que tener mucho valor para quererlo. Que cada vez que lo ve hacer una temeridad, lo quiere más todavía. Que Sirius Black no es un hombre al que se pueda querer a medias, como un cobarde. Hay que quererlo con coraje. Hay que quererlo con fe.
-Lupin.
Si Sirius se conociera un poco mejor a sí mismo, sabría lo que quiere hacer en el momento en el que el médico de la quinta compañía ha aparecido de entre los árboles para recibirlo, -quitar al resto de soldados de en medio y abrazarlo hasta que pierda el conocimiento, más o menos-, no es la mejor de las ideas que ha tenido en la vida.
Pero puede acercársele, por lo menos. Y dejar que su sonrisa lo alimente como los rayos del sol alimentarán a las flores que crecerán en los campos de Normandía, el próximo verano.
-¿Se puede saber qué haces aquí? -Remus se cruza de brazos, lo riñe sin reñirle realmente, acepta que vuelva al peligro como acepta que la luna altere las mareas del mundo-. ¿Te has perdido, sargento? Porque siempre has sido malísimo en orientación.
Remus no ha llegado hasta ahí para no querer a Sirius con el coraje que se merecen ambos. Y a Sirius nunca le ha importado lo que piensen de él, así que no piensa empezar ahora.
-Alguien tiene que enseñarte cómo poner tiritas, -suelta la mochila, suelta el rifle, suelta el casco-, porque, no te ofendas, Doc, pero lo haces de puta pena.
Sirius ignora al resto de hombres que se acercan para recibirlos y a los que han llegado con él. De todos ellos, solo le interesa uno. Un médico rubio que lucha por no sonreír y que intenta quedarse solo en poner los ojos en blanco pero que fracasa estrepitosamente.
Esa sonrisa.
-¿Pero qué tiritas, qué chorradas estás diciendo?
Esa sonrisa, Lupin.
La sonrisa se hace tan grande que le llega hasta los ojos, y de todas las sonrisas que Sirius le ha provocado con sus estupideces a lo largo de dos años, esa es la más bonita de todas. Ven ya, ordena la sonrisa, ven aquí. Y Sirius obedece. Qué va a hacer. Madre mía lo tonto que eres, le dice Remus al oído cuando al fin lo tiene entre sus brazos.
-Pues tiritas, joder. -El hombro hecho trizas por la bala alemana, Remus en sus brazos, la cara refugiada en ese hueco que hay entre su mandíbula y su cuello, y la mano en la nuca, en su sitio legítimo-. Poner tiritas, ¿no es eso lo que haces tú por aquí?
-Pensar en ti, -le susurra Remus, a salvo del mundo en ese abrazo-, eso es lo que hago por aquí.
Se separan. Sonríen. Sirius dice cualquier cosa para hacer que Remus lo riña, Remus lo riñe y daría lo que fuera por poder verlo hacer el imbécil toda la vida.
-¿Todavía con eso, Lupin?
Lleguen hasta donde lleguen, ya han triunfado.
-No intentes fingir que no eres un romántico, Sirius, que fingir se te da muy mal.
Ya han triunfado, porque se quieren. Se quieren tanto que necesitan abrazarse otra vez y no soltarse nunca, se quieren con el mismo coraje que tuvieron en aquella lancha, entre Francia y el cielo.
II
A Sirius le cuesta volver a la tierra después de haber tenido a Remus en sus brazos. Es que está vivo, joder. Un día más. Vivo. Y Frank también, “hombre, Black, ¿tú por aquí?”, y Bill Weasley, con sus granadas al cinto y sus cicatrices de corsario, y Fabian, “ni un hola ni nada, sargento, hay que joderse”. Y el resto de hombres. Todos bien. Casi todos bien.
-¿Dawes?
Le dan el parte de los muertos, eso lo primero.
Doce.
Y tres heridos.
-Pero Dawes no está muerto ni herido -dice Frank.
¿Siempre ha tenido esas ojeras? Joder. Lo ve, de golpe. No es que no lo estuviera viendo antes. Pero entonces lo ve ahí, claramente, delante de él. Frank Longbottom.
Está muy delgado.
¿Y James?
¿Cómo puede ser que esté tan delgado?
¿Dónde está James?
Son las ocho de la noche y si tuvieran un termómetro, marcaría tres grados. Los alemanes descansan al otro lado de la llanura que hay cuando termina el bosque, a menos de doscientos metros, y van armados hasta los dientes. El viento se cuela entre los árboles que crecen plantados en hileras infinitas. El frío solo irá a peor.
-Dawes se volvió loco, -las ojeras de Fabian son azuladas y no está delgado, está en los huesos-, de tanta artillería.
Escupe en el suelo en dirección a la llanura helada desde donde los alemanes dispararán hacia ellos en cuanto amanezca.
-Hubo mucho fuego cruzado durante tres días. -Remus parece que quiera justificar la aspereza de Fabian y limar su brusquedad con ese tono de voz que usa a veces, tan suave-. Mucho ruido, todo el rato.
Ninguno de ellos se ha afeitado en dos semanas. No tienen cuchillas, ni crema, ni un espejo, y aunque los tuvieran, a Sirius no se le ocurre peor idea que echarse agua fría en la cara, a esa temperatura glacial.
-¿Qué nos has traído, Sirius?
-¿Qué? ¿Traeros? -Nada. No les ha traído nada. ¿Tenía que traer algo?-. No sé, Bill, ¿quieres un cigarrillo?
Remus explica, siempre con esa voz apaciguadora, que los suministros no llegan. Todo lo que consiguen, se lo traen un par de soldados a pie cada dos o tres días. Las fuertes nevadas han hecho que los camiones se queden atascados en el barro y no puedan llegar hasta ellos, y hay demasiada niebla para que el apoyo aéreo pueda lanzarles nada.
Llevan la misma ropa con la que se fueron. La munición se está agotando. Apenas queda comida.
Sirius se abstiene de preguntar cómo se evacúan los heridos, porque ya sabe la respuesta: desde que empezó a nevar así, nadie sale vivo de las Ardenas.
Fabian chasquea la lengua, se echa el Mosin al hombro y vuelve a su posición sin despedirse, y Bill gruñe y le quita un cigarrillo de las manos antes de seguirlo.
-Vamos escasos de todo. -La sonrisa de Remus es tensa, de mentira-. Personalmente, creo que es una muy buena oportunidad para dejar de fumar, -mira en dirección a Fabian y a Bill, que desaparecen en el agujero que ha cavado y se disponen a pasar la noche despotricando contra Hitler y contra Churchill a partes iguales-, pero otros no se lo han tomado con tanta filosofía.
Sirius se gira hacia sus hombres y les ordena que abran las mochilas.
Es lo primero que les dice desde que le vieran llorar sobre el caballo muerto; el camino hacia el resto de la compañía transcurrido en silencio. Después de que Savile le preguntase si iba a estar a la altura cuando llegaran a Saint Vith y Sirius le gruñera por toda respuesta, nadie más se ha atrevido a dirigirle la palabra.
-Haced recuento de munición. -Dice Sirius secamente-. Las raciones y los cigarrillos se reparten entre todos.
Sus soldados, sin embargo, no obedecen.
-Con todo el respeto, señor, -Jones se lleva la mano a los cigarrillos que guarda en el bolsillo de la chaqueta-, no quiero compartir mis cigarrillos.
Ante la mirada de Sirius, todos los demás menos él y Spinnet le dan sus provisiones, aunque lo hagan a regañadientes.
Sirius no los culpa por haberle perdido el respeto. Adrien Jones y Dennis Spinnet quieren servir a un gran hombre, no a un loco que llora cuando ve animales muertos habiendo setenta soldados asesinados sobre la nieve.
-Tú harás lo que yo te digo, Jones, -se le acerca a una distancia a la que cualquier otro hombre habría reculado. Pero Jones no es un hombre cualquiera, eso es obvio-, porque eres un infante de la quinta compañía que ha llegado para combatir a las Ardenas. Y en las Ardenas, los hombres que llevan días en el frente bajo fuego enemigo tienen derecho a fumarse los cigarrillos de los chavales que han dormido en una cama desde que llegaron de Inglaterra, -le limpia los copos de nieve que le caen en las hombreras-, y los chavales nuevos, -extiende la mano, mira hacia la cajetilla de tabaco-, tienen el deber de probarse a sí mismos.
Murmura, “¿tú qué eres, Jones, un chaval o un infante?”,y el chico tan solo lo reta unos segundos más antes de rendirse. Sirius recoge los cigarrillos y se arrepiente al instante de lo que ha hecho. Acaba de ganar su obediencia, pero si no arregla su error, nunca podrá recuperar su respeto. Ni el de Jones, ni el de los demás.
Empieza a entender por qué está todo el mundo de un humor de perros en esa mierda de escondite, viendo esa mierda de ciudad a lo lejos, en esa mierda de guerra.
-Potter debería estar aquí -gruñe-, para recibir al capitán, al menos.
Ni digo ya a su mejor amigo, eso sería mucho pedir, claro.
Pero aparentemente, James se pasa la noche solo en el bosque. Cuando Sirius busca a Savile entre los hombres, descubre que debe haber encontrado algo mejor que hacer que presentarse ante el resto de su compañía.
-Ten cuidado, puede que haya minas -le dice Remus, mientras lo ve irse en busca de James, pisando fuerte por aquél bosque maldito, oscuro, nevado.
Primero James, luego Savile, luego Jones. Por supuesto que hay minas. Cómo no va a haber minas en el infierno. La noche es negra, las temperaturas caen bajo cero y el viento arrecia.
*
Las ocho y media. Menos dos grados de temperatura.
El escondite que James Potter se ha fabricado para estar solo es realmente bueno. A Sirius le cuesta verlo al principio: un agujero rodeado de troncos caídos, a salvo -relativamente- de la artillería nazi, pero con vistas perfectas al frente alemán.
-Me gusta cómo te has arreglado el pisito, Potter.
James levanta la vista. Perdió las gafas cuando Peter lo traicionó, y aún no ha podido reemplazarlas. No le ríe el chiste. Está raro sin gafas. Tampoco es que el chiste fuera tan bueno, y tampoco debería dolerle tanto que James no se ría. “Ya sabes”, Sirius se mete en el agujero, “con la decoración, y eso”. Nada. Ni ayudándolo.
James no parece alegrarse de ver a su mejor amigo después de haber estado tanto tiempo separados. Parece entumecido. Por el frío, quizás.
Está muy raro sin gafas.
-¿Qué haces aquí, Sirius?
-Pues ya ves, de colonias. -Sirius siente que lleva toda la tarde gruñendo. Le tiende un cigarro y se enfada consigo mismo por emocionarse tanto por que se lo acepte-. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí?
Solo, quiere añadir, solo como un perro, solo con tus prismáticos y tu pena.
-Alguien tiene que vigilarlos.
No es que se esté bien exactamente ahí dentro del agujero, pero hace un frío menos horrible que estando al raso. James señala hacia la oscuridad más absoluta y le tiende los prismáticos.
-¿Vigilar el qué, exactamente? -Antes de que James pueda contestar lo obvio, añade:- Jimmy, no se ve una mierda. Están durmiendo. Atacarán por la mañana, ¿no? ¿No os han atacado siempre cuando ha amanecido, y luego siguen durante el día, cuando hay claridad para apuntar?
Coño. Qué frío hace en Saint Vith, joder.
James se encoge de hombros, lo cual, en el nuevo James, es como darle la razón.
-Puede que un día les dé por atacar de noche, yo qué sé -se cala bien el casco, se sube el cuello de la chaqueta y le quita los prismáticos para volver a mirar a la nada.
-Difícil, Potter, si no pueden ni verse su propia polla cuando van a mear.
-Nunca se sabe. No me fío. -Suspira-. Ya no me fío de nada.
-No tienes buena cara, James.
No sabe cómo decirle que debería descansar, y sobre todo, que debería volver a confiar. Por lo menos en él. En su mejor amigo, en su hermano. James lo mira de arriba a abajo: las mejillas encendidas por la fiebre, el brazo en reposo para que nadie se dé cuenta de lo mucho que le duele, el cuerpo aterido por el frío. No hace ningún comentario.
-Bueno, -gruñe Sirius-, ¿me puedo quedar aquí contigo, o qué?
La respuesta mecánica de su mejor amigo, “claro, si te apetece”, sin ni siquiera mirarlo, con los ojos de nuevo tras los prismáticos por los que no se ve nada más que negrura, hace que tan solo se quede un rato más con él, antes de levantarse y volverse por donde ha venido, furioso, triste, con el corazón roto. James no intenta detenerlo y Sirius se marcha, demasiado enfadado como para mirar atrás y ver que su amigo lo está mirando, que parece que quiere decir algo pero que en el último momento, calla.
III
Cuando Regulus y Sirius Black eran pequeños, su casa en Belgravia, -que debería haber sido el refugio del internado, un lugar seguro donde pasar las vacaciones, un hogar, coño, un hogar-, no era más que un sitio oscuro donde la tensión era palpable, constante. Desquiciante.
Los dos hermanos nunca sabían de dónde, y lo peor de todo, por qué razón, vendría un castigo. Había cosas que se podían controlar, -como no gritar, no correr, no divertirse, no desobedecer-, pero lo que más los desconcertaba, lo que les rompió el instinto natural que tenían de querer a sus padres, eran los castigos por cosas que no sabían que estaban mal.
Es que no es justo, pensaba Sirius. Y tenía razón, claro. Incluso con siete años, tenía razón. Aunque nunca se la dieran, aunque nunca escucharan lo que tuviera que decir. Le costó mucho tiempo entender que en casa de los Black, había castigos para corregir, pero también había castigos para someter.
A Sirius le cuesta hacerse a la idea de que Savile sea un hombre tan miserable como para haberle ordenado a Andoni Saseta que le cave su agujero. Le parece increíble que, de entre todas las cosas que podría pedirle un gudari, le esté pidiendo su sometimiento. Le parece, sin lugar a dudas, una puta injusticia.
Son las diez de la noche y el frío de las Ardenas se transforma en algo físico que se mete dentro de los huesos. La pala está en el suelo, entre Savile y Saseta.
A Sirius le hierve la sangre.
Savile lo está intentando convencer, además. Le da la orden con el tono que usaría con su chófer, su mayordomo y su camarero.
-Si empezamos ahora podemos acabar en un par de horas, Saseta, y nos fumamos un cigarrillo de los míos, qué le parece.
Segunda persona del plural. Francés perfecto con acento de niño de internado. Cómo puede ser que lo haga todo mal, cómo puede ser que nos haya tocado este mediocre como líder.
Sirius se encuentra cara a cara con un gran problema de liderazgo, y eso le fastidia, francamente, porque de entre todos los problemas que tiene en las Ardenas, un capitán innoble no debería ser uno de ellos. Todas las cosas: las hace muy mal. Elegir al extranjero para que le haga el trabajo sucio, darle una orden como un militar pero intentando parecer un amigo, y hacerlo de una manera que da nombre a la palabra “condescendencia”. Incluso el sitio que ha elegido para atrincherarse, -empezando el agujero desde cero, sin nada a su alrededor para cubrirlo, lejos de sus tropas-, está mal.
Andoni no parece nada impresionado, ni por Savile ni por su pala, y es evidente que no tiene intención alguna de ponerse a cavar.
Sirius se les acerca. La sangre le hierve tanto que es lo único caliente de Bélgica.
Andoni tenía un pasaje de refugiado a Inglaterra y decidió quedarse con ellos. Un traidor le quitó al hermano y aún así, debió pensar que en la quinta compañía de Infantería del Ejército Británico había hombres por los que valía la pena morir; porque ahí está, en esa mierda de infierno helado, a horas de que los alemanes lo encañonen con artillería pesada, a días de quedarse sin comida, a un calcetín mojado de que se le gangrenen los pies.
-Trae, Saseta.
Sirius coge la pala y empieza a cavar.
-Black, eso no es…
Levanta la vista brevemente y se encuentra con la cara de Savile, una mezcla entre ira y vergüenza que no creía posible que pudiera existir. Un cóctel peligroso.
Sigue cavando.
Tanto cuesta callarse y dejar a Andoni Saseta matar nazis tranquilamente, joder, que es lo único que el hombre pide en esta vida. La pala se da contra el suelo helado y le manda escalofríos por el brazo. El hombro le estalla, la cabeza le explota. Savile sigue farfullando algo ininteligible, a medio camino entre una excusa y una rabieta, y Sirius sigue peleándose con el suelo congelado. Nunca hay que darle una orden deshonrosa a Andoni Saseta, eso es de primero de mando de la quinta compañía, coño. Sigue cavando hasta que el capitán le arrebata la pala de las manos. Encaja el insulto, “dame, imbécil”, mientras se levanta como puede y ve las estrellas. Se deja ayudar por Andoni, que tiene una expresión divertida en la cara. O eso parece. Es posible. Sirius quiere pensar que a estas alturas lo conoce bastante bien, pero quizá el esfuerzo de intentar hacer ese estúpido, estúpido agujero lo ha hecho delirar hasta el punto de imaginarse a su amigo con una expresión que no sea la que usa a diario: neutral, imprecisa, aséptica como el alcohol quirúrgico.
Por cómo Savile tira la pala al suelo, se diría que Sirius lo ha ofendido mortalmente.
-¿Se puede saber qué haces, Black?
Ha cambiado al inglés, pero el acento de niño de internado se mantiene.
-Necesita un agujero, ¿no? -se oye decir. La verdad es que se encuentra muy mal. Tener tantísimo frío lo está desesperando. Se cuadra ante ese hombre pese a que es lo último que quiere hacer, ni entonces ni nunca, y no se marcha hasta que Savile se pone a cavar él mismo y le espeta que se largue de allí. Cuando lo oye gritar, a sus espaldas, “no son como nosotros, ¡a ver cuándo se dará cuenta!”, no se da la vuelta. Finge que no lo ha oído, aunque podría haberle dado la razón y no habría mentido.
*
-Has estado bien ahí…
-Coño, gudari, ¿eso es amor lo que me estás enseñando?
-...pero lo tenía todo controlado.
Ya me parecía a mí.
-Ayúdame con esto, anda. El hombro me va a estallar.
Es algo suicida desabrocharse la chaqueta para liberarse, pero el frío de la noche, -casi las once, siete bajo cero-, actúa como hielo sobre su herida. El frío pincha, entumece, paraliza. El dolor remite.
-Vamos a descansar. -Andoni le abrocha de nuevo la chaqueta cuando está claro que él no puede, y lo que es peor, no quiere abrigarse-. Mañana será un día duro.
Sirius le sonríe. No hay dobles significados con el gudari, ni capas, ni sutilezas; lo que es, es. Se encaminan hacia la zona donde se concentra el grueso de la compañía, llena de cráteres de metralla, “son casi como agujeros ya hechos, ¿te das cuenta, Saseta?”, “sí, pero si no puedes poner a trabajar a tus inferiores para ti, la guerra no tiene gracia”, y descansar suena bien, suena genial, pero Sirius tiene que hacer una última cosa.
IV
Los encuentra a todos en corrillo, a tiro del enemigo, y al raso. Bailotean de un pie a otro, se juntan como pingüinos en el ártico, el vaho de sus respiraciones es tan denso que parece que estén fumando. Hablan de él, claro. De Savile, que ha desaparecido, de James, que no aparece, y de él. Sobre todo de él.
-¿Por qué creéis que lo llaman Prewett 2?
Y de Fabian. Que hablen de Fabian le hace hasta gracia. El cabrón es una leyenda, con el Mosin que robó a un alemán muerto siempre al hombro, con esas mejillas hundidas y esa cara de soldado curtido.
-Porque mató a dos nazis de un solo balazo.
No puede resistirse a tomarles un poco el pelo, aunque se disponga a tener con ellos una conversación muy incómoda.
Los hombres se sobresaltan; no lo han oído venir, pero aunque se hayan sorprendido, no se achantan como antes. Cuando los manda cuadrarse, obedecen a regañadientes. Cuando les ordena que se le acerquen, tardan en hacerlo. Demasiado.
Los está perdiendo.
No puede perderlos.
Si no lo obedecen ahora, en la tranquilidad de la noche, no lo van a obedecer cuando los alemanes los encañonen con un par de 8mm y las bombas sacudan la tierra hasta los cimientos.
-A veces no puedo respirar. Y me ahogo.
Opta por la sinceridad.
Excepto Lovegood, que a juzgar por su expresión en los ojos azules parece que esté de vacaciones, la incomodidad de los hombres es palpable. Sirius siente que la podría apartar de su cara, como un enjambre de moscas. Hay algún carraspeo, miradas al suelo, ganas de salir corriendo. Granger en particular está vívidamente mortificado, pero Sirius decide que ya que ha empezado, continuar es la mejor opción.
-Es algo que no puedo controlar. -Es raro, cada vez le cuesta más hablar y menos parar-. Pero nunca, jamás, me ha pasado en batalla. Y nunca, jamás, os voy a fallar. Si os fallo es porque me han matado, y punto. -Más carraspeos, más silencio-. Si tenéis algo que decir, decídmelo ahora.
-Era un caballo muy bonito, señor. -Lovegood es el primero de sus hombres que habla, y es muy curioso que parezca que acaba de aterrizar allí en paracaídas cuando es evidente que es el que lo escucha mejor de todos-. A mí también me dio pena que le dispararan.
Algunos asienten. Otros siguen incómodos, mirando al suelo. Nadie habla, así que Sirius da la conversación por terminada y procede a ordenarles que se dividan, que se mantengan secos, que se turnen para descansar y que cuando tengan mucho frío, se levanten a caminar para entrar en calor. Finalmente, le devuelve el paquete de tabaco a Jones.
-Son tuyos, chico. Fúmatelos a gusto.
Adrien Jones mira el paquete, luego a él. Tiene tanto frío que le castañean los dientes. Lo recoge, se lo guarda en la chaqueta, finge que no está sonriendo y dice cualquier cosa para agradecerle el gesto en lugar de darle las gracias.
-¿Dónde está el capitán, señor?
Ahí, Sirius considera que lo mejor es no ser del todo honesto, aunque intenta no mentir. El silencio que necesita para elaborar una frase aceptable lo dice todo. Los chicos se revuelven nerviosos, y aunque Sirius habla, sabe que nada de lo que diga servirá para tranquilizarlos.
-El capitán ha hecho lo que deberíais hacer todos, que es meterse en un agujero para pasar la noche y para que la artillería de mañana no os haga volar en mil pedazos.
Los divide en binomios y los distribuye por todo el perímetro. Sus soldados parecen conformes cuando le desean las buenas noches y se marchan hacia sus escondites. La una menos cuarto. Nueve bajo cero. Siete horas para que amanezca, para que vuelvan a subir las temperaturas y para que los alemanes vuelvan a atacar, un día más.
-Sargento Black, -Adrien Jones y Dennis Spinnet se han rezagado para regalarle un cigarrillo cada uno-, por si ve un búho comerse un ratón, o algo.
-¿Cómo dices?
-Y le da lástima, señor. O lo que sea.
La sonrisita de Jones es heroicamente insolente, y la del Spinnet no se queda atrás, claro. Jones es el maestro de ceremonias y Spinnet es su público, su compañero de trastadas, el que lo azuza para que haga el payaso mientras se sienta a contemplar el espectáculo. Sirius les acepta los cigarrillos y se enciende uno tan solo para darle una calada y echarles el humo a la cara.
-¿No le han dicho alguna vez que podría dedicarse profesionalmente a ser un capullo, Jones?
Las risas de los dos amigos rompen el silencio mortuorio del bosque.
-Se lo digo constantemente, -Spinnet le quita el casco para pasarle la mano vigorosamente por el pelo rapado-, pero no me hace caso.
Los dos amigos se marchan abrazados a esconderse en una trinchera, “mi verdadera vocación es ser un imbécil”, “pero mira que eres imbécil, pedazo de imbécil”, y a exagerar la historia de cuando vacilaron al sargento Black ante quien tenga la paciencia de escucharlos. Cuando Sirius encuentra a Andoni, está dormitando abrazado a la ametralladora. La una y media de la madrugada. Frío insoportable. Remus, a su lado, se ha dormido esperándolo.
V
“¿Te das cuenta de que las únicas veces que hemos pasado la noche entera juntos y solos ha sido en batalla?”, es la frase que elige Sirius para saludar a Remus. Ha intentado no despertarlo mientras se sentaba a su lado, pero Remus tiene el sueño ligero en las Ardenas; en cuanto lo ha notado cerca, ha dado un respingo y se ha llevado las manos al rifle.
Andoni ronca suavemente, dando cabezadas sobre la culata de la ametralladora. El viento arrecia. Llega la madrugada.
-El día que te des cuenta de que eres un romántico, Sirius, te mueres del susto.
Sirius mira a un lado y a otro antes de besarle con un beso dormido, de labios helados y suspiros cálidos. “Y, además, no estamos solos”, escucha el murmullo suavemente y aunque tiene los ojos cerrados, ve cómo Remus sonríe.
Al fin. La sonrisa otra vez. Al fin contigo.
-¿Te refieres a este? -Andoni se revuelve, murmura algo en ese idioma suyo tan raro. Un nombre, quizá, o un recuerdo bonito de otras montañas, lejos de esas que le ha tocado defender-. Este ha sentado culo en tierra y solo va a despertarse con un tanque.
Cosa probable en unas horas, piensa, pero no lo dice porque Remus se le acerca más. Más beso, más labios, un poco de lengua. Te he echado de menos, Lupin. Se besan hasta que se les quita el frío y solo se separan cuando el viento mueve las ramas de los árboles y les entra miedo de que alguien pueda descubrirlos.
Sirius saca un cigarro. Lo enciende y lo sujeta frente a los labios de Remus para que fume, pero Remus niega con la cabeza.
-Creo que seguiré con lo de intentar dejarlo.
Y a Sirius le da la risa, claro. Le gusta que piense que se salvarán, que les queda el resto de sus vidas y que lo mejor es vivirlas sin tabaco, para poder llegar a ser un par de octogenarios con batallitas que contar a los nietos de James.
-Lo apago, si te molesta.
-¿De dónde has sacado estos cigarrillos con tan buena pinta?
Le da hasta vergüenza lo satisfecho que se siente de que Remus lo regañe como a un crío. Juguetea con la pitillera de Savile, “me los ha prestado el capitán”, Remus se ríe, “¿pero él sabe que te los ha prestado?”, y por toda respuesta Sirius le echa el humo en la cara, lo justo para que Remus tosa un poco y se deshaga del humo con ese gesto suyo que hace con la mano, que es un poco como de chica pero sin llegar a serlo.
Remus le mira los labios, se fija en cómo da una calada, retiene el humo, y lo echa por la nariz y por la boca.
-Si vas a seguir fumando, por lo menos déjame que te vea.
Les envuelve el humo y la niebla, la humedad se eleva de la tierra y les cala los huesos, el viento les corta las mejillas. Las tres de la mañana. Hablan de nada, duermen a ratos, esperan a que amanezca y desean con todas sus fuerzas que nunca se haga de día.