Triunfar o Morir

Harry Potter - J. K. Rowling
F/M
M/M
G
Triunfar o Morir
Summary
En 1944, las fuerzas aliadas se preparan para el desembarco anfibio más grande desde Alhucemas. El muro atlántico de los nazis, una fortificación kilométrica de misiles, minas y divisiones acorazadas al mando de Rommel, los espera en la costa francesa. Si consiguen atravesarlo, los soldados del frente occidental desembarcarán en territorio ocupado y deberán conquistar Francia, Holanda y Bélgica hasta llegar a Alemania, antes de que llegue el invierno, antes de que sea demasiado tarde.Esta es su la historia.
All Chapters Forward

Capítulo 25

I

En los primeros días de la invasión de Francia, Sirius sintió un miedo paralizante cuando por primera vez, vio un Panzer gigantesco acercarse y encañonarlo; sintió un miedo agonizante, intenso, ardiente, cuando James se caló el casco, gritó “¡cubridme!” y salió disparado hacia la playa; y sintió un miedo que lo convirtió en hombre cuando tiró de Remus para rescatarlo de la lancha y ambos cayeron al agua del Atlántico, y el uniforme le pesaba y lo arrastraba al fondo del mar, y sus compañeros morían bajo el fuego de las ametralladoras alemanas.

Ha habido muchas ocasiones en esa guerra en las que Sirius ha sentido mucho miedo. Pero hasta ahora, no había sentido algo así. No se le puede llamar miedo a la sensación que experimenta al darse cuenta de que tiene a Otto Skorzeny delante; es otra cosa, es otra sensación. Es darle la mano a la muerte.

Skorzeny se la estrecha con fuerza, no lo suelta mientras lo mira a los ojos. Sirius nunca había mirado a un enemigo tan de cerca, y nunca se había encontrado con un enemigo tan formidable como ese hombre; capaz de penetrar en las líneas enemigas, sobrevivir del aire, atacar y volver a esconderse en el bosque; un hombre que rescató a Mussolini de su prisión y se lo llevó al Führer como un sabueso que recobra la pieza y la deja a los pies de su amo; un hombre que de joven luchaba a muerte con espadas porque le apetecía, porque podía, como deporte; un caballero ario, un nazi despiadado que da caza a los ingleses, a los americanos, a la Resistencia, y a todo aquél que se atreva a interponerse entre su Reich y la victoria.

Y sin embargo, Sirius hace lo que siempre hace cuando siente miedo; enfrentarse a él, no retroceder ni un milímetro, cuadrarse, rugir. Mira a los ojos a la estampa misma del terror, le devuelve el apretón de manos y le sonríe. Confiadamente. Marcando terreno.

Skorzeny y él se enlazan en una danza de sonrisas cordiales de la que Sirius no está muy seguro de saber los pasos. Skorzeny sabe que Sirius lo sabe, Sirius intenta fingir que no sabe nada.

Cuando el teniente de Skorzeny, -el intérprete, claro, es su intérprete-, le pregunta por las coordenadas del campamento inglés, -”el capitán tiene la garganta un poco afectada, lo disculparéis”, dice el hombre rubio mientras los demás se ríen-, no puede mentir, Skorzeny todavía tiene su mano entre las suyas. “Está hacia allí”, ha dicho. Ha sido imposible evitarlo, esos ojos no lo dejan mentir, lo interrogan como si lo tuvieran secuestrado en un sótano de la Gestapo.

-¿Y qué hace usted por aquí, solo con estas señoritas?

Pero cuando oye la amenaza en la voz y ve a los alemanes sonriendo en dirección a las enfermeras, las mentiras salen sin dificultad.

-No estamos solos, -lo dice en un tono relajado que le sorprende a él mismo-, los demás se han rezagado un poco.

A su lado, las chicas ya saben que algo va mal. Lo han notado incluso antes que él, que nunca se ha sentido inseguro ante un grupo de cinco hombres hasta ahora.

-Dos tenientes y un capitán. -Dice Lily, al vuelo. Suena convencidísima, a Sirius se le eriza la piel de lo bien que finge la cordialidad al encontrarse con hombres peligrosos, de noche, sola. Señala el camino tras ellos, casi parece como si oyera acercarse a esos soldados que acaba de inventarse-. Estarán al llegar.

Los ojos de Skorzeny brillan con el ansia de la caza; ahora solo queda saber si morderá el anzuelo. Tres altos rangos son una presa mejor que ellos, pero quizá el asesinato de tres enfermeras y un sargento herido causará más estragos en la moral inglesa.

Skorzeny le suelta la mano. Abre paso a las chicas, que se adelantan para beber agua de la fuente y seguir con la función, pues de su interpretación depende que salven la vida o que mueran. Se separa lo justo para poder olerles el pelo cuando pasan a su lado; lo justo para que tengan que pedirle permiso para cruzar, lo justo para que lo hagan sin alzar la voz. Quiere oír cómo suenan sus voces en un tono suave, quiere verlas asustadas.

-Perdone -murmura Lily. 

Tras dos segundos de un silencio que se queda con todo el aire del bosque, Skorzeny da un paso atrás. Su actitud podría calificarse como caballerosa si no tuviera ese aire siniestro, ese hedor a muerte que exhuma por todos los poros de su piel. Las chicas son actrices buenísimas; si su miedo no fuera denso, físico, no se notaría lo asustadas que están. 

Sirius las espera mientras ellas beben agua, calculando qué soldado va a apuntarlo primero con el rifle y cuánto tiempo tardará en sacar el cuchillo de la bota antes de que le disparen.

Skorzeny no ha dejado de mirarlas en todo el rato. Observa cómo se agachan para llegar a la fuente, cómo se apartan el pelo para no mojárselo, cómo se secan los labios con el dorso de la manga, cómo bajan la vista para no tener que encontrarse con su mirada. Está tentado. Tentadísimo. Un tiro en la cabeza de Sirius, y las chicas no podrán escapar. Ni siquiera les dará tiempo a gritar. O sí, y será mejor.

Pero de improvisto, hace un gesto con la cabeza en dirección al campamento inglés y a los soldados que Lily ha dicho que venían tras ellos. Incluso en esa situación, al borde mismo de la muerte, Sirius no puede dejar de maravillarse ante la disciplina alemana. Recogen sus cosas, extinguen el fuego a talonazos y en cinco segundos ya están listos para irse.

-Bueno, -dice el teniente alemán-, que paséis una buena noche.

Skorzeny se dirige a las chicas mientras se toca el casco como si fuera el ala de un sombrero.

-Ladies, -les sonríe una última vez-, sargeant, -le vuelve a estrechar la mano con una fuerza titánica que le hace crujir los nudillos-, have a pleasant walk.

 

*

 

Cada grupo se va en direcciones opuestas: los alemanes en dirección al campamento británico, y ellos a escapar entre los árboles. Cuando Alice intenta darse la vuelta para ver si los siguen, Sirius la coge del brazo.

-No mires atrás, -susurra-, no corráis.

Bajan por el terraplén de hojarasca en silencio. A lo lejos, se divisa el río, una delgada línea plateada entre las zarzas. Las hojas muertas de los árboles suenan como papeles arrugados bajo los cuatro pares de pies. Sirius siente que si el sonido de sus pasos apresurados no los delata, lo harán los latidos de su corazón.

Cómo he podido olvidarme el rifle.

-Vamos, Sirius, vamos.

Lily y Alice tiran de él y Ada Stevens abre camino, aunque no sepa bien hacia dónde ir. 

-Vamos, vamos, vamos.

Le fallan las fuerzas, el miedo le impide pensar con claridad. Los siente tras ellos como sabuesos, se imagina que el rastro que dejan es visible como el vapor que dejan los cazas en el cielo, como los cometas que caen del cielo en las lluvias de estrellas.

El cuchillo, piensa Sirius, de pronto. Su única esperanza. Se agacha, se lo saca de la bota con un movimiento fluido, lo desenfunda y se lo tiende a las chicas. 

-Avanzad vosotras, iréis más rápido sin mí.

-¿Te crees que eres el único que prestaba atención a Alastor Moody?

Se levantan las faldas apresuradamente y de entre el revuelo de telas aparecen tres navajas suizas. 

-Vamos, Sirius.

Las hojas de los cuatro cuchillos brillan en la oscuridad mientras avanzan hacia la orilla, en un delicado equilibrio entre caminar rápido y correr despacio. Tras ellos, no se oye nada.

Las chicas tienen una clase de miedo a Skorzeny que Sirius, como hombre, nunca va a tener que experimentar. Ada es la que está más asustada; su cuerpo tiene tanto miedo que tiembla, pero cuando sus amigas le dan la mano, parece recobrar el control de su respiración.

-No se lo pondremos fácil -sentencia Lily, tirando de ella hacia el río.

El río es más profundo de lo que parecía. “No sé nadar”, gime Ada; pero ya está metiendo los pies en el agua. Prefiere mil veces morir ahogada antes que caer en manos de los hombres de Skorzeny.

El agua del río quema igual que el agua del lago donde Shacklebolt hacía sumergir a sus soldados en Inglaterra para poner a prueba su fuerza de voluntad. Las chicas cruzan de la mano tan rápido como pueden, intentando que la corriente no las arrastre. El agua les llega primero por las rodillas, y a mitad de camino los cala hasta la cintura. El camino se hace eterno, les parece que la corriente se los va a llevar, que tras ellos sonarán cuatro tiros y será lo último que oirán antes de sumergirse para siempre. 

Consiguen cruzar, primero Lily y Alice, luego Ada y finalmente Sirius, que necesita ayuda para alzarse y no resbalar en el barro.

-Vamos, vamos, vamos.

-Hacia allí -susurra Lily, señalando un grupo de árboles al final del prado.

En una fracción de segundo, Sirius decide que lo mejor es quedarse agazapados entre las zarzas, y tiene razón; para cuando se han echado en el suelo, ya se escuchan las voces de los alemanes en la otra orilla.

Skorzeny emerge de la oscuridad; lo han engañado, y ahora está furioso. Sus botas se hunden en el lodo mientras va de un lado a otro de la orilla, hasta que finalmente frena en seco y saca los prismáticos. 

Sus ojos barren la orilla, pasan por encima de su escondite y no los ven. Su teniente le dice algo. Hablan. Skorzeny debate con sus hombres, y entre todos llegan a una decisión: no les sale a cuenta cruzar el río y empaparse por la posibilidad de que las tres enfermeras y el soldado hayan escapado al otro lado. Tras cinco minutos en los que la vida de Sirius pasa por delante de sus ojos, lo ve rendirse. Se marchan.

Sirius se lleva un dedo a los labios, pero no hace falta; Lily, Alice y Ada están petrificadas. Pasa un buen rato hasta que reúnen el valor suficiente para abrazarse entre ellos, y aún así, siguen echados en el suelo, inmóviles, hasta que amanece.

 

*

 

En cuanto llega el alba y los primeros rayos de sol hacen brillar el agua, cruzan el río de nuevo por un lugar diferente, más cercano a la base, para estar el mayor tiempo posible en la orilla segura. Mientras caminan abriéndose paso entre la vegetación, Sirius siente cómo Ada le tira del uniforme.

-Tenías razón, Black.

-Eso siempre, Stevens. -La siente sonreír tras él-. Tendrás que ser más específica.

-Fui yo la que le puse el mote a Shacklebolt.

Sirius está bastante seguro de que le está volviendo a subir la fiebre. Tiene el hombro prácticamente inutilizado por el frío y el dolor, le arde la cabeza y le fallan las fuerzas; quizá por eso lo ve todo tan claro.

-¿Cómo se llama tu compañera de piso?

Ada sigue temblando.

-Margaret.

Es maestra, tiene veintisiete años y la está esperando en Inglaterra. Se conocieron seis años antes a través de otras amigas como ellas, y cuando vino el Blitz, las dos decidieron servir a su país como pudieron: Margaret se fue con sus alumnos a una zona rural, a salvo de las bombas, para seguir enseñándoles a leer y a escribir, y Ada empezó a formarse como enfermera militar para marcharse a Francia a curar soldados.

Ada consigue aguantarse hasta que ve el campamento a lo lejos y se da cuenta de que está a salvo, y entonces ya no puede más. Sus amigas le dan la mano, y cuando Sirius la rodea con el brazo bueno, se da cuenta de que él también está llorando de alivio.

 

II

 

Incluso desde lejos, el campamento está en movimiento, más del que suele haber a esa hora de la mañana, cuando los soldados aún no han formado para ir a desayunar. Los motores de los camiones en marcha, los hombres vestidos, las enfermeras arreglando botiquines a toda prisa, las secretarias y las traductoras corriendo de un lado a otro con mensajes, los mandos reunidos sobre un mapa.

A Sirius le parece que tarda una eternidad en llegar corriendo hasta sus superiores, y para cuando consigue alcanzarlos, tan solo le queda aliento suficiente para explicar por qué lleva toda la noche desaparecido en el bosque con tres enfermeras.

-Skorzeny, -se seca el sudor de la frente, lucha por serenarse-, está aquí. Ha sido él.

Lo que sea que haya despertado al campamento entero a esa hora de la mañana ha sido su culpa. Un sabotaje en las líneas eléctricas, un incendio, un asesinato, lo que sea. Pero tan solo Shacklebolt, que lucha por hacerse un sitio entre los oficiales que rodean el mapa, escucha lo que tiene que decir. Ambos hablan a la vez, se atropellan con las palabras.

-Skorzeny. Bosque. París. Eisenhower.

-Joachim Peiper está a unas horas de Saint Vith y viaja con veinte tanques. La quinta compañía no resistirá sin refuerzos.

Sirius inspira hondo. Ya está, por fin volvemos. Toma la decisión en un segundo: se va con sus hombres así, como está, herido. Uniforme limpio, rifle, munición. Andoni le trae su equipo y carga con la ametralladora, Jones y Granger vacilan al verlo en su estado, -con el uniforme embarrado, febril, tambaleante-, pero cuando Sirius gruñe y les tiende la mano para que lo ayuden a subir al camión, lo hacen sin ningún comentario.

Desde abajo, Shacklebolt los despide.

-Yo me encargo de Skorzeny, Black.

Una despedida apresurada, el camión ya arranca.

-Y yo de Peiper, mi teniente.

-Siento que vayan a irse solos -es lo último que les dice Shacklebolt-, pero no puedo. Todavía no puedo venir.

Andoni y Sirius se miran. Hasta ese momento, Sirius no se había fijado en cómo le tiemblan las manos. Un temblor espasmódico, rígido, traumatizado.

-No estamos solos, señor. 

Se tienen el uno al otro, y en las Ardenas les esperan el resto de sus hermanos. Shacklebolt asiente, esconde las manos dentro de la chaqueta y les dice adiós con los ojos, tragándose el remordimiento y el orgullo, encomendándolos a Dios.

Las dos figuras de Lily y Alice son lo último que ve antes de que el camión se lo lleve a Bélgica.

-¡No os separéis de Fleur! -les grita, a la desesperada-. ¡Lily, no te separes de Snape!

El campamento se hace pequeño y difuso, y desaparece. Espera que lo hayan oído.

 

II

 

Sirius duerme a ratos, apoyado en el hombro de Andoni. La fiebre le sube y le baja, pero ha podido cambiarse de ropa y ahora viaja seco y abrigado. El viaje dura todo el día, y tan solo paran durante diez minutos para repostar en otro campamento aliado antes de seguir hasta el bosque belga. En esa corta parada, empieza a nevar. La nieve, la lluvia y la niebla los acompañarán durante todo el mes que estén en Bélgica defendiendo.

Saint Vith es una ciudad pequeña, pero por ella cruzan siete carreteras que son clave para los aliados: les sirven para llevar suministros y tropas al frente y para evacuar a los heridos, y son la vía más directa desde Alemania hacia Amberes, el puerto donde el ejército británico desembarca todas sus provisiones y su combustible. Sirius intenta encontrarle lógica al plan de Hitler, -iniciar una ofensiva en pleno invierno, en un terreno inhóspito, sin apoyo aéreo-, pero no entiende cómo piensa quedarse resistir en Saint Vith durante mucho tiempo; una cosa es conquistar una ciudad momentáneamente, y otra muy distinta, mantenerla.

A los camiones les cuesta arrancar de nuevo, pero al final consiguen proseguir su camino. Las ruedas derrapan en el suelo embarrado, el frío se cuela por las rendijas del camión, la moral está por los suelos.

-Una vez mejore el tiempo, la RAF traerá bombarderos y se acabará todo -dice Elliott Granger. Protege la caja de la radio en el regazo y, cuando Sirius extiende el mapa en el suelo del camión para repasar la estrategia, ya se sabe las posiciones aliadas y enemigas de memoria. Sirius está demasiado cansado como para intentar luchar contra el instinto irreprimible que tiene el chaval de instruir a los demás, así que lo deja repetir las instrucciones mientras él se concentra en no volver a dormirse.

A las cuatro y media de la tarde, cuando quedan unos diez kilómetros para llegar a las Ardenas, el sol se pone y el camión frena para que bajen todos; no se pueden encender los faros estando tan cerca de las líneas enemigas, así que tendrán que caminar a su lado para guiarlo, pero por lo menos se librarán de cargar las mochilas un rato más, hasta que el camión no pueda adentrarse en el bosque. Entonces no tendrán más remedio que ir a pie con todo el equipo a cuestas hasta encontrarse con el resto de la compañía.

El aliento de los soldados cobra forma física con las temperaturas heladas; es como tabaco, como nubes; se eleva hacia el cielo y se desvanece.

-Así que Skorzeny estaba allí, en Holanda -dice Andoni, que le recoge la mochila y ni se molesta en responder cuando Sirius le dice que puede llevarla solo.

Sirius tiene la imagen de Skorzeny grabada a fuego: la cicatriz del duelo de espadas que le cruza la mejilla izquierda, los ojos oscuros y neblinosos, el perfil de la mandíbula cortado a cuchillo. Y la voz. París, Eisenhower. Esa voz.

-¿Crees que alguien que no sea Moody escuchará a Shacklebolt? -Murmura sombríamente. Si es verdad lo que dijo Skorzeny, Dwight Eisenhower corre peligro de muerte, y sería un golpe catastrófico para la moral aliada si los alemanes consiguieran capturar o matar al comandante en jefe de las fuerzas americanas-. No sé si puedo imaginarme a un enemigo peor que ese hombre, Saseta.

Andoni señala hacia la colina hacia donde se dirigen. El camión frena, los hombres se quedan petrificados.

-Yo sí.

Los cadáveres de setenta soldados británicos los reciben en las Ardenas.

Joachim Peiper ya ha pasado por allí.

 

III

 

Sirius se arrodilla al lado del primer soldado que ve. Tiene una expresión de eterna sorpresa en los ojos verdes y los labios azulados por el frío y la muerte. Le alivia no conocerlo, porque eso significa que no es de su compañía y que ni sus amigos, ni James ni Remus están entre esos cadáveres. 

-Sexta compañía -murmura al leer la etiqueta que lo identifica.

El chaval no debía tener más de veinte años, y su cuerpo ha quedado para siempre congelado con los brazos en alto.

-Sargento Black, venga aquí.

Savile está agachado unos pasos más adelante, a los pies otro muerto. Cuando llega a su lado, Sirius sabe que el capitán se ha dado cuenta de que ya no le valen las bravatas, ni los títulos nobiliarios, ni la cantidad de conocidos que tenga su padre en el Parlamento. Acaba de encontrarse cara a cara con la muerte por primera vez, y entiende que a la muerte no le importa quiénes eran esos soldados antes de la guerra. Da igual qué acento tenían, dónde estudiaron, cómo se apellidaban; los soldados que yacen a sus pies podrían ser cualquiera, desde un obrero del East End hasta un estudiante de Oxford como él.

Savile se levanta e intenta con todas sus fuerzas construir una frase coherente, dar una orden con sentido, aparentar ser el líder que nunca será.

-Hay que… 

No sabe qué hay que hacer. Sirius no lo culpa. Antes de Normandía, él tampoco pensaba que a veces los muertos tenían que quedarse atrás, que no se podía evitar que se pudrieran al sol o que se los comiera el frío.

-Hay que seguir, capitán. -Sus ojos barren la escena del crimen, y le basta un vistazo a los cadáveres y al terreno para entender lo que ha ocurrido-. Granger, avise por radio. 

Elliott despliega la radio y se lleva el intercomunicador a la boca.

-¿Qué quiere que diga exactamente, sargento?

Que la sexta compañía se rindió al verse sorprendida por la unidad alemana más temible del frente occidental, -ningún hombre va armado ni presenta heridas de batalla, es obvio que no han muerto luchando-; que los alemanes les quitaron los rifles y los hicieron andar hacia la frontera enemiga, -las pisadas que la nieve aún no ha cubierto revelan que venían de lejos-, pero que iban demasiado lentos para el ritmo que quería imponer el coronel de las SS que comandaba la división de Panzers, -las marcas de las orugas de los tanques se acercan a la masacre, y después se alejan y siguen por la carretera-. Setenta prisioneros de guerra. Setenta tiros en la nuca.

-Diga que Joachim Peiper no toma prisioneros.

Setenta ejecuciones a sangre fría, sin dignidad, sin humanidad. Granger farfulla, “la convención de Ginebra dice que…”, pero está claro que en la guerra que se está librando en las Ardenas no hay ley, no hay honor. Y no ganará el mejor, sino el más despiadado.

Granger avisa por radio de que la sexta compañía ha sido aniquilada por completo y que la división del coronel Joachim Peiper avanza por la E-25 hacia Saint Vith. Lovegood se quita el casco como si estuviera en un funeral, Jones se enciende un cigarro -”en honor a los caídos”, dice, mientras intenta prender el mechero sin que le tiemblen las manos-, Abbott y Hardy se santiguan, y Andoni se cruza de brazos y contempla la escena que años más tarde se convertirá en un sitio de peregrinaje histórico pero que ahora es tan solo una masacre caótica de cadáveres.

-No han dejado vivir ni al caballo -dice amargamente.

A partir de ahí, Sirius deja de pensar con claridad.

*

No sabe muy bien cómo ha llegado al lado del animal. No sabe cuándo se ha arrodillado a su lado, ni cómo lo ha encontrado al instante entre todos los cuerpos y entre la niebla que empieza a aparecer a medida que cae la noche. Eso es lo que más le asusta de todo: que hay un hueco en su memoria, un agujero negro que se ha tragado sus recuerdos desde que ha oído hablar a Andoni hasta que se ha visto a sí mismo arrodillarse junto al caballo blanco, un macho joven que yace en la nieve como si estuviera corriendo.

El animal era muy bonito. Su jinete, un intendente alto y delgado, yace junto a él; desmontó, lo mataron y luego encañonaron al caballo entre los ojos y dispararon, y ese fue el último tiro que se escuchó en la colina.

La sangre que le cae por el morro ya está congelada, y es todo lo que puede notar con los dedos, la sangre del animal. El mundo huele a hierro, a caballo y a su propio sudor.

Sus soldados le dicen cosas, pero no puede responder. Savile le da órdenes, pero no puede obedecer. Suda. Gime. Cuando coloca la mano en el cuello del animal y nota que la sangre de su interior todavía está caliente, se prepara para lo que viene. Sabe lo que viene. Entiende que lo que viene es lo que no ha experimentado ni cuando murió Regulus ni cuando pensó que tendría que terminar sus días sin volver a ver a James.

Ve al caballo, pero a la vez no ve nada. Se ahoga, se hunde. Se ahoga tanto que Andoni tiene que abrirle los botones de la camisa, se ahoga tanto que no podría disimular ante sus soldados aunque se le pasara por la cabeza fingir que ver ese animal muerto de un tiro en la frente no ha sido el detonante de un ataque de pánico que lo está estrangulando y que no lo deja respirar. 

Hay un instante de claridad en medio de la locura que es ahogarse a sí mismo en el que piensa que le gustaría quedarse allí para siempre, y morir así, quieto, sin dolor. Hacerse un ovillo junto a ese caballo y enfriarse con él, y dejar de existir cuando llegase el alba. Rendirse. O triunfar, quizá, si así es capaz de elegir cómo morir y no dejar que Joachim Peiper sea el dueño de su destino.

Forward
Sign in to leave a review.