Triunfar o Morir

Harry Potter - J. K. Rowling
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Triunfar o Morir
Summary
En 1944, las fuerzas aliadas se preparan para el desembarco anfibio más grande desde Alhucemas. El muro atlántico de los nazis, una fortificación kilométrica de misiles, minas y divisiones acorazadas al mando de Rommel, los espera en la costa francesa. Si consiguen atravesarlo, los soldados del frente occidental desembarcarán en territorio ocupado y deberán conquistar Francia, Holanda y Bélgica hasta llegar a Alemania, antes de que llegue el invierno, antes de que sea demasiado tarde.Esta es su la historia.
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Capítulo 24

I

Los nuevos reclutas son, por decirlo de una manera suave, especiales. 

Especialitos

Sirius no recuerda que él fuera igual de inútil cuando se alistó, le raparon la cabeza y lo mandaron a correr monte arriba con quince kilos de equipo encima. Quizás lo era. Quizás Shacklebolt también había sentido el irrefrenable instinto de atizarlos, o zarandearlos, o gritarles muy fuerte cuando él y James hacían el oso por el campo de maniobras, igual que están haciendo ahora sus hombres, en el bosque holandés, a las cinco y media de la mañana.

No me van a servir de nada si les pego un tiro es lo que se repite Sirius una y otra vez.

Extiende el mapa en el suelo, con los objetivos que tienen que tomar marcados en rojo. El vaho de los reclutas empaña la niebla de la mañana mientras se le acercan para observarlo.

-Cuando la tierra está fría, la humedad se filtrará en el mapa y se estropeará. -Explica Sirius, agachándose en cuclillas. Al principio alzaba la voz para que lo atendieran, pero ahora ha descubierto que si habla en susurros, se callan todos rápidamente para intentar averiguar qué está diciendo-. Tenéis que ponerlo así, sobre la el mimeta impermeable, o sobre la espalda de un compañero, o extenderlo a cuatro manos sin que roce el suelo. 

Se van a la guerra juntos en unos días, en cuanto a los chavales se les pase el susto de haber aterrizado en la Bélgica liberada y a Sirius se le cure el hombro lo suficiente como para manejar la ametralladora. Ha decidido que no hay tiempo para tratarlos de usted.

Uno de los reclutas lo apunta todo en una libreta, y a parte de que todas las libretas del mundo le hacen pensar en Remus y en consecuencia, lo ponen triste y de mal humor, Sirius se pregunta qué hará el chaval cuando tenga una duda en batalla. ¿Sacará la libreta en medio de los fogonazos alemanes?

Menos mal que los objetivos son de pega y estamos a salvo.

Hay otro que tiene la manía de quitarse el casco para tocarse el pelo rapado. Le debe dar gustito, o qué sé yo. No tanto como el gustito que le dará a un francotirador alemán cuando vea la cabeza al descubierto, claro. Está a punto de cantarle las cuarenta a los dos, pero no hace falta; basta una mirada de Andoni Saseta para que el primero suelte el lápiz y el segundo deje de toquetearse el pelo y fije la vista en el mapa.

-Sacad las brújulas -ordena Sirius.

Cronometra lo que tardan en hacerle caso y contiene un gruñido de impaciencia. El ruido que hacen rebuscando en los bolsillos es lo de menos; llevan tantas cosas inútiles encima que sus mochilas parecen el bolso de Mary Poppins. 

-¿Dónde se guarda la brújula, soldados?

Sirius ya ha aprendido a ignorar al que levanta la mano como un resorte cada vez que hace una pregunta cuya respuesta puede encontrarse en el manual del soldado. No hay que dejarlo que se emocione, si no no va a callarse. Y tampoco conviene que sus compañeros le tomen manía; no es bueno para nadie que los soldados no se lleven bien entre ellos.

Como nadie más responde, Sirius mira a Andoni. “Left front pocket”, dice, con ese acento que ametralla las tes y las erres. 

Consiguen sacar la brújula, y Sirius se la hace guardar en el sitio correcto y volver a sacarla un par de veces, mientras les hace repetir“left front pocket, left front pocket, left front pocket”. Cuando los ve suficientemente fastidiados como para que recuerden para siempre que la brújula va el en bolsillo frontal izquierdo, Sirius continúa. 

-Jones, las coordenadas. 

Adrien Jones consigue orientarse en el mapa en una cantidad razonable de tiempo y le da, muy bien, Jones, excelente, las coordenadas correctas.

-Cuando avancemos, nadie fuma, nadie tose, y nadie habla. En el bosque se pisa suave, y en campo abierto, siempre detrás de mis pisadas.

Andoni se pone la mochila que Sirius no puede todavía cargar al hombro, y tras asegurarse con una mirada silenciosa que está lo suficientemente bien para caminar, se pone el primero y echa a andar hacia el lanzamisiles ficticio que tienen que tomar.

-¿Por qué, señor?

-¿Por qué qué, soldado?

-¿Por qué se tiene que pisar detrás de sus pisadas?

Es Andoni el que responde sin girarse.

-Minas.

Y sigue su camino. Todos tragan saliva, nadie dice nada.

Igual no son todos un completo desastre. Abbott y Bones parecen asustados de estar allí, como dos caballos que son introducidos a la fuerza en una camioneta y aparecen en un estadio gigantesco, con luces por todos lados, y frío, y gente mirándolos; pero se comportan, dadas las circunstancias. Hardy, Spinnet y Jones no están mal, tampoco. El resto de chicos, en mayor o menor grado, también dará la talla. 

-Cuando avancemos, nunca, nunca, nunca hagáis nada que identifique a vuestro superior, -Sirius se cubre la insignia de sargento del hombro-, no lo llamen señor, ni mucho menos mencionen su rango. En batalla no importa, hay demasiado ruido, pero ahora que estamos en silencio y puede haber patrullas escondidas, los oficiales son el objetivo principal.

Todos asienten en silencio. Parece que no quieren, bajo ningún concepto, quedarse solos en el bosque sin Sirius, así que se concentran en hacerle caso y callan. Ni fuman, ni tosen, ni hablan mientras caminan en completo silencio.

Entre la nueva remesa de infantes, Sirius no distingue a ningún James: brillante, con la cantidad de valor suficiente para contagiárselo a los demás y que le sobre para él. No ve a ningún tirador con la puntería de Prewett, ni a ningún temerario como Bill. No hay nadie como Remus. Pero valdrán. Tienen que valer, no hay otra opción. 

Llegan a su objetivo, pero Sirius no dice nada y sigue avanzando, esperando a que alguno de ellos se dé cuenta. Sonríe con satisfacción cuando Abbott frena, mira a su alrededor, saca la brújula y frunce el ceño. 

-¿Algo que decir, Abbott?

Abbott abre la boca para decir “sí, señor”, pero se corrige para quitar el “señor” en el último momento.

-Erm, creo que, es posible que, ¿hayamos llegado?

Por toda respuesta, Sirius le palmea la espalda y Andoni frena la marcha, descarga la mochila y se sienta en el suelo a esperar que la instrucción de los chavales continúe.

-Hardy, haz recuento. -Dice Sirius en susurros, en parte para que le presten atención y en parte para poder recuperar el aliento que la caminata le ha quitado-. Siempre, siempre, siempre hay que hacer recuento, aunque les parezca obvio que estemos todos. La rutina hará que no se olviden de nada cuando realmente haga falta.

Sirius le tiende el mapa a Spinnet, que tras vacilar un momento, descarta extenderlo en el suelo húmedo y usa la espalda de Jones para desenrollarlo y marcar el objetivo tomado.

-Señor.

-¿Quieres que me mate un alemán, Hardy? ¿Es eso? ¿Tan mal te caigo?

-Señor…

-¡Nada de “señor”, coño!

-Señ–, perdón, es que… faltan dos hombres. Faltan…

Sirius suspira, un suspiro que suena más agresivo que un grito. 

Realmente, si hay que ser sinceros, los reclutas que combatirán con él son casi todos decentes.

Ahora bien. 

Esos dos. 

Esos dos.

-¡Me cago en Dios! -Sirius manda callar a Hardy y se cuelga el fusil al hombro-. Cuando vuelva los quiero a todos vivos, Saseta. -Gruñe, se quita las hojas que se le han pegado en el culo, se deshace del dolor en el hombro a trompicones-. A todos sin excepción. 

Andoni le gruñe a él.

-¿A todos?

-Si se mueren, asegúrate de que hayan sido los nazis, -Sirius se dispone a deshacer el camino de vuelta con una mezcla de nervios y rabia en el estómago-, porque el papeleo que tendría que hacer si te los cargas tú no me compensa.

*

La madre que los parió.

Ahora empieza a entender aquello que le decía Shacklebolt. “La úlcera, Black”, le decía, resoplando, acribillándolo con la mirada, “me va a reventar la úlcera”. Mientras Sirius camina todo lo rápido que puede, deshaciendo la ruta de la topográfica, sabe que a esos dos imbéciles no les ha pasado nada, lo sabe; pero aún así, aún así, siente algo muy desagradable en el sitio de la barriga donde está seguro que se forman las úlceras, al final será verdad que lo pusimos enfermo a gilipolleces, algo que si fuera miedo no tendría lógica, -porque no estamos tras líneas enemigos, están a salvo, todos a salvo-, y que por tanto no es, no puede ser, miedo.

Y efectivamente, tal y como sospechaba, se los encuentra ilesos. Sirius respira, los mato, los voy a matar, mientras nota que el dolor del hombro le gotea dentro del cuerpo, se esparce y le obliga a cerrar los ojos un momento.

El peor de los dos es el rubio. El rubito, el rubito de los cojones que lo trae por el camino de la amargura. 

Por qué, Señor. Porqué. 

Para empezar, el nombre. Que no es lo peor que puede pasarle a alguien, -lo de tener un nombre estrafalario-, y los nombres no definen a la persona -generalmente-. Aún así, hasta el nombre es irritante. Cuando Andoni intentó leerlo en voz alta de la lista de recién llegados, pareció que pronunciarlo le dolía físicamente. 

-¿Jennyqué? -dijo Sirius, entornando los ojos. Lo había visto intentar aprender inglés con Tonks, y la cosa no había funcionado.

-No. Xeny. -Andoni le tendió la lista bruscamente-. Xenynosequé. ¡Yo qué sé!

Xenophilus. El tío se llama Xenophilius.

-Pero Phil ya me está bien -dijo Xenophilius Lovegood, con una expresión en los ojos que indicaba que, de todas maneras, estaba muy lejos de allí, en un lugar súper feliz donde no tenía que obedecer si no le apetecía.

Si solo fuera el nombre

La cámara. Siempre con la camarita de fotos. Documentando la guerra como quien va una tarde al muelle de Brighton a comer algodón de azúcar y a jugar a las maquinitas. 

Eso es lo que le ha pasado a Xenophilius Lovegood, que se ha entretenido a retratar el paisaje. Lo ve llevarse la cámara a la cara, guiñar el ojo para fijarse en lo que sea que está fotografiando, disparar y sonreír como un crío cuando oye el click del disparo.

En realidad, no es que Lovegood no quiera obedecerlo. Sirius tiene la sospecha de que simplemente, no puede obedecer. No sabe. No tiene capacidad. Y aunque no desobedezca a posta, tampoco es que hacer caso le venga especialmente en gana.

Pero el otro.

El otro.

Mientras lo ve, Sirius cambia de idea y decide que el otro es definitivamente el peor de los dos.

Dientes de conejo, respuesta para todo, voz acelerada y puntería pésima. Y a ese sí que le gusta obedecer. Es más, lo necesita. Se desvive por hacer caso, por probar ante todos y ante sí mismo que puede, que está a la altura. 

Por eso, Sirius está seguro de que su plan inicial era ir bien pegadito al de delante, averiguar las coordenadas con el mapa, contestar a todo lo que le preguntasen, y ser el mejor. Seguro que ha sido Lovegood el que ha detenido la marcha para sacarle una foto a una mariquita, o a su propio pie, o lo que sea, y el otro se ha rezagado para evitar que se quede atrás y la fila se rompa.

-Lovegood, todo el mundo sabe que si usas film en temperaturas bajo cero, las fotografías te saldrán borrosas por las esquinas.

Ah, amigo, piensa Sirius. Acabáramos. Elliot Granger no ha podido físicamente seguir caminando hasta haber corregido a su compañero; porque Elliot Granger sabe más de fotografía que un fotógrafo, sabe dónde se guarda la brújula un buen soldado, y lo único de que no sabe en esta vida es que será el cadáver más sabio de toda la compañía cuando los nazis lo maten.

Repite, “todo el mundo lo sabe”, y luego, “es consecuencia de la congelación de los productos químicos del carrete”. Resopla cuando Lovegood pasa olímpicamente de él y sigue trasteando con la cámara, se cruza de brazos, resopla otra vez.

-¡Lovegood! ¡Granger!

Incluso la manera de cuadrarse que tienen le molesta. El primero se cuadra blando, coño, mal, muy mal, y el segundo parece un cohete a punto de despegar al espacio. El chiflado cósmico y el listillo sideral. Apañados.

Sirius les grita, qué va a hacer. Les abronca bien fuerte y los castiga a volver corriendo al campamento. “¿Juntos?”, pregunta Granger, y Sirius sonríe porque sabe que eso es lo peor del castigo, “¿pero no teníamos que ir despacio y en silencio?”, dice Lovegood, y Sirius gruñe y les eleva el castigo, ordenándoles que en cuanto lleguen, se den la vuelta hagan la topográfica otra vez, desde el inicio, los dos juntitos, despacito y con buena letra. Y arreglado. Más o menos.

Realmente no sabe por qué no le ha quitado la cámara a Lovegood y no se la ha estampado contra el suelo todavía, pero de lo que está seguro es de que si Granger no fuera el sustituto de Peter, ya se lo habría cargado. Dos tiros, y silencio, bendito silencio.

Solo cuando deja de oír los pasos de sus soldados y está seguro de que no hay nadie a su alrededor, se deja caer al suelo. Inspira con fuerza, suelta el aire suavemente. El hombro le duele a rabiar.

Echa mucho de menos a James. 

Mira a su alrededor, atento por si escucha algún pájaro entre las ramas, algo que le indique que el bosque sigue con vida. No oye nada.

Echa tanto de menos a Remus que su ausencia le duele físicamente. 

 

II

 

A Sirius nunca le había gustado obedecer hasta que encontró a hombres lo suficientemente buenos como para merecer su obediencia. Hombres con los que triunfar, hombres por los que morir, hombres a los que someterse con gusto y con ganas. Moody, Shacklebolt. James. Remus. Una vez se dio cuenta de que hacerse mayor podía significar elegir padres y hermanos, familia, se entregó sin reserva a los que había elegido, y ya no miró atrás.

En sus primeros días como sargento con veinte chavales a su cargo, Sirius está aprendiendo que tiene que ganarse su obediencia para que sea verdadera, para poder luchar junto a ellos como es debido. 

También está aprendiendo, muy a su pesar, que va a llegar un punto en esa guerra en el que va a tener que desobedecer a su nuevo capitán. Pasará. Será así. Lo tiene más o menos asumido, con todo lo que conlleva desobedecer una orden directa de un superior.

Está intentando reservarse su acto de desobediencia para el inevitable momento en el que el capitán Savile le de una orden tan estúpida que ponga en peligro su vida, o peor aún, la de sus soldados, así que ahora no le queda más remedio que obedecerlo ciegamente y hacer todas las chorradas que le pide, por muy absurdas que sean.

Vuelven de la topográfica recortando el camino para que Granger y Lovegood los alcancen y así llegar al campamento como grupo completo. Sirius les ha enseñado todas las cosas que cree que pueden serles útiles y que nunca les enseñaron en Inglaterra; cosas poco importantes como guardarse siempre un cuchillo en la bota; cosas importantísimas, como cambiarse los calcetines cada día, “un calcetín sudado es un pie congelado, caballeros”; y quizá lo más importante de todo, lo único que deben saber para salir con vida de esa guerra, lo que va a salvarlos en cualquier situación y ante cualquier cosa que usen los alemanes contra ellos:

-¡Alerta permanente, soldado! -ladra Sirius, muy cerca de la oreja de Jones cuando lo ve despistarse, haciendo que suelte el mechero y que sus compañeros contengan la risa a duras penas.

Hay muchas cosas que a Sirius le hacen desconfiar del nuevo capitán. Algunas son tonterías que puede perdonar, como por ejemplo recibir a sus reclutas con un cigarrillo en la mano sabiendo que ellos no han podido fumar, o ir sin casco cuando la norma dice que hay que llevarlo siempre puesto. Tampoco les da más instrucciones, lo cual le parece directamente trágico porque los soldados se le escabullen antes de que pueda frenarlos y no es buena idea tener a veinte jóvenes mano sobre mano, especialmente si esos jóvenes van a entrar en batalla en unos días. Pero bueno. Eso tiene un pase.

Sirius le tiende el mapa con la topográfica realizada. Savile hace como que lo mira un poco por encima antes de volver a su té y a su cigarro matutinos. Le ofrece un cigarrillo americano de pitillera de cuero con monograma, se lo enciende y sonríe beatíficamente mientras lo ve fumar.

Lo que Sirius no tolera de Savile es que sea un clasista de mierda.

Savile no ha gastado sus cigarrillos americanos con ningún otro soldado aparte de Sirius. Le ha olido los restos de aristocracia que aún debe llevar pegados, y ha pensado que le conviene arrimarse a él, como le ha convenido ese puesto, -capitán en la ofensiva de las Ardenas-, para subir escalafón rápida y efectivamente.

-Con su permiso, capitán, -se ha fumado el cigarro tan rápido que se ha mareado. Tira la colilla al suelo, la pisa, construye una sonrisa que espera que parezca sincera-, voy a ir a ver al teniente Shacklebolt a la enfermería.

Ni tan mal. Interacción superada. Sirius no ha tenido que compartir anécdotas de sus días en Oxford, y Savile no lo ha deleitado con historias de chicas de las que se aprovechó con su acento y sus modales impecables. En lo militar, lo mejor para no obtener una respuesta indeseada es no hacer la pregunta, y por eso Sirius simplemente, afirma lo que va a hacer. Cordialmente, pero afirma. Se nota que Savile está haciendo memoria para acordarse de quién es Shacklebolt, pese a que es mucho más importante saberse el nombre de sus inferiores que el de sus superiores.

-El negro, ¿no?

Savile debe encontrar gracioso que haya un teniente negro en el ejército británico, y “negro” es lo que lo diferencia de cualquier otro soldado, lo único que lo hace destacar.

-El teniente Shacklebolt, el único teniente que está en la enfermería -dice Sirius, en una pirueta diplomática que le drena todas sus fuerzas para interactuar con su capitán en lo que queda de día. Quiere con toda su alma añadir “héroe para sus soldados, papi para sus hijas y la enfermera Alice, Kingsley para su señora, Shacklebolt para su mejor amigo. Ese Shacklebolt”; pero incluso en su estado mental de rabia, de desdén, de ira provocado por la injusticia que es que un novato elitista trate a su teniente como un soldado de segunda, sabe que lo que más le interesa para conseguir su objetivo, -visitar a su teniente-, es estar de buenas con Savile.

-El negro -repite el capitán. Antes quería confirmación, ahora quiere oírselo decir. Y de paso, quiere que lo obedezca. Lo exige, lo ordena.

-Correcto, señor.

Y Sirius lo hace. Agacha la cabeza, se deja apalear, se traga la rabia para conseguir irse a la enfermería, aunque lo haga hirviendo por dentro.

 

III

 

Shacklebolt tiene la vista fija en la nada. Está drogado por la morfina y por la pena, y no reconoce nada ni a nadie. Lily le da agua poco a poco, le limpia el sudor de la frente y le habla para que reaccione, pero parece que el alma del teniente no ha regresado todavía a su cuerpo.

Después del momento de lucidez cuando regresaron, Shacklebolt se ha retraído en sí mismo de una manera que Sirius no había visto en ningún soldado hasta la fecha. Y no es para menos. Cada vez que piensa en lo que les contó Andoni, “lo retuvieron durante horas”, con esa manera tan escueta que tiene de hablar, “al principio pensábamos que querían interrogarlo, pero solo querían divertirse”, con ese acento que suena como una ristra de disparos, “cuando nos lo devolvieron, pensábamos que no sobreviviría”, a Sirius le hierve la sangre y siente la misma rabia que siente cuando está detrás de la ametralladora y el fragor de la batalla le nubla la razón. Espera que antes de que Moody acabara con los diez nazis que torturaron a su teniente, lo supieran: que iban al infierno, que no había perdón por sus pecados. Que si creían en Dios, se dieran cuenta, en sus últimos momentos, de que su ira caería sobre sus almas con fuerza divina, para toda la eternidad.

Sirius coge una silla para sentarse a su lado. Shacklebolt no responde al sonido chirriante de las patas arrastrándose por el suelo, lo cual es muy extraño porque, como buen discípulo de Moody, su teniente siempre estaba alerta. Tampoco responde cuando Sirius le pone la mano en el pecho y le habla suavemente. “Teniente, soy Black, soy Sirius. Estoy aquí.” 

Sirius prueba a retroceder en el tiempo. A ver si así.

-Sargento Shacklebolt.

Nada. No hay reacción. “Kingsley” tampoco funciona, obviamente, porque ellos dos nunca se han tuteado. Los ojos de Lily están anegados de lágrimas cuando asegura que a veces los soldados necesitan tiempo para volver de la batalla. 

-Igual deberías dejarlo descansar, Sirius. -Le sigue intentando dar agua, le sigue refrescando la cara, le sigue cuidando con una entrega titánica, incansable, heroica-. Te llamaré si hay cambios.

Pero Sirius no quiere irse sin probar una última cosa. Busca en los bolsillos de la chaqueta del teniente, murmura si conozco a este hombre, esto tiene que funcionar, rezando para que aún esté, para que no se le cayera, para que no quedara tras líneas enemigas.

No hubiese hecho falta la foto. Sirius lo sabe. Con tan solo decir sus nombres, -Jane, Anne y Elisabeth-, Shacklebolt hubiese reaccionado.

La sonrisa triunfal de Sirius es para enmarcar. 

En cuanto coloca la fotografía en su campo visual, los ojos del teniente enfocan, al fin. La cortina vidriosa que le empaña la vista se hace a un lado y de golpe, su mirada se vuelve cristalina. Alerta, inteligente.

Kingsley Shacklebolt pronuncia sus primeras palabras en cuatro días.

-¿Están bien?

Sirius no puede hablar sin llorar, boquiabierto ante la grandeza que vive en el corazón de ese hombre; así que es Lily quien lo vuelve a acostar en la cama y le asegura que su mujer y sus hijas están bien, en Inglaterra, en casa. Shacklebolt respira tranquilo. Sirius ya ha conseguido reiniciar su conciencia, y ahora asisten al milagro de verlo despertar de su aturdimiento, aunque sea por unos segundos.

Sirius podría haber predicho lo segundo que dice su teniente cuando consigue aclarar sus pensamientos y deduce dónde está y qué ha pasado, y no se habría equivocado. Familia y amistad; el amor es la base que lo hace un gran hombre, es la esencia que tranquiliza a Sirius, que le hace pensar que Kinglsey Shacklebolt estará bien. Pese a todo, estará bien.

Tiene la esperanza de que su teniente deje de luchar contra el sueño y el aturdimiento de la morfina y vuelva a dormirse. Querría darle la noticia más adelante, cuando estuviera más fuerte y pudiera encajarla mejor. Sin embargo Shacklebolt repite “Alastor”, y Sirius siempre ha pensado que la verdad es siempre la mejor opción; y de todas maneras, aunque hubiese querido mentirle, no habría sabido cómo. 

Pero no hace falta. Shacklebolt se hunde en la cama y emite un sonido animal cuando recuerda por sí solo lo que pasó. Sirius se pregunta si estará pensando en lo que les contó Andoni: en la figura colosal de Moody, recortada entre la colina, separando la tierra del cielo; bajando sin protección, disparando el rifle como si fuera una ametralladora; sin nadie que lo cubriese, sin nada tras lo que protegerse; disparando con rabia y con puntería, con ira y con destreza; levantando a su amigo a pulso y subiendo con él a cuestas por la colina. Y muriendo cuando coronó la cima, solo cuando se dio cuenta de que no había rematado a los nazis de un tiro en la cabeza y dándose la vuelta cuando uno de ellos, en su último aliento, lo apuntó con un Bren y acertó. Y aún así, contó Andoni, Alastor Moody tardó unos segundos en morir, el tiempo justo para entender que estaba dejando la Tierra, pero que lo hacía junto a su mejor amigo. Mientras James remataba al alemán con uno de los fusiles que había atinado a robar de un cadáver y Andoni los guarecía con su propio cuerpo, Alastor Moody murió en brazos de Kingsley Shacklebolt. Quiso decir algo, pero de su boca solo brotó sangre, negra como la tinta; y dejó de existir, en la última colina que había coronado, habiendo triunfado por última vez.

-Murió por salvarme. -Murmura Shacklebolt, al fin, cuando vuelve a ser dueño de su voz-. Murió salvándome el culo.

Sirius niega con la cabeza y le sonríe.

-El capitán Moody estaba hecho para la guerra, señor. No iba a sobrevivirla para vivir en tiempo de paz. Y si tenía que morir, no se me ocurre una manera mejor de que dejara este mundo, -a Shacklebolt le cuesta mantener la compostura, Sirius tiene que carraspear para poder continuar-, matando nazis, teniente.

Shacklebolt le devuelve la sonrisa. Le pesan los ojos con la paz que Sirius le ha dado; se agarra a la fotografía de su familia y al recuerdo de su amigo, y se abandona al sueño.

-No se preocupe, teniente. -le dice Sirius, mientras Lily lo cubre con las sábanas y pide silencio para que duerma tranquilo-. Usted descanse. -Ya está dormido cuando Sirius le hace una promesa-. Ahora nos toca a nosotros.

 

IV

 

Remus ha vuelto.

Entra en la habitación de Sirius. Tiene barro en las botas, en la cara, en el pelo. Se quita el casco de la cabeza y lo tira al suelo, deja caer el botiquín sobre la cama, se desabrocha la chaqueta. He vuelto, le dice, para estar contigo.

Remus siempre vuelve a primera hora de la tarde, cuando Sirius tiene un rato libre puede irse a su habitación a descansar, tras asegurarse de que a sus hombres no les falta de nada y solo si consigue escabullirse de las estupideces de Savile.

Ya no lleva chaqueta. Ya no lleva camisa ni botas. La mirada es divertida, con esas cejas finas que se levantan para censurarlo y esa sonrisa que lucha por no hacerse más grande y siempre pierde. 

Remus vuelve cuando Sirius se relaja en la cama, cierra los ojos y se mete la mano en los pantalones. Incluso cuando vuelve así, en su fantasía, se le atasca la camiseta en la cabeza y cuando consigue quitársela, tiene el pelo alborotado, -a veces Remus tiene el pelo que tenía en Inglaterra, cuando aún no había llegado a su vida para sacudirla hasta los cimientos, cuando su imagen todavía no lo hacía suspirar y gemir en voz baja-, y esa cara, esa cara que pone cuando sabe que va a reírse de él por lo torpe que es.

A veces, cuando Remus vuelve y Sirius ya está sudando y tiene su nombre en la punta de la lengua, se van a Blythe Manor. A estirarse bajo el sauce del lago y besarse hasta que tienen los labios en carne viva, o a elegir botellas de vino de la bodega, las que sean, las que te apetezcan, Remus, y a darse besos ebrios con lengua y saliva en la oscuridad del sótano donde todo huele a polvo y a alcohol.

Pero esa vez, Remus ha vuelto a su habitación. Allí, con él. No hay tiempo para irse a otro sitio, Sirius tan solo quiere correrse, quiere que Remus se arrodille frente a él, se la coma, así, joder, Remus, así, hasta ese punto en el que querría ahogarlo de lo bien que lo está haciendo, y luego se estire boca abajo en la cama y le pida que se lo folle, y córrete dentro, necesito que te corras dentro de mí

En su mente, Remus gime cuando se corre, y en la realidad, Sirius no va a aguantar mucho más.

El cuerpo de Remus está hecho de recuerdos; de lo que es tocarlo, acariciarlo con suavidad bajo la ducha en La Valette, -su cara contra su pecho mientras los demás hablaban y él lo tocaba en silencio, y Remus se mordía los labios y no podía creerse lo que estaba ocurriendo-; de arrancarle gemidos a lametones, de tirar de su pelo para obligarlo a abrir la boca, de ordenarle que saque la lengua y que lo mire a los ojos, y métetela hasta el fondo, pórtate bien, soldadito; de órdenes que son súplicas y de súplicas que son órdenes. Recuerdos que le hacen echarlo tanto de menos que le entran ganas de llorar, recuerdos que le hacen correrse bruscamente con el movimiento furioso de su mano y que le impiden hacer otra cosa que no sea murmurar su nombre.

Sigue tocándose hasta que se ha corrido del todo y luego un poco más, hasta que le duele. Y deja la mano ahí, dentro del calzoncillo mientras recupera el aliento.

La segunda vez ya no necesita correrse rápido pero todavía necesita pensar en Remus porque una vez no es suficiente; entonces pueden ir juntos a Blythe Manor. Le suda todo el cuerpo y la habitación huele a nostalgia y a semen. 

Llegan en un modelo de Jaguar que todavía no se ha inventado y que ni siquiera tiene la posibilidad de capota; va siempre descapotado porque en la fantasía de Sirius, en la Inglaterra que comparte con Remus nunca llueve y la carretera es tan nueva que pueden viajar sin frenos. Él conduce, Remus se queda sin palabras cuando doblan el recodo y Blythe Manor emerge de entre las encinas que bordean la carretera.

-¿Todo esto es tuyo?

El ala norte y el ala sur confluyendo en la gran cúpula de piedra gris; los jardines de rosas, la fuente con los ángeles brotando agua, el laberinto de cipreses, la maraña de ventanas en el ático, las nubes sobre los torreones como coronas blancas.

-No, -le besa el cuello, se guarda el chiste fácil, todo esto es mío y la casa también, porque se siente demasiado enamorado como para hacer otra cosa que no sea ser feliz a su lado; hace rugir el coche solo para asustarlo y que lo censure con las cejas y la sonrisa-, todo esto es tuyo.

No hay nadie para recibirlos; ni familia, ni visitas, ni servicio. La casa está sola, y lo primero que le enseña es la biblioteca porque sabe que esa biblioteca no ha estado completa hasta que Remus ha puesto los pies en ella, y también porque Sirius Black, pese a ser un infante sin remedio, no es un hombre tonto. 

-Llámame si me necesitas -es lo que le diría cuando Remus se olvidase de él y se encaramase a las escaleras de madera para llegar a las estanterías superiores y empezar a sacar todos los libros que querría leerse durante el verano.

Sirius agradece que le cueste tanto volver a correrse, que casi le duela, que tenga que luchar por seguir, porque así Remus, -que en realidad está atrincherado en la niebla belga pero que en su mente lleva suéter azul y respira agitadamente por mí, espero, no por tanto libro, ¿no?-, podría darse la vuelta en la escalera y empezar a desabrocharse los pantalones.

-Te necesito ahora.

Pantalón por los tobillos, ¿seguro que me necesitas?, Sirius ya tiene su erección a la altura de la boca y ya se está relamiendo los labios, para lo que tengo en mente necesito un poco de ayuda, Sirius tocándose, remontando, a punto de correrse otra vez pensando en él, ¿no puedes tú solito?, tocándose tanto que está seguro que se va a dislocar la muñeca, o algo, y entonces no podrá ir con Remus, a comerme el culo a mí mismo no llego, me temo, que se da la vuelta en la escalera y lo deja con la boca seca en persona y en su mente. Si se lesiona de tanto pensar en él, -cosa del todo plausible a estas alturas-, no podrá volver a su lado y decirle que lleva dos semanas imaginándose que le lame desde los testículos hasta el culo y que se muere ahí, mientras lo ve sonrojarse y restregarse contra sus labios, pidiéndole que siga, que no pare, que se lo folle así, contra la escalera, que lo ame en Blythe Manor, cuando el verano todavía no ha empezado y tienen toda la vida por delante.

Se corre tanto que se mancha todo el estómago, se corre tanto que se queda dormido casi al instante, en una cama que está muy lejos de Inglaterra y todavía más lejos de Remus.

 

V

 

Cuando cae la noche, sus soldados han descubierto el antiguo arte militar de robar cerveza y esconderse con para bebérsela; que se escondan tan mal, -a menos de diez metros de él, riendo escandalosamente y acallándose unos a otros con unos shhhhhht potentísimos-, y que beban tanto, -acaparando, eructando, avasallándose unos a otros-, tiene su gracia, la verdad.

-Teniente, ¿nosotros también éramos así de inútiles?

Shacklebolt se ha levantado hoy de la cama por primera vez. Ha tenido la grandeza de ser lo suficientemente humilde como para pedir ayuda, lo suficientemente listo como para responder a la condescendencia de Savile con un dignificado silencio, y lo suficientemente orgulloso como para aguantar la caminata de la cama hasta el banco en el exterior de la enfermería sin quejarse. Por la mañana, le han notificado que le darán un permiso para ir a Inglaterra durante unos días, y el cambio en él ha sido espectacular.

-Traduzca “inútil” al francés y verá cómo Saseta me da la razón en que eran ustedes más inútiles.

Parece que Kingsley Shacklebolt incluso tiene la fuerza suficiente para meterse con él de nuevo. Cuando Andoni pregunta, “¿qué ha dicho? ¿ha dicho mi nombre?” Sirius lo acalla con unas cuantas palmaditas en el hombro. Oyendo a los idiotas de sus soldados, que se han atrincherado en la parte de atrás de la enfermería, como si el muro fuera insonorizado, piensa que tampoco le hace falta confirmación de su propia idiotez, que puede vivir sin que le reafirmen lo mongólico que era.

Shacklebolt permite que Andoni lo ayude a sentarse en el banco y lo que es peor, permite que Sirius le dé un cigarrillos americano de origen dudoso. Huele el tabaco rubio, inspecciona el canuto perfectamente liado, entorna los ojos.

-¿De dónde…?

-No haga preguntas sino quiere respuestas, señor, eso es de primero de militar.

Ha sido humanamente imposible resistirse a mangarle la pitillera a Savile después de haber sido testigo de la visita que le ha hecho a su teniente. “Recupérate pronto, chico”, le ha dicho, sin malgastar más saliva con él.

Chico.

A un hombre diez años mayor que él. A un héroe anti-fascista. A Kingsley Shacklebolt. 

A su Kingsley Shacklebolt.

La pitillera estaba ahí, en el bolsillo trasero del pantalón, pidiendo por favor que la rescataran del culo del capitán, y Savile técnicamente no le ha dicho que no puede robarle sus cigarrillos de pijo para que Shacklebolt se los fume, así que técnicamente Sirius no lo ha desobedecido.

Shacklebolt gruñe pero le acepta el cigarrillo, “no sabe que robar está mal, ¿Black?”, deja que Andoni se lo encienda con una cerilla porque desde que volvió tiene un temblor en las manos que parece no querer irse, “deberíamos dejar de fumar tanto, nos hace débiles y dependientes”, da una larga calada del primer cigarrillo que se fuma en una semana y trata de que no se le note lo mucho que lo está disfrutando.

-Podría decirse que robo a los imbéciles para dárselo a los negros. 

Shacklebolt se atraganta con el humo y con la risa, le cuesta muchísimo reñirlo.

-Que sus soldados nunca le oigan hablar mal de un superior, Black.

Sirius fuma, “coño, teniente”, le da un par de cigarrillos a Andoni, “que no desembarqué ayer”, intenta hacer malabares con la pitillera y la caja de cerillas sin demasiado éxito. Hacer malabares le recuerda a Roger Davies, -que era un maestro-, y a James, -que era un maestro en ser un completo desastre-. También le recuerda a Remus, sentado tras esa pianola milagrosa, aquella noche antes de la invasión de Bélgica, cuando le tocó un poco de Beethoven y le hizo darse cuenta de lo tonto que había sido por no habérselo comido a besos durante todo el verano.

Se relajan fumando. Andoni cierra los ojos y echa la cabeza para atrás, saboreando el cigarrillo furtivo, y Shacklebolt escucha a los nuevos soldados. Parece que la nicotina ayuda a que sus manos se relajen. Sirius sonríe cuando los oye, obviamente, quejarse de sus superiores. De lo mal que lo hace uno, de lo hijo de perra que es el otro, de lo incompetentes que son todos.

-Dicen que tiene una Cruz de la Victoria.

Sirius está bastante seguro de que el que habla es Jones. Algunos parece que le dan la razón, otros, como él, no están de acuerdo. Savile solo tiene las condecoraciones reglamentarias de los oficiales recién salidos de la academia militar, de los niños con carrera universitaria que han entrado directamente a tenientes y capitanes sin haber tenido que empezar desde abajo.

-Yo he oído que tiene dos.

-Anda ya, eso es imposible.

-Dicen que se acostaba con Marlene Drietrich hasta que se cansó de ella.

-Eso sí que es imposible.

-¿Tú lo has visto camelarse a las enfermeras? Yo creo que es perfectamente posible. De hecho, me parece la única opción posible.

-No, digo que es imposible cansarse de Marlene Drietrich.

-Lo que está claro es que es un canalla, se acostara con Marlene Drietrich o con cualquier otra mujer.

-No, señores. -Adrien Jones se hace tanta gracia a sí mismo que le cuesta horrores ser tan solemne como pretende-. El sargento Sirius Black es un canallita.

No puede ser.

No puede ser que se estén choteando de él.

No puede ser que Shacklebolt lo lleve viendo venir desde la primera frase y que se lo haya callado.

No puede ser que sus soldados se estén riendo, su teniente se esté riendo, que incluso Andoni se esté riendo.

-Madre de Dios. -Murmura Sirius para sí mismo, afligido-. Qué mayor me he hecho.

Tiene una cicatriz de guerra que le duele y le hace estar de mal humor, tiene ganas de acostarse temprano después de dos cigarros y una cerveza y lo más grave de todo, tiene un mote.

“¡Por el canallita!”, sus chicos brindan tan fuerte con las cervezas que es un milagro que no se les rompa ninguna, Spinnet hace una imitación de él que le cuesta reconocer que sea tan buena, “left front pocket, left front pocket!”, se ríen, beben, se siguen choteando.

-Andoni, ¿ de verdad sueno así?

-Me temo que sí.

-Podría ser peor, Black, -Shacklebolt le palmea la espalda-, si quiere, le cambio mi mote por el suyo ahora mismo.

Sirius se aguanta la risa lo mejor que puede.

-Nosotros no tuvimos nada que ver, señor, se lo juro.

Lo sabe, por supuesto que Shacklebolt sabe cómo le llaman las chicas entre risillas. Si los soldados que entrenó Kingsley Shacklebolt eran tan absolutamente alelados como los que Sirius Black está entrenando ahora, lo lleva sabiendo desde que la enfermera Stevens, -porque fue ella, pondría la mano en el fuego-, lo vio entrar un día en el hospital de campaña a que le vendasen alguna herida, o algo, y se mordió el labio inferior mientras sentenciaba: “menudo papi, chicas, menudo papi”. Lo miró de arriba a abajo; las botas que pisaban tan fuerte, las manos consultando el reloj de bolsillo, como si no tuviera tiempo para estar herido, las venas del cuello, las venas, chicas, yo no sé de qué está hecho este papi, os lo juro, los labios que le decían “míreme esto, por favor, enfermera Stevens, que me duele”, -un corte, un moratón, una contractura, un padrastro, lo que fuera-, y que la dejaron sin habla; y ya. Ahí nació el mote, ahí empezó la leyenda.

-Me supo mal hasta que se lo conté a Jane y se estuvo riendo al teléfono durante cinco minutos.

Los hombres se meten de lleno en la tangente de las chicas, -previsible-, y la conversación versa hacia las novias que tienen en Inglaterra, las enfermeras, y Fleur Delacour, -irremediable-. “Es guapa de llorar”, dice Dennis Spinnet, “es guapa de dar miedo”, la voz de Benny Abbott es un susurro de ensoñación, “es guapa de pintarla en un cuadro”, Albert Hardy suspira una, dos y hasta tres veces.

-Supongo que sabréis que era la jefa de una célula de la Resistencia, ¿verdad?, y que arriesgó la vida por catorce judíos que tenían escondidos por toda Francia, ¿sabíais eso? Y que…

-Joder, Elliott. Podemos admirarla por lo que hizo y por la cara que tiene, -gruñe Hardy-, digo yo, no sé.

Pero Granger ya ha arrancado y no tiene la capacidad de frenar.

-... y el sargento Black es duro con nosotros, sí, claro, pero es porque espera grandes cosas de todos. Su objetivo es prepararnos no solo para sobrevivir si no para triunfar, y yo he venido aquí a eso, a triunfar, a ganar, a acabar con la injusticia del nazismo; creo que deberíamos escucharlo muy atentamente, es muy posible que una de las cosas que nos diga nos salve la vida más delante. Ha visto morir a muchos de sus compañeros, participó en las primeras oleadas del Desembarco y sí, efectivamente, tiene una Cruz de la Victoria, y en Antwerp…

-¡Lo sabía!

-Es evidente, Hardy, las Cruces se anuncian en la London Gazette, todo el mundo lo sabe

Ese sonido debe ser la botella que Granger deja en el suelo. El chaval farfulla, “me voy a repasar el alfabeto militar”, como si no se lo hubiera aprendido en su primer día de instrucción en Inglaterra, y en tres segundos ya les ha deseado las buenas noches atolondradamente y ha doblado la esquina en dirección a su dormitorio. Cuando lo ve y Granger se da cuenta de que el sargento Black, el teniente Shacklebolt y el misterioso Andoni Saseta han estado escuchándolo todo, tan solo siente un débil placer al verle esa cara de conejo sorprendido en la carretera por los faros de un coche.

-Buenas noches, Granger.

El joven soldado se le cuadra y le dedica uno de sus saludos estratosféricos, rígidos como un bicho muerto, y desaparece antes de que pueda decirle lo buen soldado que es y lo orgulloso que está de él.

Shacklebolt todavía se está riendo cuando vienen las enfermeras a reñirlo y a llevárselo a descansar.

 

VI

 

El bosque está tranquilo cuando las enfermeras y Sirius han dejado a Shacklebolt en la cama y han decidido, insensatamente, ir a dar una vuelta hasta el manantial de agua que hay en el bosque. Las chicas están hartas de la enfermería y necesitaban aire fresco, y Sirius se ha ofrecido a acompañarlas porque tiene que comprobar cuánto puede caminar sin desfallecer. Lily, Alice y Ada se han sentido más seguras junto a él, pese a que no corren peligro; el frente está a varios kilómetros. Por eso Sirius ha decidido que el fusil puede quedarse en el campamento, si total, lo único que va a hacer será maltratarle el hombro y si total, lo único que quiere hacer él es interrogar a Stevens sobre el tema Shacklebolt.

-Confiesa, enfermera, fuiste tú quien lo bautizaste.

Alice y Lily se ríen, Ada se cierra la cremallera de la boca con la mano y tira la llave. Los rizos rubios le brillan bajo la cofia con la cruz roja; es de las pocas chicas que todavía no ha renunciado al pelo largo. Sonríe mientras camina, pero no suelta prenda.

-Madre mía. Por el bien de la salud mental de tu novio, espero que no sea uno de esos que se ponen celosos si sus mujeres piensan en otros hombres.

La respuesta de ella, “no tengo novio ni me interesa tenerlo”, es tan previsible que podría habérsela ahorrado, sinceramente. Es lo que todas las enfermeras responden cuando los soldados se ponen pesados, cuando los han curado tan bien que se olvidan que estuvieron a punto de morir y entonces se dan cuenta de que la mujer que los ha salvado es rubia con los ojos azules.

-¿Tú crees que tus novias nunca miraron a otro hombre estando contigo?

-Lo que importa no es que miren a otros mientras están contigo, es que piensen en otros mientras estáncontigo. Y eso, amiga mía, estoy bastante seguro de que no me ha pasado.

Las chicas se miran entre ellas, Alice tose con algo que suena sospechosamente como “canallita”, y si Lily no estuviera absorta pensando en James, lo miraría peligrosamente.

-Te he dicho que los novios no me interesan, Black. Estoy estupendamente con mi compañera de piso, en Londres.

La fuente de agua está más al otro lado de la colina, y la cuesta que hay hacia allí le está quitando el aliento para caminar pero no para meterse con Stevens.

-Si de verdad no tienes novio, y permítame que lo dude seriamente porque esos hoyuelos tuyos son la perdición de aproximadamente la mitad de la quinta compañía, quizá te podría interesar alguno de mis nuevos reclutas. Son tontos como un zapato, pero son entrañables.

Lily corta la conversación en seco, justo cuando Ada le está atizando en el brazo bueno para que se calle. Señala hacia la fuente. Hay cinco hombres allí, rellenando sus cantimploras, riendo, fumando. Sus corazones se olvidan de latir durante dos segundos hasta que distinguen los uniformes americanos.

-Genial, -dice Sirius, dejando que el alivio le invada el cuerpo, echando a andar hacia ellos-, si tienen cigarrillos, igual podré rellenar la pitillera del imbécil de Savile antes de devolvérsela.

-¿Y qué vamos a ofrecerles a cambio? -dice Stevens, alisándose el delantal y siguiéndolo bien de cerca.

-Si tú quieres, la posibilidad de una cita con una atractiva enfermera apasionada por los hombres más mayores. Plan sin fisuras.

Los que están en cuclillas se levantan, los que han dejado el fusil al suelo lo recogen. Se tensan y se relajan casi al mismo tiempo al ver que solo son tres mujeres y un soldado evidentemente herido. 

-Mis amigas y yo tenemos una pregunta, -le sonríen cuando lo ven abrirse camino entre ellos y beber a morro de la fuente-, ¿qué aceptaríais a cambio de un puñado de vuestros cigarrillos milagrosos?

El más alto de todos, un joven imposiblemente rubio, le sonríe mientras le dice que se les han acabado los cigarrillos, y a Sirius le hace tanta gracia su acento que está tentado de hacerle repetir la frase solo para escucharlo, aprendérselo y enseñárselo a James cuando vuelva a verlo.

-¿De qué parte de América eres? Nunca había oído a ningún americano hablar así.

El soldado se encoge de hombros, y cuando dice “Kentucky”, los demás se ríen. 

Esa risa sin gracia, amenazante y oscura, le eriza el vello de la nuca y lo vuelve a poner alerta; le despierta los instintos de soldado y le obliga a mirar discretamente hacia las raciones de combate que están cocinando y a comprobar, -joder, joder, joder-, que son raciones alemanas.

-Requisadas de un prisionero -explica el rubio, cuando lo pilla observándolas.

El campamento está demasiado lejos, no han avisado a nadie de que se han marchado, y Sirius no va armado.

Así que siente. Y sonríe. 

-Kentucky, suena bonito. -A lo mejor es americano de verdad, a lo mejor me lo estoy imaginando todo-, ¿qué hacéis por aquí, tan lejos de la base americana?

El hombre que se ha mantenido más a la sombra se levanta del tronco de árbol donde estaba sentado como una pantera desperezándose.

-París, -dice, en un acento que, definitivamente, no es americano-, Eisenhower.

Los demás vuelven a reírse, y el rubio explica que van a París, a hacerle una visita al comandante de las fuerzas americanas.

El líder del escuadrón se adelanta para dejarse ver. La luna descubre sus ojos oscuros, su andar poderoso, su cuerpo colosal, su cicatriz en la mejilla izquierda; profunda, hecha a cuchillo. 

La luna lo delata.

Cuando Sirius le pregunta su nombre, miente. Cuando le pregunta qué van a hacer en París exactamente, no responde.

Porque no sabe inglés.

Le sonríe a medias, con la mitad de la cara que no tiene cicatrices.

Porque en este bosque no hay testigos de lo que va a hacernos.

Le tiende la mano.

Para medirme, para ver a quién se enfrenta.

Mientras Sirius se la estrecha con firmeza, los ojos de Otto Skorzeny le calan el alma.

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