Triunfar o Morir

Harry Potter - J. K. Rowling
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Triunfar o Morir
Summary
En 1944, las fuerzas aliadas se preparan para el desembarco anfibio más grande desde Alhucemas. El muro atlántico de los nazis, una fortificación kilométrica de misiles, minas y divisiones acorazadas al mando de Rommel, los espera en la costa francesa. Si consiguen atravesarlo, los soldados del frente occidental desembarcarán en territorio ocupado y deberán conquistar Francia, Holanda y Bélgica hasta llegar a Alemania, antes de que llegue el invierno, antes de que sea demasiado tarde.Esta es su la historia.
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Capítulo 22

I

Han pasado dos noches desde que Remus se sentó al pie de la cama de Sirius, le tomó el pulso y le dijo que James había desaparecido, y desde entonces, su único objetivo ha sido recuperarse lo más rápido posible. Se levanta varias veces al día y mueve el brazo, recreándose en el dolor y en su debilidad, notando que con cada paso todo le molesta menos y la fuerza vuelve a su cuerpo.

Justo cuando Alice lo está ayudando a dar unos pasos temblorosos, la presencia atronadora del capitán de la quinta compañía se adueña de la enfermería igual que una invasión aliada. Moody camina desgarbadamente, como si caminar correctamente fuera a quitarle tiempo de ganar la guerra, y la suya no es ni siquiera una cojera de verdad, sino más bien un andar abatido y furioso a la vez. Cruza la habitación, saludando con gruñidos afectuosos a todos los enfermos que reconoce. Le pide a Alice que los deje solos, y le ordena que se siente de nuevo en la cama. Sirius obedece, intentando que no se note lo mucho que le duele la cabeza y el intenso ardor que le atenaza la espalda. Se guarda de hacer el saludo militar, porque en esos momentos de su rehabilitación duda seriamente de que alguna vez pueda recuperar la movilidad necesaria en el brazo para levantarlo sobre la cabeza.

-Dentro de poco podré volver, mi capitán -dice, en cuanto se ve con fuerzas para que la voz le salga firme. 

Moody se deja caer a su lado, la cama cruje bajo su peso. En la enfermería, el tabaco está prohibido para todos excepto para él, que se enciende un puro con una cerilla. Da varias caladas, saborea el humo y lo suelta como una locomotora de vapor, y la humareda los envuelve de la misma manera que la niebla invernal envuelve el bosque Holandés.

-¿Cuánto le queda de recuperación, Black?

Difícil saberlo. Snape no le dirige la palabra, ni mucho menos le informa de su propio estado físico. Después de salvarle la vida, vuelve a tratarlo con la misma cordialidad y calidez que de costumbre. Le raciona la morfina y los calmantes a la mínima dosis, argumentando que alguien con su “proclividad para sucumbir al vicio” sin duda se volvería adicto, “es por tu bien, Black”, y se debate entre dejarlo ir al frente con la herida todavía supurante o forzarlo a quedarse en la retaguardia, a sabiendas de que no va a soportar que su compañía se vaya sin él.

-Espero que no mucho, señor. -Es todo lo que puede decir sin mentirle.

Moody le pide que se suba la camiseta y examina su herida con ojo crítico. 

-La suya es una herida de un millón de libras, soldado -concluye al primer vistazo.

Sirius ya lo sabe. Le ha tocado la lotería; tiene una lesión que le permitiría perfectamente regresar a Inglaterra si se quejara un poco más, si moviera el brazo un poco menos. Ni siquiera tendría que mentir. Podría estar de vuelta en el siguiente barco, con los demás heridos de guerra, y empezar a vivir su vida.

-No voy a irme. -Es todo lo que piensa decir sobre el asunto. Sirius pertenece a la guerra, y se adentrará de cabeza en la última gran ofensiva alemana como el infante formidable en el que se ha convertido: sin dudas y sin objeciones. 

Moody no le ha pedido que se quede, pero no esperaba otra respuesta de él. Permanecen un rato en silencio mientras el capitán se termina el puro, y ambos piensan en sus dos mejores amigos y en el vacío que han dejado en el ejército.

-¿Cómo estás, chico?

No le está preguntando por el disparo. 

Sirius está bien. Sorprendentemente bien. Entumecido, seguramente. Aún intentando asimilar la noticia de que James se fue a patrullar y ya no volverá; que lo han matado en algún lugar de bosque belga; que tiene que decirle adiós a su otro hermano, y seguir.

Sirius siempre ha corrido tras James -en Normandía, en Bélgica, en Holanda-, porque pensaba que no iba a poder verlo morir, pero ahora casi le gustaría haberlo visto. Saber qué ha pasado con su cuerpo, dónde le dispararon, cuáles fueron sus últimas palabras, -¿un chiste? ¿una orden? ¿un insulto?-, si estuvo con Andoni y con el teniente o si fue el último de ellos en morir. Quién lo mató. Qué clase de persona fue la que lo vio, caminando en silencio con sus amigos, y apretó el gatillo. Si se le rompieron las gafas cuando cayó al suelo. Si registraron su cuerpo, como ellos habían hecho tantas veces con los alemanes que habían matado. Si encontraron la foto de Lily junto a su corazón.

-Solo espero que no tuvieran miedo, capitán. 

A la muerte, quiere decir. A lo que viene después. Solo espera que fuera rápido, que no sintieran dolor, que acabara pronto. 

-No puedo permitir que te hundas, hijo. Te necesito, ahora más que nunca. -Moody da el duelo de ambos por terminado con unas cuantas palmadas cariñosas en la cara. Hay algo oscuro en su voz; algo tenebroso y premonitorio cuando se le acerca para confesarle, por fin, por qué ha venido a verle-. Ya vienen, Black. Ya están aquí.

*

La misma mañana en la que el infierno se desataba en aquél prado holandés donde Sirius rozó la muerte, el pueblo bavarés de Berchtesgaden amanecía apaciblemente. Las primeras nevadas habían cubierto las calles con una alfombra blanca, y la guerra aún no había teñido de rojo la nieve todavía virgen. Las mujeres hacían cola en las tiendas para canjear su cartilla de racionamiento, los niños se abrigaban para ir a la escuela, las chicas caminaban en grupos hacia la oficina de correos a por noticias de sus novios en el frente. Y de vez en cuando, al menos una vez al día, todos y cada uno de los habitantes de Berchtesgaden alzaban la vista hacia la montaña de Kehlstein, pues en su cima, encumbrada a los cielos por un mantón de nubes perennes, el Nido del Águila se erguía impasible, proyectando su eterna sombra sobre Bavaria.

En la casa más alta del pueblo, en lo más alto de la montaña nevada, un pastor alemán dormitaba a los pies de su amo. La monumental chimenea de piedra crepitaba en la sala de reuniones donde Blondi yacía bajo la gigantesca mesa de mármol, dejándose acariciar detrás de las orejas por una mano familiar, antes firme, ahora temblorosa. Aceptaba las caricias, sabiendo que ese movimiento suave ayudaba a su amo a calmarse. Cerraba los ojos, agradecida, y tan solo cuando el otro hombre hablaba, -piel cetrina, mejillas hundidas, ojos de ave rapaz-, se le tensaban las orejas y se ponía alerta.

A Blondi no le gustaba ese hombre. 

-Podemos ganar, mi Führer. -Susurraba el Ministro de Propaganda. Su esposa Magda, la única mujer a la que a veces se le permitía asistir a las reuniones de la cúpula militar nazi, no decía nada. No hacía falta. No había azaña que su líder, el hombre que los había rescatado de la humillación del tratado de Versailles y los estaba llevando hacia la gloria germánica, no pudiera lograr-. Hay que atacar.

Encerrado en el Nido del Águila, Adolf Hitler se consumía por ganar una guerra que llevaba perdiendo desde que cometió el error de invadir Rusia. La mano que acariciaba al pastor alemán se detuvo, y apenas tembló cuando el Canciller del Reich se irguió en la silla y fijó sus ojos vidriosos en el mapa extendido frente a él.  

Las palabras de Joseph Goebbels se mezclaban con el cóctel de anfetaminas, barbitúricos y cocaína que su médico le administraba a diario, y la combinación de todos esos venenos siempre era incendiaria. 

El animal alzó la cabeza, atento.

Hacía rato que el Mariscal del Aire Hermann Goring se había desabrochado la chaqueta del uniforme especialmente diseñado para él. Sus ojos azules, dos fantasmas de lo que el piloto fue un día, relampaguearon imbuidos por el alcohol, y su dedo forrado de anillos de oro judío se posó teatralmente sobre el mapa.

-Saint Vith.

La expresión de Joseph Goebbels se volvió hambrienta ante la revelación del futuro de Alemania. Lo veía, lo veía clarísimamente: una ofensiva secreta en el frente occidental, donde nadie los esperaba. Mientras los ojos del mundo estaban puestos en el frente ruso, el águila germánica descendería sobre el bosque holandés sin que nadie la esperase, y silenciosa, batiría sus alas al abrigo de la nieve, dueña del bosque, dueña del mundo, y se llevaría a su presa antes de que ésta pudiera siquiera pensar que la estaban observando. 

-Saint Vith -repitió Goebbels.

Después de la victoria en las Ardenas Belgas, los pueblos eslavos se unirían a los judíos en los campos, y con esa mano de obra y las reservas de combustible que recuperarían, el Reich de los Mil Años empezaría su reinado sobre la humanidad. 

Los generales, sin embargo, no estaban tan convencidos. Alrededor de la mesa, se cruzaron miradas indecisas y se revolvieron, nerviosos. La Luftwaffe de Goring había sido prácticamente aniquilada y la mayoría de alemanes hacía tiempo que se habían rendido, aunque la propaganda de Goebbels dijera lo contrario. Sin embargo, después del atentado fallido al Führer por parte de los altos mandos militares, los generales que sobrevivieron a la purga fueron convocados a Nuremberg, y en el mismo palacio donde cuatro años antes se había ideado la Solución Fina, firmaron su propia sentencia: un contrato de su puño y letra, ligando sus victorias en el frente y su lealtad a Hitler a la integridad de sus familias.

Ninguno de los hombres convocados a la mesa de Berchtesgaden se opuso a la última gran ofensiva alemana. 

El general Georg Hindelmann pensó en la RAF, al mando del bombardero en jefe Arthur Harris, con los aviones llenos de combustible, esperando a que el tiempo mejorase para aniquilarlos. Luego pensó en su mujer Hilda y en sus hijos, Hans y Alexander. Y calló. 

El comandante de la Marina Bruno Loerzer se deshizo de sus dudas rápidamente. Sus batallas se estaban librando en el Pacífico junto a los japoneses, y ahora les tocaba morir a las tropas de infantería ligera, a los locos de la Hitlerjugend, a los que ansiaban la gloria de la guerra. Que la tuvieran, si tanto la querían.

El resto de los generales presentes en Berchtesgaden tampoco dijo nada. Ninguno de ellos pensó en los jóvenes alemanes que darían su vida por la última gran locura de Hitler, ni en las familias que recibirían la carta que les informaría de la muerte de sus hijos. De todas maneras, pensaron, Hitler hacía tiempo que no escuchaba a sus generales, sobre todo después del complot contra su vida. Dejaba que hombres como Goring y Goebbels, -colosos de la propaganda ilusoria, con una percepción de la guerra más parecida a una leyenda germánica que a la realidad-, dictaran sus políticas. Hitler se había encargado personalmente de aniquilar a los únicos militares con honor del ejército alemán, y se había rodeado de hombres aduladores y débiles. Había conseguido, al fin, lo que siempre había querido: que no quedara una sola persona en Alemania con el valor suficiente para oponerse a él. 

El destino de la Segunda Guerra Mundial todavía no estaba decidido. 

Alemania todavía podía ganar. 

El soldado más formidable del Tercer Reich todavía no había entrado en escena.

Blondi apoyó la cabeza en el regazo de su amo, y la sala se llenó de sus gruñidos cuando  cuando sus colmillos brillaron en dirección al resto de hombres.

-Saint Vith -sentenció Hitler.

A sus pies, al sonido de su voz, el perro aulló como un lobo.

*

Moody parece que le esté dando el  pésame cuando le explica la situación actual en el frente occidental.

-A primeras horas de la mañana, la 67ª División Acorazada de la Wehrmacht se ha movido hacia las Ardenas. Ya han tomado la ciudad de Saint Vith, y se acercan a Bastogne.

El miedo que siente Sirius cuando Moody le explica el peligro que corren acelera la mecha de sus recuerdos: las tardes de instrucción durante la primavera en Inglaterra, cuando Shacklebolt los confinaba en el barracón y les martilleaba la estructura y los rangos del ejército alemán. Muchos nombres han cambiado, -Rommel ya no está, Hundelberg murió en Normandía, Froischen fue castigado al frente ruso-, pero la 67ª División Acorazada sigue al mando de uno de los coroneles más temibles que han luchado en la Segunda Guerra Mundial.

-Los tanques de Joachim Peiper -murmura. 

Moody confirma sus peores temores.

-Me voy a por sus cadáveres. -Sirius se da cuenta entonces de que Moody lleva el fusil a la espalda y varias granadas al cinto-. Se merecen que los encuentre. Saseta quería descansar en un cementerio militar. Y los padres de Potter.. y Jane… Cuando los localice, haré que vaya la Brigada Mortuoria a por ellos. Entonces, me marcharé con nuestros hombres. -Sirius no lo entiende, no entiende nada-. Te voy a ascender al puesto de Potter. Longbottom te cubrirá mientras te recuperas, y te unirás a nosotros en cuanto puedas disparar.

-Señor…

-Tienes que confiar en mí, chico. Es lo único que nos queda ahora. 

Confiar, obedecer. Sirius asiente, no pregunta más. Joachim Peiper yendo a por Remus y el resto de los hermanos que le quedan mientras él está atrapado en la retaguardia, postrado en una cama sin poder siquiera disparar, es insoportable. 

-No hace falta que nadie me cubra, señor, voy con mis hombres.

Moody exhibe la primera sonrisa divertida que le ha visto en toda la guerra.

-Te regalo mi parche si consigues cruzar la enfermería sin desmayarte, chico. -Le da un par de palmadas solidarias en la espalda que lo hunden en la cama y le hacen ver las estrellas. Sirius gruñe, pero ni se molesta en intentar levantarse-. Considérate ascendido a sargento. -Le hace la señal de la cruz más blasfema que Sirius ha visto en la vida y le planta la insignia de sargento en la mano para que se la cosa en el uniforme cuando tenga fuerzas para ponérselo: ahí acaba toda la ceremonia-. No puedo hacerte teniente todavía porque no tienes los puntos, pero si convenzo a Churchill, ¿aceptarías el puesto?

Las cosas están peliagudas para Alastor Moody si tiene que depositar el destino de la quinta compañía en el hijo de Orion Black, que lo mira en pijama, sentado en una cama de hospital, con el hombro hecho trizas. Sin embargo, cuando Sirius asiente sin vacilar, Moody sonríe.

-Potter tenía razón. -Se levanta, le estrecha la mano con firmeza, sella su destino-. No te pareces nada a tu padre.

*

Mientras Sirius se acomoda en la cama para pasar otra noche más en la enfermería, no puede dejar de darle vueltas a lo que le ha dicho Moody cuando le ha pedido que vaya a la sala de abastecimiento el día siguiente. “Como sargento, es importante que estés allí con tu escuadrón”. Su escuadrón, -los chicos que Shacklebolt transformó en hombres, los soldados que James convirtió en hermanos- está ahora a su cargo, y antes de irse, han venido a jurar lealtad a su nuevo príncipe. El deber los reclama en vanguardia de la guerra, pero aún tienen dos días para intentar hacerse a la idea de que irán a luchar sin padre, solos por primera vez desde que desembarcaron en Normandía.

Sirius siente tanto dolor por James que todavía no se ha hecho a la idea de que cuando consiga llegar hasta sus hombres otra vez, se los encontrará sin líder; y que cuando vuelva a ponerse tras la mirilla de la ametralladora, Andoni no estará a su lado para ayudarlo a vencer.

Los hombres congregados alrededor de su cama se mantienen en pie tan precariamente que parece que una leve brisa vaya a tumbarlos. Sirius no sabe qué hacer para levantarles el ánimo; nunca ha tenido el optimismo contagioso de James ni la presencia tranquilizadora de Shacklebolt, pero su estilo de liderazgo emerge a la superficie cuando les asegura, simplemente, que irá con ellos en cuanto pueda.

-Y más os vale esperarme para ganar, -les advierte-, que no me entere yo de que alguien se ha llevado la gloria sin mí.

Se ríen por primera vez desde que los alemanes descabezaron el liderazgo de la Compañía, y cuando Frank le dice “no se nos ocurriría, sargento”, le recorre un escalofrío por la espalda. Nunca se ha sentido tan en primera línea de batalla como entonces.

 

IV

 

Lily lo despierta cuando todos los relojes de Europa dan las doce. Los demás enfermos duermen en sus camas de metal, y la única luz que hay en la enfermería es la lámpara de la mesa donde la enfermera Stevens está escribiendo los informes de los heridos. Arrastra una silla y se sienta junto a él. No han hablado en todos esos días, ambos temiendo lo que desencadenará su conversación, pero Lily no puede demorar más lo que tiene que decirle ni lo que quiere enseñarle. Lo despierta suavemente, le sonríe con tristeza, y le da el último ejemplar de la London Gazette.

Sirius se encuentra de frente con una Millie Mae radiante, del brazo de un americano con pinta de haber hecho su fortuna recientemente y de no hacer muchas preguntas sobre el pasado.

-Superviviente nata.

“Hubieras sido un buen padrino de boda”, dice el telegrama de Millie que Lily le pone en las manos. Se refiere al matrimonio que le hubiese gustado tener, con el hombre al que había querido de verdad. Lo hace sentirse egoísta por haberla juzgado, lo hace querer ser mejor hombre de lo que ha sido en ese momento. No sabe si Millie cree en Dios ni si los judíos tienen Cielo como los cristianos, pero la cantante debe pensar que si hay vida después de la muerte, Sirius tiene más posibilidades de encontrarse con Regulus antes que ella y por primera vez en la vida, necesita que le haga un favor: que si muere en la guerra y se reúne con su hermano, le pida que la perdone.

-Tu chica…

-La de mi hermano.

-... tiene razón. -Musita Lily-. No hubiera habido mejor padrino que tú, Sirius.

Suavemente, le quita la London Gazette de las manos y pasa las páginas hasta llegar a la sección donde el ejército publica los receptores de la Cruz de la Victoria. Ahí, bien claro, Sirius puede leer su propio nombre. Black, Sirius. Soldado de la quinta compañía de Infantería, Segundo Regimiento, Royal Army. 

Y más abajo, en la sección de los caídos por la patria, separado de él para siempre, está James.

-Se ha ido, Sirius. -Dice Lily-. Se ha ido de verdad.

Que la mitad de las Cruces se den póstumamente es una consecuencia lógica de lo que representan; el sacrificio es la esencia de la victoria, y el coraje era la esencia de James Potter y de todos esos soldados que nunca volverán a casa para recibir el mayor honor que su país puede darles. El señor y la señora Potter van a tener que encontrar consuelo en esa pequeña cruz dorada, sabiendo que Inglaterra estará en deuda eterna con su único hijo.

Haber visto el nombre de James en ese periódico ha sido como haber visto su esquela. Bélgica duerme, James ha muerto y Lily ya no puede postergar más enfrentarse a la carta que solamente debe abrir cuando sepa que su novio no volverá a casa. Pero no quiere estar sola. No puede estar sola. Necesita estar con el mejor amigo del hombre al que ama como no amará a ningún otro. Así que Sirius, simplemente, la acompaña.

Lily abre el sobre lo hace con sumo cuidado, para poder guardarlo toda la vida tal y como James se lo dio. No comparte con Sirius lo que dice la carta, y él tampoco se lo pide; quiere dejarle intimidad y quiere abrazarla a la vez, quiere mirar hacia otro lado pero no puede evitar leerle los labios. Y cuando Lily murmura su propio nombre, Sirius oye la voz de su amigo, pronunciándolo con esa sonrisa cristalina que lo iluminaba todo.

Aún recuerda su respuesta cuando le preguntó qué pensaba conseguir con esa carta. “Hacerla reír desde el Cielo, o lo que sea”, dijo James, encogiéndose de hombros, subiéndose las gafas con el dedo, haciéndose la mochila para irse a la guerra, conjurando la magia del amor con esa sencillez de niño que lo caracterizaba. Y como predijo, hay un momento en la carta, entre todo el dolor que una persona es capaz de sentir, en el que Lily se ríe. Una risa temblorosa y anegada de lágrimas. Una risa que es, en sí misma, una de las grandes victorias de la guerra. 

Mientras la madrugada llega y los alcanza, Sirius se promete a sí mismo cuidarla: protegerla con fiereza, estar junto a ella calladamente, guardarla de todo mal. Para siempre. Para todos los años que les quedan sin James. Para el resto de sus vidas.

En silencio, lo jura solemnemente.

-Nadie nos advirtió, Evans. -Sirius la abraza, Lily llora-. Nadie nos advirtió de que íbamos a quererlo tanto.

En silencio y con Lily entre sus brazos, Sirius entiende que debe despedirse de su mejor amigo. Hasta que podamos volver a correr juntos, sargento Potter. Hasta la victoria, hasta el triunfo de la muerte. 

Hasta siempre, Jimmy.

Quizás es mejor no haberlo visto morir. No verlo quieto, frío, derrotado. Cuando piense en él, podrá verlo como en una de las fotografías que los hombres buenos llevan cerca del corazón: bromeando, luchando, ganando; riendo cuando Remus, tras esa pianola, tocó una canción que venía de América; enamorado de Lily cuando ella le prometió, ante todos los soldados de la quinta compañía y en palabras de Billie Holiday, que volverían a verse; noble como son los inocentes, valiente como el mejor de los infantes. 

Nunca lo verá vencido. 

Lo verá en los días de verano, en el sol de la mañana, en los prados de Normandía donde ahora crecen las flores. En todo lo bonito de la vida.

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