
Capítulo 19
I
Sirius se pasa los días que quedan antes de la invasión de Holanda entrenando a Andoni con la ametralladora. El ejército inglés ha recibido una inyección de dinero importante de parte de Eisenhower, lo cual les permite olvidarse de lo caro que es entrenar a sus hombres: los pilotos vuelan tanto como quieren, los soldados de caballería echan combustible a los tanques hasta hartarse y los infantes no reparan en munición. A finales de 1944, la instrucción se vuelve un lujo que ni los rusos, ni mucho menos los alemanes, tienen a esas alturas de la guerra y que evita que la moral decaiga en exceso, porque todos saben que, cuanto más entrenados estén, menos sangre se derramará en el campo de batalla.
A Sirius le gusta entrenar con Andoni, porque pese a que podrían comunicarse en francés, no suelen hablar demasiado. Sirius no sabe si ya era así de callado antes de que le faltase Inar, pero sospecha que sí. Prácticamente se podría decir que Sirius solo está poniendo a prueba su imperativo. “Carga las balas”, “sujeta la culata”, “cambia el cañón”, mientras disparan a las botellas de cerveza que han colocado en la distancia; “cuerpo al suelo, Andoni, no levantes la cabeza”, “cuando queden tan pocas balas tienes que preparar las siguientes”, “fija bien las patas al suelo, no puedo apuntar bien si la ametralladora se mueve”. Andoni es un soldado más curtido que Sirius, pero nunca había disparado con ametralladora y concentra todas sus fuerzas en dominar el arte de asistirlo, para probar ante todos y ante sí mismo que el sitio en el ejército británico es merecido, que no está ahí por caridad; Lily le ha bordado el nombre en la chaqueta, Saseta, A. , y la placa identificativa con su número de militar le cuelga del cuello. Si vive, quiere ver Londres. Si muere, quiere que lo entierren en un cementerio militar, con ellos.
El sonido ensordecedor de la ametralladora acaba aturdiéndolos después de rondas y rondas de disparos, y eso es justo lo que necesitan. No pensar. No pensar en nada. No pensar en Inar, no pensar en Regulus.
Tan pronto como Sirius tiene unos segundos para pensar, siente que la oscuridad vuelve a engullirlo, amenazando con llevárselo a las profundidades del dolor hasta ahogarlo. Disparar, disparar, disparar. Se van al día siguiente a Holanda y Andoni hace tiempo que está más que listo, pero les da igual. Más balas, más balas, más balas. Hasta que no puedan matar de verdad tienen que contentarse con matar de mentira y con imaginarse el daño que harán en unos días. La venganza es un sentimiento poderoso, mucho más fácil de sobrellevar que la pena.
Por más que les gustaría practicar su puntería hasta acabar con toda la munición del ejército británico, a veces hay que parar, aunque sea para nimiedades totalmente innecesarias como comer o dormir. En uno de los descansos que Sirius se obliga a hacer para no lesionarse el brazo de tanto aguantar el arma contra su hombro, descubren que les rugen las tripas de hambre.
-Vamos -dice Andoni, consultando su reloj de muñeca-, nos vamos a quedar sin comer.
Recogen la ametralladora en silencio y mientras se encaminan hacia la cantina, Sirius sonríe al ver que Andoni recoge unos cuantos casquetes vacíos de las balas que han disparado y se los guarda en el bolsillo, de recuerdo, como cada vez que disparan juntos.
Remus está comiendo mientras lee las cartas que le envía su padre, que siempre son larguísimas y nunca contienen nada importante. El señor Lupin escribe largas peroratas sobre el tiempo que hace en Plymouth -a donde aparentemente se ha mudado con su hermana-, sobre lo bonito que está el jardín comunitario donde cultivan verduras para pasar el invierno, y sobre lo mayores que están los primos de Remus. No le pregunta nada a su único hijo ni da explicaciones sobre qué ha hecho con la casa donde lo crió.
-Él es así -dice Remus, encogiéndose de hombros.
-¿Distante?
-Inglés.
Sin embargo, el padre de Lupin nació en el mismo país que el de James y son tan distintos que parecen de otra especie. El señor Potter bombardea a su niño con cartas llenas de descarnada sinceridad y lo atosiga con la fuerza de mil soles; que si cómo estás, que si cómo va la guerra, que si te echamos mucho de menos. Vuelve pronto, estamos muy orgullosos de ti, te queremos. Si todos los padres del mundo fueran como el señor Potter, Sirius está bastante seguro de que la Segunda Guerra Mundial no habría tenido lugar.
-No te van a dejar tranquilo hasta que les contestes con el mismo entusiasmo, Jimmy. -Pasa una pierna por encima del banco y cae de culo, sentándose entre Peter y Andoni, listo para aplacar el hambre-. Así que por el bien de tu pobre madre y sobre todo de tu pobre padre, lo mejor será que vayas sacando pluma y pergamino.
James, Remus y Peter se miran. Miraditas culpables, silencio incómodo. Incluso Andoni baja la vista y se concentra en su comida.
Ya estamos otra vez.
-No te lo hemos querido decir, pero han llegado cartas de tu madre -susurra Peter.
Nada menos que seis. Seis cartas. Que no debería ni siquiera dignarse a leer, pero que piensa abrir a solas en la habitación, cuando nadie lo vea, y leerlas enteras. Letra por letra.
-¿Cuántas cosas más me habéis ocultado? -gruñe Sirius, mientras le arrebata las cartas a Peter con brusquedad.
-Luego te pongo al día, si quieres -dice James, pasándole un brazo por los hombros-. Tú y yo esta noche. Alcohol, tabaco y cotilleos, ¿qué me dices?
La oferta -pasar el rato con James, los dos solos por última vez antes de irse a Holanda- sería tentadora si no fuera porque el tono de James es el mismo que él usaba con sus perros cuando los encerraba en la perrera y les prometía sacarlos a pasear al día siguiente.
-Las cartas son mías -espeta, aunque no las quiera-, no me ocultéis más cosas -dice, aunque piense que cuanto más sabe, más quiere olvidar-, no me protejáis.
Mientras se marcha a la habitación, oye la voz de Remus tras él; suave, como una caricia, como una amenaza.
-Ya voy yo.
II
Escaleras, gruñido, portazo. Oye a Remus abrir la puerta de nuevo y cerrarla suavemente tras él. Cuando se da la vuelta para mandarlo a paseo, se encuentra con una expresión tan tranquila en sus ojos que hace que la ira que siente en la boca del estómago se transforme en un simple mal humor.
-Deberías quemarlas, -Remus lo observa calmadamente, inmune a su cabreo, y su argumento suena perfectamente razonable, especialmente si lo dice con esa voz-, no traerán nada bueno.
Debería. Como también debería evitar pensar en Normandía justo antes de dormirse, y debería fumar y beber menos, y debería no mirar los cuerpos de los soldados cuando caen muertos a su lado. Pero no puede evitarlo.
Porque es débil.
-No es personal, Lupin, pero como me las intentes quitar voy me voy a enfadar.
Le encantaría ser el tipo de hombre con la fuerza de voluntad necesaria para pasar de largo de las cosas que le hacen daño, pero mientras se sienta en la cama y destroza uno de los sobres para abrirse camino hacia la carta, sabe que nunca tendrá disciplina suficiente. Se intenta concentrar en lo que sea que le escribe su madre y por encima de todo, intenta no pensar en Remus ahí enfrente, juzgando su debilidad, preguntándose cómo un hombre adulto puede ser a veces tan crío.
-Háblame. -Se le acerca, se coloca frente a él, le obliga a prestarle atención de una manera que hace que ignorarlo se vuelva imposible-. No te encierres en ti mismo. Háblame.
-Eres tú a quien se le dan bien las palabras, no a mí.
No quiere hablar, no quiere mitigar el dolor de ninguna manera. Cuando Remus hace amago de quitarle las cartas, Sirius las esconde tras la espalda.
-No hace falta que lleves esta carga tú solo. -Dice Remus, como si fuera verdad, como si tuviera la opción de no pasarse la siguiente hora encerrado en esa habitación, fustigándose con las palabras de su madre-. Dame las cartas, Sirius. -Su voz le manda escalofríos por toda la columna vertebral y es suave cuando se le acerca-. Déjame ayudarte.
El pulso se le acelera cuando lo oye hablarle así, con ese tono tan solícito. Tan íntimo. Ayúdame , piensa al instante.
-Ven a por ellas -lo reta mirándole a los ojos desde abajo, sentado en la cama, en una orden que en realidad es una súplica.
No tengo fuerzas para dártelas, necesito que me obligues.
Y Remus lo entiende. Lo entiende todo.
-Voy a hacer que cuentes hasta tres, -Remus se desabrocha la chaqueta y se quita la camiseta. La placa de metal y la estrella de David brillan en su pecho lleno de cicatrices-, y cuando llegues a tres, me las darás tú.
III
Antes de que pueda fingir que lo que ha dicho Remus le parece una tontería, Sirius ya se ha dejado vendar los ojos. El mundo se vuelve negro, se le eriza la piel y todos sus sentidos se ponen alerta. Se aferra a los sobres de su madre con las manos tras la espalda, lo único estable que hay ahora en toda la habitación, y cuando Remus le susurra “no te las voy a quitar, no te preocupes”, lo oye inesperadamente cerca, al lado de su oído, jugando con su vulnerabilidad.
Luego oye pasos que se alejan, algo siendo arrastrado para bloquear la puerta y pasos acercándose, de nuevo. Es tan difícil fingir que no se siente expuesto que tiene la tentación de abandonarse, de dejar que su cuerpo reaccione al miedo y al deseo que Remus le inspira a partes iguales.
-No puedes irte a la guerra solo con la ametralladora y el casco, Sirius. Necesitas algo más para sobrevivir.
Su voz sale de algún punto inconcreto de la habitación, frente a él. Sigue de pie, probablemente. Mirándolo: los ojos vendados, la respiración acelerada, las manos en la espalda. Esperando.
-Sí puedo.
Sí puede irse solo con la ametralladora y el casco. Sí puede. Puede disparar hasta que se le destroce el hombro con la culata, hasta que no le queden más balas y un nazi le agujeree el casco de un balazo. Regulus ha muerto ahogado, Sirius no se siente con fuerzas para soportarlo, y en ese momento piensa que morirse en la guerra es lo que debe hacer. Es su destino.
-Tienes que confiar en mí. -Le dice Remus contra su oído-. Tienes que hacer lo que te digo.
Sirius mantiene las manos tras la espalda y levanta un poco la cabeza cuando la mano de Remus le aprisiona la mandíbula y lo obliga a abrir la boca. Sin poder ver nada, Sirius nota los labios de Remus sobre los suyos. Queman, hierven, desprenden calor abrasador mientras se abren camino y borran ligeramente el miedo que le atenaza la garganta con ese beso oscuro, húmedo, jadeante. Su cuerpo reacciona violentamente a la mano que se mete bajo su camiseta y que le pellizca un pezón con tanta fuerza que le arranca un grito.
-¿Me vas a dar las cartas?
-No.
-Pues empieza a contar.
-Uno.
La bofetada se oye con fuerza en la habitación silenciosa. Es suave porque es la primera, pero la sorpresa ha hecho que duela más que las que vendrán. Súbita, áspera, justo lo que Sirius necesita. La mejilla le arde y mientras se concentra con todas sus fuerzas en mantener las manos a la espalda, nota que los pantalones empiezan a molestarle.
-¿Quieres que pare?
Sirius niega con la cabeza automáticamente. Silencio. Sabe que nada ocurrirá hasta que diga la palabra “dos”, pero–
-Remus. Joder.
La mano le aprisiona la mandíbula y lo ancla a la realidad como nada lo ha hecho en días, desde la noche en la que renunció al control sobre su cuerpo y lo obedeció a ciegas. En aquél momento, con la lengua de Remus en el fondo de su culo y el dolor de una bofetada cuando se atrevía a tocarse sin su permiso, hubiese saltado por un precipicio si se lo hubiese pedido, con la fe ciega en que habría algo para parar el golpe al final de la caía, unas palabras de adoración felicitándolo por haberse ganado el dolor; las mismas que está oyendo ahora, asegurándole que lo está haciendo muy bien, preguntándole si quiere parar. Protegiéndolo. Cuidándolo.
-Las cartas, Sirius. Dámelas.
-No.
Llegados a ese punto, negarse es un acto reflejo. Por rebeldía, porque quiere, porque puede, porque le da la gana, porque es la excusa perfecta para someterse definitivamente y dejar que Remus decida por él.
-Pues sigue contando.
-Dos.
Aunque ya sabe lo que le espera, quedarse quieto le exige toda la disciplina que guarda en su interior. La camiseta que le cubre los ojos oculta su expresión cuando Remus le cruza la cara con la segunda bofetada, pero no puede evitar gemir y delatarse para siempre, ante Remus y ante sí mismo. Su cuerpo reacciona mecánicamente a todo lo que está sintiendo: el sonido de la bofetada, el dolor áspero en la mejilla, la vulnerabilidad de tener los ojos cerrados y la voz de Remus, asegurándole que está con él y que no se va a ir, que lo comprende, que quiere ayudarlo. La erección es repentina, brusca, dolorosa.
-No sé qué me pasa -Gime-. ¿Qué me está pasando, Remus? -Lo único que sabe de cierto es que quiere correrse así, con Remus castigándolo y cuidándolo a la vez, sintiendo el dolor primero y esperando la ternura que viene después-. No lo entiendo. No entiendo nada.
-Que eres un soldado nato, -Remus le acaricia la cabeza, y sus palabras de aprobación le curan el daño que siente y le empujan a querer sentirlo con más fuerza-, y estás aprendiendo a usar el dolor.
Sirius aprieta los dientes, le quema la mejilla, siente las lágrimas agolparse en los ojos y humedeciéndole las pestañas.
-Pero no es normal. No es… nadie más es así.
-Eres un hombre valiente, y ya está. No lo pienses. Deja que ocurra. -Sabe que tiene fuerzas para una bofetada más-. Un hombre muy valiente. Y yo estoy aquí, Sirius. - No te derrumbes, no te derrumbes, no te derrumbes-. Contigo. Estoy contigo.
La desea, la necesita. La última bofetada. La suplicará, si es necesario.
-Tres.
Remus le sujeta la cara con una mano para que no la aparte, y la tercera vez que le pega, exactamente en el mismo sitio y con la misma intensidad, Sirius ve las estrellas tras sus párpados y siente que se va a correr, que se acerca el momento de no poder pensar en otra cosa, el momento en el que su mente se queda en blanco y tan solo siente a Remus. Un gemido que suena como un sollozo escapa de su boca, mueve las caderas buscando fricción, huele su propio sudor bajo la camiseta y otro olor distinto más abajo, dentro de la piel, un olor a miedo, a sumisión.
-Dámelas -susurra Remus-. Dame las cartas, Sirius.
Sirius lo obedece dócilmente, casi sin pensar, rindiéndose al fin. Tiene los brazos entumecidos de haberlos retenido tras su espalda tanto rato, nota que ha estado tensando todos los músculos de su cuerpo.
No hace falta más que el roce de la mano de Remus dentro de los pantalones para que se corra de repente, con un gemido que alivia.
-No sé por qué soy así. No lo entiendo. -Se tropieza con sus propias palabras, se deja abrazar, se deja consolar, se deja borrar las lágrimas que le resbalan por las mejillas. Remus tan solo repite lo que ya le ha dicho, “ estoy aquí, contigo”, muchas veces, contra su oído, “Sirius, no estás solo” , acariciándole donde le ha pegado tres veces y sujetándolo mientras intenta acompasar la respiración. Lo nota excitado contra el pantalón, pero cuando intenta tocarlo, Remus niega con la cabeza, estirándose junto a él, yendo a por un beso en la boca que sabe más dulce que nada.
-Yo las leeré. -Murmura, acallando las protestas de Sirius sin compasión-. Y si hay algo que necesites saber, te lo enseñaré. Lo prometo.
-¿Lo juras?
Mira hacia abajo, su estómago manchado de semen, los pantalones por las rodillas, la mano de Remus acariciándole, obligándolo a relajarse, obligándolo a intentar ser feliz. Antes de que Remus conteste, Sirius rompe a llorar. Por fin. Llora abrazado a él, mientras nota caricias suaves en mejilla la enrojecida: su trofeo, el dolor que se ha ganado. Llora hasta que se cansa, hasta que se alivia, hasta que la voz de Remus suena amortiguada, un susurro lejano y agradable, suave como el sueño que le sobreviene de golpe. “Shacklebolt me dijo una vez que los niños huérfanos son los mejores soldados”. No sabe si lo que le dice se lo ha imaginado él, o se lo ha dicho Remus de verdad.
IV
De todas las especialidades del cuerpo general del ejército británico, la Infantería es la que tiene los mejores soldados; la casa de los valientes, el motor de la guerra, la fábrica de medallas. Que Sirius sea infante no influye en su opinión lo más mínimo, claro, y la prueba de su imparcialidad está en que puede reconocer que otras especialidades también tienen mérito. La aviación, por ejemplo, con sus cazas, y sus paracaidistas, y sus batallas en el cielo. Aunque al contrario que con la Infantería, la Royal Air Force puede ser frenada por un par de nubarrones con mala pinta. Pero bueno. La aviación no está mal. Tiene un pase.
Todo lo demás: una mierda.
-Black, ¿te han zurrado en la cara?
-Qué dices, Prewett.
-Pero si tienes el ojo pipa, Sirius, no me jodas.
Prewett le observa la rojez que se le está formando bajo el ojo derecho con moderado interés. A su lado, Remus oculta la sonrisa bajo el casco y se coloca en la fila para formar.
-Pues deberías ver al otro tío.
-¿Ha sido Snape?
-Ya le gustaría.
Prewett asiente con aprobación y ahí se acaba el asunto. No es extraño que uno de ellos aparezca con signos evidentes de haberse pegado con alguien.
Todos los soldados del campamento se han reunido para recibir a las tropas recién llegadas que irán con ellos a Holanda, una ocasión que el ejército británico no puede evitar convertir en un pomposo desfile. Y ya es un fastidio pasarse la última tarde antes de volver a la guerra de pie, viendo cómo unos chavales recién salidos de la academia desfilan, pero encima Shacklebolt se ha colocado sospechosamente cerca de ellos y no pueden escaquearse. Después de vitorear a los suyos, que van primeros porque son “la puta élite, es que míralos, Lupin, en serio”, se resignan y disponen contar los minutos que faltan para poder largarse a hacer algo más productivo, como ponerse ciegos a cerveza.
Tras los Infantes llegan los soldados de Intendencia, desfilando por el patio al son de su himno y de los vítores de los intendentes veteranos. Uno de ellos tiene la imprudencia de razonar que sin soldados que traigan los suministros al frente, no se puede ganar una guerra.
-Pues imagínate sin Infantería -gruñe Frank.
Prewett es mucho menos diplomático y mucho más infante que Longbottom.
-Cállate, Daley.
Y se acabó. ¿Qué es un ejército, sino soldados a pie? La caballería desfila después, pero para gran pesar de Sirius, de caballería solo les queda el nombre porque ahora los soldados montan en tanques. A saber para qué, existiendo los caballos . Caballería mal, fatal, descartada, a la cola del ejército.
-¿Y qué piensas de los médicos? -pregunta Remus. Las nubes que cruzan el cielo rápidamente se proyectan en su cara. Sirius lo mira, tan guapo en la penumbra del atardecer, bajo las luces doradas del otoño que se está convirtiendo en invierno.
-Los médicos no están mal, -concede al fin-, nada mal.
-Siempre tan magnánimo.
-De nada, Lupin.
-No te he dado las gracias.
-No se merecen, en serio.
Las cruces rojas relucen en los casos de los nuevos reclutas del cuerpo médico que desfilan ante ellos. Snape aplaude secamente, como un muñeco de cuerda, de una manera que hace les cueste mucho aguantarse la risa, y Remus es placado sin compasión por los infantes para que no cante su himno.
-¡Soltadme ya! -intenta zafarse de sus compañeros, que solo lo dejan libre cuando Shacklebolt los regaña.
-Si no estuvieras con lo mejor de lo mejor del ejército, Lupin, ¿dónde te hubiese gustado ir? ¿Armada? ¿ingenieros? Ni se te ocurra decir artilleros, ya has visto que estás en inferioridad numérica.
La respuesta correcta es algo del estilo de “no hay nada ni nadie como la Infantería, por supuesto, y si me hubiese tocado otra cosa habría desertado y huido hasta encontraros a vosotros”. Más o menos.
-Siempre he tenido debilidad por los músicos, me encantan las marchas militares.
Sirius tarda una décima de segundo en entender que está bromeando, lo justo para que Remus dibuje esa sonrisa tan especial, una sonrisa suave que reserva exclusivamente para meterse con él.
-Eso ha sido cruel, Remus.
La sonrisilla de graciosillo brilla incluso bajo los nubarrones que amenazan con lluvia.
-Ahora que lo dices, Artillería no suena nada mal.
-Eres un sádico.
-Sí, cállate, Lupin.
Como para darles la razón, un cañonazo hace que la compañía entera se sobresalte y enmudezca. Entonces, tras la columna de humo blanco, aparecen. Desfilando a la perfección, con las caras sonrientes y las manos permanentemente manchadas de pólvora, seguidos por los camiones que transportan sus inmensos misiles.
-Artilleros -gruñe Bill.
Los más locos, tan explosivos como las armas que manejan. Fanfarrones, creídos, los chiflados de la guerra.
-Mucho ruido y pocas nueces, chicos -Remus los intenta consolar sin demasiado éxito y Sirius prefiere obviar lo divertido que parece ante la indignación -legítima- que sienten los Infantes -y todo soldado que quiera ser digno de llamarse soldado- ante la visión de los artilleros.
Pero la verdad es que sí hacen mucho ruido. Normal, con las armas que llevan . Obuses, mortero y sobre todo, misiles de todo tipo y para todas las ocasiones: antiaéreos, antitanques, y si se tercia, antipersona. Cualquiera de sus armas le da mil vueltas al PIAT de Frank, que los mira con una expresión de envidia, envidia cochina, Longbottom .
-Cállate, Frank -le advierte Prewett.
-¡Pero si no he dicho nada! -se defiende el otro, mientras le pone los mismos ojitos a un misil BL 4.5 que reserva exclusivamente para Alice.
-No es justo. -James se queja como un crío cuando ve que las enfermeras se ríen al verlos pasar-. Cualquiera parece guay manejando explosivos -suspira con resignación cuando le echa una ojeada a su triste fusil.
-Y encima, reclutas.
Cualquier recluta es el triple de bravucón que un soldado curtido, pero los reclutas artilleros juegan en una liga aparte. Aún van crecidos, sin haber experimentado la guerra de verdad. Acaban de salir de la academia y han cruzado el Atlántico a salvo, sin tener que desembarcar en una playa llena de sangre ni cruzarla sorteando los cadáveres de sus amigos. La guerra es abstracta, están impacientes por matar, por conseguir gloria y galones, por poner en práctica sus conocimientos; y lo más importante, por hacer explotar cosas.
Cantan su himno jovialmente, un himno escrito en época de paz que no debería cantarse durante la guerra. Cantan sobre sus propias tumbas sin pensar que pueden acabar en ellas realmente, cantan sobre ir a la batalla con alegría sin imaginarse que sus predecesores vomitaron de miedo, lloraron de angustia y se santiguaron mil veces cuando abrieron camino para que ellos puedan entrar desfilando.
-Mirad a ese.
Los soldados estallan a carcajadas cuando ven a un chaval montado en un gigantesco lanzamisiles, como si domara un toro bravo; todos menos Bill, que lo observa con una expresión insondable en la cara.
-¡Bill! ¡Vuelve!
Bill rompe filas y por un instante, Sirius tiene el pensamiento loco de que va a ejecutar lo que ya se conoce en la compañía como la maniobra Weasley: correr, granada, explosión.
-Tampoco es para tanto -opina Fabian, mientras ven cómo Bill trepa al camión y tras unos breves segundos de confusión, agarra al tontaina del misil por la oreja y salta de nuevo al suelo, arrastrándolo e ignorando sus protestas. Cuando le quita el casco de una colleja, acabáramos, pueden ver claramente que el soldado tiene el pelo rojo característico de un Weasley, aunque lo lleve rapado casi al cero y esté a unos quince metros de ellos.
-Dos de estos, -James sonríe-, que tiemblen los nazis.
Y si el Weasley infante ya tiene pasión por hacer explotar cosas, el otro claramente se ha hecho artillero para incendiar Alemania hasta que solo queden las cenizas. Hay algo en su cara, algo salvaje y pirómano, que lo va a hacer un artillero excelente: se pirra por el ruido, le apasiona el fuego, se casaría con una explosión si eso fuera posible.
El más alto y delgado sermonea al más bajo y ancho, madre mía, pero qué ancho es este tío, joder, que no parece estar tomándose nada bien que su hermano mayor lo regañe frente a sus compañeros.
La discusión escala hasta que el desfile se detiene y todas las miradas se centran en ellos; cuando parece que van a pasar a las manos, basta una mirada de Shacklebolt para que Sirius y James vayan a separarlos. Sirius se encarga de Bill, sujetándolo por los brazos y encajando sus pisotones y sus patadas lo mejor que puede, y James solo consigue parar al otro a fuerza de rango. Entre las risas de toda la compañía, James insiste en que se cuadren y los lleva hasta el teniente.
-El desfile al garete -gruñe Shacklebolt, mientras los agarra por la nuca como a dos gatitos y se los lleva a un rincón. Los dos hermanos se acusan mutuamente, “¡ha empezado él!”, “¡cállate, Charlie!”, parecen inmunes a la mirada fulminante del teniente, “¡escribiré a mamá!”, “¡no te atreverás!” hasta que al fin, Shacklebolt pega cuatro gritos y se callan. O al menos, bajan un poco la voz.
-No debería estar aquí, mi teniente -Bill acusa a su hermano con el dedo, y el argumento del tal Charlie Weasley no es mucho más elaborado que el de Bill.
-El que no debería estar aquí eres tú.
-Verás cuando se entere mamá.
-Si le escribes, le escribiré yo también. No es broma, te lo advierto.
-No si yo le escribo antes.
-¡Se pueden escribir dos cartas a la vez, idiota!
Moody llama entonces a Shacklebolt, quien parece sinceramente dolido porque le hayan estropeado su desfile, y tras encargarle a James que ponga orden, se marcha mascullando algo sobre lo necesarias que son la disciplina y la marcialidad con estos niños.
Una vez se asegura de que Shacklebolt no va a abroncarlos más, Bill explota como una de sus granadas.
-¡Charlie, solo tienes dieciséis años! ¡Esto no es un juego!
Sirius mira al artillero de arriba a abajo, y entonces lo ve claro: los músculos y el encuadre de armario ropero engañan, pero la cara es inequívocamente de niño. No hay duda: mejillas sonrosadas, cicatrices recientes de acné, pelusilla rubia a modo de barba, mirada suicida de chaval idealista que ha mentido sobre su edad para alistarse siguiendo los pasos de su hermano mayor.
-Te vas a casa, chico. -Sentencia Sirius tajantemente-. Pero vamos, pitando. De cabeza al primer tren. James… sargento, dígaselo.
Pero James no está mirando a Charlie, si no a Bill.
-Weasley. -Lo mira de arriba a abajo, se coloca bien las gafas sobre la nariz, entorna los ojos-. ¿Cuántos años tienes tú?
Ay, madre. El “dieciocho recién cumplidos” que murmura el héroe de las granadas sería bastante convincente si no fuera por el bufido indignado que suelta Charlie, que claramente no piensa caer sin llevarse a su hermano consigo.
-Tiene diecisiete, sargento -dice el Weasley adolescente, acerca del otro Weasley adolescente.
Dejando de lado que su madre debe parirlos a velocidad de ametralladora, Sirius no puede evitar un silbido de admiración. Con diecisiete años, él estaba en Eton comiéndose los mocos, mientras que Bill Weasley ha destruido dos tanques y un misil antiaéreo, ha ganado una medalla y lo más importante de todo, se ha ligado a Fleur Delacour. Sirius no sabe cuál de sus logros le daría más rabia a su madre de conocer el paradero de su hijo mayor, pero pagaría por ver a Bill intentar explicarse ante ella.
-No me delate, señor- implora el infante.
-Os vais los dos para casa -sentencia James. Se nota que está enfadado consigo mismo por no haber sabido ver que Bill no tiene edad para alistarse, pero lo que realmente lo ha herido de muerte ha sido oír la palabra “señor” en boca de uno de los miembros de su escuadrón. Mal, Weasley. Muy mal.
-Solo me quedan dos meses para cumplir los dieciocho, -protesta Bill-, y entonces me reclutarán y me llevarán a otro sitio. Con otros soldados. -Baja la voz-. No quiero ir con otros soldados, James.
Quién sabe a dónde lo mandarán. Al Pacífico, quizá, a desembarcar otra vez en una playa enemiga. A alguna división desconocida, con compañeros nuevos, con un teniente peor que Shacklebolt. Sin ellos a su lado para protegerlo. Por la mirada de James, Sirius sabe que está pensando exactamente lo mismo que él.
-Si te quedas, Bill, tendrás que hacerme caso. -Advierte-. Para empezar, nada de estupideces con granadas.
-¿Granadas? -dice Charlie, con un toque romántico en su voz idéntico al que James usa cuando habla de Lily.
-Destruí dos tanques y un misil antiaéreo, me dieron una medalla. -Bill parece haber olvidado por un momento que está enfadado con Charlie y acepta su admiración con naturalidad, como buen hermano mayor.
-Qué va, ¿en serio?
-Jurado.
-¡A callar, soldados! -James los obliga a cuadrarse por tercera vez en dos minutos-. Se acabaron tus días de hacer explotar cosas, Bill, ¿está claro?
-Cristalinamente claro, sargento.
-No quiero cachondeo, te lo digo en serio. Al primer acto de valentía, te vas directo a casa. Me tienes que dar tu palabra.
Bill se lo piensa durante unos momentos, pero hay algo en James que no admite réplica y que le fuerza a darle la mano para sellar el pacto.
-¿Y yo qué? -protesta Charlie- ¿Yo no puedo luchar por mi país? -Cuando James y Sirius le responden “no” de idéntica manera, cruza los brazos sobre el pecho-. Si me delatáis, me chivaré sobre Bill.
Sirius mira al chantajista de una manera que lo hace retroceder un par de pasos inconscientemente.
-Los Artilleros sois lo peor, en serio.
-Hablaré con Shacklebolt. -Concede James-. Es amigo del chiflado de Brooks, tu teniente. Creo que podré conseguir que te quedes en la retaguardia. Pero no prometo nada.
-Señor…
-Y como te atrevas a replicarme, -James lo apunta amenazadoramente con el dedo-, le escribiré a tu madre, Charlie Weasley. Lo mismo va por ti, Bill.
Por la manera en que los dos hermanos enmudecen al instante y asienten, no hay duda de que la señora Weasley vendrá a por ellos y se los llevará de vuelta a Inglaterra si se entera de dónde están. Montará en un barquito a pedales, si hace falta, y se abrirá camino a través del ejército alemán a base de regañinas y collejas hasta encontrarlos. Y la bronca que les va a pegar cuando los encuentre se oirá hasta el Reichstag de Berlín.
-Sí, señor.
-Sí, sargento.
James asiente, satisfecho con su decisión salomónica.
-No se hable más, entonces. Tú, -señala a Bill-, vuelve a la fila. Y tú, -Charlie baja los ojos y pone una cara de arrepentido que no debe funcionar con su madre pero que funciona con el blando de James Potter-, a la plaza a formar con los demás.
Los dos hermanos se van cada uno por su lado tras dirigirse miradas asesinas, y Sirius le palmea la espalda a James mientras vuelven a su sitio para terminar de ver el desfile.
-Excelente demostración de liderazgo, Potter.
Pero James apenas lo oye. Está mirando a Bill, que acepta las tomaduras de pelo de Frank y Fabian con toda la dignidad que puede y se cuadra, sonriendo, contento de poder seguir formando parte de la Quinta Compañía.
-Diecisiete años -murmura James. La cara destrozada para toda la vida, las imágenes de lo que ha visto grabadas a fuego en su mente-. Es solo un crío.
-Alguien me dijo una vez que en esta guerra, solo morimos los jóvenes.
Su país lo necesitaba y allá que fue, escapándose de casa, sobornando al oficial de reclutamiento, embarcando hacia Normandía a solas con su secreto. Un niño soldado, un héroe.
-Egiptólogo -gruñe Sirius-. Hay que joderse.