
Capítulo 18
I
-Remus, ¿son imaginaciones mías?
-Sí.
-¿Sí? ¿No? ¿Tú qué crees?
-Que sí.
-La gente me está mirando, ¿verdad?
-Sirius, por favor.
En su defensa, al inicio de esa conversación, -cuando se sentaron a desayunar y el café de Sirius seguía caliente, las tostadas de Remus aún tenían buena pinta y Hitler no había invadido Polonia-, hay que decir que se ha esforzado en hacerle caso. En serio. De verdad. Ha intentado, las cosas como son, asegurarle unas ochenta veces más o menos que no, que “la gente no te está mirando, Sirius”.
-La gente me está mirando, no me jodas.
Remus esparce margarina sobre sus tostadas, probablemente deseando que el pan fuera menos duro, que la margarina fuera mantequilla y que Sirius no fuera, hablando claro, un puto pesado.
-Eres un cargante, Black.
Duras declaraciones del tío que se lo folló anoche.
-Te lo digo en serio, Lupin. -Que no se lo está imaginando, joder, que es verdad-. Eh, tú, ¿qué coño estás mirando?
Un pobre chaval recién reclutado vuelve a su desayuno “pero me estaba mirando, te lo juro, Remus”.
Nada.
Ni contacto visual. Remus mastica pan, bebe café y hasta lee un periódico imaginario, y en su mente debe estar escuchando música, viendo una película, dando un grato paseo por la campiña inglesa; todo menos hacerle caso. Menuda jeta. Si Sirius no supiera, -si no estuviera seguro, segurísimo-, de que el primogénito de la muy antigua y noble casa de los Black es demasiado maravilloso como para resultar cargante, pensaría que igual sí que está un poco pesadito.
Lo deja estar. Más o menos. Igual no lo están mirando. Puede. Es posible. Igual es él, que se siente diferente. En paz en medio de la guerra. Contento entre tanto dolor.
Follado por el culo, esencialmente.
-Sirius, tengo que decirte una cosa.
Levanta la vista y se fija en Remus, a quien ya no le queda tostada ni café y que alinea la taza y el plato a la perfección, delante de él, y se seca la boca con la servilleta, y bebe un poco de agua, y trata de reunir el valor suficiente para seguir hablando. Da igual que la vajilla sea de latón y la servilleta de papel, Remus Lupin mantiene las formas de una manera que dan ganas de follárselo allí mismo. Sirius se pregunta si querrá -si querrá que le baje los pantalones y le haga eso que él le hizo anoche- durante un segundo hasta que recuerda que ya se lo pidió, “fóllame, vamos Sirius, lo necesito”, mientras se desabrochaba la bragueta y le lamía el cuello, en una habitación oscura, hace una cantidad inaceptable de días.
-Sirius, ¿me estás escuchando? -La cantina está más vacía, Remus está nervioso y Sirius miente, asintiendo con convicción pese a que, en su imaginación, Remus ya no lleva ropa y no está rodeado de gente, sino estirado en una cama, con las mejillas ardiendo y las piernas abiertas-. Tuve que decírselo a los chicos. -Confiesa-. Ya sabes, al escuadrón.
-¿Cómo?
-Solo a los que estaban allí cuando Shacklebolt y Snape vinieron con la libreta. -Coge aire, y más aire, y más, y luego lo suelta de golpe y baja la voz-. Les dije que soy homosexual y que Snape leyó que escribí sobre alguien y se pensó que eras tú, pero que se equivocó, porque ese alguien murió en Normandía. Es un hombre ficticio, me lo he inventado. Es decir, Daniel… No he querido… -Sacude la cabeza para intentar aclarar su discurso-. No saben nada de ti. Excepto James, que sabe algo sobre nosotros. Pero no mucho más. -Su voz es un susurro-. Ya sabes, nada de detalles… -un murmullo tan minúsculo que cuesta entenderlo-... íntimos.
Joder. Te ha costado, Lupin.
Y no es de extrañar porque por encima de todo, por encima de sus preferencias en la cama en general, y sus preferencias por un soldado en particular, Remus tiene predilección por la discreción, el anonimato y la intimidad y, haber tenido que confesar ante sus amigos su secreto más sagrado tiene que haber requerido grandes dosis de incomodidad, sudoración y balbuceos incoherentes, que son quizá las tres cosas que Remus odia más en el mundo.
-No me importa que lo sepan, Remus.
Y es verdad. Absolutamente verdad. Sirius tiene serios problemas para sentarse, le ronronea el pecho cada vez que se cruza con el médico de la quinta compañía y nunca ha sido tan feliz en brazos de otra persona, así que si alguien tiene algún problema con eso, está dispuesto a recordarle que están en guerra contra un maníaco asesino y a aconsejarle que se preocupe por cosas más importantes antes de romperle la nariz de un puñetazo.
-Es mejor dejar las cosas como están.
Remus siempre ha sido más diplomático que él; más comedido, más callado, más prudente.
Pero Sirius no ha terminado lo que quería decir.
-Que te quiero. -Le roza la muñeca con los dedos, lo mira a los ojos-. No me importa que sepan que te quiero.
A veces, aún le parece imposible que esté viviendo una guerra, que sepa disparar un arma y que haya visto lo que pasa cuando una bala impacta contra la cabeza de un hombre. A veces, le parece imposible que en medio de tanta muerte y de tanta crueldad, siga habiendo belleza en el mundo; y sin embargo, ese haz de luz luminoso que cruza la cara de Remus y que lo deja sin palabras coherentes por segunda vez esa mañana hace que se alegre de haberse alistado. Que no se arrepienta de nada. Que dé gracias a un Dios en el que no cree por haberlo conocido.
Pase lo que pase. Lleguen donde lleguen.
Y entonces Sirius sabe, con una certeza lapidaria, que no habría podido cumplir la promesa que le hizo a Millie. Que no habría podido ser el heredero que sus padres siempre habían querido, ni habría podido casarse con la primogénita de una familia de bien. Que no habría podido renunciar a Remus.
-Quizá sí que es verdad que la gente te mira un poco -es lo que Remus consigue decir al cabo de un buen rato tratando de construir una frase coherente.
-¡Lo sabía!
Y como para darle la razón definitivamente, -es que lo sabía, lo sabía-, el conjunto de cabezas que lo están mirando en la mesa de al lado se apresuran a fingir que desayunan cuando los pilla con las manos en la masa.
-Que conste que creo que te hago un flaco favor diciéndote esto -Remus aún tiene restos de luz en la sonrisa cuando se cruza de brazos sobre la mesa-, pero eres, a falta una palabra que no te vaya a inflamar el ego hasta que explote, una leyenda.
Se niega a repetirlo, por mucho que Sirius se lo pida. Se niega, se niega en redondo, el imbécil.
-Dime, Lupin, ¿desde cuándo soy el soldado más famoso de toda la compañía? -Cuando ve que Remus hace amago de levantarse y dar la conversación por terminada, lo coge de la muñeca para que se siente y se obliga a rectificar-. Perdona, lo siento, quiero decir, ¿desde cuándo soy el orgullo del Rey, del Primer Ministro y de toda Inglaterra?
Remus decide pasar por alto lo cargante, vale, sí, un poco cargante sí, que está siendo y le explica lo que aparentemente todos saben menos él.
-La gente ya hablaba de ti y de James desde Normandía, pero ahora que os van a dar la Cruz de la Victoria, -y lo dice tan tranquilo, como si repartieran la Cruz de la Victoria por estar de paseo por Bélgica-, creo que los rumores se han intensificado.
Joder.
-Espera, Remus, ¿la qué?
Justo entonces, escucha una voz atronadora tras él.
-Black, acompáñeme.
Shacklebolt le pide que lo siga. James, a su lado, sonríe como un niño.
II
En 1856, la Cruz de la Victoria se instauró como reconocimiento máximo a los soldados que sirvieron en la guerra de Crimea. Es el máximo honor que puede recibir un militar británico y se concede únicamente al soldado que demuestre haber llevado a cabo “un acto de valor y sacrificio” con una “extrema devoción al deber en presencia del enemigo”. A quince de octubre de 1944, después de casi cinco años de guerra, únicamente se han otorgado 176 Cruces a 175 soldados.
-Y ustedes suman dos más, caballeros.
La lección de historia que Shacklebolt les da sobre la Cruz, acompañada de un breve repaso a algunos de los Infantes que la han recibido a lo largo de los años, queda algo desmerecida por el hecho de que los está sermoneando en su despacho/almacén/criadero de arañas de pura raza belga. Pero aún así, Sirius siente que podría cuadrarse como se está cuadrando, -espalda recta, piernas firmes, mirada al frente-, durante horas. Días. Años.
-Ha sido un orgullo para mí recomendarlos como candidatos, y es un orgullo para la quinta compañía que mi petición haya sido aceptada -dice Shacklebolt, mientras se hace un sitio entre latas de sardinas, polvo y papeles-. El Rey en persona les hará entrega de la Cruz en el Palacio de Buckingham. Se van mañana en tren, disfrutarán de una semana de permiso en Londres y cuando vuelvan, se unirán al resto de su escuadrón en Holanda.
Luego sigue con los tecnicismos, “primero tienen que ir a la Comandancia del Ejército de Tierra para recibir los uniformes de gala”, “comerán con el Rey y las princesas en el Palacio, junto a los otros soldados que reciban la Cruz con ustedes”, “sus nombres aparecerán en la London Gazzette, lo digo porque sus padres querrán comprar un ejemplar, Potter, vaya avisándolos”. Y luego calla. La visión del teniente Shacklebolt intentando encontrar las palabras adecuadas para lo que sea que tiene que decirles es muy extraña, tan extraña como haber recibido una medalla por correr en línea recta durante treinta segundos.
-No los recomendé por sus acciones en Normandía porque pensé que al ser reclutas recién llegados a la guerra quizá no los tendrían en cuenta, y preferí darles otra medalla antes de dejarlos sin reconocimiento. Pero me equivoqué. Deberían haber recibido la Cruz de la Victoria mucho antes.
Demasiada información. Demasiada. Es demasiado asimilar que Shacklebolt los recomendó personalmente. Demasiado. James balbucea: “¿el Rey? ¿el Rey Jorge VI?”, y Sirius siente algo tumultuoso en su interior que le está empujando a rechazar la medalla cuando piensa en lo que hizo: correr. Con James. Y ya está. ¿Lo habría hecho de no haber pensado que ver a su amigo morir sería insoportable? ¿Lo habría hecho de no haber tenido a James a su lado? La respuesta es, probablemente, no.
La Cruz de la Victoria le va grande. Le va muy grande.
Shacklebolt sigue hablando, ajeno a lo que Sirius está pensando. Ahora habla de ascensos, y más concretamente, del ascenso que no puede darles. Su voz sigue siendo cordial pero Sirius detecta un deje de amargura cuando les explica que no pueden subir de rango, -Sirius a sargento, y James a teniente-, porque primero deberían ascenderlo a él a capitán, y eso, en sus propias palabras, es poco probable que ocurra.
-¿Por qué, señor?
-Tengo la impresión de que por muchas cosas que haga, terminaré mi carrera militar como teniente.
-¿Por qué?
-Creo que es obvio, Potter.
-Pero eso no es justo, teniente.
-Hay muchas cosas injustas en el mundo.
-¡Pero no se vale!
-Ahora no es momento de emprender una cruzada contra el racismo, sargento.
-¿Por qué no?
Después de un buen rato al fin consiguen calmar a James, y Shacklebolt se disculpa de nuevo.
-Si por mí fuera, hace tiempo que el mando de la quinta compañía sería suyo, caballeros.
Joder.
Mientras James propone cosas descabelladas como pedirle personalmente al Rey que lo nombre capitán -”o coronel, o general, o lo que usted quiera, teniente”-, Sirius piensa que un ascenso significaría separarse de James y dejar de servir en su escuadrón, así que no le importa quedarse como soldado raso. No está en esa guerra por la gloria ni por los galones, y de hecho, Shacklebolt parece más molesto por no poder ascenderlos que ellos, y las dos medallas parecen significar más para él que para sus receptores. Claramente espera una reacción mejor de ambos que completo estupor, así que James dice lo primero que se le pasa por la cabeza.
-A mi madre le hará ilusión, señor.
Sirius también improvisa.
-¿Cómo es la cruz, teniente?
-¿Disculpe?
-Quiero saber cómo es. Qué tiene grabado, el color, esas cosas.
Shacklebolt es breve cuando la describe: la Cruz de la Victoria se entrega en una caja de piel negra, se cuelga de una banda de color púrpura, y en su centro, un león protege la Corona Real. Sirius asiente satisfecho ante la descripción, sin más preguntas que hacer. Suena bonita. Los padres de James pueden guardársela hasta que acabe la guerra. Quizás, si juega bien sus cartas y le recuerda sutilmente a Shacklebolt que nadie de su familia va a acompañarlo a recibirla, logre conseguir que Remus se venga con ellos a Londres.
-No puedo darles la Cruz personalmente, -dice Shacklebolt-, pero lo que sí puedo hacer es enseñarles los informes que escribieron todos sus compañeros y que han servido para condecorarlos.
La Cruz de la Victoria se otorga sólo si hay un mínimo de tres testigos que hayan presenciado la hazaña del soldado; ellos han tenido catorce. Catorce hombres que los vieron correr bajo el sonido de los bombarderos y burlar a la muerte para salvarles la vida han decidido que merecen el mayor honor que un soldado puede recibir.
“El día 7 de Octubre de 1944, la mitad de la quinta compañía se encontraba aislada tras el puente de Antwerp, tomado el día anterior a las fuerzas alemanas”, escribe Shacklebolt. “Después de una tarde y una noche de fuego enemigo intermitente, se evidenció que el apoyo aéreo americano cruzaría por encima de nuestra posición, y que dicha posición podía resultar erróneamente identificada como una trinchera enemiga”.
“La radio había quedado inoperativa por el impacto de metralla”, dice Peter, “y la única manera de contactar con el resto de la compañía era cruzar el puente”.
Glenn Stewart ha dibujado el mapa de lo que hicieron, y Phil Morrison se ha encargado de las anotaciones. El mapa muestra las posiciones alemanas, los dos puntos que los representan a ellos y el recorrido que hicieron hasta el puente: una línea recta trazada a lápiz rojo, rodeada de fuego enemigo por ambos lados.
-Yo solamente corrí, señor. -Dice James-. Era la única opción.
“Sin ellos, ninguno de nosotros estaría vivo”, dice Frank, “y aunque nunca lo consiga, me pasaré la vida intentando estar a su altura como soldado”. Cuando leen que Bill Weasley siempre se sentirá orgulloso de haber servido bajo el mando de un hombre como James Potter y que no puede imaginar un soldado más valiente que Sirius Black, ninguno de los dos intenta ocultar su emoción.
-Y yo solamente lo seguí, teniente -murmura Sirius.
-Tenían órdenes de tomar el puente y asegurarlo, nada más. -Shacklebolt es tajante. Parece incluso enfadado ante su tozudez-. Nadie les ordenó que abandonaran la seguridad de la trinchera y se expusieran ante el enemigo.
El informe que un superior debe cumplimentar para solicitar la Cruz de la Victoria es extenso e incluye descripciones, testigos y cualquier otro documento que detalle lo que ocurrió en batalla. Su informe ha sido rellenado y firmado por catorce hombres y el último apartado, que se titula simplemente “otras observaciones de relevancia”, lleva una sola firma.
-Le pedí a Lupin que me ayudara, tengo entendido que no se le da mal escribir -Shacklebolt sonríe mientras les tiende el papel con una caligrafía que Sirius reconoce al instante.
“Nadie podrá saber qué pasó por sus mentes cuando decidieron servir de escudo contra el enemigo, anteponiendo la vida de sus compañeros a su propia seguridad y enfrentándose a la muerte. Solo podemos hacer conjeturas sobre las razones que los empujaron a saltar, correr y salvarnos. Es fácil decir que todos hubiésemos hecho lo mismo en su situación, pero lo cierto es que ningún otro soldado saltó, corrió y nos salvó. Ese acto de sacrificio, ese milagro de amor incondicional, tan solo puede ser llevado a cabo por una clase de hombre muy especial, un hombre que simplemente es así: valiente. James Potter y Sirius Black son ese hombre.”
-Les van a dar la Cruz de la Victoria por correr. Tienen toda la razón. -Dice Shacklebolt-. ¿Les parece poco?
Sirius lo ve tan claro. Tanto. El camino a seguir a partir de ahora, alumbrado por los ideales que esa banda de hermanos le ha enseñado: valor, sacrificio y devoción al deber.
-¿Cree que otra persona podría ir a recoger la Cruz en mi nombre, teniente?
James y él se miran.
-¿Cómo?
Y sonríen.
-Y la mía, señor -Se cuadran de la misma manera, saludan de idéntica forma-. Nos vamos a Holanda con el resto de la Compañía.
III
El sargento Shacklebolt es un hombre correcto. Le gustan las tradiciones, los convencionalismos, las cosas que siempre son las mismas cosas. Los desfiles militares podría decirse que le entusiasman. Cuando era pequeño, llevar uniforme en el colegio lo hacía igual a los niños blancos de su clase. Cuando conoció a Jane Sherman, la mujer que se convertiría en Jane Shacklebolt, le pidió salir, la fue a recoger a la puerta de su casa, se presentó ante su padre y le llevó una docena de rosas. No la invitó al cine hasta que reunió dinero suficiente para pagarse la cita, y no intentó besarla hasta que aceptó casarse con él.
Kingsley Shacklebolt tiene la firme convicción de que si uno se comporta como tiene que comportarse, -con bondad, valor y justicia-, la gente empieza a entender que su acento antillano es tan inglés como el acento de internado, y las cosas irán mejor en Inglaterra, y el futuro será brillante para sus hijas.
Las cosas tienen un porqué. Las cosas son como deben ser. En la vida civil, se siguen las reglas sociales; y en el ejército, se cumplen los protocolos. Nunca se baja la mano de un saludo a un superior hasta que el superior da permiso, se empiezan las frases con “sir” y se terminan también con “sir”, y se trata a los soldados de usted.
-Tú y tú -Shacklebolt señala a Remus y a Peter-, silencio. Tú, -el dedo acusatorio se dirige a James-, cállate. Por el amor de Dios, cállate. Y tú. -Finalmente, encañona a Sirius-. Ya puedes empezar a darme una buena explicación, soldado.
Hostias.
Remus traga saliva audiblemente, Peter mira al suelo y James se santigua. Sirius empieza a hacer mentalmente su testamento.
Shacklebolt está muy cabreado.
Mensaje recibido; quien se tiene que callar se calla, y quien tiene que hablar abre la boca para explicarse.En su defensa, Sirius no tenía pensado acabar el día en el que le notificaron que iba a recibir la Cruz de la Victoria pegando a Snape. Él simplemente quería sisar unas cuantas cervezas, escabullirse con sus amigos y beber hasta que las piernas no le sostuvieran, a ser posible con Remus a su lado. Esa era su intención, en serio.
-Snape–
-Mal.
-¿Perdón?
-Empiezas mal, chico.
No parece posible que en ese despacho-alacena-epicentro de las desgracias quepa nadie más hasta que el capitán Moody entra de un portazo y se abre camino como un explorador en la jungla, apartando soldados y cajas a codazos y colocándose detrás de Shacklebolt.
-Sn–
-¡Mal! -Sirius da gracias de que Moody solo tenga un ojo para fusilarlo con la mirada porque está bastante seguro de que lo hubiese matado de no llevar parche-. ¿Y querías ascender a éste a sargento, Shacklebolt?
Es una pena que Shacklebolt esté enfadado con Sirius y no con cualquier otra persona del mundo, porque semejante cabreo es una estampa digna de ver.
-Parecía listo cuando se me ocurrió recomendarlo para la Cruz de la Victoria.
Si el silencio fuera tóxico, ni las máscaras de gas podrían salvarlos.
-La Cruz de la Victoria. -Repite Moody. Es curioso cómo un susurro puede sonar más terrorífico que un grito-. La puta Cruz de la puta Victoria. A éste. No me jodas, Shacklebolt.
-Me temo que sí, Moody.
-¡Mierda! ¿Y se la van a dar seguro?
-Se la entregan la semana que viene.
-¡Mierda!
Lo matan. Es que lo matan. Es irónico que su muerte vaya a ser a manos de sus superiores y no de los nazis, pero qué se le va a hacer.
-Puede dar gracias a que los ascensos estén frenados en nuestra cadena de mando, Black, porque lo ascendería solamente para degradarlo.
Quiero que me entierren en el cementerio militar de Normandía, y dejo mis perros de caza a James Potter y mi colección de corbatas a Remus Lupin.
Moody suelta una ristra infinita de improperios como ráfagas de ametralladora, y solo frena cuando se da un golpe contra la esquina de una caja de cartón que sobresale de la estantería. Gruñe, grita, ladra y amenaza con tirotear a cualquier imbécil al que se le ocurra reírse, aunque lo cierto es no ha habido expresiones más serias que las de los cuatro soldados que se cuadran en ese almacén.
-Cuando hayamos decidido cómo castigar a este imbécil tenemos que hablar en serio de lo de tu ascenso, Shacklebolt, -Moody se masajea el coscorrón enérgicamente, como borrándose el dolor a manotazos-, porque puedo entender que a mí no me asciendan por ser un borracho malhablado, pero que te quedes como teniente porque eres negro, amigo mío, es bastante irónico teniendo en cuenta que estamos luchando para acabar con el racismo contra un loco racista.
-Gracias, Alastor.
-De nada, Kingsley.
Parecen momentáneamente contentos. ¿Están contentos? Contentos quizá no es la palabra. Inmersos en su amistad, al menos. Quizá con un poco de suerte se olviden de que uno de los cinco soldados que tienen delante ha pegado a un superior.
-¿A qué coño está esperando, soldado? ¡Explíquese!
*
Apenas media hora antes, James Potter y Sirius Black, todavía se imaginan que están a punto de pasar por una de las experiencias más traumáticas que vivirán en la guerra: que su teniente los tutee. Los dos receptores de la Cruz de la Victoria se han vuelto inmunes a la lluvia fina pero incesante que cae del cielo belga. Mientras caminan abrazados por el patio embarrado en busca de sus amigos, James ya está liando a Sirius para que deje caer, “así como quien no quiere la cosa, ¿sabes?”, que le van a otorgar la Cruz delante de cierta enfermera.
-Cuando la veas, tú coméntalo, ¿vale? Pero que no se note, así como… casual, ¿me entiendes?
-¿Que me han dado la Cruz?
-No, inútil, que me la han dado a mí.
-No sé si a Lily va a interesarle mucho saber que yo, Sirius Orion Black, he sido el único receptor de la Cruz de la Victoria en esta compañía. Pero vale, si me lo pides así…
-¡Sirius!
-...suplicándome de rodillas, con lágrimas en los ojos…
-¡No te estoy suplicando!
-Se lo diré, no te preocupes.
Es demasiado fácil chinchar al sargento Potter, así que Sirius sigue haciéndolo sin intención de parar en lo que queda de día. Hasta que los ve.
Se siente transportado a Francia, después del desembarco y de la conquista de Amiens, a ese patio de armas donde se encontraron cara a cara con aquellos prisioneros de guerra.
-Sirius, ¿estás bien?
Aquel día de julio, cuando se vio en la situación de enfrentarse a uniformes alemanes sin tener que abrir fuego contra ellos por primera vez, no entendió por qué Prewett, que apareció a su lado de la nada, tenía esa expresión en la cara, esa frialdad en los ojos, esa ira contenida que le hacía rechinar los dientes.
-Vamos, Sirius. Déjalos.
Al igual que en La Valette, los ingleses han capturado a soldados del ejército alemán -soldados como ellos, chicos jóvenes que se alistaron para servir a su país-, y a miembros de las SS. A tres, para ser exactos.
-Vamos. -Peter se ha materializado sin que Sirius se haya dado cuenta y tira de su chaqueta para llevárselo de allí, pero no consigue moverlo de su sitio.
-Tienes que enseñarle a Andoni cómo funciona la ametralladora, ¿recuerdas? -Remus está a su lado y usa el mismo tono de voz que usó con Fabian, un tono suave que milagrosamente surte efecto y lo empuja a darse la vuelta y a echar a andar hasta que ve a Snape acercarse a los SS con un maletín en la mano.
Sus miradas se cruzan.
Es la primera vez que lo ve en cinco días, y mientras lo ve avanzar en silencio hasta los SS y ordenarles que se pongan en fila con la evidente intención de inspeccionarlos, Sirius constata que está igual de repugnante que cuando lo llamó maricón.
-¿No te das cuenta de que no les pasa nada, payaso?
El primer signo de que Sirius debería haber hecho caso a sus amigos es que no puede controlar lo que sale de su boca. Lo tutea, omite su rango y no le hace el saludo militar. Y bueno, lo insulta. Lo ha insultado, aunque el insulto sea un adjetivo calificativo que lo defina a la perfección. Mal. Muy mal. Snape lo mira sin demasiado interés mientras abre el maletín y les hace un gesto a los SS para que se quiten la ropa.
-Obedezco órdenes -dice secamente-. Lárgate de aquí y déjame trabajar.
Realmente debería largarse de allí y dejarlo trabajar.
-Están perfectamente, Snape. Ilesos. Vivos.
Pero no puede. Algo le impide irse, algo superior a él.
-¿Por qué no te vas un rato a pulir el rifle, o lo que sea que hagáis los soldados rasos como tú? Pídele a Lupin que te ayude, seguro que te lo deja bien brillante.
La ira empieza a nublarle la razón, y solo la mano de Remus en su nuca y su voz en el oído, “déjalo estar, que diga lo que quiera”, consiguen contenerlo.
-Un herido es un herido, sea de donde sea -dice Snape-, igual que un muerto.
Todos los hombres del mundo tienen los mismos miedos, los mismos odios y las mismas pasiones. Eso Sirius ya lo sabe, y quizá hubiese podido irse de allí e incluso pensar que Snape no era tan mala persona como parecía si no lo hubiese oído añadir la coletilla final.
-Un muerto alemán es lo mismo que un muerto inglés. -Sirius se gira y se lo encuentra de pie, sonriendo con su sonrisa podrida de crueldad-. Lo mismo que tu hermano.
*
-Fue entonces cuando le pegué, teniente.
Shacklebolt y Moody se miran, y ya no parecen tan enfadados. El teniente acalla las protestas de James y Peter y se queda con todo el aire de la habitación cuando cierra los ojos e inspira lentamente. No parece tener fuerzas para decir nada. Moody, por su parte, masculla algo que suena sospechosamente como “Snape, coño” antes de recobrar la compostura.
-¿No le enseñó su madre que no se pega, Black?
Sirius sabe que tiene que darle la razón y decir lo menos posible, así se concentra en asentir y callar. Shacklebolt niega con la cabeza, “la úlcera, me va a reventar la úlcera, Black”, y da un golpe enérgico en la mesa.
-Tiene que entender que por mucho que Snape le haya ofendido, nos acaba de crear un problema bien gordo al pegarle un puñetazo.
Asentir y callar, asentir y callar.
-No ha sido un puñetazo, mi capitán, -calla, calla, calla-, ha sido una bofetada.
-Snape ha dicho claramente “puñetazo”.
-Bofetada, teniente.
Y con la mano abierta, además. Considera una victoria haber conseguido callarse eso, aunque es obvio que no sirve de mucho porque Shacklebolt ha pasado a un plano superior a la ira y se encuentra ahora en un estadio de calma aterradora que lo hace parecer el doble de grande y extraordinariamente peligroso.
-Lupin, por favor, dígame que no se está riendo.
Sirius se gira justo a tiempo para ver cómo Remus se apresura a negar vehementemente con la cabeza y a bajar la mirada, exhibiendo una expresión de arrepentimiento muy convincente.
-No, señor.
-Porque eso sería gravísimo.
-No se me ocurriría reírme, mi teniente.
Ay madre. Sirius lo ve sufrir seriamente para aguantarse la risa, mordiéndose el labio inferior y cubriéndose la boca con la mano cuando eso no es suficiente. Peligro. Peligro, peligro, peligro.
Con doce años, Walburga Black tuvo que acudir a Eton varias veces por el comportamiento de su hijo mayor. No es que el joven Black hiciera trastadas, -que también-, si no que encima, según el director del colegio, se reía. Si el profesor Hillman le preguntaba si encontraba gracioso haber hecho un avión de papel con los deberes del idiota de Mathew Clarke y haberse pasado la clase haciéndolo planear, Sirius estaba perdido. No había salvación posible. Lo del avioncito era evidentemente gracioso, claro, pero si Hillman le preguntaba de esa manera tan seria si “¿le gustaría que el señor Clarke hiciera un avión de papel con sus deberes de latín, señor Black?”, entonces Sirius estaba perdido, porque obviamente, le encantaría que el señor Clarke hiciera un avión con sus deberes de latín. Tener que negar solemnemente con la cabeza tan solo hacía que todo fuera infinitamente más gracioso. Ni las amenazas de su madre ni los castigos en el colegio podían hacer que aguantara la risa. Tenía que aceptar el castigo y encaminarse al despacho del director riéndose por el pasillo.
Es un verdadero milagro que Remus consiga recomponerse.
La mirada asesina del teniente ha ayudado, sin duda.
-Black, tiene una última oportunidad de ofrecer alguna justificación a su comportamiento. Llegados a este punto, aceptaremos lo que sea.
Sirius medita su respuesta. No puede decir que lo siente, porque en esos instantes se siente maravillosamente. Tampoco puede decir que se arrepiente, porque volvería hacerlo sin dudarlo y de hecho no descarta calentarle la otra mejilla a Snape si se lo vuelve a cruzar y vuelve a mencionar a Regulus.
-Me he cabreado mucho, teniente, no he pensado con claridad. He sentido como una especie de… no sé cómo explicarlo, señor… de niebla roja…
-¡Me cago en Dios, Lupin! ¡Deje de reírse!
Remus está negando con la cabeza, “niebla roja, va y dice”, y se cubre la cara con ambas manos, “lo siento mucho, mi teniente”, intentando escurrirse entre Peter y James hacia la puerta, “creo que será mejor que me vaya, no estoy siendo de mucha ayuda”. Es entonces cuando James ahoga una carcajada en el hombro de Peter y Peter se abraza a James para poder reírse detrás de él.
-No me están dejando otra opción, caballeros -sentencia Shacklebolt. Los manda cuadrarse con un grito que hace que las paredes tiemblen, y pronuncia su castigo-. Black, se va a quedar usted sin ir a recoger la Cruz de la Victoria. -Lo mira amenazadoramente para que se calle y lo deje seguir-. Su permiso para ir a Londres queda revocado. Se marchará con el resto de la Compañía a Holanda, y cuando el Rey pregunte por qué no se ha dignado a presentarse en el Palacio de Buckingham, sabrá que está usted castigado por conducta inapropiada.
Remus y Peter han enmudecido, James y él cruzan miradas y atinan a aparentar indignación. Incluso Moody parece sorprendido.
-Hombre, Kingsley…
-Y Potter también. Black es un soldado a su cargo, debería haberlo frenado.
Shacklebolt deja a Remus y a Peter sin cigarrillos durante un mes y hace oídos sordos cuando Remus intenta razonar con él y le pide por favor que los deje ir a Londres. Les ordena retirarse, pero cuando Sirius cierra la puerta tras él, juraría que lo ve guiñarle un ojo.
IV
Cuando oscurece, después de disculparse con las chicas y decirles que esa noche “es solo para soldados”, James se lleva al escuadrón donde nadie puede oírlos. Mientras les ordena que se pongan en círculo a su alrededor, tiene una expresión grave en los ojos que Sirius no le ha visto nunca.
-Hay un asunto urgente que debemos resolver esta noche. -Se sube las gafas con el dedo y espera a que haya completo silencio para continuar. Frank y Remus se miran, confundidos, Peter traga saliva, Bill está perdidísimo-. Hay que hacer algo con Snape. -Sentencia-. Se metió con Remus y luego con Sirius, y eso es inaceptable. Solo nosotros podemos meternos con Remus y con Sirius.
Y cuando dice eso, “con Remus y con Sirius”, lo mira, y entonces James y él tienen una conversación entera en silencio, en dos segundos, mientras los demás contienen el aliento. Siento lo de Regulus, y no soporto que estés triste, dice James, ven a jugar conmigo, anda. Sus gafas relucen a la luz de la luna, y los dientes de Sirius centellean en la oscuridad cuando sonríe, te doy permiso para reírte de mí, siempre que no te estés riendo realmente de mí, y mucho menos de Remus. Los dos amigos se chinchan con la mirada, se abrazan con el pensamiento, se entienden como si sus mentes estuvieran unidas por un hilo invisible.
-Si no me equivoco, sargento, y yo nunca me equivoco, -la sonrisa de Sirius se ha vuelto salvaje y hace juego con la de James-, creo que ya tienes algo pensado.
James acalla las risas con la mano, mortalmente serio, y hay un brillo en esos ojos de niño gamberro, algo imposible de describir que los empuja a obedecerlo sin dudar, tanto en la guerra como en las estupideces. Hasta el infierno, Potter. Hasta el mismísimo infierno. Claramente, James ya tiene alguna trastada en mente cuando se arrodilla frente a ellos para hacer corrillo y les susurra, en tono confidencial:
-Solo necesitamos unas tijeras y una bolsa.
A Remus le da la risa y no hace falta que diga lo que está pensando porque Sirius sabe que se está imaginando a James con una bolsa en la cabeza -con dos agujeros para poder ver, claro; para eso debe necesitar las tijeras-, emergiendo de un rincón oscuro y dándole un susto de muerte a Snape.
-Remus, por favor, a veces parece que no me conozcas. -Dice James, mortalmente ofendido, cuando Remus consigue recobrar la compostura-. Mi plan es mucho, mucho más sofisticado. -Y se yergue, orgulloso-. Mi plan es brillante. -Y los mira, gamberro-. Y os necesito a todos.
Veinte minutos después, James le devuelve las tijeras a Remus y sujeta una bolsa de papel que contenía cuchillas de afeitar y que ahora está llena de otra cosa. Se ríe como un perro satisfecho y se hace tanta gracia a sí mismo que si la broma quedase ahí -la trastada definitiva, la última gran broma de James Potter antes de la hora más oscura de la guerra-, ya sería suficiente como para recordarlo toda la vida.
*
El escuadrón entero -a excepción de Andoni, que cuando ha visto a James bajarse los pantalones y echar mano de las tijeras se ha ido sin hacer ningún comentario-, está agazapado tras una gran columna de piedra con vistas a los dormitorios de los oficiales. Esperan. A las 20:57h exactamente, bien puntual, James sale del escondite y se encamina a su objetivo. Disimulando. De paseo nocturno. Silbando Die Fesche Lola.
-El muy payaso. -Susurra Sirius-. Es que mira que es imbécil.
Cuando James se asegura de que no hay nadie, coge carrerilla, da un salto, se encarama a la ventana de Snape y desaparece en completo silencio. Sus amigos han preparado la coartada perfecta para cubrirlo si hace falta -Peter está listo para entrar en escena y fingir una escandalosa borrachera si algún testigo aparece por allí-, pero no es necesario porque en apenas un minuto, lo ven sacar las piernas por la ventana, dejarse caer al suelo y echar a correr hacia ellos, vamos, Potter, vamos, vamos, vamos, vamos. Aterriza entre Fabian y Bill, coge sus prismáticos y se dispone a esperar.
La bolsa que se guarda en la chaqueta ya está vacía.
-¡Justo a tiempo! -Bill señala en dirección a la cantina, de donde sale un grupo de enfermeras. Las chicas se dirigen hacia sus dormitorios seguidas de Snape, que corre pisándole los talones a Lily hasta que consigue alcanzarla y tirar de su manga para obligarla a rezagarse de las demás.
-Ya te he dicho que tú y yo no tenemos nada más que hablar, Severus.
-Lily, espera, por favor.
-Buenas noches.
La puerta del dormitorio de las enfermeras se cierra en sus narices, y no pasa mucho rato hasta que Snape se da por vencido y echa a andar en dirección contraria.
-La guinda del pastel. -James exhibe una sonrisa triunfante mientras se coloca los prismáticos sobre las gafas y se acomoda para disfrutar del espectáculo.
-¿No creéis que nos hemos pasado? -Frank busca apoyo en Lupin, pero el médico más formal de la quinta compañía está demasiado ocupado ahogando la risa con Peter como para hacerle caso.
-Longbottom, si sigues diciendo tonterías te lo vas a perder -susurra Prewett-. ¡Ahí viene, vámonos!
Un grito rompe la noche, “¡POTTER!”, mientras el escuadrón se escapa de puntillas lo más rápido que pueden, “¡retirada! ¡Peter, corre, vamos!”, luchando para contener la risa hasta estar a salvo.
*
Lo más gracioso de todo no es imaginarse a Snape, con su pijamita, y sus gafitas de leer, y su manual de cómo abrir a la gente en canal o lo que sea que lee ese hombre antes de acostarse, metiéndose en la cama, apoyando la cabeza en el colchón y encontrándose cara a cara con los pelos de, bueno, “de polla”, “se dice púbicos, Sirius”,“prefiero pensar en ellos como pelos de polla”, del escuadrón entero, -ha sido un esfuerzo conjunto y lo de que la confianza da asco es irrelevante porque, definitivamente, ha valido la pena-. Eso no es lo más gracioso.
Tampoco lo es, aunque realmente es muy, muy gracioso, que Remus se esté riendo más que nadie; más que Bill, que llora de risa. Más que Frank, que tras volver al lado oscuro -“no esperaba menos de usted, soldado” lo felicita James, abrazándolo- ha estallado en carcajadas tan escandalosas que hacen que un grupo de Intendentes se asusten como si escucharan un bombardeo. Remus se ríe tanto que tiene que apoyarse en la pared, y cuando eso no es suficiente para sostenerlo, Sirius tiene que sujetarlo para que no se doble sobre sí mismo, caiga al suelo y muera a manos de su propio ataque de risa. Cuando consigue recuperarse un poco -lo justo para volver a coger aire y que le llegue oxígeno al cerebro- basta con la imitación de James: “¡Potter! ¡Te mato, Potter! ¡Te voy a matar!” y la expresión censuradora de Sirius cuando sentencia “con lo que tú has sido, Remus” para que vuelva a ahogarse y a correr peligro de muerte por asfixia.
Aunque parezca mentira, lo más gracioso de todo el asunto es el teniente Kingsley Shacklebolt.
Mientras disimulan lo mejor que pueden, -encendiéndose cigarros sin fumarlos, camuflándose entre los demás soldados que se han congregado bajo el cielo nocturno para pasar el rato-, lo ven llegar seguido de Snape, que se ve persiguiendo a una persona que lo ignora olímpicamente por segunda vez esa noche.
-Pobre hombre.
-¿Cómo que pobre hombre, estás de coña?
-Me refiero a Shacklebolt, obviamente.
Shacklebolt camina, intentando llegar a donde quiera que vaya sin sucumbir a la tentación de cargarse a Snape. Y Snape, sorpresa sorpresa, se queja.
-¡Pelos!
-¿Pelos? ¿Cómo que pelos?
-¡Pelos, teniente!
James se abraza a Sirius para poder reírse a gusto sin que nadie lo vea.
-¿En su almohada? -dice Shacklebolt, que debe considerar que si lo que dice Snape es cierto James debe de estar quedándose sin ideas originales, porque esparcir cuatro pelos en la cama de un archienemigo no suena como un plan muy maléfico-. Sargento, ¿se está quejando de que Potter le ha puesto pelos en su almohada? ¿Cómo sabe que son de Potter? ¿no reconoce sus propios…? -Claramente, el teniente Shacklebolt, bendito sea, ha subestimado completamente a James Potter. Hay que admirar su nobleza: ni se le ha pasado por la cabeza que no puedan ser pelos de la cabeza-. Es igual, Snape. Acuéstese y déjeme tranquilo, por favor.
-¡Pero teniente…!
-Tengo a Delacour insistiendo en que uno de mis hombres la vendió a los alemanes, a Skorzeny haciendo maldades por Bélgica y a Hitler dándome por culo, así, en general. Mis dos niñas en Inglaterra ya me preocupan bastante, ¡no necesito tener que preocuparme de mis estúpidos niños-adultos en Bélgica! Por el amor de Dios, ¿no ve que no tengo tiempo para chiquilladas?
-¡Son pelos de…!
Snape calla y no termina la frase por la misma razón por la que no está insistiendo en que Sirius sea castigado más severamente por lo de la bofetada -esa bofetada tan gloriosamente sonora que retumbó ¡plas! por todo el campamento-: no quiere que nadie sepa que lo abofetearon, lo mismo que no quiere que nadie sepa que James Potter se ha bajado los pantalones, ha seleccionado los pelos más bonitos que le pueblan los calzoncillos, los ha metido en una bolsa y los ha esparcido por su almohada.
-Te lo advierto, Potter -sisea, cuando Shacklebolt se da la vuelta y se va, pero no llegan a saber sobre qué va a advertirle porque está tan enfadado que solo puede repetir lo que ya ha dicho:- ¡Te lo advierto!
-¿Yo? ¿Qué he hecho yo? No sé de qué me hablas. -dice James, rascándose distraídamente la entrepierna-. Pero me alegra que tu primer instinto haya sido pensar en mí cuando te pasa algo desagradable.
Es Remus, la voz de la razón, quien intenta apaciguar la situación.
-¿Está seguro de que no son sus propios pelos, sargento? ¿Segurísimo?
Su cara es la bondad personificada, pero cuando Sirius detecta ese brillo en sus ojos cuando lo mira, como retándolo, sígueme el juego, es imposible resistirse, a ver quién la dice más gorda.
-A mí me pasa todo el tiempo.
-No me digas, Sirius, ¿en serio?
-Absolutamente. Pierdo las cosas y aparecen en el sitio más insospechado.
-¿En la almohada del sargento Snape?
-No, por Dios. -Sirius ahoga un grito de horror-. Eso nunca.
Remus acalla los insultos de Snape con un “sargento, lo noto alterado” que lo pone todavía más de los nervios, si es posible.
-Cálmese, haga memoria, ¿dónde los vio por última vez? -cuando Snape le escupe un “¿qué?” iracundo a dos centímetros de su cara, Remus abre mucho los ojos-. ¡Sus pelos, obviamente! -exclama, como si realmente el único objetivo de esa conversación absolutamente absurda no fuera intentar que Snape perdiera los estribos a un nuevo nivel-. Si no son los que hay en su almohada, deben estar en algún otro sitio.
James Potter ha cabreado a Severus Snape hasta el punto de hacerlo perder la capacidad de articular un pensamiento coherente, pero ha sido Remus Lupin quien lo ha demenciado para siempre.
No se molestan en disimular las carcajadas cuando Snape les vocifera su chaparrón de insultos y sus teorías sobre cómo van a morir a manos de los nazis en Holanda, porque la tarea de no ahogarse con su propia risa exige todo su esfuerzo mental. Cuando al fin se marcha, tras asegurarles que los acribillarán a balazos, los bombardearán con TNT y los harán volar por los aires hasta que no quede ni un pelo de su cabeza para identificarlos, James hace una reverencia y todos los soldados a un radio de veinte metros lo aplauden. Una pareja de ingenieros les traen cerveza, un grupo de artilleros bromean con pedirles un autógrafo, y un intendente se seca lágrimas de emoción invisibles con un pañuelo imaginario.
-Roger se hubiese meado de la risa -dice Prewett.
A Sirius se le encoge un poco el corazón cuando lo ve tan cristalinamente, como una aparición entre Bill y Peter, con su botellín en la mano, bromeando con sus amigos de nuevo. Incluso lo oye: “¡No mentías cuando dijiste que el plan era muy sofisticado, Jimmy!”, con esa voz de proletario del East End que tanto hubiese molestado a su madre; voz de trabajador de fábrica, de niño mimado en casa, de alumno gamberrillo, de soldado valiente.
El escuadrón alza sus cervezas en honor a su amigo.
-Por Roger Davies.
Brindan, ríen, y Sirius respira tranquilo por primera vez desde que supo que su hermano había muerto; contento de que los soldados que ya no están se dejen ver así, tan nítidamente, para que los vivos no los olviden nunca.