Triunfar o Morir

Harry Potter - J. K. Rowling
F/M
M/M
G
Triunfar o Morir
Summary
En 1944, las fuerzas aliadas se preparan para el desembarco anfibio más grande desde Alhucemas. El muro atlántico de los nazis, una fortificación kilométrica de misiles, minas y divisiones acorazadas al mando de Rommel, los espera en la costa francesa. Si consiguen atravesarlo, los soldados del frente occidental desembarcarán en territorio ocupado y deberán conquistar Francia, Holanda y Bélgica hasta llegar a Alemania, antes de que llegue el invierno, antes de que sea demasiado tarde.Esta es su la historia.
All Chapters Forward

Capítulo 17

I

En la antesala del invierno, París es la ciudad perfecta para su duelo. Está decorada con lluvia, y niebla, y frío, y su techo está formado por nubes grises durante el día y por oscuridad anaranjada cuando cae la noche. Los coches yacen en las aceras sin moverse, acumulando polvo; hace tiempo que no hay combustible para la vida civil y que la gasolina que mueve el mundo es solo para los ejércitos. Los restos de las barricadas que los parisinos construyeron para su liberación, -adoquines, alambre de espino, muebles viejos-, descansan sobre las calles como esqueletos de dinosaurios. Cuando acabe la guerra y llegue la primavera, París recuperará su dignidad y volverá a ser la de siempre, pero por ahora, está desaliñada, sin maquillar y con remiendos en la ropa.

Si Sirius pudiera pensar con claridad, opinaría que es una injusticia que ciudades como Londres, Birmingham o Liverpool hayan quedado arrasadas por las bombas mientras que París está prácticamente intacta. Si pudiera pensar en otra cosa que no fuera su hermano, atrapado en una tumba de acero, arrastrado a las profundidades del mar por las garras invisibles de los alemanes, se daría cuenta de que tanto los soldados del ejército americano como los miembros de la Resistencia que estuvieron al pie del cañón desde el inicio de la invasión nazi y que arriesgaron sus vidas por la libertad merecen más. Más placas, más calles con sus nombres, más ofrendas de flores en las esquinas donde murieron. Más recuerdo.

 

Si pudiera sentir su visita a París con normalidad, comería en el bistro que se encara con Notre Damme, fumaría al borde del Sena y bebería champán en el hotel donde De Gaulle dio ese discurso tan famoso, ese que aparentemente improvisó -”París ultrajada, París mártir; París libre”- pero que Sirius siempre ha pensado que llevaba escrito desde que volvió del exilio.

Sin embargo, mientras camina por la ciudad de la luz, las cosas normales de la vida le pasan por delante como si las estuviera viendo en la última fila de un cine, en blanco y negro, sin sonido. Ve a las chicas jóvenes montando en bicicleta, a los niños rebuscando en la chatarra, a los viejos sentados en corrillo, con los bigotes amarillos de tanto fumar tabaco rancio. Los franceses pasan el tiempo en los bares, como antes de la guerra, sin hacer nada más que alegrarse de estar vivos: beben café aguado, juegan a las damas o al ajedrez, ríen con sus amigos.

*

En el hotel en el que lo han alojado, las mismas chicas que se codeaban con los nazis viven ahora en los regazos de los soldados aliados, pero a nadie parece importarle. Las venganzas de la guerra contra las mujeres colaboracionistas que han pillado -algunas culpables, otras inocentes; no hay diferencia-, ya se han llevado a cabo y Sirius ya ha visto a las víctimas por la calle, con el pelo rapado a trasquilones, sin nada que comer, expuestas al escarnio público pese a que toda Francia hizo lo mismo que ellas: se acostaron con los nazis y cuando las cosas se pusieron feas, cambiaron de bando apresuradamente y fingieron que no había pasado nada. Todos excepto unos pocos parisinos valerosos, idealistas, suicidas, cuyo sacrificio levantó a la población y la empujó hacia el lado de los ángeles, salvándola de sí misma, arrinconándola contra la luz y dejándola sin otra opción que romper sus cadenas. El París que Sirius ve es libre, y es el mismo París que vieron sus padres antes de la guerra, y el París que verán los que vienen; un París que nunca podrá compartir con su hermano.

*

Desde el teléfono del hotel, Sirius llama a la casa de Belgravia y siente alivio cuando contesta el mayordomo y le dice que su madre no quiere hablar con él, pero Walburga está tan destrozada que se olvida de su dignidad y coge el teléfono para romper el voto de silencio con el que lleva castigando a su primogénito desde que se alistó. Tiene voz de loca, una voz que Sirius nunca le había oído, una voz impropia de esa mujer, que antes de que muriera su hijo preferido jamás habría gritado en casa, ante el servicio y ante todo aquél que pudiera oírla. Apenas se la entiende pero tampoco hace falta porque es obvio que le está repitiendo todo lo que le escribió en la carta. Las frases que hieren más, las más verdaderas. “Si no te hubieras ido, Regulus seguiría vivo”. Su madre se agarra al teléfono, la voz llega desde la mansión de Londres acompañada de un sonido chisporroteante, como si estuviera grabada en un vinilo desde Inglaterra, “era mejor hijo que tú, era mejor hombre que tú”, como si fuera una grabación que no admite réplica, repitiéndose como un disco rallado, culpándolo incesantemente a él y a todos los que son como él, todos los hombres débiles, los comunistas, los demócratas, los socialistas, los judíos, “todos vosotros habéis matado a mi hijo, me lo habéis mandado a la guerra, me lo habéis ahogado”. Walburgano lo deja defenderse y cuando Sirius cuelga, sabe que su madre sigue hablando sola al otro lado del teléfono, sin parar para respirar, gritando, llorando, maldiciéndolo. 

Es la última vez que oirá su voz.

*

Cuando cae la noche y se acuesta en la cama del hotel, le duelen las piernas de tanto andar, la cabeza de tanto fumar y la boca de tanto sonreír a los soldados que se sientan con él en los restaurantes, a los viejos que lo paran por la calle para darle las gracias, a las chicas jóvenes que lo ven pasear y le preguntan si quiere compañía. Pero por muy cansado que esté, no puede dormirse sin llorar por Regulus. A solas en la habitación, teme que le pase lo que le pasa a veces -ahogo, sudor frío, visión borrosa, respiración imposible- si piensa en cómo murió su hermano pequeño, y teme lo que pasará cuando empiece a faltarle el aire y no haya nadie para decirle que todo irá bien. Pero cuando recuerda a Regulus y llora por él, nunca tiene ataques de pánico; tan solo llora el llanto normal que lloran las personas en duelo: llanto de pérdida, de rabia, de recuerdos, de hermano mayor que se ha convertido en hijo único.

*

En el tren de vuelta a Bélgica, París ya se le ha olvidado. Todas las calles que ha pisado le parecen la misma, y las personas con las que se ha cruzado tienen la misma cara. Los parisinos que ha visto no existían hasta que él pisó la ciudad, y ahora que se va, ya han desaparecido. Calles empedradas, comida escasa, bebida abundante. Mañana, tarde, noche. Lluvia, niebla, puesta de sol. Eso ha sido París.

Mientras el tren traquetea hacia el norte, Sirius no deja de pensar en que debería haber registrado alguna anécdota para los chicos, algo que tuviera que ver con una mujer francesa y que les hiciera sentir envidia sin sentirla realmente. Debería haberles traído algo. Un libro para Remus, un disco para Lily, un chiste para James.

Vuelve a Bélgica con las manos vacías, a la única familia que le queda.

 

II

 

El apretón de manos que recibe del teniente Shacklebolt, -tan firme, tan familiar-, es lo más real que ha sentido en cuatro días.

-Espero que haya podido evadirse.

-Tenía ganas de volver -es lo único que puede responder sin decir una mentira.

Se cruza con Alice de camino a las habitaciones y cuando ella se detiene para acariciarle la mejilla y decirle que está más guapo “si eso es posible, soldado”, Sirius se dirige a ella como “futura señora de Frank Longbottom”, y a cambio recibe una sonrisa que se balancea entre la tristeza y la diversión.

-Me han mandado a buscarte. Estamos todos esperándote.

Durante los días que ha estado fuera, sus amigos han encontrado un sitio en el nuevo campamento para practicar el ritual más antiguo del mundo: reunirse alrededor de una hoguera y hablar. Los huérfanos que han ido adoptando durante la guerra se les han unido, y Andoni está cocinando algo en el fuego, algo delicioso que hace que las tripas le rujan de hambre. Está usando una camiseta como trapo para aguantar la cacerola, tiene la cara sudada y teoriza sobre el arte de cocinar ante quien quiera escucharlo. Sirius nunca había visto a un hombre cocinar. No deja de hablarle a Peter en francés, y el pobre no lo entiende pero milagrosamente hace lo que le pide, ya sea azuzar el fuego, remover con la cuchara,  o rectificar de sal.

Lily lleva una chaqueta con la insignia de sargento sobre los hombros y está sentada entre James y Remus. Le acaricia los rizos invisibles a James y por la manera en la que habla con Remus, parece que aún no se han reconciliado del todo pero les falta poco, y que todo va a estar bien entre ellos con un poco más de paciencia.

Fabian le deja su silla a Tonks, agachándose a su lado para estar a la altura de sus ojos y emocionándose como un crío cuando la chica le pide que le enseñe a disparar su Mosin. Bill y Fleur tienen la cabeza enterrada en el diccionario francés-inglés de Fabian y se comunican lentamente, rozándose los dedos mientras pasan las páginas, sonriéndose con la mirada, irradiando calor a través de sus cuerpos.

Incluso de lejos, Sirius ve que James se ha hecho mucha gracia a sí mismo con la pregunta que acaba de ocurrírsele, porque le cuesta trabajo construir la frase sin reírse.

-¿Quién creeis que va a darle matarile a Adolf?

Bill se ahoga de risa, Remus pone los ojos tan en blanco que cuesta creer que hayan sido castaños alguna vez y la regañina de Lily, “eres tan tonto que a veces pareces un genio, James”, es más por verlo tan orgulloso de su mente maravillosa que por el chascarrillo en sí. Lo más gracioso de todo es lo muy en serio que Fabian se ha tomado la broma, haciendo conjeturas que parecen cálculos matemáticos sobre quién llegará primero a Berlín, si ellos o los rusos. Tonks lo deja hacer, asintiendo divertida, y solo le interrumpe para preguntarle si no se le están durmiendo las piernas.

-Llevas mucho rato en cuclillas.

-Da igual, así te veo mejor.

Sirius podría ser feliz contemplándolos toda la noche en silencio y desde la distancia, pero su presencia lo delata. Cuando lo ven llegar del brazo de Alice, se hace un silencio tan denso que hasta las llamas del fuego enmudecen.

-No os he traído nada.

Es lo único que se le ocurre decir, y a James debe parecerle lo más estúpido que ha oído en la vida.

-Contigo me basta, imbécil.

Se levanta y lo abraza fuerte, diciéndole con el cuerpo que lo sostendrá si decide romperse. Sirius aguanta las ganas de llorar y las camufla con un carraspeo y una sonrisa desinflada, y quiere decir algo pero sabe que no va a salirle la voz, así que calla.

Peter, a su lado, le da una taza de latón.

-Es champán -vacila cuando se da cuenta de que el champán se usa para brindar en las ocasiones felices y que Sirius lleva cuatro días en el infierno, aprendiendo a vivir con una culpa tan grande que amenaza con quitarle la paz de la vida para siempre.

-Gracias, Peter, -y se lo agradece de verdad-, pero no me apetece.

Por el rabillo del ojo, ve que Remus coge la botella y se levanta. Se alisa un poco la chaqueta, se atusa el pelo, carraspea. Está indeciso, busca las palabras adecuadas, lleva cuatro días sin verlo y sin dejar de pensar en él.

-No es champán de celebración, no te preocupes, -dice Remus-, es solo champán.

Hola, Lupin.

Sirius le acerca la taza y cede cuando ve esa sonrisa que le da permiso para beber champán aunque su hermano pequeño haya muerto. Claro que cede, cómo no va a ceder.

-¿Hay champán hecho para un miércoles por la noche?

Remus se lo sirve, -aguado y sin burbujas, de una botella polvorienta-, sin dejar de sonreír. 

-Este es un champán especial. -Finge que lee la etiqueta-. Un Chateau del 42, cultivado en la región francesa que más rápido se rindió a los nazis.

Hola, Remus.

-Tiene un sabor algo raro -advierte Peter-. Es lo único que he podido encontrar.

-Sabe a uvas y a culo, -Frank le da la razón-, y el sabor a uvas es bastante sutil.

Sus amigos lo arropan con sonrisas, le hacen sitio alrededor de la hoguera ancestral, y Andoni le ordena que se siente.

-Los ingleses sois unos antifascistas bastante decentes, pero no sabéis comer.

Lo dice de una manera tan indignada que hace que James quiera tomarle el pelo irremediablemente. 

-Creo a esto que le falta mantequilla, gudari -esquiva el latigazo del trapo-camiseta y se retira a una distancia segura.

-Pues mi madre cocina con mantequilla y cocina muy bien -Bill Weasley ha necesitado la ayuda del diccionario y de Fleur para decir la frase, pero parece que ha valido la pena porque la cara de Andoni intentando controlarse hace que quieran morirse de risa.

-No voy a ser yo quien se meta con la manera de cocinar de una madre -y entre dientes murmura “pero ahogar la comida en mantequilla debería ser un crimen penado por la ley”. El gudari se ha arriesgado al gastar un botellín entero de cerveza para regar la olla teniendo en cuenta que la cerveza es uno de los bienes más preciados de un soldado, pero ha valido la pena porque esa comida lo está curando como no lo ha curado París. Farfulla “muy bueno, en serio”, y Andoni le palmea la espalda y le explica que el secreto está en el sofrito, “el sofrito, chico, el sofrito”. Frank celebra el comistrajo con un eructo épico que sacude Bélgica hasta los cimientos y que deja a Remus despeinado y con cara de sincera admiración.

-Eso ha debido doler, Longbottom.

A James le da la risa irremediablemente.

-¿Se ha hecho sangre, soldado?

Sirius ya imaginaba que algún día podría volver a reír, pero no esperaba que fuera tan pronto. Se acaba el plato en medio segundo y nota el alma un poco más cálida, con fuerzas suficientes para brindar.

-Por los hermanos.

Sus amigos levantan sus tazas y brindan con él. Por los hermanos de sangre y los de batalla, por los hermanos que ya están en el Cielo y por los que les quedan en la Tierra.

 

III

 

Las llamas de la hoguera se han extinguido y ya solo quedan las brasas calientes, crepitando entre el carbón rojo y negro con el que Sirius juguetea distraídamente con un palo. Apenas se ha dado cuenta de que se ha quedado solo con Remus hasta que James y Lily, los últimos en quedarse para hacerle compañía, se van. 

Remus tiene algo que quiere decirle, Sirius puede verlo en sus ojos castaños. 

Espera en silencio, a su lado, a que ordene sus pensamientos y a que reúna valor para hablar. Lo ve extrañamente frágil, siente los nubarrones en su cabeza que amenazan con llover explicaciones, justificaciones, excusas, o cualquiera de esas cosas que Remus expresa cuando está indeciso y no sabe cómo decir lo que quiere decir realmente. Lo ve sufriendo, cogiendo aire para empezar una conversación trivial con la que pretende dar rodeos hasta llegar a su confesión.

-¿Qué tal por…?

“París” muere en sus labios cuando Sirius acorta la distancia que les ha separado hasta entonces. Remus enmudece. Sirius lo agarra por la nuca.

-Tendría que haberte besado mucho antes. -Se le acerca, frente contra frente, pecas contra barba-. Perdóname.

Se besan.

Remus se sorprende primero, pero tarda menos de un segundo en entregársele, rodeándolo con los brazos y deshaciéndose contra su cuerpo, con la solemnidad de un ateo que ha visto la luz, de un hereje católico, de un judío converso; y Sirius lo besa. A un soldado, a un pianista. A un hombre. Lo besa con toda la boca, con el cuerpo. Lo besa peleándose contra el suspiro que se le escapa cuando Remus emite un “oh” de sorpresa, abre los labios y cierra los ojos.

-Ya estás aquí. -Remus le quita el casco para acariciarle la cabeza-. Ahora ya estás aquí.

Cuando se aparta, parece que coge aire con el único propósito de poder sumergirse de nuevo en el beso. Lo mira a los ojos, sonríe, se desespera por seguir besándolo, y Sirius lo quiere todo de él: la lengua, el olor, el tacto de su pelo rapado en sus manos cuando Sirius lo coge de la nuca para tenerlo aún más cerca. Todo. Lo quiere todo. Remus le susurra todas las cosas que quiere oír, “te he echado mucho de menos”, lo besa tanto y tan bien, “Sirius, te he echado tanto de menos”,mientras le abre los labios con la lengua y se hunde en su boca sin compasión.

-Así, Remus, sí. 

Los besos de antes de esa noche no le daban ganas de llorar y de pedir que lo abrazaran y no lo soltaran nunca. 

-Dios, sí.

Joder si se están besando.

-Sirius.

Remus está más guapo de lo que recordaba. Tiene más cuerpo de chico y más barba de hombre, tiene los ojos más oscuros y la voz más suave, y por cómo lo besa -y lo abraza, y lo acuchilla con la mirada, y gime- tiene muy claro el rumbo que quiere tomar.

-Sirius.

-¿Vamos…? -no sabe cómo acabar la frase. Vamos a algún sitio, más adentro, más oscuro. Vamos a estar juntos.

-James -Remus se llena los pulmones de aire para conseguir hablar-, está con Lily. Y duerme solo.

-¿Qué?

Quizá es que Sirius tiene la cabeza llena de lo que quiere que le hagan o quizá es que Remus, que tampoco parece muy cuerdo a esas alturas, ha hecho una frase incomprensible por primera vez en su vida. El caso es que Sirius no entiende nada así que Remus se lo intenta aclarar. Inspira aire, que suena tembloroso cuando lo suelta.

-Que James está con Lily -murmura: “por ahí, no sé a dónde van, da igual”-, y como es sargento, él tiene su, aaahh, Sirius, para, -lo aparta de su cuello, gime-, su habitación está desocupada.

Habitación sin nadie. Juntos en una cama. Sin prisa.

 

IV

Después de haber probado cómo son sus besos, Sirius tiene muy claro lo que quiere.

-Fóllame.

Remus se separa de él, demasiado, demasiado lejos, para mirarlo a los ojos y asegurarse de que ha oído bien. Ya no lleva camiseta y hace rato que está estirado en la cama junto a él, con restos de saliva sobre las cicatrices.

-¿Qué?

Montar a horcajadas sobre él y desabrocharle el cinturón es fácil. Decir lo que quiere decir es un poco más difícil.

-Tienes que ayudarme. -No ha habido nadie en su vida que le haya hecho sentir tantas ganas de sexo. Nadie. Lo besa con fuerza, a dentelladas, a lametones, con gemidos agónicos. Están solos en la habitación, solos para siempre ellos dos, solos y juntos, cerca, el uno sobre el otro-. Necesito que me ayudes, Remus.

Le cuesta mucho hablar pese a que el pensamiento es claro en su mente, y Remus debe ver que necesita ayuda porque mete la mano en su pantalón, animándolo, consolándolo, incitándolo.

-Pídelo, -su voz vibra cerca de su oído-, si me lo pides, te lo doy.

Y Sirius se lo dice, aunque no pueda mirarlo a los ojos, aunque sea en un susurro.

-Necesito que me hagas daño.

Lo necesita como no ha necesitado nada en la vida. Necesita romperse y llorar, y necesita que Remus esté allí con él mientras se rompe y llora. Remus jadea, suspira, se deja besar y lo besa gimiendo, urgente, desesperado. 

-Daño cómo.

No sabe. No lo sabe. Daño, joder. Dolor. Necesita dolor. Los dedos de pianista se le clavan en la mandíbula cuando se la aprisiona con la mano. 

-Pídelo.

-Va, joder. Fóllame.

-Fóllame qué.

-Fóllame por favor.

Terminar la frase con esas dos palabras desencadena algo en su interior, algo que le prende fuego a sus mejillas y le obliga a esforzarse por no tocarse y correrse con su propia mano, aún con los pantalones puestos. Remus le baja la bragueta y cuando quiere maniobrar para ponerse encima, Sirius le concede la cortesía de dejarse dominar pese ser el más fuerte de los dos.

-Vas a tener que estarte más quieto.

Remus lo manda callar con un shhhhhh suave mientras lo desnuda y se quita la ropa. Está empalmado, caliente y sudando.

-No puedo estarme quieto.

-Eso es porque nunca lo has intentado, soldadito.

Sirius sabe que si sigue así va a provocar lo que quiere: que Remus le pegue y le libere de ese dolor que siente. Pero por mucho que se lo suplica, por mucho que le dice las ganas que tiene de que lo ponga boca abajo y se lo folle hasta no poder más, Remus no le da lo que le está pidiendo si no que hace justo lo contrario; frenar, apartarse, besarlo suavemente, repetir shhhhh otra vez, acariciarle la mejilla. Y la ausencia de roce cuando la tiene así, -dura, caliente, contra su estómago y goteando- le provoca un dolor distinto, un dolor que no duele como una bofetada si no más adentro y le hace desesperarse, y restregarse contra él y suplicar, sobre todo suplicar.

-No quiero hacerte daño -le dice Remus al oído.

-Joder Remus, te estoy diciendo que…

-No quiero hacerte daño de verdad. -Le da un último beso en la boca antes de obligarlo a estirarse boca arriba y a abrirse de piernas-. Tienes que ser así. Tienes que confiar en mí.

-Remus…

Un mordisco en el muslo que le manda oleadas de dolor por todo el cuerpo, un beso bajo el ombligo que le arranca un gemido, y Remus lo mira por última vez antes de hundirse entre sus piernas.

-Deja que te cuide.

Sirius aguanta la respiración cuando nota-, inequívocamente, es que es su- joder. Joder, joder, joder. Abre más las piernas y se le escapa un grito de sorpresa.

Su lengua. Es su lengua.

Escucha la orden, “relájate”, pero no la obedece adrede porque sabe que Remus se incorporará para pegarle en la cara, “que te estés quieto, te digo”, y solo cuando le arde la mejilla se deja caer en la cama y cierra los ojos.

Remus se lo hace despacio.

Tan despacio. Tan calmado. Qué tortura, joder, qué tortura. Remus le está -madre de Dios-, comiendo el culo que da gusto, abriéndole las nalgas y mojándoselo con saliva, tanta saliva que siente las gotas cayendo en las sábanas y empapándolas.

Sirius no sabe qué decir. No puede decir nada. Se deja arrastrar por todo lo que siente: vulnerabilidad, dulzura, debilidad, sumisión.

-Estírate -le ordena Remus, empujándolo contra la cama-, y cierra los ojos.

Sirius obedece, y da cuenta entonces de que Remus lo está cuidando como nadie lo ha cuidado en la vida. Que no tiene que aparentar nada, ni fingir cosas que no siente. Que puede entregarse, dejarse llevar. Someterse.

-Remus, no pares, -gime-, sigue, no pares. -Y cuando Remus le dice “no pares qué”, y lo obliga a pedirlo “no pares por favor”, apartándose de él y dejándole claro que no piensa seguir hasta que se lo suplique, Sirius siente que podría pedírselo de rodillas y no puede creer que esté a punto de correrse solo con eso, con par de besos, un poco de lengua y lo que coño sea que esté haciendo ese médico del demonio ahí abajo.

Es que se lo hace demasiado bien. Demasiado despacio. La habitación ha cambiado de ritmo; Remus les clava los dedos en los muslos, le lame entre las nalgas con devoción, y Sirius va a morirse si no se lo follan ya, pero ya

Silencio. Vapor. Tan solo se escucha la respiración profunda de Sirius y los gemidos ocasionales, entre el dolor y el placer, que Remus le arranca cuando lo castiga cuando quiere tocarse. Un pellizco en el pezón -”las manos quietas”-, un empujón en el pecho para que vuelva a estirarse, -”haz caso”-, un mordisco en el muslo -”obedece, soldado”-. Es todo tan suave que incluso duele. Un poco. Remus sigue sin compasión, perezoso, indulgente, y Sirius siente un dolor desesperante al no poder tocarse. Se le escapan los gemidos de la boca, está caliente, abierto, vulnerable.

De todos los actos que castiga la ley de 1885 Sirius nunca pensó que ese fuera el más obsceno, el pecado por el que está seguro que Dios manda al infierno a los hombres y por el que se dejaría condenar para toda la eternidad sin dudarlo. 

-Joder, Remus. Joder.

Un dedo.

La sensación abrasadora que siente al ser penetrado por primera vez en la vida le impide hacer otra cosa que no sea gruñir como un animal. Se acomoda mejor en la cama para hacerle sitio lo mejor que puede, agradeciendo lo mucho que le va a doler cuando Remus acabe con ese suplicio y se lo folle porque es imposible que algo más grande que eso le quepa ahí. Remus cambia la lengua por dos, sí, Dios, sí, dos dedos, sísísísísí, y emite un sonido de satisfacción que no es las palabras de orgullo que Sirius necesita pero aún así hace que se sonroje furiosamente.

-Va, Remus.

Sirius se incorpora sobre sus antebrazos y mira hacia abajo.

Remus está sonriendo. Tiene las pupilas dilatadas, respira agitadamente y se está riendo.

-¿Se puede saber de qué te ríes? -consigue decir, encontrando fuerzas para hablar de no sabe dónde. De él, probablemente. De verse en la situación de estar a punto de follarse a Sirius Black, seguro. Remus lo mira. De arriba a abajo; los labios entreabiertos, los ojos suplicantes, la cadena con la placa que lo identifica como soldado subiendo y bajando sobre el pecho; las caderas, las ingles, el culo. Y ya no se ríe. Empieza a tocarse y a tocarlo, cierra los ojos y gime y le acaricia el pecho, primero suavemente y luego con brusquedad.

-Lo estás haciendo muy bien -lo felicita mientras lo mira, se le echa encima para besarlo en las mejillas, besos castos en la frente, en las orejas, en el pecho. Le acaricia la cabeza y le sigue diciendo lo bien que se porta, lo bien que lo hace, lo mucho que ha aguantado, lo orgulloso que está de él. Sirius siente todo el peso de Remus sobre él, escucha todas las cosas que le dice con el solo propósito de hacerlo sonrojar. “¿Quieres que te folle ya?”, sus palabras se arrastran en su oído. Remus gruñe, suspira, gime. A veces se le entiende, a veces no. “¿Quieres obedecer, Sirius?”, le susurra, mientras lo masturba sin compasión. Su voz suena oscura y peligrosa, tierna y dulce.

Sirius no puede imaginarse mirarlo a la cara cuando hace lo que hace; la vergüenza le quema el cuerpo, pero aún así se da la vuelta y se estira en la cama boca abajo, flexiona las rodillas y le hace sitio, abriendo bien las piernas. Tras él, nota el peso de las rodillas de Remus en el colchón, siente los huesos de sus caderas contra el culo y oye una especie de gruñido satisfecho, algo que solo un animal podría emitir, que le indica que Remus está muy cerca de perder el control. Lo escucha masturbarse tras él, viéndolo, metiéndole los dedos en el culo, pegándole en las nalgas, acariciándole la espalda, felicitándolo con palabras de adoración.

-A cuatro patas, Sirius, -lo ayuda cuando ve que está tan perdido en lo que siente que no tiene capacidad para entenderlo. Le sujeta las caderas para levantárselas, le repite la orden,“a cuatro patas, soldado, esperando pacientemente a que obedezca-, y relájate.

Remus se restriega entre sus nalgas, resbalando con facilidad, y Sirius piensa que deberían inventar otra palabra para lo que le está pidiendo porque “suplicar” hace rato que se ha quedado corta. Se frota contra él, gime, suda, está a nada de llorar.

-Rem–

Remus lo penetra de golpe y sin avisar. Un poco. Suave y firme a la vez. Caliente. 

Querría decirle algo. Pedirle más, darle las gracias por terminar con su suplicio. Algo. Pero mientras su cuerpo cobra vida y se deja hacer sin apenas ofrecer resistencia, tan solo puede articular un gemido largo, que suena como un sollozo y que le sale de muy adentro. Cuando cierra los ojos para sentir la segunda embestida, ve estrellas tras los párpados. Remus sale de él completamente y vuelve a entrar de la misma manera, casi hasta el fondo, casi con pereza, húmedo y ardiendo. Lluvia de estrellas, eclipse, Sirius se rompe y se muere.

-Joder. Sí. Así.

-¿Estás bien? -empieza a domarlo con las caderas, en un vaivén suave-. Dime si te hago daño. 

-Hazme daño.

Pero Remus lo ignora y sigue con el mismo ritmo, suave y lento, silencioso y constante, hasta que Sirius deja de rogar porque entiende que no va a conseguirlo. Remus le ha pedido que confíe en él y Sirius obedece porque sabe que lo empujará hacia el dolor sin romperlo del todo, que lo está cuidando para que no sufra, que lo protege mientras lo hace sudar. Se rinde, se abandona, se somete a su voluntad y se deja hacer, gimiendo cada vez que Remus se abre camino un poco más adentro, dejando que ocurra, concentrándose en relajarse y en obedecer. 

Las sábanas se arrugan bajo su cuerpo y se mecen con él. Los brazos no le sostienen así que se deja caer en la cama mientras Remus sigue follándoselo con ese ritmo agónico. Lo oye en trance, recitando alabanzas sin sentido con el único objetivo de ponerlo más caliente, “te estás portando muy bien”, “tan bien, Sirius, tan bien, tan estrecho”, y cuando se gira para verlo se lo encuentra con los ojos cerrados, el pecho sudado, y la boca abierta en un gemido constante. Ha estado tan concentrado en él mismo que se sorprende de verlo así, tan deshecho. Por él. Por estar dentro de él, por estar con él. No puede evitar desobedecer y empezar a tocarse porque entonces sí, entonces sí que se va a correr. Sin pedir permiso, sin poder evitarlo, se correrá por su propia mano y–

Siente las uñas de Remus clavándose en sus caderas y sujetándolo con firmeza.

-No te toques. -La orden suena desesperada, impaciente-. Aguanta un poco más.

Le acaricia la cabeza, lo consuela mientras Sirius solloza y se esfuerza en hacer lo que le pide, “shhh, ya lo sé, solo un poco más”, sigue sin ir más rápido pero tampoco más despacio, en una serie de embestidas cada vez más al fondo, hasta que–

-Joder -otra vez, ahí-, Remus, -ahí, así, ahí- ¿qué…? -Dios, sí-, no pares. -Lo oye sonreír, si eso es posible, sin parar ni por un instante, dominándolo sin darle otra opción que dejarse llevar-. Me mentiste.

-¿Qué?

Sirius niega con la cabeza cuando Remus le pregunta si quiere que pare, pero éste se detiene igualmente y le pide que repita lo que ha dicho, inclinándose hacia adelante para escucharlo con atención, atento a cualquier señal que le indique que Sirius necesita frenar.

-Me dijiste que lo que hacíamos nunca podría ser especial. -Gira la cabeza y lo mira a los ojos por primera vez en mucho rato. Le mira la sonrisa que se forma inesperadamente, como hecha por accidente, y la cara que pone cuando por fin asimila lo que le ha dicho.

-Ponte boca arriba.

Sirius maniobra bajo su peso. Se siente vacío cuando Remus le deja espacio para darse la vuelta, y se siente lleno cuando le separa las piernas y vuelve a penetrarlo, esta vez de golpe, bruscamente. Se besan, de nuevo. Se besan todo lo que no se han besado, se besan sonriéndose, se besan gimiendo el uno contra el otro hasta que a Remus, al fin, pierde el control. Se le agota la paciencia, lo empuja contra la cama y embiste contra él una, dos, tres veces, “Sirius, córrete”, cuatro, cinco, seis, “ya puedes correrte, Sirius, córrete ahora”, mete la mano entre sus cuerpos y lo masturba furiosamente. Todo lo que le dice mientras se la mete hasta el fondo, aprisionándolo contra el colchón con el peso de su cuerpo, “quiero que te corras, quiero hacerte feliz”,brota de ese sitio al que solo se llega con otra persona. 

Sirius se libera en silencio, al fin, con los ojos cerrados y con Remus hasta el fondo del culo. Le tiembla el cuerpo y durante un momento no ve nada, todo está oscuro salvo ese placer brillante en su interior, que empieza a convertirse en un dolor áspero cuando el roce de Remus se hace más intenso. 

-Córrete así, dentro -le susurra. Remus gime contra su cuello y Sirius sonríe-. Pero pídelo por favor.

Y Remus se lo pide, porfavorporfavorporfavor, mientras se corre abrazándolo, con dos embestidas bruscas y un gemido satisfecho, mojándole los muslos de semen y dejándose caer sobre él.

*

El sueño llega de manera fulminante, y Sirius tiene que luchar con toda su alma para no dormirse. Le cuesta abrir los ojos. Cuando lo consigue, ve a Remus separarse de él y levantarse de la cama, desnudo a contraluz, la piel blanca bajo la claridad espectral de la noche.

-No te muevas -le susurra-, voy a limpiarte.

Quizás eso es lo que más le impresiona de todo. “Voy a limpiarte”, ha dicho, mientras se levantaba. “No te muevas, voy a limpiarte”, deja a Sirius conmovido y sin palabras.

Sirius se cubre con las sábanas hasta la cintura. Una pierna tapada, la otra al aire. Le arde el culo, por dentro y por fuera, y le apetece un cigarro más que nada en el mundo.

Oye el mechero, huele el tabaco y siente a Remus acostarse de nuevo.

Coño.

Qué guapo eres, Doc. 

Remus da una calada y le pone el cigarro entre los labios, dejando que fume. Tiene cara de cansado, está en paz, sonríe. Y lo cuida. Se asegura de que está cómodo, le limpia el semen que le gotea por las piernas, le acaricia la cabeza, lo abraza con un abrazo que ocupa toda la cama y cuándo le pregunta -en un susurro, contra su oído-, si le ha hecho el daño que quería, Sirius asiente, pero cuándo le pregunta si está bien, Sirius no sabe qué responder. Se ha roto como necesitaba pero no del todo, aún no.

-¿Quién crees que inventó los submarinos? -Su voz  tan casual que engañaría a cualquier otro que no fuese Remus, al parecer, porque lo nota tensarse a su lado. Dice algo sobre Julio Verne que Sirius no entiende, y se queda en silencio, esperando a que continúe. Le quita el cigarro de la boca para que pueda hablar y lo deja en el suelo-. ¿Quién pudo inventar algo así?

-No lo sé, Sirius.

-No me puedo creer que existan de verdad. -Agua, frío, oscuridad, gritos. Un monstruo de acero que nada en las profundidades para luchar contra otros hombres. Debería dejarlo estar, debería callarse, debería pensar en otra cosa-. En serio, Remus, ¿cómo pueden ser reales? -Pero no quiere; quiere pensar en Regulus. Se le ahoga la voz como se ahogó la de su hermano, se agarra al cuerpo de Remus como un salvavidas mientras nota, casi agradecido, que llega ese dolor que va a arrasar con todo y que va a hacerlo llorar hasta cansarse-. No me puedo creer que ya no esté. 

Su cuerpo engullido por el mar. Su alma. Sirius no puede soportarlo. Las lágrimas le caen por las mejillas y es un alivio no tener que retenerlas y que Remus se las borre con la yema de los dedos, y que lo abrace así, ayudándolo a llorar y a decir todo lo que lleva embotellándole la cabeza durante cuatro días. -En un submarino, joder, atrapado. Ahogado. Solo. -El llanto lo sacude con violencia, la culpa se derrama sobre su ser, la impotencia le impide respirar-. Hubiese buceado hasta encontrarlo, te lo juro, me hubiese metido ahí dentro y lo hubiese sacado con mis propias manos, me hubiese muerto intentando salvarlo. 

-Lo siento mucho, Sirius.

-Nunca me lo voy a perdonar, nunca jamás. 

Remus lo obliga a mirarlo a los ojos.

-No es culpa tuya. -Parece que hasta se frustre cuando Sirius niega con la cabeza-. Tienes que saber que no es culpa tuya.

Pero no lo entiende. No lo entiende, y tiene que explicárselo. Tiene que confesar.

-Nunca me voy a perdonar no haber pensado en él. En Normandía, Remus. No se me ocurrió pensar en él.

Después de su confesión más profunda, pierde la capacidad de hablar. Llora lo que tarda el cigarro del suelo en extinguirse y cuando ya no le quedan más lágrimas, tiene la cara roja y se siente cansado, y mientras Remus lo abraza para que no se hunda en el mar de su culpa, y su pérdida, y su dolor, piensa que la gente nunca debería llorar sola. Debería llorar así. Con su familia.

Forward
Sign in to leave a review.