Triunfar o Morir

Harry Potter - J. K. Rowling
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Triunfar o Morir
Summary
En 1944, las fuerzas aliadas se preparan para el desembarco anfibio más grande desde Alhucemas. El muro atlántico de los nazis, una fortificación kilométrica de misiles, minas y divisiones acorazadas al mando de Rommel, los espera en la costa francesa. Si consiguen atravesarlo, los soldados del frente occidental desembarcarán en territorio ocupado y deberán conquistar Francia, Holanda y Bélgica hasta llegar a Alemania, antes de que llegue el invierno, antes de que sea demasiado tarde.Esta es su la historia.
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Capítulo 13

I

La última cena. La última noche. El último espectáculo.

Que los altos mandos hayan preparado un show mejor que el que montaron cuando zarparon hacia Normandía puede significar dos cosas: que los americanos que invadirán Bélgica con ellos andan por ahí cerca -porque los americanos siempre tienen las mejores cosas, entre ellas, el entretenimiento-, o que esperan un montón de bajas al día siguiente y se han esforzado para que los pobres soldados vean a una chica decente antes de irse a luchar contra los nazis. 

La primera opción: bien. Si los yankis pueden traer una de sus jazz bands, -y eso es lo que parece cuando se sientan en las gradas y ven los instrumentos en el escenario-, podrán traer también mucha munición, y muchos tanques y muchos aviones llenos de bombas y provisiones y victoria. 

La segunda opción: no emociona tanto.

En cualquier caso, a Sirius le da bastante igual qué tipo de banda, cómico, cantante o espectáculo vayan a ponerles, porque en lugar de sentarse a su lado, Remus anuncia que él no se queda, que se marcha. Se le cae un poco el ánimo a los pies, la verdad. Lily lo está llamando -estúpida, estúpida Lily- y es un crimen que su médico le haga caso, especialmente cuando Sirius se las ha arreglado para guardarle un sitio junto a él después de un día entero sin encontrárselo por ningún sitio. Remus se disculpa, se escabulle sin mirarlo y desaparece, y Sirius empieza a sentir algo que sabe que no tiene derecho a sentir: mal humor.

Cuando anuncian al cómico, Sirius gruñe. Y cuando el cómico empieza, Sirius gruñe más, porque aunque él no es ningún experto en comedia, es de la humilde opinión que alguien que habla de la libertad de expresión para acto seguido usar dicha libertad de expresión para hacer chistecitos tan sumamenta malos merece la pena de muerte, como poco.

-Debería coger un fusil y venirse a luchar por la libertad de expresión en vez de tanto hablar, el risillas -gruñe, resopla, se cruza de brazos.

Está, definitivamente, de mal humor.

A su lado, James tiene una sonrisa peligrosa y las mejillas arreboladas por la cerveza; antes de que Sirius pueda frenarlo, se hace un megáfono con las manos y se levanta.

-¡Deberías coger un fusil y venirte a luchar por la libertad de expresión en vez de tanto hablar, risillas!

La verdad es que las carcajadas que provoca son de mucha mejor calidad que las del pobre cómico. Para cuando Shacklebolt, sentado unas cuantas filas enfrente, se gira e intenta localizar al culpable, James ya se ha camuflado entre sus soldados y exhibe su expresión más seria, pero el mal ya está hecho: el sargento Potter ha abierto la veda. 

-¿De qué mujer hablas, de tu madre?

-¡Enséñanos las tetas!

-¡Enséñanos las bragas!

Shacklebolt los riñe e intenta poner orden sin demasiado entusiasmo, y Moody está demasiado concentrado en su petaca como para darse cuenta de que la apresurada huida del hombre del escenario no forma parte del espectáculo. Roger Davies está llorando de la risa, los aplausos de Frank son intencionadamente ensordecedores y les hacen desternillarse, y James se pregunta en voz alta cuánto les costaría encontrar el equipaje de aquél cómico tan gracioso para hacerle un regalito.

-Nada peligroso, tampoco hay que pasarse. Un calcetín sudado, una rana, algo así.

A Sirius le da tanto la risa que tiene que apoyarse en el hombro de su amigo para no romperse en dos mitades y mientras intenta recuperar la respiración, piensa que así es como deberían pasar la última noche antes de enfrentarse a los nazis. Justo así.

 

Entonces, anuncian a las teloneras de la gran actuación.

-Jo-der.

-No puede ser.

-¡La madre que me…!

-Me he muerto y estoy en el cielo -James tiene dos infartos en un segundo, por lo menos, y deja escapar un suspiro que sería teatral en otra persona pero que es absolutamente sincero en él.

Lily se alisa el delantal, Alice lleva algo en el cuello que podría definirse como una boa si no fuera de ganchillo y la otra enfermera, la rubia de los hoyuelos, se cala bien la boina de soldado que le han prestado. Las tres tienen las mejillas tan rojas como el pelo de Lily, se ríen en los micrófonos y entonces señalan en dirección a las escaleras del escenario.

-¡Me cago en Dios!

-¿Ése es…?

-¡Lupin! ¡ Es Lupin!

Los hombres aplauden cuando ven subir a su médico, con las orejas de un vivo color escarlata y cara de querer morirse, porque está claro que las chicas lo han sobornado y posiblemente chantajeado para que las acompañe y no ha sabido decirles que no. Se tropieza un poco con el último escalón, algún idiota se ríe -Sirius intenta visualizar quién ha sido para poder asesinarlo luego-, y todos silban cuando Lily se le acerca y le da un beso en la mejilla.

Remus se sienta tras la pianola.

Las enfermeras de la quinta compañía cantan. Remus toca.

 

Cuando escucha las primeras notas, Sirius ya sabe que es una de Billie Holiday.

Remus sonríe mientras ve cómo las chicas -la pelirroja a la izquierda, la rubia a la derecha y la morena en medio-, intentan coordinar el bailecito y desafinan. Alice canta, sus amigas corean y James se saca un pañuelo imaginario del bolsillo para secarle las babas a Frank. La canción es Lover Man, y la verdad es que la futura señora Longbottom canta fatal, no hay otra manera de describirlo, pero le echa arrojo, y cariño, y teatro, y enamora cuando levanta una ceja, busca a su soldado entre la multitud y le guiña un ojo. 

Cuando Remus termina la canción con una última pirueta en el teclado, el público irrumpe en aplausos y entonces le toca a la rubia ponerse en medio. El trío de enfermeras canta una del trío de Nat King Cole y Sirius no puede dejar de mirar a Remus.

Marca el ritmo con el pie derecho, no tiene partitura porque ha hecho trampas y se sabe la canción de memoria, sonríe con los ojos fijos en las teclas y hace magia. Magia, simplemente.

Las tres chicas cantan la canción de la luna de papel, el gran éxito de ese año, los chicos que se la saben corean la letra y los demás se la inventan, y aplauden, y silban y cuando se acaba la canción, hay una ovación digna de un estadio de fútbol.

Las chicas se ríen, se abrazan, cuentan hasta tres y hacen una reverencia que les sale fatal; Alice la repite por si no ha quedado muy claro qué era, Lily esconde la cara para reírse, la rubia les hace un saludo militar pésimo. Sacan a Remus de detrás de la pianola y lo obligan a saludar a su público, y el pobre enrojece y se resiste un poco pero acaba claudicando, aceptando los besos en las mejillas que le plantan las tres.

Tienen su coreografía ensayada, se han preparado el numerito en sus ratos libres y su alegría es lo mejor que han podido darles, un regalo precioso en el que pensarán en la hora más oscura de la guerra, cuando todo parezca perdido. James se levanta, silba, aplaude, y dice, con voz razonablemente firme, que por eso están luchando. Sirius no puede hacer otra cosa que darle la razón.

 

Pero las teloneras no han acabado. Alice y Stevens se marchan; Lily duda, sigue en el micrófono, luego se quiere ir con sus amigas pero en el último momento se queda, ¡se queda, señores! ¡La enfermera Evans, un aplauso para ella! Se toca las mejillas para comprobar que arden y deben estar tan rojas como las siente, se balancea de un pie a otro, quiere salir corriendo pero se obliga a sí misma a quedarse quieta.

Remus vuelve a su pianola y arranca la canción, pero tiene que empezar de nuevo porque Lily no puede cantar hasta que inspira, cierra los ojos, mira a su amigo. Y cuando Remus le sonríe detrás de la pianola entonces sí, entonces sí que puede cantar. 

Es, obviamente, Billie otra vez. Siempre ella, siempre Billie.

 

Lily canta con los brazos cruzados al principio, hasta que descubre que si los descruza y los cruza a la espalda, canta mejor, o al menos, menos peor.

James piensa que canta como si acabara de inventar la música.

La canción de Billie es todo lo que son las canciones de Billie: es América profunda, flor de magnolio, melancolía y optimismo, futuro y pasado, tragedia y amor. “Ya nos veremos”, dice Lily, “en los sitios familiares que llevo en el corazón”. El soldado Lupin la acompaña con una melodía suave. “En el parque, en los tiovivos de los niños, en el pozo de los deseos”.  La música es firme, la voz no tanto. “Ya nos veremos”, dice la canción, “y cuando vea la luna, te estaré viendo a ti”. A Sirius le parece que la música que está haciendo Remus tiene forma física, que la puede ver elevarse desde las teclas y perderse en la noche de verano como humo de tabaco. “Te volveré a ver”, canta Lily, arropada por su mejor amigo, “te volveré a ver”. 

Es una promesa.

 

Ahora sí, ahora llega el número final. La banda sube al escenario a ejecutar la misión más difícil de la guerra: hacer que los soldados la olviden durante una hora. Se colocan en sus sitios, saludan con la mano, se sientan y con un redoble de batería, anuncian la llegada de su cantante. Y cuando la mujer sube al escenario, deja caer el abrigo de pieles al suelo y les sonríe, consiguen lo que se han propuesto: que no haya nada en el mundo salvo esa música, con los saxos delirantes, las trompetas divertidas, el bajo ágil, y las tres coristas negras. 

Son increíbles.

Son todas chicas. 

Son Millie Mae Hutton y las Melodears.

 

Cuando Sirius escucha el nombre de la banda y ve a la cantante, se promete a sí mismo que se va a callar, si total, nadie va a creerlo. 

Las malas lenguas dirían que ha madurado.

Puede que Remus John Lupin, escritor profesional, médico por necesidad y pianista aficionado, tenga algo que ver con su decisión. Cuando vuelve a su lado, -pidiendo que lo dejen pasar y desobedeciendo su instinto natural de quedarse en una esquina para no hacerse notar- a Sirius se le para un poco el corazón. Está tan guapo. Lo ve acercarse en cuchillas, intentando no impedir la visión de nadie, pidiendo disculpas y pidiendo por favor que abran paso. James tiene toda la razón del mundo: por eso luchan. Se sienta en el sitio que Sirius le ha reservado, acepta los cumplidos de su escuadrón y le sonríe. 

Es la última noche y se quiere ir a la guerra en paz con Remus y consigo mismo.

Definitivamente, me voy a callar.

 

Ha conseguido aguantar el secreto durante tres canciones y media, hasta que Millie Mae lo reconoce. 

Lo ve entre el público y casi se le olvida la letra de lo que sea que esté cantando. Entorna un poco los ojos, se hace visera con la mano y sí, lo reconoce, sin duda alguna.

Le sonríe.

Sirius le devuelve la sonrisa. James dice “no me jodas”, Frank se queja, “¿esta también?”, Fabian está seriamente enfadado, “¿Hay alguna mujer de Inglaterra que no te hayas cepillado, Black?”. Sirius confiesa que la vio un par de veces en el Soho, hace ya unos años. A ver, que mentira no es. Tampoco es toda la verdad, pero igual todo se queda en eso, en que la vio en un teatro, y charlaron un poco y “shhhht, silencio, que no estoy emocionalmente preparado para que Shacklebolt me riña”. Los manda callar, les ordena que escuchen la música, y por el rabillo del ojo ve que Remus está ligeramente interesado en el asunto. Lo mira con curiosidad, como intentando desvelar otro misterio del Sirius de antes de la guerra, del Sirius que solo estaba con mujeres. 

Millie canta. 

No canta como cuando estuvieron juntos; canta mejor. Se diría que su separación le ha ido bien porque desde que se dejaron, Millie ha conseguido su banda de jazz y el éxito que siempre había merecido. 

-Ahora en serio, Sirius, -le susurra James, que es muy bueno y muy noble y todo eso, pero no.sabe.dejarlo.estar-, ¿se puede saber de qué conoces a esa mujer?

 

El día que Sirius conoció a Millie Mae Hutton, sus padres los llevaron a ver una versión de Das Liebesverbot, en el teatro Barbican del West End. En 1939, ningún teatro que se preciase estrenaría una obra en alemán, y mucho menos de Wagner. Y encima, una comedia. 

-¡Una comedia! ¡De Wagner! ¿A quién se le ocurre? -Mientras un Sirius malhumorado de diecinueve años se ataba la pajarita en el espejo del vestíbulo del número doce de Grimmauld Place, en Belgravia, su hermano menor se ajustaba los gemelos de los puños de su camisa.

-Será tranquilita, durará poco y no será nada, nada intensa, ya verás.

Regulus se rió un poco de su mal humor cuando sus padres no miraban. Sirius, por toda respuesta, gruñó. Lo que menos le apetecía de toda la velada era bajar vestido de esmoquin de un coche caro y tener que cruzar la multitud que gente que iba a abuchearlos por apoyar el teatro en alemán justo cuando iban a entrar en guerra con Alemania. Lo veían como una provocación, y lo era. No es que les faltara razón, pero es que a mí me obligan a ir, coño, yo no soy un simpatizante nazi, ¿es que no lo ven?

En el coche, de camino al Barbican, su madre olía a perfume francés y el zorro muerto que llevaba en los hombros tenía los ojos vidriosos. Su padre les daba instrucciones en voz suave que iban dirigidas a ambos pero en realidad solo a Sirius. Tenían que portarse como caballeros, “Sirius, atento”, no escaquearse en el intermedio, “Sirius, ¿me estás escuchando?”, y sobre todo, sobre todas las cosas:

-Mucho cuidado con lo que decís de Sir Oswald Mosley.

-El nazi.

-El candidato de la Unión de Fascistas Británicos, y un verdadero patriota.

-O sea, el nazi.

-Que no sepas entender la sutil diferencia entre un inglés con ideales, que defiende la tradición y la grandeza de este país, y…

-El nazi, entendido.

La producción de Das Liebesverbot resultó ser excelente, de las mejores que el Barbican había visto en muchos años. La puesta en escena, la orquesta, el vestuario, el escenario, la soprano preciosa. 

Pero también era, sin lugar a dudas, un santo coñazo, así que Sirius se escapó en el descanso, alegando que iba a fumar, y se largó de allí con Rupert “Boy” Bulstrode, heredero de Lord Aberdare, y con Johny Jill, el portero del Barbican.

Acabaron en un teatro de mala muerte en el Soho. Se trajeron sus propias botellas de champán, incluso sus copas -cortesía de Boy, que las sisó del buffet en cuanto Sirius le hizo la señal para largarse-, y llegaron allí en un coche que le “pidieron prestado” a Sir Oswald Mosley -gracias a Johny, que además de tener todas las llaves de los vehículos, era un ferviente antinazi y le daba igual que lo despidieran si total, iba a alistarse a la semana siguiente-. El teatro era minúsculo, lleno de gente extraña. Había un hombre con los ojos pintados, una mujer con un traje idéntico al de Sirius y un montón de chicas guapas, que rondaban a los jóvenes ricos como tiburones. Les cobraron de más, pero Bulstrode pagó con gusto: pagó por la entrada, pagó por una mesa preferente y pagó para que les sirviera su camarera preferida.

Y entonces, Millie Mae salió al escenario. Y cuando empezó a cantar, Sirius se quedó sin aliento. En su mente impresionable de diecinueve años, aquella mujer era divina, era como el molde con el que deberían hacerse todas las mujeres del mundo.

-Desde luego, mucho mejor que Wagner -le dijo Boy, y aquello fue lo más sabio que había dicho en la vida, probablemente.

Era la primera vez que Sirius veía a una mujer así, envuelta en ese aire de misterio, con tacones centelleantes y el pelo rubio como una obra arquitectónica sobre la cabeza, lleno de joyas y plumas. Millie cantaba muy bien y se movía mejor, pero quizá su mayor talento fue acabar el numerito sin haber enseñado nada pero quedándose completamente desnuda en la mente de todos. Les dedicó una sonrisa salvaje, les guiñó el ojo y repitió su nombre completo varias veces, su marca personal, para que se acordaran de ella. No es que hiciera mucha falta, claro.

 

Millie Mae Hutton ya no necesita desnudarse. No señor. Millie Mae Hutton canta y tiene una orquesta de jazz, una banda buenísima con una batería, dos violines, tres saxos y mucho, mucho swing. Ahora se pinta un lunar sobre en el labio y lleva joyas caras, pero la sonrisa es igual de salvaje que siempre y sigue teniendo ese poder, esa fuerza peligrosa que cautiva a todos los hombres que se cruzan en su vida. 

 

Entre aplausos, la diosa del teatro del Soho escaneó el lugar mientras le traían su bata de seda, y sus ojos se posaron en Sirius, en su esmoquin impoluto, en su champán caro y en su expresión hambrienta. Lo señaló, haciendo un gesto que podía significar que quería bailar con él o que quería cualquier otra cosa.

 

Más o menos como ahora, cuando lo reconoce. Se ríe escandalosamente, como se reían las chicas divertidas antes de la guerra, lo saluda con la mano, le lanza un beso y vuelve a hacer ese movimiento, ese vaivén que hace que James trague saliva -las ondas expansivas de esas caderas han rebotado un poco sobre él-, y que Prewett le palmee la espalda con orgullo. Y cuando oye la voz de Shacklebolt, lejana pero inequívocamente refiriéndose a él, -“me pinchan y no sangro” le dice a Moody, “es un milagro que no se le haya caído a trozos todavía, Alastor”-, Sirius se tiene que reír, un poco.

 

Le costó dos sobornos al portero y una pelea con Bulstrode, pero fue a buscarla a la parte trasera del teatro en cuanto terminó el espectáculo. Ella ya lo estaba esperando. Lo dejó hablar un poco de sí mismo, mintió sobre su edad para hacerle creer que era solo cinco años mayor que él y enseguida se dejó arrinconar contra la pared, con el peinado deshecho y las manos desabrochándole el corbatín, el chaleco, la camisa y la bragueta desesperadamente, rodeando su cuerpo de chico con sus piernas de mujer.

 

Para cuando termina la función, Millie y las demás integrantes de las Melodears ya han recibido media docena de proposiciones de matrimonio cada una. Shacklebolt las aplaude con el cigarro en la boca, Moody apura los restos de su petaca en su honor, Roger y Fabian están de pie en sus sillas, silbando, riendo. Las chicas bajan del escenario y los hombres están borrachos, felices, y en paz con el mundo, por unas horas.

 

Su relación fue breve pero simbiótica, de beneficio mutuo. Sirius fue el primero de sus amigos en conseguir lo que todos deseaban: una amante de verdad. Eléctrica, misteriosa, envidiada por las niñas bien y odiada por sus padres. Por su parte, Millie se dejaba agasajar por su nuevo novio, el mejor de todos los que había tenido, y cuando la llevaba a las fiestas de sus amigos, siempre agudizaba el oído para enterarse de quién tenía un padre en la radio, o mejor aún, en el cine. 

 

Sirius piensa que se ha librado de su pasado hasta que, mientras está reunido con su escuadrón, -fumando y planeando “cómo encontrar el equipaje del cómico ese, en serio, yo no me voy a Bélgica sin haberme metido un poco con él”-, se les acerca una de las tres saxofonistas y pregunta cuál de todos ellos es Sirius Black.

-Yo mismo, señorita -Roger Davies lo aparta de un manotazo y se coloca frente a él, cubriéndose la etiqueta con su verdadero nombre de manera poco sutil. La chica le echa un vistazo de arriba a abajo y en segundo, decide que no cuela. 

-Lo siento, corazón, no encajas con la descripción de Millie.

Cuando es descubierto, Sirius acepta ir al barracón de la banda, no sin antes decir bien alto y bien claro que solo va a hablar y a rememorar viejos tiempos con una amiga. Lo repite varias veces, por si acaso. Nadie parece creérselo demasiado, Sirius solo busca la aprobación de una persona, que lo mira por el rabillo del ojo con una expresión insondable.

 

Su historia llegó a su fin orgánicamente, igual que había empezado. Sirius le había echado el ojo a una bailarina del Royal Albert Hall, y había descubierto que aquello de las mujeres no se le daba mal. Y a Millie empezaban a irle tan bien las cosas que no le interesaba que la vieran siempre con el mismo hombre. Lista hasta el final, permitió que fuera él quien terminara con todo, dejándose dejar amigablemente para conservar la amistad con el aristócrata poderoso. Cada vez que se cruzaban en algún evento, Millie siempre le se acercaba, le hacía un mohín encantador y lo reñía por haberla abandonado por una bailarina. Nunca le pidió más que una visita ocasional, y quizá por eso, Sirius se lo dio todo.

 

Las Melodears se las han arreglado para transformar el barracón en un camerino, y más concretamente, en la fantasía de cualquier hombre. Hay partituras por el suelo, risas, instrumentos desafinados, chicas cambiándose y un ambiente salvajemente femenino que emborracha más que el alcohol. 

Sirius y Millie se abrazan después de años sin verse. Millie lo lleva hasta su rincón del barracón y, como siempre, lo deja hablar de sí mismo un buen rato, escuchándolo atentamente. Su interés es genuino y solo esconde una pequeña parte de manipulación. Quiere contarle algo o pedirle un favor, Sirius no está seguro. Farda un poco de su éxito, le dice que han actuado con Marlene Dietrich para los americanos y que ahora se marcharán con los canadienses. Que le van bien las cosas y que sobrevive, como siempre. Le ofrece una silla y sin vacilar ni por un segundo, se sienta en su regazo para estudiarle las facciones.

-Te veo cambiado -le susurra, acariciándole las arrugas prematuras que le rodean los ojos, fruto del cansancio y las cosas que ha visto. 

No sabes cuánto, piensa Sirius.

Ella también lo está. Más mayor, más segura de sí misma y luciendo unos pendientes con los diamantes más grandes que Sirius ha visto en la vida.

-¿Quién es?

Ella sonríe. Es evidente que hay un hombre; una mujer como ella no se compra joyas a sí misma.

-Nunca vas a adivinarlo.

-El bueno de Boy Bulstrode. -Millie niega con la cabeza-. ¿Su padre? -Tampoco-. ¿La señora Bulstrode? Porque eso pagaría por verlo, si tienes entradas.

Millie está contenta. Más aún, está enamorada, como nunca lo estuvo de él. 

El hombre misterioso le ha regalado pendientes, y collares, y pieles caras, y zapatos, pero ningún anillo. Cuando Millie lo mira con esa expresión algo culpable, buscando su aprobación pese a que no la necesita, Sirius lo entiende.

Considera que debería enfadarse un poco. Con ella, quizá, porque eso que ha hecho debe ser algo parecido al incesto. Con su hermano, sobre todo, por haberle quitado a su chica pese a que ya no era su chica.

-Joder. Bien por Regulus. -dice, aún algo impresionado con el saque de su hermano. Luego tuerce el gesto-. Tú podrías aspirar a más, francamente.

Millie se ríe un poco, pero no todo lo que debería. Está contenta, pero no feliz. Cuando Sirius deduce que el idiota de su hermano la ha dejado, ella vuelve asentir y Sirius está de repente más enfadado con Regulus de lo que ha estado en la vida.

-Es un gilipollas. Es un nazi de mierda.

Los rizos rubios van de un lado a otro, los labios rojos se curvan en una sonrisa resignada.

-Es un hombre con sentido del deber. Como tú.

-Habría un escándalo, saldríais en los tabloides y con suerte a mi madre le daría una embolia, pero os casaríais. En una iglesia, incluso. Es el segundo hijo, no es como si fuera el primogénito.

A Millie no le hace falta contarle las cosas, se las arregla para explicárselas sin palabras. Regulus cree que le va a tocar ser el primero cuando él muera en Francia, y en su estúpida lógica, el heredero de Orion Black no puede tener a una actriz de cabaret como mujer. 

-Me dejó en cuanto te alistaste.

Sirius se oye repetir que su hermano es un gilipollas cuando en realidad quiere pedirles perdón a ambos; a Regulus, por hacerlo cargar con un destino que no merece. Y a Millie, porque no puede amar al Black correcto por su culpa. Cree que lleva toda su vida intentando ser libre, pero en realidad se ha estado engañando a sí mismo. No es él quien debe liberarse. 

Y su huida se acaba esa noche.

-Si sobrevivo a esto, -le sonríe, le seca las lágrimas-, no me van a desheredar. Seré el mejor Black de la historia de los Blacks. Seré el heredero de ensueño, el orgullo de mi madre, el gilipollas supremo. -Se ríe con ella porque la otra opción es que lloren juntos-. Dile al idiota de mi hermano pequeño que vas a esperarlo. Si vuelvo a Inglaterra, seréis libres. La guerra ya no va a durar mucho. Dile que te lo he prometido. Que te lo he jurado.

-No te he traído aquí para pedirte nada, Sirius. Solo para desearte buena suerte.

Es verdad, más o menos. Y si Millie quiere pedirle algo por primera vez en su vida, Sirius se lo va a dar. Le pregunta si él no quiere un matrimonio escandaloso con alguna de las francesas que se habrá camelado en Francia. Sirius lo encuentra sumamente gracioso y luego piensa, qué coño, Millie ha visto de todo y a todos, a veces todo a la vez en su propia cama. Igual esa mujer va a ser su único testigo de lo que tiene con Remus, sea lo que sea; su secreto se extinguirá con ellos si ambos mueren en Bélgica.

Y si piensa que lo mejor de toda la velada ha sido el pianista, pues lo piensa y se acabó.

-Alguien hay. Y a mi madre le daría una embolia seguro.

-¿Es alguna de las enfermeras bailarinas? ¿La morena?

-No lo adivinarás nunca.

-La pelirroja.

Nope.

-La rubia, obviamente. Siempre tuviste predilección por las rubias.

Casi. Sirius coge aire y confiesa.

-Es el tío de la pianola.

Millie Mae lo mira con los ojos muy abiertos. 

-Pagaría por ver eso, si tienes entradas.

-Y eso no es todo. 

De perdidos al río. Sirius baja la voz pese a que nadie puede oírles, murmura una frase que contiene las palabras “dolor” y “placer”, y lo más sorprendente de su confesión es que Millie no parece sorprendida en absoluto. 

-La mitad de los aristócratas sois así. -Se encoge de hombros, saca un cigarro de la pitillera de Sirius y le pide fuego-. Os han criado para que améis la disciplina y no sepáis querer. Vuestro padre nunca está, vuestra madre no os hace caso y vuestra niñera, que es la única que os da algo de amor, os lleva con la correa demasiado corta.

Millie Mae da una calada, y le humo los envuelve a los dos. Acaba de describir su familia con una exactitud que da miedo.

Sirius se levanta, la hace reír por última vez, y le desea suerte en la vida. Millie fuma, y mientras lo acompaña a la puerta, le desea suerte en la guerra y con el tío de la pianola

Que es precisamente a quien quiere ver. 

Aunque primero necesita expiarse y para expiarse, necesita algo de su teniente. Antes de irse al despacho de Shacklebolt, Sirius tiene una última pregunta.

-¿Regulus sabe que en realidad te llamas Ruth Berenson?

Millie Mae Hutton le dedica una de sus últimas sonrisas centelleantes, como si le firmara un autógrafo con la mirada.

-Después de confesarle lo que le hice a su hermano mayor, contarle que soy judía fue incluso demasiado fácil.

 

II

 

Las esperanzas de entrar en el despacho de Shacklebolt, hacer lo que tiene que hacer y largarse se desvanecen en cuanto se da cuenta de que su teniente está allí dentro -cómo se atreve- y de que está usando justamente lo que él necesita -hay que joderse-. Cuando llama a la puerta con los nudillos y Shacklebolt lo hace pasar, Sirius ya sabe que no se lo va a prestar. Que no va a hacer una excepción por él. No debería. Lo respeta tanto justamente por eso.

Pero va a intentarlo de todas formas, claro.

Shacklebolt baja las botas de la mesa, levanta un dedo, ya casi está acabando. Del auricular se oye una voz femenina. Shacklebolt la escucha mientras juguetea con su alianza distraídamente. Su mujer le cuenta algo que lo hace reírse, y luego se queja de algo que suena muy serio.

-No es suficiente con decirle que son aviones, tienen que ser Spitfires- dice el teniente.

Su hija mayor no come, ni con el truco del avioncito y la cuchara. Shacklebolt dice “pásamela”, “cuídate mucho”, “pronto, espero, esto no puede durar mucho más”, vuelve a levantar un dedo cuando Sirius hace intento de irse para darle intimidad. Serán solo un par de minutos más. La voz de su hija viaja desde Inglaterra hasta Francia por los cables submarinos y los postes coronados por nidos de cigüeña. Shacklebolt deja de jugar con la alianza y saca la foto de su familia de la chaqueta para verle la cara a la niña mientras habla con ella. “Tienes que comer”, “pues para qué va a ser, hija, para que no te mueras de inanición”. Luego hace una pausa cuando su hija le pregunta cuándo volverá a casa. 

-Cuando todos los alemanes se rindan. -Shacklebolt sonríe, y siempre es una injusticia cuando un hijo crece sin su padre, pero Sirius piensa que esa niña esté viviendo la guerra sin ese padre es, simplemente, una tragedia-. Y yo, hija. Hasta la luna y de vuelta.

Shacklebolt se despide. 

Sirius le pide usar el teléfono. 

De primeras, Shacklebolt no se niega porque sabe que el soldado que le salvó el culo en Normandía nunca pide nada, ni se queja, ni desobedece, y por tanto esa llamada debe ser muy importante.

-¿A quién tiene que llamar?

Sirius podría haber mentido.

-Al club de campo, señor. -Aguanta la bronca estoicamente. Debería dejarlo estar y largarse con sus amigos a emborracharse y a intentar sabotear el equipaje del cómico, o lo que sea que estén haciendo. Debería ir con Remus. Pero insiste-. Es muy importante, mi teniente. 

Parece que Shacklebolt le deja el teléfono por curiosidad, si no por otra cosa. No hace ningún intento por fingir que no lo está escuchando, al contrario; se sienta bien en la silla, se sirve una copa del mejor brandy de Moody mientras masculla cosas como “al club de campo, es que me lo invento y nadie me creería” y “Millie Mae Hutton, por supuesto que Millie Mae Hutton”.

Contesta el mayordomo. No, su hermano no está esa noche. Por supuesto que puede dejarle un mensaje, y por supuesto que su padre no tiene porqué enterarse. 

-Dígale que no sea un… -Se ahorra el insulto, aunque igual Regulus no va a creérselo si no se mete con él-. Dígale que le haga caso a Ruth, y que le compre un anillo bien caro.

 

III

 

Los ha buscado por todos lados, y al final los encuentra en el escenario vacío. Sus hermanos de Francia están congregados alrededor de la pianola, fumando, bebiendo cerveza robada, estando juntos una última noche. Remus intenta sacar la melodía de “Die Fesche Lola” en la pianola, pero Peter está demasiado borracho como para afinar correctamente. Roger le está enseñando a James a hacer malabares con cajetillas de tabaco vacías, pero solo consiguen que a Bill le dé un ataque de risa y le salga cerveza por la nariz.

-¿Cuánto puede tardar Black? -Fabian está terminándose su botellín y cogiendo otro de la caja, todo en un solo movimiento-. Porque ni siquiera él y su polla aristocrática pueden tener tanto aguante.

-¿Envidia, Prewett?

-Pues claro que le tengo envidia, Pettigrew. ¡Es Millie Mae Hutton!

James desiste de los malabares. Está claro que no va a ganarse la vida de juglar, así que opta por alinear las cajetillas de tabaco y chutarlas una a una, bien lejos.

-No sé por qué, Fabian, si estás claramente enamorado de tu fusil -le señala el Mosin ruso que tiene en brazos. Prewett lo acuna como un bebé, le da un besito amoroso en el cañón y a Bill vuelve a salírsele cerveza por la nariz.

Es Remus quien lo ve llegar, a lo lejos. Lo saluda con el brazo, haciéndole señas para que los localice pese a que lleva un buen rato observándolos. Lo ven, “¡Sirius! ¡por fin!” “¡Te habrás quedado a gusto!”, irrumpen en aplausos, Frank le dice que aún lleva la bragueta desabrochada pese a que obviamente es mentira, James lo abraza como si él solo hubiera conquistado Berlín, y Sirius cree que se va a desnucar de tanto negar con la cabeza. Intenta desviar la atención hacia otro tema, lo que sea, cualquier cosa, pero cuando le piden detalles y Remus dice que está muy cansado y que se va a dormir, decide que lo mejor es confesar la verdad.

-Va a ser mi cuñada, ¿vale? Si quisiera mentiros, me inventaría un cuento menos humillante.

Silencio incómodo. 

Su reputación dañada para siempre. 

Peter carraspea, James pone cara de asco, “eeeeew”, Fabian vuelve a palmearle la espalda, esta vez solidariamente, mientras murmura “qué duro, Black, qué duro”. Sirius acepta las muestras de apoyo como si estuviera en el funeral de su masculinidad, y se sienta en la banqueta. Al lado de Remus.

-Estos se han inventado un juego que creo que te gustará. -Está sonriendo, Remus está sonriendo-. James lo ha bautizado como “Lanzamiento de Botella”.

-¿Y cómo se juega?

-Creo que lo pillarás rápido, está hecho para Infantes.

Es tan complicado como parece: consiste en terminarse la botella de cerveza muy rápido, lanzarla muy lejos y tratar de que se estrelle muy fuerte contra el suelo. Roger dice que va ganando, aunque nadie ha establecido un sistema de puntuaciones, Bill le responde que es un tramposo, aunque Sirius no sabe cómo se podrían hacer trampas en ese juego. Rechaza la botella que le ofrece Bill y se queda de público, junto a Remus.

-Tócame algo, Lupin.

Remus obedece. No tiene partituras, así que toca las partes que recuerda. “No me la sé entera”, dice, “y en una pianola suena un poco ridícula”. Es preciosa. Es suave y poderosa, es lo que Remus quiere, es todo lo que tienen de momento. Es la Appassionata de Bethooven. 

-Lenin dijo que si seguía escuchándola no acabaría la revolución.

Sirius entiende perfectamente por qué. 

Si sigue viéndolo tocar, no va a poder irse a la guerra.

-Así que Lenin. -le susurra, mortalmente ofendido-. El tío que quiere dejar a los de mi clase sin trabajo.

-Una tragedia, ¿qué serías tú sin tus ponis?

-Un simple imbécil. -La risa de Remus suena mejor que Bethooven-. Maricón y socialista, Lupin. ¿Algo más que deba saber de ti?

-Me temo que también colecciono sellos.

-Madre de Dios.

Frank se autoproclama ganador de Lanzamiento de Botella y lo celebra echándose cerveza por encima, y entonces James cree que ya es hora de llevarlo a dormir la mona. Le pasa un brazo por los hombros, le da la razón como a los niños cuando se queja porque no tiene sueño y le miente, “sí, Frank, ahora vamos a ver a Alice”. 

-El resto, a dormir también. -Ordena-. Hay que descansar un poco, que Bélgica no va a conquistarse sola.

En menos de tres horas, dejarán atrás el verano y abandonarán Francia para siempre. Roger esconde la caja de cervezas detrás del escenario, Bill apura el culo de su botella y Peter se concentra en bajar las escaleras del escenario de una en una, despacito. Remus se levanta, estira las piernas, se despide de la pianola.

-¿Vienes?

-Tengo que hacer una última cosa. -Ya casi estoy, Remus-. ¿Me esperarás despierto?

Sirius se siente brillante por dentro cuando Remus le dedica una de sus sonrisas. Suave, sincera, más con los ojos que con los labios. 

-Te esperaré.

 

IV

 

En la enfermería, Lily está preparando los últimos botiquines para los médicos de infantería, los materiales que Remus y sus compañeros usarán para parar hemorragias, vendar amputaciones, frenar el horror de la guerra. Salvarles la vida, si pueden. Sirius se pregunta si alguna de esas botellas de morfina que Lily envuelve cuidadosamente será para él; si gastarán vendajes inútilmente en alguien que no logrará sobrevivir; si Bélgica vale lo mismo    que las vidas de sus amigos.

La saluda. Ella levanta la vista, ve quién es, y gruñe de una manera que suena algo rencorosa.

-¿Qué tal con tu cantante?

Es el tonito, la ceja levantada, la expresión censuradora: toda Lily se delata y Sirius se da cuenta de que Remus tampoco ha podido resistir la tentación de confesar ante una amiga.

-No es mi cantante, si no la de mi hermano. Espero que me hagan padrino de boda, por lo menos.

Eso parece alegrarla, aunque no mucho. Tiene los ojos enrojecidos, lo cual significa que ya se ha despedido de James. Sigue empaquetando el material meticulosamente, como si así pudiera cuidarlos desde la distancia. Las jeringuillas, la crema para las quemaduras, las tijeras, el yodo. Todo en los bolsillos correspondientes, para que el médico que lo use tenga las máximas posibilidades de triunfar. Se retira un poco para observar su obra de arte, con las manos en la cintura.

Suspira.

-Cuesta querer a un soldado que se va a la guerra.

Cuando lo mira con esos ojos infinitos, Sirius la entiende. No debería haber sido tan duro con ella cuando la vio llorando, diciendo que no tenía fuerzas para estar con James. Debería haberla comprendido.

-He venido a por su libreta, Lily. Y necesito un bolígrafo.

Siempre se va a odiar por no poder decir lo que siente, pero quizás pueda escribirlo. Tiene que probarlo, al menos. Se deja abrazar por ella, acariciándole el pelo que se cortó cuando entendió que la guerra había convertido el cabello largo en un lujo, cuando vio a los hombres heridos en batalla y empezó a ser una enfermera de verdad. Lily le pasa los brazos por los hombros, su voz es un susurro pese a que están solos en la enfermería.

-Siento que tengáis que sufrir así. -le dice al oído, tan bajito que no está seguro de haberla entendido-. Y ya no la tengo, Sirius. Se la ha llevado hace un rato.

Sirius consulta el reloj. Dos horas y media para irse.

Se despiden apresuradamente. Sirius le sonríe, Lily le devuelve la sonrisa.

-Cuídamelos, Black.

Espera sinceramente volver a verla. 

-Con mi vida, Evans.

 

V

 

Llega a la habitación sin aliento, con el corazón en la boca. Cuando abre la puerta, es lo primero que ve: la libreta está sobre su almohada.

Fabian y Roger duermen. Remus, acostado en su cama, lo ha esperado despierto.

Su voz es un susurro cuando le pide que lea las páginas que están dobladas por la esquina. Sirius se tira en la cama sin quitarse las botas, apenas se da cuenta de que Remus ha enrojecido violentamente. Puede que se vaya a morir de la vergüenza o de alguna cosa peor, pero le ha dado permiso para leer lo que ha escrito y a Sirius no se le ocurre mayor regalo ni mayor acto de valentía.

Se abalanza sobre la libreta y empieza a leer desde el final hasta el principio porque así se lo pide Remus. Desde la última página que ha marcado. 

El mote que le ha puesto le hace mucha gracia.

-¿Cómo que Canuto? -Lo que le hace aún más gracia es que Remus se cubra la cara con la almohada y considere seriamente intentar ahogarse a sí mismo con ella-. ¿Es por mi nombre, y las estrellas, y eso? ¿O…?

-Me gusta cómo te lías los cigarros. -Dice-. Es estúpido, ya lo sé.

No es estúpido.

-Es genial.

No es estúpido para nada.

Es más que genial, porque Sirius es el único de todos que no conserva su nombre real. 

El único.

Le cuesta creer que el hombre sobre quien Remus escribe sea él. 

No es él, no puede ser él. 

El hombre de quien escribe no tiene pasado y su futuro es incierto. Desde las páginas finales hasta el origen de todo, lo ve montar a caballo como si hubiera nacido para ello. Poderoso encima del animal, salvaje, un centauro legendario, un Infante innato. Lo ve hablar francés con la jefa de la Resistencia, sin ser consciente de que nunca podrá liberarse completamente del aristócrata que lleva dentro. Y luego lo ve bajo el cielo estrellado, como si hubiese caído de él y estuviese de prestado en la Tierra, quizá a punto de volver a su lugar legítimo, en la constelación del Can, cuando viajen a Bélgica.

El hombre de la libreta avanza por la playa, lo salpica todo de sangre, corre como un héroe de tragedia griega, lucha como un hijo de Zeus, empuña su arma como un semidiós. 

En la lancha que invade Normandía, está callado. No vomita, no reza, no llora, no dice nada. Se traga el miedo en silencio, y lleva el ansia de vivir escrita en los ojos cuando la puerta de la embarcación se abre y le tiende la mano para lanzarse al agua con él. 

En Inglaterra, ese hombre crece, se rompe, se transforma. Cada vez tiene los hombros más anchos y la cara más afilada, y cada vez se gana más el respeto de toda la compañía. Tiene la sonrisa blanca y los ojos profundos; y daría pena que le cortaran el pelo si no fuera porque está igual de -aquí, Sirius traga saliva- guapo así, rapado, o más incluso que antes. Más soldado y menos civil, más hombre y menos chico.

Es honesto, es leal, es fiero como un perro guardián. Y es dulce, cuando está a solas con el protagonista. Y lo hace reír cuando no toca, y beber más de la cuenta, y llegar tarde a los sitios, y cuestionarse su elección de amigos varias veces al día -aquí, Sirius se ríe-, pero sobre todo, lo hace sufrir como ningún otro.

Como ningún otro.

Sirius cierra la libreta y se la devuelve.

-Este no soy yo, Remus.

-Sí eres tú. -Lo está mirando desde su cama, a años luz de distancia-. Eres tú, Sirius. 

Remus está claramente mortificado por haberse abierto así ante alguien, pero ya que ha empezado, parece decidido a continuar hasta el final. Aunque le cueste. Aunque confesar sea de las cosas que más le han costado en la vida.

-Lo de esperarte iba en serio. Te esperaré, si quieres que te espere. Esto -dice, señalándole y señalándose a sí mismo- está bien así. Es más de lo que– es decir, está bien. Es suficiente para mí, pero… -coge aire, parece que considera frenar, Sirius reza para que acelere, y al final se decide a terminar la frase, aunque muera en el intento- solo quiero saber si leemos la misma historia a ritmos distintos o si estamos leyendo historias completamente diferentes.

Sirius suelta el aire que ha estado reteniendo en los pulmones. A él nunca se le van a dar tan bien las palabras así que, simplemente, le tiende la mano.

-No quiero perderte.

Entrelazan los dedos en el vacío, en el espacio que hay entre las dos camas. Remus le sonríe. 

Y entonces, Sirius decide que no, que no es suficiente. Ni de coña es suficiente.

Si sobrevive a la guerra, no sabe cómo cumplirá la promesa que le acaba de hacer a Millie. No cree que sea capaz.

Se lleva un dedo a los labios, mira hacia sus compañeros para comprobar que siguen durmiendo. 

La noche ya se acaba. Amanece en Francia.

El catre cruje cuando Sirius se levanta. Roger se revuelve un poco, murmura algo que suena sospechosamente como “Millie Mae”, y Sirius se queda congelado unos segundos hasta que la habitación vuelve a estar en silencio.

-Hazme sitio, Lupin. -Acalla sus protestas con un shhhhht autoritario-. Y hazme caso.

Nada va a ser nunca suficiente.

Especialmente, porque acaba de caer en la cuenta de que Remus escribió sobre él en secreto casi desde el inicio, y que “Sirius” pasó a ser “Canuto” antes incluso de que los pilotos llegaran a la base. Antes de Daniel. Mucho, mucho antes. 

-De nuevo, Remus, te lo repito, -se mete en su cama, en absoluto silencio, ignorando sus protestas-, el tío de la libreta no soy yo. -Juntos. A punto de irse a la guerra. Habiendo tenido el verano entero para hacer lo que al fin entiende que debe hacer-. Pero sea quien sea, me gusta. Me cae bien.

Remus vuelve a sonreír, tan cerca.

-No te creas. Si le quitas los ponis, es solo un imbécil.

Ambos se ríen en silencio, hasta enmudece y empieza a besarle las cicatrices del cuello, poco a poco, demorándose. “Sirius, ten cuidado”, le suplica Remus, suspirando, cerrando los ojos. Sirius lo ignora, “son el equipo olímpico de Lanzamiento de Botella, no despertarían ni con un bombardeo”, lame, besa, lo está dejando sin palabras, y va subiendo por el cuello a donde quiere ir, a donde debería haber ido desde el inicio, directo y sin rodeos. 

No es un bombardeo lo que los interrumpe.

Es peor.

Remus oye los pasos antes que él y hace lo único razonable en esa situación; cuando se abre la puerta y James entra en la habitación como un huracán, vociferando instrucciones y levantando las mantas de todos, Remus ya lo ha tirado de la cama de un empujón. Fabian y Roger se incorporan de golpe, Remus se restriega los ojos convincentemente y Sirius solo puede gemir, “au, joder”, desde el suelo.

-¡Nos vamos, caballeros! ¡Arriba, venga! ¡No os dejéis nada! ¡Prewett 2, puedes llevarte el Mosin, pero no te olvides del fusil reglamentario! ¡Davies, mueve el culo! ¡Las señoras del fondo, levanten! Sirius, ¿qué haces ahí tirado?

El caos de la habitación se detiene cuando cuatro cabezas se dirigen hacia él.

-Me he caído de la cama -dice Sirius.

-Se ha caído de la cama -Remus lo señala, por si alguien se lo ha perdido.

Que se choteen de él se veía venir pero que Remus se le una es indignante, sobre todo si le brilla así la mirada, y si lo ayuda a levantarse tendiéndole la mano, y si le dice, -bien alto para que todos se enteren-, que tendrán que comprarle una barandilla. Maravilloso. Estupendo. Frustrado es poco. Puto James. Puto Adolf. 

El resto de la compañía ya ha sido amorosamente despertada por su sargento, y pasan por delante de su puerta apresuradamente, cargando con todo el equipo. Roger y Fabian se ayudan mutuamente a abrocharse el ceñidor con los cargadores del fusil a la cintura, Sirius y Remus se cuelgan la mochila a la espalda y se despiden de la habitación. Se sonríen, sin poder decirse nada.

Fuera, la quinta compañía se congrega junto a los camiones que los van a llevar a Bélgica para absorber las últimas instrucciones que les dan. Fuman, miran las fotos de sus novias, se acuerdan de las francesas de Crépon, se santiguan.

Sirius inspira aire, intentando controlar el nerviosismo. Mira lo que deja atrás: los árboles negros, aún en la noche, y el cielo rosa, despertando. Revisa su material, se ata las botas, se despereza. Nota esa familiar sensación de claustrofobia que siente antes de la batalla, esas ganas irrefrenables de huir pese a que no puede, de despertar pese a que no está soñando. Mientras se ajusta el ceñidor a la cintura, ve a James hablar con Shacklebolt, y luego a Shacklebolt hablar con Moody. El capitán los mira. Ya no puede demorarlos más.

-En marcha, caballeros.

Los obliga a avanzar, los llama a obedecer. Y los infantes suben a los camiones. Sirius no se ha dado cuenta de que Remus se ha ido hasta que lo ve llegar, corriendo de la enfermería, sin aliento. La libreta ya está a salvo en manos de Lily. Acepta la regañina de James y la bronca de Shacklebolt con las orejas gachas, y sube al camión.

Sus compañeros se acomodan en los bancos de madera del camión militar, que no tiene puertas ni techo y por el que se cuela la brisa del amanecer. arrancan.

-Peter, cámbiame el sitio -Sirius necesita sentarse con Remus. Al menos eso. Ni que sea. Al menos estar a su lado.

-Sí, hombre -Peter está comiéndose una chocolatina como si la castigara por existir-. Todo el mundo sabe que el sitio más seguro en un camión es el flanco derecho.

-¿Quién te ha dicho semejante gilipollez?

Por la mirada culpable de Remus, que baja la vista al suelo y se muerde los labios para no reírse, ha sido él quien no ha podido resistir la tentación de tomarle un poco el pelo a su amigo.

-Todo el mundo lo sabe, Sirius -repite Pettigrew-. Todo el mundo.

-¿Qué te cuesta cambiarme el sitio?

-¿Por qué quieres mi sitio?

-¿Qué más te da?

-¡No me importa, pero si quieres mi sitio es por algo!

-Vas a ser igual de cargante en Bélgica que en Francia, Peter, ya lo estoy viendo -suspira frustrado, Peter tiene la misma flexibilidad en las negociaciones que un oficial de la Gestapo. Después de descartar la posibilidad de matarlo -demasiados testigos, no le viene bien una sentencia de un tribunal militar ahora mismo- se acomoda en su sitio y se contenta con mirar a su médico. 

-¿A la vuelta, Lupin?

Se hace silencio en el camión. 

Remus sonríe. Sus ojos son fuego.

-A la vuelta.

Empieza la operación Market Garden, una combinación de fuerzas Aliadas para dañar irreparablemente el ejército de Hitler. No los esperan, no sabrán de dónde han venido. Americanos, canadienses, franceses y británicos, por tierra y por aire, asegurarán los puentes y las líneas de comunicación, cortarán los suministros alemanes y destruirán su núcleo económico. Alemania se abrirá para ellos, y la guerra acabará pronto.

Los hombres desayunan chocolatinas y tabaco, charlan, atesoran los últimos momentos de un verano que ya les parece lejano e irreal, como si nunca hubiese existido.

Sus días en Arcadia han terminado.

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