Triunfar o Morir

Harry Potter - J. K. Rowling
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Triunfar o Morir
Summary
En 1944, las fuerzas aliadas se preparan para el desembarco anfibio más grande desde Alhucemas. El muro atlántico de los nazis, una fortificación kilométrica de misiles, minas y divisiones acorazadas al mando de Rommel, los espera en la costa francesa. Si consiguen atravesarlo, los soldados del frente occidental desembarcarán en territorio ocupado y deberán conquistar Francia, Holanda y Bélgica hasta llegar a Alemania, antes de que llegue el invierno, antes de que sea demasiado tarde.Esta es su la historia.
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Capítulo 12

I

En el norte de Francia, el clima ha sido fresco y les ha regalado cielos de un azul que Sirius no había experimentado jamás. Agosto avanza y los infantes se sienten, sorprendentemente, felices; pero a la vez, sienten que los días de verano están pasando de largo sin llegar a quedarse con ellos, y que la lejanía de la guerra solo hará que volver sea más duro.

A finales de 1944, los alemanes pierden por muchas razones, pero principalmente por la falta de combustible. Los Aliados se han hecho con todas las reservas de petróleo de África, y las vidas que dejaron en El Alamein han servido para que los nazis no tengan gasolina para sus vehículos, incluidos los aviones. Sus pilotos nuevos no pueden entrenar, y apenas quedan pilotos veteranos vivos, después de tantos años de guerra. Y así, con algo tan prosaico como la escasez de petróleo, la temible Luftwaffe queda herida de muerte para siempre.

En el Este, los rusos avanzan implacablemente. Emergieron de las cenizas de Stalingrado con más fuerza que nunca, con sed de venganza, y ahora nada ni nadie los va a parar. El resto de los Aliados controla casi la totalidad de Francia, excepto algunos reductos rebeldes que la retaguardia se encargará de eliminar. Alemania está ya muy cerca.  

Aún así, la quinta compañía va a tener que volver a luchar. Sus heridos ya se han curado, y es inútil llorar más a sus muertos. Moody no puede ni quiere mantenerlos más en la retaguardia. No sería justo para nadie, excepto quizá para ellos. 

Así pues, en los últimos días de Agosto, Shacklebolt los forma para comunicarles que participarán en la invasión de Bélgica y afirma que cuando lleguen, crucen al sur de Alemania y destruyan el núcleo industrial del Ruhr, la guerra habrá terminado. O al menos, esa es la teoría. 

-Eso dijeron cuando invadimos Francia -gruñe Davies. 

Varios hombres a su alrededor le dan la razón, enfadados. Los mandos siempre les piden un último esfuerzo, una acción decisiva que cambiará el curso de la guerra para siempre. Primero, la incorporación de los americanos; después, la invasión de Polonia por parte de Stalin; Normandía; París; y ahora, Bélgica. Pero por muchos grandes hitos que consigan, Hitler resiste y los soldados aliados siguen muriendo.

-Mandas una buena avanzadilla de rusos a Japón, y se acabó. -Si fuera por Frank, la guerra estaría ya ganada. Mientras Shacklebolt les explica la estrategia de la operación, se siguen oyendo murmullos. 

-Cortarles el suministro de acero directamente desde Francia.

-Frenarlos por mar.

-Bombardearles toda la frontera y avanzar, coño, que no es tan difícil.

Los susurros se escuchan cada vez más fuerte, toda la cadena de mando por encima de ellos está formada por inútiles, nada se hace bien, solo ellos pueden arreglar la guerra.

Enmudecen cuando Shacklebolt corta su discurso en seco. 

-Perder hombres es la inevitable tragedia de la guerra. -Les dice, sin necesidad de alzar la voz-. A todos nos duele cada soldado que cae. A mí, al capitán Moody, a los coroneles, a Winston Churchill. A todos. -Los hombres callan cuando Shacklebolt repite “a todos, caballeros, a todos”. Con las manos a la espalda, echa a andar entre las filas de los hombres que entrenó personalmente en Inglaterra y con los que conquistó Gold Beach-. A veces, los miro y no los reconozco. -Niega con la cabeza gravemente-. No me parecen los mismos que viajaron en aquellas lanchas, contra la marea, contra los nazis. Parecen derrotistas. Parecen perdedores. -Hace una pausa para dejar reposar sus palabras-. Me decepcionan, caballeros. 

En menos de diez minutos, la quinta compañía se ha cambiado al uniforme de deporte y es liderada por las calles del pueblo por su teniente.

Eso sí que no. Decepcionar a Kingsley Shacklebolt no. Eso jamás.

Cargan con todo el equipo, quince kilos de mochila y armas, corren como nunca, corren kilómetros y kilómetros hasta que se les empapa la camiseta, se mueren de sed y les tiemblan las piernas. Nadie se rinde porque cuando alguien nota que no puede más, solo hace falta que lo diga para que un compañero lo ayude. Shacklebolt es implacable y no les deja respirar, pero nadie se lo pide. James corre a su lado y cuando la pierna le duele, Frank ignora sus protestas y le quita la mochila. Sirius le recoge el fusil, Peter le pasa un brazo por los hombros y no paran hasta que Shacklebolt se deja caer al lado del camino, sonriendo entre bocanadas de aire. Los ha llevado a la cima de una colina y les señala el horizonte.

-Bélgica. -El cielo se está nublando, la última tormenta de verano acecha en los confines de Francia-. Y después, victoria.

Remus se deja caer en el césped. Le brillan los ojos en la cara pálida, fijos en su objetivo.

-Triunfar o morir- murmura.

Sirius le tiende la mano para levantarlo cuando ve que Shacklebolt emprende el camino de vuelta, corriendo con tanta potencia como ha empezado. La tormenta está descargando en Bélgica, a lo lejos, y va a calarlos por mucho que corran, tanto si quieren como si no.

-Solo triunfar, Lupin. -Tira de él con fuerza, chocan, trastabillan, se sonríen con la fiereza de los animales salvajes-. No quiero otra opción.

 

II

 

En 1944, la guerra ya apenas se juega con caballos. Los rusos son los que más se siguen sirviendo de ellos, y aún así ya los usan relativamente poco, y los americanos llegaron a Europa riéndose de los alemanes y los ingleses, cuyos intendentes aún montan para enviar mensajes al campo de batalla. Por eso, cuando el escuadrón se dirige al desayuno y ve el caballo británico, les parece estar viendo una criatura prehistórica. A todos menos a Sirius, que opina secretamente que algo tan horrible como una guerra no puede soportarse sin animales; sin caballos ni jinetes. Y cuando reconoce al soldado que monta, está seguro de que la guerra no va a poder ganarse sin ése jinete en particular. 

Puede oír el choteo de sus camaradas cuando el hombre, delgado y bajo como todos los buenos jinetes, lo ve y se dirige a él como señor Black, pero está demasiado emocionado como para que le importe.

-El señor Black es mi madre, Lewis. -Avanza con tres zancadas, lo ayuda a desmontar, y le tiende la mano-. Aquí soy solo Sirius.

Por la expresión en la cara del soldado, se nota que le va costar un esfuerzo titánico tutear al primogénito de los Black. Se dan un apretón de manos cálido y se ponen al día rápidamente: cuándo se alistaron, dónde han servido hasta entonces, y lo más importante, a dónde los llevarán cuando en unos días desmonten el campamento. Lewis le cuenta que está en las caballerizas, de mensajero, y le enseña un retrato de su novia. Cuando le pregunta por su familia, Sirius da largas, le pasa un brazo por los hombros y se lo presenta a sus compañeros.

-El mejor jockey de todo Ascot.

Lewis sonríe con orgullo y no se molesta en negarlo; sabe que es verdad.

-¿Y usted, señor? -Le busca alguna insignia de oficial que indique que su padre usó su influencia para ponerlo fuera de peligro, pero no la encuentra-. ¿Infantería?

La guerra lo democratiza todo, pero la aristocracia siempre se las arregla para que sus hijos se libren de batallar en el frente; y sin embargo, cuando llegó la hora de elegir entre el camino fácil y el camino correcto, Sirius fue donde lo llamó el deber. Pase lo que pase, siempre podrá sentirse orgulloso de sí mismo.

Lewis lo ha visto siempre de esmoquin y con una copa de champán en la mano en el palco de Ascot, sentado mientras los jinetes corrían por dinero, apostando con sus amigos de Cambridge, del brazo de alguna niña bien. Cerca del Rey, incluso, y de las jóvenes princesas. Ahora lo está viendo de uniforme, fumando con chicos del East End. Las balas le pueden hacer el mismo daño que a los demás, y ya tiene cara de soldado curtido, de soldado que ha visto morir y que ha matado. 

No solo reconoce al hombre, si no también al caballo que lo espera pacientemente. 

El corazón le da un vuelco. 

Antes de que el jockey pueda preguntarle si se acuerda de ella, Sirius se le acerca. Sonríe, le acaricia el cuello mientras le habla.

-Me hiciste perder mucho dinero, bonita. 

En concreto, todo lo que su padre le había dado para que pasara el verano. Se quedó sin ir al tour a Italia y decepcionó a todas las hermanas de sus amigos cuando no apareció por Londres en Agosto.

Sirius se separa de la yegua para evaluarla. Es pequeña, joven, musculada y bien proporcionada. Le observa la cabeza y los ojos y le mide la distancia del pecho, entre las dos patas delanteras. 

-Era una campeona. Nunca entenderé qué pudo pasarle.

La gran promesa de la temporada. En el último sprint, después de ganar durante días consecutivos y justo cuando Sirius apostó por ella, la yegua ralentizó el paso misteriosamente y quedó en cuarto lugar.

-Ni yo tampoco, señor.

Le acaricia el lomo, la mira a los ojos oscuros.

-El gran misterio de la temporada de 1939.

-Igual es que, simplemente, no le gustaba correr. Aunque se le diera bien.

Sirius se ríe y la yegua relincha, como si se hubiera ofendido.

-No quería competir para los aristócratas. -Sonríe, le palmea el cuello, le habla al oído-. Yo tampoco. -Un susurro, una voz suave que el animal parece entender-. Y aquí estamos los dos.

Mientras Sirius le hace carantoñas al caballo, Remus y Frank interrogan a Lewis. El misterio de cómo era Sirius antes de la guerra les parece fascinante, y por fin se encuentran con alguien que lo conocía cuando era únicamente el primogénito de Orion y Walburga Black.

-El señor Black era muy buen jinete. Aprendió a montar en poni, ¿verdad, señor?

Mal. Maaaaal. Muy mal. El cachondeo en las cabezas de sus compañeros está a punto de ebullición. Remus en particular hecha humo por las orejas, y la sonrisa que exhibe no denota nada bueno.

-¿Cuántos ponis tenías, Sirius?

A James ya le ha dado la risa.

-¿Cómo se llamaban?

-Para vuestra información, no eran ponis, -se defiende-, eran Dartmoor.

Se da cuenta de su error mientras habla. Mierda. Tan solo ha conseguido provocarle un ataque de risa a Roger, y lo peor de todo, le ha dado munición a Remus. El médico silva admirado, pone los brazos en jarra, afila la lengua. Está, francamente, abofeteable.

-Dartmoor, -repite, el muy imbécil-, nada más y nada menos, caballeros. 

-Te callas, Lupin. 

-Perdone mi ignorancia, señor Black, pero tendrá que explicarme qué es eso de Dartmoor.

-Cállate, te lo digo en serio.

-¿Se come?

-¡Que te calles!

-¿Se contagia?

Mientras Sirius lo manda a la mierda, Lewis dice con toda naturalidad que son un tipo de caballo en miniatura. Sirius le implora mentalmente que se calle y prevé que el choteo durará semanas. Lewis sigue, dice que Sirius era un jinete más que decente, y Remus no puede más.

-No me dirás que corriste en Ascot. 

-No flipes, Doc.

Los chicos como Sirius no corrían, solo apostaban por los caballos ganadores. Lo cual no significaba que Sirius no corriera en Ascot, de noche, cuando todo el mundo ya se había ido y la pista estaba desierta y a oscuras.

Bastaba sisar una botella de algún champán caro y compadrear un poco con los jockeys para que lo dejaran galopar. Si conseguía robar champán francés del bueno, incluso le dejaban el caballo que había ganado. 

Mientras Sirius y Lewis hablan del caballo, Remus ya no se ríe. Lo observa estudiar su porte, acariciarlo, mirarle los dientes y hablar de cosas incomprensibles para un hombre de clase media como el brío, la tirada, y el aire del animal.

-Te gustaba montar.

No es una pregunta si no una conclusión lógica que ha deducido, otra cosa que ha descubierto de él y que se guarda para atesorarla. Por toda respuesta, Sirius le sonríe, con una sonrisa sincera que ilumina esa mañana de verano.

En Blythe Mannor, era prácticamente lo único que hacía. Al principio, como todos los chicos de su edad, montaba para participar en las cacerías de zorros, pero lo dejó cuando se dio cuenta de que a su padre le gustaba que se le diera tan bien. Le avergüenza decir que no había muchos ideales en su negativa de seguir cazando, tan solo su rebeldía terca de renegar de todo lo que le hiciera parecerse a su familia. Además, en su lógica de adolescente, vestir como los demás, -pese a que el uniforme de chaqueta negra, pantalón blanco y botas de cuero lo hacía sentir como en casa-, chocaba con su nueva ideología, consistente en rebelarse contra todo y contra todos, por sistema.

Pero aunque abandonó la caza, no se vio capaz de dejar de seguir montando. Ensillaba el caballo temprano, antes de que las visitas que hubiera ese día despertaran, y salía a galopar por la hacienda. Solía llevarse a los perros. La jauría entera; los labradores corpulentos, que se lanzaban al agua para recoger los faisanes abatidos a tiros. Los pequeños terriers, que se metían en las madrigueras de los conejos. Y sus preferidos, los galgos de ojos nobles; galos tristes, galgos corredores que se lanzaban tras el zorro. A veces incluso entraba de puntillas en la habitación de su madre y le secuestraba a sus perros de compañía, las simpáticas bestias de cara chata que no tenían culpa de que la señora Black los criara y que lo acompañaban hasta la verja antes de volverse a la casa jadeando trabajosamente.

Sirius no quiere pedirlo, pero acepta cuando Lewis se lo ofrece.

-Desbrávela un poco, pero no la canse mucho. Y devuélvala a las caballerizas en media hora o se me va a caer el pelo.

Le vibra el cuerpo, le hierve la sangre. Pone un pie en el estribo, se impulsa y monta. Lewis le ajusta los estribos y le tiende las bridas. Espolea a la yegua suavemente y el animal lo obedece al instante. Se despide de sus compañeros distraídamente, ya tiene la vista fija en el horizonte. Empieza un trote suave, cogiendo impulso para correr. Imposible saber quién tiene más ganas de desbravarse, si el caballo o él. Mientras se acomoda en la silla, se sujeta con las rodillas y relaja la mano que controla la brida, se oye respirar en sincronía con el caballo, que lo lleva hacia el monte pero en realidad lo está llevando a casa, a Inglaterra. 

Ha vuelto a la colina donde le prometió a Remus que triunfarían, a la frontera entre Francia y la guerra. Pero esta vez, Sirius no mira hacia Bélgica, sino hacia el pueblo. La iglesia, las calles que recorrieron en moto, los caminos de tierra. El pequeño pueblo francés que soportó a los nazis con altivez seguirá allí, inmutable, mucho después de que ellos lo hayan abandonado. 

Desmonta, deja que la yegua paste un poco y cuando se sienta a recuperar el aliento, se sorprende un poco al constatar, sin lugar a dudas, que aquél ha sido el mejor verano de su vida.

 

III

 

La primera vez que se hicieron la mochila, los soldados de la quinta compañía siguieron el protocolo al pie de la letra, pero ahora que tienen experiencia y saben que el protocolo, como todos los protocolos del universo, no sirve para nada, se la tunean a su gusto. Munición, toda la que pueden. Cigarrillos, pocos. Total, ya saben que apenas van a poder fumar. Rellenan los bolsillos con sobres de azúcar para mezclarlos con agua, y envuelven la cantimplora en ropa de recambio para que no tintinee cuando anden. Remus tiene su mochila lista desde hace días, así que se escabulle a la enfermería a mendigar material extra para el botiquín. A falta de Remus, cuando Sirius termina la suya se dirige a los cuartos de los oficiales, a ayudar a James.

-¿Cuántos calzoncillos te llevas? -le pregunta su sargento en cuanto entra por la puerta. Pregunta importante. Importantísima. Crucial.

-Pocos, pero muchos calcetines.

James mira el material que tiene en la cama, asiente para sí mismo y empieza la tarea imposible de meterlo todo en la mochila. Está serio. Muy serio. Tristón, alicaído. Y Sirius no presta mucha atención a los demás soldados cuando están tristes, pero ver a James así es simplemente antinatural.

-Anímate, James.

-No me apetece.

-¿Cómo?

-Que no me apetece estar animado. 

Sirius aparta el rifle para hacerse sitio en la cama. Después de un rato pinchándolo, llega a la conclusión lógica de que solo hay algo que a James le importe tanto como la posibilidad de morir en Bélgica. Alguien, más bien.

-¿Quieres que te escuche o que te ofrezca soluciones?

-¿Tienes alguna buena solución?

A Sirius no le hace falta pensárselo mucho.

-Todas son pésimas, lo siento.

James gruñe y le pide que lo ayude a hacer la mochila. Le lleva un buen rato de quejas y pucheritos, pero al final suelta lo que lleva un buen rato queriendo decir.

-¿Qué le dijiste a Lily?

James solo puede estar refiriéndose a aquella vez en la enfermería, porque es lo máximo que ha hablado con Evans desde que volvieron de Amiens y le dio la libreta de Remus. Solo recuerda que quería llevarse a Remus del pescuezo y Lily le impedía llevárselo, que estaba cabreado y que no sirvió de nada porque madre mía, cómo puede ser que aún no haya marujeado con mi sargento sobre Frank y Blancanieves.

-Yo qué sé, Potter, no recuerdo bien.

-Sea lo que sea, gracias, -eso no se lo esperaba-, porque cada vez que me salto el toque de queda para ir a verla, -eso sí, eso sí se lo esperaba-, me asalta.

-¿Te qué?

-Se me tira encima, Sirius. Me pone de vuelta y media. Me besa hasta que no puedo más y noto sus, ¿sabes? contra mi pecho, ¿me entiendes? y ella debe notar mi- contra su-, pero no se aparta, ¡no se aparta! Es desquiciante, sinceramente. Me siento hasta mal. -Musita “desquiciante” varias veces mete todas las cosas en su mochila, que va tomando forma de salchichón-. ¿Crees que debería pedirle que se case conmigo antes de que nos vayamos a Bélgica?

Infarto. Sirius está teniendo un infarto. Un infarto silencioso y discreto, pero un infarto sin lugar a dudas.

-James, por lo que más quieras, no se lo pidas. -Niega con la cabeza-. En serio, no. -Repite “no, ni se te ocurra”, “olvídalo”, y “nononono” unas cuantas veces más, por si acaso.

-Frank se lo ha pedido a Alice y le ha dicho que sí.

-¿Cómo sabes lo de Frank y Alice?

-¿Cómo sabes lo de Frank y Alice?

-Porque los pillé con las manos en la masa.

-Porque me lo dijo Lily anoche, antes de atacarme.

Se siente un poco mal cuando le da la risa. En su defensa, si James no tuviera esa expresión afligida, completamente en serio, mientras cuenta cajetines de balas, quizá hubiera podido resistirse. Su sargento suspira dramáticamente y luego suspira otra vez, más fuerte, para que Sirius le haga más caso.

-Lo peor de todo es que tengo que frenarla yo. ¡Yo! Que nunca he frenado ni aunque me fuera a estrellar contra un muro. Es mi peor pesadilla, es demasiado complicado, te lo juro, yo así en el limbo no puedo seguir. No quiero que sea así, quiero que sea de verdad, quiero que en la noche de bodas mi enfermera flipe en colores. ¡Ni siquiera puedo lucirme! Necesito espacio para maniobrar, no hay sitio en un armario de escobas, ¡necesito mi Lebensraum!. -Lo ha dicho de corrido, sin coger aire, así que frena para no sofocarse con su propio delirio. El sargento James Potter, señoras y señores: cuesta abajo y sin frenos-. ¿Crees que me va a aceptar la carta por tercera vez?

-¿Qué pone en la maldita carta, a todo esto? -Sirius se apunta mentalmente preguntarle cuáles son sus mejores movimientos en la cama, porque tiene que enterarse de cómo juega James Potter. Más tarde, quizá, cuando esté un poco menos desquiciado.

-Pues que estoy enamorado de ella, qué va a poner. -Lo mira como si fuera tonto-. Y un par de cosas más, para que se ría. 

-¿Chistes, o…?

-No son chistes, idiota. -Se encoge de hombros de una manera que hace que Sirius olvide que lo acaba de insultar a la cara-. Yo qué sé, aunque prefiero que nunca tenga que leerla, quiero que si la lee, me recuerde y se ría. Hacerla reír desde el Cielo, o lo que sea. ¿Crees que si consigo un anillo me dirá que sí? -Nadie al volante, Jimmy, nadie absolutamente-. Lo voy a hacer, se lo voy a pedir.

-No deberías, pero si vas a hacerlo, por lo menos llévala a un sitio caro.

-Muy gracioso.

-Contrata a un tío con un violín. Cómprale rosas.

-Hilarante, en serio.

-Si en algún momento de la proposición te ves llevando un disfraz, frena y recapacita.

El signo definitivo de la locura de James es su impermeabilidad al cachondeo. Asiente para sí mismo, lo ignora olímpicamente, se lo piensa una última vez, y se decide. 

-Termíname la mochila, es una orden. 

Tiene un brillo kamikaze en los ojos, como si fuera a subirse a un avión con combustible solo para el viaje de ida. Se larga mientras deja a Sirius doblándole las camisetas y revisando el estado de su fusil. Con una sonrisa, ve que el sargento James Potter lleva chocolatinas extra para Remus, munición especial para el fusil ruso de Prewett 2 y papel y lápiz para que Peter pueda escribirle a su novia por correspondencia.

Le ha contagiado el vértigo, el muy imbécil.

 

Lily le dice que no. 

Pero James no se deja derrotar. 

Se agarra a la letra pequeña, porque en su mente, “no, pero” es prácticamente sí. Un sí con condiciones, un sí en pausa hasta que termine la guerra. Lily se queda con la carta, le dice que no mientras lo besa y le pide perdón por no poder quererlo del todo. Y cuando James le roba un último beso y se escabulle por la ventana, se arrepiente de no haber aceptado.

 

IV

 

A tres días de marcharse, las enfermeras deciden que van a cortarles el pelo a los soldados porque todos lo han dejado para el último momento y el pobre ingeniero que hace de barbero no da abasto. La cola de la enfermera Stevens, una rubia con unos hoyuelos imposibles, es la más larga de todas, pero Lily ha atraído a una cantidad de hombres nada desdeñable. Cuando Sirius se pone en su cola, llega justo para ver cómo termina de rasurar cierta nuca con unas tijeras que cortan demasiado poco. Remus se levanta, se sacude algunos mechones sueltos de los hombros. Lo mira. Hoy es la última guardia de Roger y Davies.

Le da las gracias a su amiga, y se marcha.

Sirius se siente inestable.

Le toca a Snape, pero James se le cuela con todo el descaro del que es capaz. Snape considera quejarse, pero debe prever que no tendrá mucho éxito dado que su público está compuesto enteramente por soldados que irán con James al frente, y sobre todo porque Lily ya intentando con todas sus fuerzas no sonreír mientras James se quita la camiseta.

-Sargento Potter, por favor.

James se sienta en la silla y marca todos los músculos de los que es capaz. 

-Si me lo pide tan educadamente puedo quitarme también los pantalones, enfermera.

James sonríe como el canallita que es, Snape rechina los dientes y Sirius se da cuenta de que se ha quedado un día precioso para hacer caras detrás de Snape para intentar que James se ría y Lily le pegue un trasquilón.

-Quietecito, soldado.

-Sí, señora.

La mujer se deshace de los rizos negros, que caen suavemente a sus pies. “¿Cómo puede ser que te haya crecido tanto?”, y James no puede evitarlo, “¿el qué, el pelo?”. Acepta el coscorrón y la amenaza de quedarse a medio pelar con una expresión sumisa bastante conseguida. 

Lily le quita las gafas con delicadeza y le recorta las patillas. Le sujeta la mandíbula para que no se mueva, le rasura los costados, corta los rizos del flequillo. Lo está tocando suavemente, James está relajado. Se deja hacer con total confianza. Lily tiene el control. Cuando se pone frente a él para comprobar que el corte esté igualado, James quiere sonreír, pero no puede. Lily le cubre los ojos con la mano, sopla para que los pelos olvidados se vayan volando y le quita los que se han resistido con las yemas de los dedos.

-Ya está. 

James abre los ojos.

-Vale, gracias.

Se vuelve a poner la camiseta.

-Cuídese mucho, sargento.

Las gafas no le sirven de nada, no sabe a dónde mirar. 

-Usted también, enfermera.

 

V

 

La tarde se ha alargado eternamente. La cena ha durado siglos. Prewett y Davies están  tardando años en marcharse. En realidad puede, solo puede, que estén siendo objetivamente rápidos, cogiendo todo lo que necesitan para pasar la noche en el puesto de vigilancia, pero Fabian se está entreteniendo demasiado en contarle a Roger Vida y Milagros de la chica galesa que sabe un montón de idiomas. Se pregunta en voz alta si hay algo freudiano en el hecho de que le guste que sea tan bajita, Roger Davies se ríe, Remus también, Fabian sigue a lo suyo y Sirius quiere estrangularlo. Sin dramas. Solo matarlo para que se calle y él pueda por fin quedarse a solas con su médico. El tiempo hasta entonces ha pasado lentamente, pero ahora queda cada vez menos para que se acabe la noche y cada segundo perdido es un segundo menos de Remus John Lupin. Y eso es inaceptable.

-Tonks te gusta tanto porque tu fusil parecerá gigantesco en sus manos en miniatura, Fabian, es un viejo truco.

Se le ha olvidado que Fabian no es un tío amante de la comedia y mucho menos si es a su costa, pero mientras Prewett le mienta a su madre y a una hermana que no tiene, Sirius ya está pensando en otra cosa. Una cosa con uniforme impoluto que calma la situación, se despide de sus compañeros suavemente pero con firmeza, cierra la puerta y arrastra el catre para bloquearla.

Sirius se siente como los perros de Pavlov, salivando cuando oye el sonido que precede lo que más quiere que pase en el mundo. En el caso de los perros del científico ruso, la campanilla anunciaba comida. En su caso, el arrastre de las patas metálicas del catre contra la puerta sólo puede significar Remus.

El pantalón ya le molesta. Le molesta mucho. Le duele, incluso. Pero ha aprendido que Remus puede hacer que le guste el dolor, y que sea inútil avergonzarse de ello.

-¿Tienes ganas? -Remus se le acerca y le acaricia la cabeza como si fuera su amo, que ha vuelto a casa. Puede que lo sea, un poco. Puede que Sirius sea un poco su perro, sin haber hecho nada relevante en todo el día salvo esperarlo.

Se coloca frente a él, de pie, para que Sirius le desabroche la bragueta, y ése es otro sonido que tampoco hace mucho por aplacarlo. 

Sirius no sabe si podrá contestarle sin sonrojarse, así que en lugar de eso, empieza a lamerle el estómago, “veo que sí, veo que tienes ganas”, justo en el borde del calzoncillo, “muchas, muchas ganas”, besa, muerde, Remus suspira. No sabe si siempre ha sido tan suave, -el vello rubio bajo el ombligo, las manos que le acarician la cabeza, la voz-, o es que él no se había dado cuenta hasta entonces; pero así, suave, Remus, es justo como lo quiere esa noche. Ha sonado urgente, necesitado, imperativo, pero podría perfectamente haberlo pedido por favor, Remus, lo quiero suave. Lo ve extrañamente indeciso, luego sonriendo para complacerlo. 

Se tumban en la cama.

Quedan tres días para marcharse a Bélgica, dos noches para dormir juntos y una última oportunidad para hacer lo que hacen a solas, en secreto, a espaldas de los demás. La manta les aprisiona los cuerpos como un escudo, tienen unas ganas irrefrenables de estar juntos. Remus sigue acariciándole la cabeza, sigue siendo demasiado suave. Sirius se estira junto a él, encajan como las partes de un fusil bien engrasado, y hay un hueco entre su cuello y su clavícula que parece hecho para acomodarse en él. Remus respira caliente, la yugular le late con fuerza sobre sus labios, y sabe a sudor y  al metal de su cadena.

-No hace falta que me digas lo que quieres, -le susurra-, solo enséñamelo.

Ha hablado más cerca de lo que Sirius ha estado de alguien en la vida. De Remus, o de cualquier otra persona. Aunque estén vestidos, estirados en un catre metálico, en la guerra más cruel que el ser humano ha ideado jamás, Sirius nunca ha sentido a nadie tan adentro como siente a Remus.

Se da cuenta de que está moviendo las caderas contra Remus y que igual Remus ya sabe lo que quiere, porque cuando lo mira, los ojos castaños se han vuelto oscuros.

-¿Te vas a correr así, -tiene que partir la frase en dos para poder respirar- en los pantalones? -Lo arrincona contra la pared, Sirius gime al notarla fría en la espalda incluso a través de la chaqueta.

La erección palpitante entre las piernas y el gemido que se le escapa le dan razón.

-Sí. -Confiesa, con las mejillas ardiendo-. Haré lo que tú quieras. Lo que tú quieras.

Remus le pasa la pierna por la cintura y cuando lo atrae hacia él, se da cuenta de que la habitación está insoportablemente helada si se aparta de su lado. Remus le susurra los suspiros al oído, leves, húmedos, y Sirius se muere, se muere porque esa vez sea despacio. Se relaja, se derrite. Cuanto más cerca está de él, cuanto más se hunde en la calidez de su cuello, más ganas tiene de seguir embistiendo, desesperado, ardiendo.

-Córrete así, para mí. -Remus se calienta, se transforma en el hombre que puede decirle cosas que lo hacen sonrojar-. Enséñamelo, enséñame cómo te corres.

Se rozan sin desvestirse, Sirius mueve las caderas, pero cuando mete las manos para tocarlo, para tocarse, Remus se lo impide. Le da instrucciones, “sin la mano”, lo riñe, “haz caso”, lo anima, “así, así, justo así”. 

Sirius se oye gemir, le arden las mejillas, se siente avergonzado, caliente, arropado entre la pared y el calor. No está seguro de poder correrse así, con solo fricción, pero tampoco está seguro de querer el orgasmo teniendo ese dolor áspero, desquiciante, cada vez que embiste contra Remus. Y es que su médico no se equivoca, nunca se equivoca en el sexo; sabe lo que necesita mucho antes de que él mismo lo haya siquiera pensado, sabe que se quiere portar muy, muy bien, sabe que quiere dolor y elogios, sufrimiento y alabanzas, humillación y ternura. Se restriega a embestidas que lo hacen delirar y Remus le responde con demasiado poco, por encima del pantalón, lo justo para obligarlo a embestir contra su mano y poder notar fricción. Lo felicita cuando le confiesa que está a punto de correrse -”lo estás haciendo muy bien así, como un perro, muy bien”-, lo riñe cuando Sirius le pide que lo toque -”me has dicho que te ibas a correr en los pantalones y te vas a correr así o no te vas a correr”-, lo consuela cuando gime y se da cuenta de que Remus se está tocando pero no lo está tocando a él -”ya falta poco, Sirius, un poquito más”-. 

El orgasmo llega de improvisto, por exceso de sensaciones; el dolor entre las piernas, las palabras de ánimo que escucha cada vez que confiesa que está muy cerca, y sobre todo, la visión de Remus masturbándose con la mano en la bragueta y la vista fija en él, mirándole los labios entreabiertos de los que escapan súplicas, y gemidos, y su nombre repetido en un susurro desesperado. Se corre tras unos segundos de embestidas violentas contra algún lugar caliente de Remus, entre la pierna y la cadera. Mira hacia abajo, ve que se ha corrido y cuando Remus lo felicita, cree que le arde la cara como lo hubiese pegado y siente que podría hacer lo que le pidiese, obedecer cualquiera de sus órdenes, y  si suplicarle que tomase el control y que hiciese su voluntad. 

Remus sonríe, respira errático, hunde la cara en su pecho mientras eyacula con su propia mano, sobre la cama, en espasmos calientes, “Dios, Sirius, sí”, están muy cerca pero de repente están todavía más cerca, las bocas a escasos milímetros, “Sirius, me voy a–, Sirius, sí, Sirius, Sirius”,  le busca los labios mientras se relaja e intenta acompasar la respiración.

No es la primera vez que intenta besarlo. 

No es la primera vez que Sirius lo rechaza. 

Pero esa noche Remus no disimula, ni finge que no se ha dado cuenta de que Sirius ha transformado el beso en abrazo.

-Hace calor, ¿no hace calor? -Sirius se aparta suavemente, se deshace de la manta-. Voy a lavarme. Tengo sed, ¿tú tienes sed? -Se levanta, se quita los pantalones manchados y busca otros-. Joder, qué calor hace en Francia, en serio.

Le late el corazón en los oídos mientras se oye decir estupideces, tonterías que duelen más que un insulto, más que la verdad. Siente que se ahoga. Se pone ropa limpia, pero la vergüenza que nota en la boca del estómago es imborrable. Se ahoga, se está ahogando. Remus no contesta. Lo mira pensativamente, aún acostado en la cama, y no dice nada cuando lo ve escabullirse de la habitación.

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