
Capítulo 1
I
Cuando Peter Pettigrew se imaginaba a sí mismo en la guerra, no se veía empuñando un fusil, aprendiendo a orientarse con una brújula o preparándose para desembarcar en Normandía. No se veía en la acción, así que cuando se alistó antes que nadie para poder elegir, y se metió en el cuerpo común de Transmisiones con un objetivo: acabar en una oficina para traducir mensajes secretos, interceptar comunicaciones, llevar cafés. Lo que fuera, con tal de no morir.
Pero la vida tenía un plan muy diferente para él.
A Peter Pettigrew lo destinaron a la quinta compañía de Infantería, a encargarse, nada más y nada menos, que de llevar la radio y establecer comunicación con los altos mandos para recibir órdenes en la vanguardia de los que iban a desembarcar en Gold Beach, en Normandía.
Pettigrew había errado el tiro, y ahora, después de dos meses de entrenamiento, ya es tarde para hacer nada salvo hacer lo que sea, cualquier cosa, para sobrevivir.
Remus Lupin se alistó al cuerpo de Sanitarios porque sencillamente, no podía seguir sin luchar. Podría haber ido a parar con los Artilleros, la Caballería o la Aviación, pero el destino también lo envió a Infantería, y lo aceptó con una resignación que rayaba la indiferencia. No se había alistado para servir en la retaguardia; se había alistado para triunfar, o morir. Daba igual dónde. Lupin sabía, con la certeza de los hombres que siempre ven la obra de teatro entre las cortinas, que había llegado la hora de salir al escenario, que no habría futuro si no ganaban esa guerra, y que en esa guerra se jugaba mucho. Se lo jugaba todo.
El soldado Potter dejó Oxford sin pensarlo para alistarse y a su madre casi le dió un infarto cuando se le presentó en casa con el uniforme, listo para irse a la base de reclutamiento.
-Mamá, que me voy a la guerra.
La señora Potter se encerró en su habitación a llorar, y su padre se dejó caer en su sillón orejero, murmurando algo con voz tan baja que James tuvo que acercársele para poder descifrarlo.
-Infante, -decía su padre, una y otra vez-, se ha hecho infante.
Ni al cuerpo de Sanidad ni al cuerpo de Transmisiones ni al cuerpo de Intendencia. No, señor. Su único hijo se había apuntado a coger un rifle e invadir Francia. Y no contento con eso, ni siquiera iba a luchar en camión, o en tanque; iba a ir a pie, armado solo con un fusil, a la vanguardia de la guerra.
Cuando James salió de casa sin saber si volvería, escuchó la puerta tras él y notó el abrazo de su madre. Con lágrimas en los ojos, la señora Potter le dio un sonoro bofetón, le dijo que estaba muy orgullosa de él, y le dio un gran consejo.
-Tú gana hijo. Pero ten cuidado.
El soldado Black también se alistó voluntario. Otro infante. Se decidió cuando en una cena familiar oyó a su padre comentar lo tontos que eran los chavales voluntarios, adoctrinados por la propaganda del Churchill. “Morir por un país”, proclamó Orion, “menuda estupidez”. Obviamente, a Sirius no le quedó otra que alistarse al día siguiente a lo más peligroso de todo. Lo único con más mortalidad que infantería era meterse a piloto, y aquello presentaba tres problemas: el primero, que tardaría demasiado en pasar a la acción porque se tardaba mucho en entrenar un piloto, y él quería matar nazis ya, pero ya; el segundo problema era que volando no podía matar nazis como él quería, es decir, disparándoles muy de cerca.
-Y además, tengo vértigo. -Le dijo a James el primer día de campamento, cuando les estaban rapando las cabezas-. ¿Y tú? ¿Por qué no llegaste a ser piloto?
Dando por hecho que algo gordo se lo había impedido, claro.
-Las gafas -respondió James gravemente.
Sin la melena y los rizos, James Potter y Sirius Black parecían hermanos. Mientras les daban el equipo y se peleaban con el material y el uniforme, Sirius pensó que aquél piloto frustrado le sonaba de algo. Cuando el sargento Shacklebolt los puso firmes y anunció que empezaban a marchar, -a paso ligero, durante seis kilómetros, con los quince kilos de equipo encima-, se exprimió los sesos intentando ubicarlo, sin éxito. Nada. Ni cuando lo vio fracasar estrepitosamente intentando montar el fusil, ni cuando bajaron de la colina sudando como animales. Quién coño eres, gafotas. Solo al final del día lo reconoció, y solo lo reconoció cuando lo vio quitarse la casaca verde.
-¡Potter! -James se sobresaltó y cuando se dio la vuelta, Sirius soltó un grito victorioso-. ¡Del equipo de remo de Oxford! ¡Os pegamos una paliza el verano pasado!
Sirius reconocería espaldas de remador en cualquier parte. James se colocó bien las gafas para verlo mejor, y un haz de luz le cruzó los ojos castaños como un rayo.
-¡Tú eres el que hizo trampas! ¡Black!
Su primer instinto fue abrazarlo, pero a medio camino frenó bruscamente.
-Espera un momento, ¿cómo que trampas? ¿Cómo se hacen trampas en una regata, si puede saberse?
-Yo qué sé, dímelo tú, que quedaste primero.
Todavía se estaban chinchando cuando el médico rubio los mandó callar, -suavemente pero con firmeza, en la litera de al lado-, y todavía estaban dando las gracias al destino por haberlos puesto juntos cuando se durmieron, uno arriba y el otro abajo, ambos convencidos de que su equipo de remo era el mejor de todos, ambos llevando la razón.
II
Casi ocho meses después, los cadetes de la quinta compañía han aprendido muchas cosas: los infantes, a disparar ametralladoras, pistolas, fusiles y subfusiles. Los sanitarios, a curar. Los transmisores, a operar la radio. También han aprendido, y quizá eso es lo más importante de todo, a estar incómodos, a pasar hambre y a tener sueño.
Lo primero que echan de menos en el campamento base es poder andar con normalidad.
-Estas ampollas me están matando -dice Pettigrew, durante la primera semana.
El segundo mes, Potter dice que asesinaría a alguien por una comida de su madre. Cuando Lupin, con toda la buena intención del mundo, le pregunta si no le vale con la caja quincenal de galletas que recibe por correo, James dice que no. Un gruñido, un bufido y una mirada asesina sobre las gachas de cartón piedra que comen todas las mañanas. Que no, y punto.
Es a los seis meses de formación militar cuando Sirius se da cuenta de que no ha dormido más de cinco horas seguidas en medio año.
-Igual a Hitler le da por atacarnos cuando estemos acostados en los sacos de dormir, pero ¿tenemos que prepararnos para ello todas las noches?
También aprenden otra cosa que Sirius le oye verbalizar a Lupin durante una de las interminables marchas hacia la colina. Es martes, o quizá viernes. Es tarde, o quizá temprano. Marchan en medio del pelotón, ni primeros ni últimos. Sirius delante, el joven sanitario algo rezagado.
-Ya no sé quién soy- murmura Lupin.
Echan de menos quiénes habían sido antes de alistarse. Sirius sabe que romperlos para transformarlos en guerreros tenía lógica, pero en la práctica, los han destrozado tanto que ya no se reconocen en el espejo, ni por fuera ni por dentro.
-Eres un médico de la quinta compañía. -Le dice cuando llegan a la cima-. Ni más ni menos, Lupin.
Están tan cansados que es imposible saber si el sol nace o se pone sobre las montañas, a lo lejos, y sobre el mar donde zarparán hacia Francia, más lejos todavía.
III
La compañía entrena por las mañanas con largas horas de formación física centrada en lo necesario para darles las mayores probabilidades de sobrevivir. Táctica, topográficas, orientación, tiro. Bajo el sol, bajo la lluvia, bajo la nieve. Por las tardes, los infantes hacen aún más formación física, esta vez centrada en fortalecerles el cuerpo. Hay un dicho en las Fuerzas Armadas Británicas para cuando se tiene que explicar algo complicado, y que Shacklebolt no deja de encontrar gracioso cada vez que se lo repite.
-Esto lo han hecho para infantes, -dice, siempre que les enseña cómo cargar un arma que todavía no han probado-, no se preocupen, que no se van a hacer ningún esguince en el cerebro.
No se necesita ser el más listo de todos para empuñar un fusil y encabezar la vanguardia contra los alemanes, tan solo se necesita saber controlar el miedo a la muerte, y eso es lo que su sargento intenta inculcarles por las tardes mediante largas marchas sin agua y carreras de obstáculos en el patio de armas.
Mientras los infantes sudan, los de Transmisiones se meten en su aula a aprender a comunicarse por radio y los sanitarios aprenden a suturar heridas, a parar hemorragias, y a identificar gangrena. Sirius, pese a que siempre termina exhausto bajo el mando del sargento Shacklebolt, no envidia a Lupin.
-Apuesto lo que quieras a que te cambiarías conmigo -le susurra un día, señalando a Snape con la cabeza.
Snape es un sargento indescifrable. Médico de profesión, se pasa las tardes humillando a sus cadetes por no ser médicos de verdad, por no saber cosas que aún no les ha explicado, o por no correr lo suficientemente rápido pese a que nunca jamás lo han visto correr a él.
Lupin le da la razón.
-Que sepa manejar cantidades mortales de morfina me parece hasta inmoral.
Mientras Sirius intenta contener la risa para que Snape no los castigue, se alegra de saber que será Lupin el que irá con ellos a luchar.
III
El día que llegan las enfermeras, la palabra “novia” flota en el ambiente. Ellas serán las que se quedarán en la retaguardia y les salvarán la vida si resultan heridos, las únicas mujeres de Inglaterra lo suficientemente locas como para embarcar a Francia y hacer lo mismo que los sanitarios hombres excepto servir en primera línea de batalla.
-Míralas, Potter.
Mientras bajan del autobús en una fila perfecta, con las cofias blancas relucientes al sol matinal, la quinta compañía emprende una de sus interminables marchas. Corren a paso ligero con el uniforme de deporte, encabezados por el sargento Shacklebolt y pasando por delante de las chicas.
-¿Tienes novia, Pettigrew? -dice Sirius, sacando pecho. Dos de las chicas ríen, a lo lejos.
Solícito, el pequeño Peter les habla de una tal Abby, una de esas chicas que escriben a los soldados por carta.
-Me parece que le gusto de verdad.
Sirius no ve venir el codazo de advertencia de James, que se estrella en sus costillas y le quita el aire que iba a usar para chotearse del joven cadete. Cuando consigue recuperar el aliento, se dirige a Lupin.
-¿Y a ti quien te espera en casa cuando vuelvas, Doc? -A Lupin le ha dado tanto la risa que no puede decir nada si no quiere desconcentrarse y perder el ritmo-. Longbottom, ¿y tú? - Longbottom está demasiado ocupado en pasarle revista a una enfermera de pelo oscuro, así que Sirius lo deja regodearse en la pequeña figura de la chica y tras una breve vacilación, se dirige al sargento-. ¿Y usted, sargento Shacklebolt?
-No es que sea asunto suyo, pero estoy felizmente casado. -El hombre no se gira cuando le responde, tan sólo acelera para obligarles a correr tras él-. También tengo una niña de seis años, y otra de tres.
-Anda, ¿y cómo se llaman?
-Como vuelva a hacer perder el paso de uno de mis cadetes, Black, lo meteré en un bombardero y lo dejaré caer en el centro de Berlín.
-La pregunta es, -dice Prewett 1-, ¿cuántas novias tienes tú, Black?
La sonrisa malévola de Sirius centellea en la mañana inglesa.
-¿Y tú, tienes novia, Potter?
-Yo sí, -dice James, ajustándose las gafas, que se le resbalan por el sudor-, esa. -Señala una melena pelirroja que anda con las otras a paso rápido.
El crédulo Pettigrew silba con admiración.
-¿Y cómo se llama?
-Ni idea, -sonrisa jovial y cristales empañados mientras le guiña un ojo a la pelirroja, que lo ignora olímpicamente-, pero quiero que sea ella quien me cure si un nazi me dispara.
Todos se sorprenden cuando el capitán Shacklebolt se echa a reír tanto que es él quien pierde el paso.
-Si aplica ese optimismo en la guerra, Potter, la vamos a ganar en tres días.
Las risas de la quinta compañía aún se escuchan en el campo de maniobras cuando los cadetes se pierden colina arriba.
IV
Hombres rotos, hombres nuevos. El régimen al que les someten es tan tiránico como al que van a enfrentarse y al final el hambre, el sueño, la falta de comodidades y de identidad hacen que no puedan fingir, ni mentir. El ejército les obliga a mostrar quiénes son en realidad, y los infantes ya empiezan a saber con qué clase de hombres irán a la muerte o al triunfo. Tras muchos meses de formación juntos, Sirius se ha ido haciendo una idea aproximada de cómo son los otros soldados que invadirán Francia junto a él.
Al contrario que Potter, que se sabe los nombres de pila de todos y le cuesta trabajo dirigirse a ellos por su apellido, a él no le gusta pensar demasiado en ellos como chicos; tan solo son soldados, sin vida antes de la guerra ni sueños para cuando llegue la paz. Así es todo más fácil. Sin embargo, sabe perfectamente a quién quiere tener al lado en batalla.
Al sargento, por supuesto. Justo, incansable, protector. A los Prewett, listos como linces, con una puntería milimétrica. Longbottom es algo lento pero está fuerte como un leñador. Y Potter, claro. Un héroe en potencia, ágil, inteligente, el mejor compañero. Carga con la mochila del que no puede más, regala su ración de chocolate al que añora su madre, nunca se queja y siempre tiene un optimismo suicida que hace que todos los entrenamientos sean soportables si los hacen junto a él.
A Sirius se le da bien ubicar a la gente. Excepto a Lupin.
Sabe que lo quiere a su lado, pero no sabe muy bien por qué.
Cuando lo cataloga como débil, le sorprende con una fuerza que alguien de su tamaño, en teoría, es imposible que tenga. Cuando piensa que es torpe, monta la ametralladora más rápido que nadie con esas manos tan suaves. Su contrabando son libros en lugar de revistas con chicas desnudas, y siempre cambia su ración de cigarrillos por una tableta de chocolate arenoso. Apenas fuma, apenas bebe, apenas habla, y siempre es cortés con las enfermeras, pero nunca intenta cortejarlas.
-Yo creo que ni caga, te lo juro -le dice un día a Prewett 2, mientras lo observa cenar.
Misterio. Lupin es un misterio. Y a Sirius no le gustan los misterios.
V
Han tomado la costumbre de encontrarse en la puerta de la enfermería cuando todos ya se han ido a dormir. Lupin, Potter, Pettigrew y él, siempre. A veces se les une Longbottom cuando no está muy cansado, a veces vienen los Prewett y se sientan en silencio con ellos. James suele incordiar a Lupin hasta que le cuenta cosas de la enfermera Evans, porque casi todas las tardes hacen instrucción juntos bajo el mando de Snape.
Esa noche fuman tabaco rubio y beben los cuatro de la botella que ha robado Peter. Sirius aguanta el interrogatorio pacientemente, como cada noche. Ve el perfil de Lupin a contraluz, los labios fumando su cigarrillo y bebiendo cuando le dan la botella. “Se crió cerca de Londres”, “le gusta Billie Holiday”, “no, por decimotercera vez esta noche, Potter, no tengo planes de casarme con ella”. Al final, cuando incluso Pettigrew pide que cambien de tema, Sirius sabe de qué quiere hablar exactamente.
-¿Por qué te alistaste voluntario, Lupin?
Del médico misterioso, de eso quiere hablar. Más que de cualquier otra cosa.
Potter y Pettigrew lo miran, expectantes, y Lupin entiende que esa noche, ante sus cuatro amigos, ya no le valen las evasivas. Cada vez que le han preguntado, ha esquivado el tema con una agilidad admirable: “para salvarte cuando te dispares en el pie, Pettigrew”, “para contarte cosas de la enfermera Evans, Potter”, “para hacer que te rías y pierdas el paso, Black”. Pero nada de eso le va a servir aquella noche.
Lupin le da una última calada al cigarrillo antes de inspirar con fuerza y responder.
-Por los judíos.
Es Pettigrew quien rompe el silencio.
-Hombre, es de lo mejor que se puede comer, pero tanto como para alistarse…
-Las judías no, idiota. -Dice James-. Los judíos.
Sirius tarda un segundo en atar cabos. Pettigrew enmudece y le da la botella a Lupin, que la rechaza con un gesto suave y les cuenta lo poco que sabe sobre lo que pasa en el Tercer Reich.
-No sé qué les hacen, pero están desapareciendo de Europa. En Alemania ya no quedan. Los encierran en barrios, les prohíben trabajar, los marcan con una estrella de David. Luego se los llevan. Nadie sabe a dónde, pero no vuelven. Nadie sabe qué hacen con los judíos.
-Lupin. -Es Potter el que hace la pregunta que todos se mueren por saber-. ¿Judíos como tú?
Walburga Black siempre dice que, como con los católicos, hay algo poco inglés en los judíos.
-Judíos como yo.
Sirius nunca ha visto un inglés más reconcentrado que Lupin.
-Sabía que había algo diferente en ti, Doc. Te tengo calado.
Lupin apaga el cigarrillo en la suela de la bota, dice que deberían marcharse al dormitorio si no quieren que los pillen, y echa a andar a su lado sin decir nada más, mientras a Sirius piensa que no es eso, que todavía no se ha desvelado el misterio de Lupin. Sin embargo, una cosa queda clara esa noche: los nazis no van a tocarle un pelo a su judío.