
Lord Voldemort se revela
Pétalos de flores flotaban sobre el suelo de mármol mojado del Ministerio de Magia. Eran fragmentos de vidrio transformados que habían sido usados como armas cuando todas las ventanas de los diez pisos se habían roto en un solo instante. Dumbledore había desviado la maldición antes de ser atravesado por millones de pequeños cuchillos. Había luchado fuego con agua, conquistando una monstruosa serpiente en llamas que se había abalanzado sobre él, ansiosa por atacar con adornados colmillos ardientes. Había sido derrotada por una tormenta agresiva que lavó el atrio y lo limpió de magia oscura. Dumbledore estaba en su centro con la varita girando alrededor de su cabeza y una mirada de control total en el rostro.
—¿No quieres matarme, Dumbledore? —llamó Voldemort, mientras le disparaba otro destello de luz verde.
Dumbledore se volvió con gracia en el acto para evitar ser golpeado. Sus habilidades mágicas eran extraordinarias e inigualables, aunque elegía no hacer ningún daño duradero.
—No busco matarte, Tom —respondió éste con calma, lanzando un encantamiento de escudo tan poderoso que Voldemort casi tropezó.
Sonriendo serenamente, Dumbledore se tomó un momento para acariciar su larga y completamente blanca barba mientras el hermoso canto de su ave fénix llenaba sus oídos. Siempre se podía confiar en que Fawkes apareciera donde pudiera ser de ayuda. Se abalanzó hacia abajo y alrededor de los dos magos enemigos. Resucitado de las cenizas, el ciclo de renacimiento del fénix de integridad y bondad contrastaba magníficamente en comparación con el horror de lo que se había convertido Voldemort. La gente no estaba destinada a vivir para siempre, pero el mayor defecto de Voldemort siempre había sido que no entendía que había muchas más cosas peores que la muerte.
—Este no es tu momento de morir, ni el mío, me temo —dijo Dumbledore, transformando rápidamente los escombros de la infraestructura desmoronada que caía sobre él en una suave lluvia cálida—. Llegará aun así. Debes saberlo.
—Tal vez para ti —se burló Voldemort, lanzando otra larga gama de maldiciones que Dumbledore bloqueó fácilmente.
De un lado a otro, se enfrentaron en duelo. De hombre a hombre, si uno pudiera pasar por alto cuán poca humanidad parecía permanecer en el cuerpo resucitado de Lord Voldemort. Si era correcto lo que Dumbledore sospechaba de lo que sabía sobre el camino de Tom Riddle hacia la inmortalidad, entonces intentar matarlo en ese momento saldría mal y solo serviría para debilitar a Dumbledore en esa batalla. No que alguna vez hubiera sido su intención tratar de vencer al Señor Tenebroso en cualquier caso. Como la profecía declaraba, y como Dumbledore tenía la intención de llevar a cabo, ese papel estaba reservado para Harry Potter.
—Los aurores están casi aquí, Tom —le recordó Dumbledore con calma, que era exactamente como estaba previsto.
Tonks había estado de guardia y había pedido ayuda a los aurores y a la Orden cuando los mortífagos habían llegado. Ella ya había sido evacuada por Moody y Lupin, después de haber escapado por los pelos de Bellatrix Lestrange. Dumbledore los había echado a todos para sólo quedarse él, con la intención de evitar que Voldemort se marchara durante el tiempo que fuera necesario. Pronto nadie en el Mundo Mágico dudaría de la autenticidad de su regreso y eso disminuiría en gran medida su oportunidad de operar en secreto.
—Podemos terminar esto ahora —continuó Dumbledore—. Ya tienes lo que viniste a buscar aquí.
Voldemort gruñó, disparando un Avada Kedavra hacia Dumbledore, pero falló por medio milímetro. La maldición rebotó en la Fuente de la Hermandad Mágica, derribando las últimas estatuas en pie, un goblin y un centauro, sobre el montón de aniquilación dorada. La noble figura de un mago con su varita apuntando alto en el aire ya se había desmoronado y su pieza más grande yacía encima de Bellatrix Lestrange, manteniéndola atrapada en su lugar mientras ésta agarraba la profecía protectoramente contra su pecho, como un recién nacido muy querido.
—Muy pronto entenderás por qué no deseo matarte —dijo Dumbledore justamente, mientras eludía a Voldemort con una ligereza en sus pasos que ocultaba sus muchos años de vida.
Sus flores transformadas se levantaron del suelo y formaron una hermosa pared protectora que se redujo a pétalos marchitos a medida que absorbían cualquier hechizo destinado a él.
—La profecía que tanto codicias explicará por qué tu arrogancia, tu ambición grotesca y, lo que es más importante, tu incapacidad para entender el amor, comenzó el curso que terminará con tu ruina —prosiguió con fuerza, manteniendo sus ojos enfocados en Voldemort, incluso cuando escuchó lo que sonaba como una docena de personas apareciendo todas a la vez.
La misión se había completado. El duelo no tenía que continuar.
Voldemort miró a su alrededor a todos los funcionarios del Ministerio que lo estaban viendo en ese momento con sus propios ojos, después de negarlo durante la mayor parte de un año. Era el sacrificio inevitable que Voldemort había estado dispuesto a hacer para recuperar la profecía que Bellatrix tenía en sus manos. Habría sido poco probable que pasara por el Ministerio de Magia completamente desapercibido, aunque Dumbledore se había asegurado de que permanecer inadvertido fuera imposible.
Éste mantuvo su rostro tranquilo, aunque el brillo en su ojo brillaba más fuertemente en ese triunfo.
—No puedo matarte, Tom, pero creo que algún día alguien lo hará.
Tan rápido como una serpiente, Voldemort agitó su varita en el aire y las paredes y el techo del atrio comenzaron a desmoronarse y caer sobre sí mismo. La gente gritó y se agachó para cubrirse. Dumbledore fue rápido en bloquear el impacto, convirtiendo la roca en polvo que salpicó a todos los testigos. Voldemort había utilizado la distracción para liberar a Bellatrix de su confinamiento debajo de la estatua.
Ésta tropezó entre los escombros y el agua esparcida por el suelo en su afán por llegar al lado de su amo. Apuntó su varita directamente a Dumbledore y se burló maniáticamente, mientras que su otra mano continuó aferrándose a la profecía que Voldemort le había confiado. Desaparecieron en una nube de humo negro y Dumbledore no interfirió, incluso cuando el Ministro de Magia finalmente pareció recuperar el uso de su voz y gritó:
—¡Dumbledore, deténgalo!
—Es tarde por ahora, Cornelius —respondió él con calma, volviéndose para apartar la vista del lugar donde Voldemort antes había estado. Miró por encima de sus gafas de media luna a la marabunta de personas que parloteaban rápida y emocionadamente sobre lo que acababan de ver—. Aurores, si entráis en el siguiente departamento, encontrareis a tres mortífagos esperando un arresto oficial —dijo con autoridad, sus botas de tacón alto tintineando mientras caminaba por los charcos en el suelo.
Los prisioneros estaban encerrados en una cúpula circular de la propia creación de Dumbledore. Había sido cuestión de minutos acorralarlos una vez había llegado y Dumbledore dudaba sinceramente de que Voldemort tuviera alguna intención de rescatarlos. Éste y Bellatrix probablemente ya estaban muy lejos de Londres, la profecía en su poder, la cual Voldemort creía que sería la clave de todo lo que quería saber.
Los aurores dudaron, aparentemente pareciendo recordar que, ahora que Voldemort se había ido, Dumbledore también era un hombre fugitivo. Pero Fudge agitó la mano con impaciencia, aún pareciendo completamente atónito, y se apresuraron a avanzar en la dirección que Dumbledore había indicado. El Director y el Ministro se quedaron solos, con la única excepción de dos consejeros del Ministerio.
—Los Mortífagos capturados son Lucius Malfoy, Antonin Dolohov y Rodolphus Lestrange —dijo Dumbledore sombríamente, acercándose.
—¿Malfoy? —Fudge balbuceó, pareciendo mucho más inestable de pie que Dumbledore, que acababa de pelear una batalla impresionante de la que tal vez nadie más habría sobrevivido para contar la historia.
—Sí —dijo él con frialdad—. Recordarás que Harry Potter te comentó el año pasado sobre la presencia de Lucius la noche en que Lord Voldemort regresó. También has acusado injustamente a Sirius Black en enero de ayudar a los otros dos a escapar de Azkaban. Ahora debes reconocer que todo este tiempo fue Voldemort.
Ignoró la forma en que un escalofrío parecía extenderse por el grupo al pronunciar el nombre de Voldemort. Cada uno de ellos se retractó, incluido el Ministro, que había saltado hacia atrás tan abruptamente que casi se resbaló en el suelo mojado. Durante una pausa de unos segundos, hubo silencio, lleno de la tensión de todas las preguntas sin respuesta que todos anhelaban hacerle al hombre al que habían pasado la mayor parte de un año difamando y desacreditando de todas las maneras imaginables.
Entonces Fawkes voló desde los arcos, cantando su bella canción mientras aterrizaba con gracia en el agua junto a la bota de Dumbledore.
—Maravilloso como siempre, mi querido amigo —dijo Dumbledore a su fénix con cariño, extendiendo la mano para acariciar la cabeza del pájaro con un largo dedo huesudo—. Gracias. —Miró de nuevo para fulminar al Ministro de Magia directo a la cara—. Ahora has visto pruebas de que he estado diciendo la verdad todo este tiempo. Has intentado silenciarme, sacarme de mi colegio, atacar mi persona y credibilidad. Eso termina ahora, Cornelius.
—Sí, sí —dijo Fudge con voz tambaleante, mirando a su alrededor en busca de apoyo, aunque todos no le prestaban atención, mirando a Dumbledore boquiabiertos.
—¿Qué pasa, Fawkes? —Dumbledore preguntó afectuosamente, mirando hacia abajo mientras el pájaro persistentemente lo golpeaba con la cabeza.
Con la atención puesta en sí mismo, Fawkes extendió sus impresionantes alas y una larga pluma roja flotó hacia el suelo. Dumbledore sabía lo que era y que no podía significar nada bueno. Se arrodilló para recogerla, mojando su túnica mientras la pluma en su mano se transformaba instantáneamente en un trozo de pergamino al tacto. Entrecerró los ojos mientras leía el breve mensaje rápidamente, sintiéndose debilitado con cada palabra.
Profesor Dumbledore:
Minerva ha sido enviada a San Mungo después de que Umbridge y un equipo de aurores lanzaran cuatro hechizos aturdidores simultáneos a su corazón. Pudimos revivirla y estabilizarla moderadamente antes de transferirla. Habló unas pocas palabras y quería que te dijera lo que había pasado. Este ataque ocurrió cuando Umbridge intentaba emboscar a Hagrid en su cabaña en medio de la noche, aunque éste logró escapar.
Severus Snape
Dumbledore acarició la cabeza de Fawkes en agradecimiento por entregar ese mensaje con tanta devoción. Entonces el fénix echó a volar de nuevo fuera del Ministerio a través de una abertura en el techo roto. Dumbledore se puso de pie, con gracia, sosteniendo la nota de Snape ligeramente en su mano. Apretó los labios y se tomó un momento para pensar en lo que quería decir. La pura audacia de todos ellos lo hizo sentir ardiendo con una ira que había reprimido durante demasiado tiempo. ¡Cómo se atrevían cualquiera de ellos a atacar a Minerva! ¡Cómo se atrevían a echar a Hagrid de su propia casa!
—Acabo de recibir la noticia de que Dolores Umbridge eligió emitir una emboscada injustificada contra Rubeus Hagrid esta noche, con los aurores del Ministerio a sus órdenes —Dumbledore alzó el mensaje de Snape—. Han atacado a mi profesora de Transformaciones y la han puesto en el Hospital San Mungo para Enfermedades y Lesiones Mágicas con una condición potencialmente fatal. ¡Inaceptable!
La voz de Dumbledore se elevó en esa última palabra y obtuvo una sombría satisfacción por la forma en que Fudge se movía nerviosamente de un lado a otro sobre las suelas de sus pies. Su cara estaba muy seria mientras miraba fijamente por encima de su nariz torcida al Ministro, quien había puesto una tirana sobre todos ellos en Hogwarts y había hecho ese año tan imposible como había podido. Dumbledore se negaba incluso a considerar la posibilidad de que el daño pudiera llegar a ser duradero para la profesora McGonagall, pero lamentaba profundamente no haber tomado una postura más firme contra Umbridge y el Ministerio, ya que recordaba todas las veces que Minerva se había desahogado sobre cómo debería estar haciendo exactamente eso.
—Ordenarás la expulsión de Dolores Umbridge de Hogwarts inmediatamente, Cornelius —exigió Dumbledore.
—Sí, sí —se tambaleó Fudge—. Tendrá que irse.
—La quiero fuera antes del desayuno —dijo con fuerza—, y espero que se complete una investigación completa del Ministerio por este atentado contra la vida de Minerva McGonagall.
—Un intento de asesinato es un poco extremo, Dumbledore —tartamudeó Fudge torpemente.
Dumbledore lo miró muy fríamente y no había brillo en sus ojos.
—Si el Ministerio desea que mi asistencia y cooperación avancen en el mejor interés de cómo proteger a la comunidad mágica, entonces cederás en este asunto, Cornelius. Exijo que Dolores Umbridge enfrente las consecuencias de sus acciones ilegales.
No esperó una respuesta, sabía que no tenía que hacerlo. Sacó su reloj de bolsillo. Dumbledore se tomó su tiempo examinando los planetas que daban vueltas alrededor antes de meterlo de nuevo en sus túnicas.
—Creo que puedo encontrar tiempo para reunirme contigo mañana por la tarde.
—¿Mañana? —parpadeó, claramente pareciendo esperar tener la completa atención de Dumbledore de ahí en adelante. Esto era la guerra, era motivo de pánico, y el Ministro no tenía la primera idea de por dónde empezar—. Espere aquí un momento, Dumbledore...
—Mañana a las siete en punto —repitió Dumbledore con firmeza. De ahí en adelante, él estaba al mando y era obvio. No tenía ningún uso para el Ministerio, pero nunca tendrían una oportunidad sin él—. Algunas de esas danesas de frambuesa que tu cocinero preparó la última vez que estuve en tu oficina tampoco estarían mal. Ahora, si me disculpas, me temo que he estado lejos de mi colegio por demasiado tiempo.
Y con la boca de Fudge todavía abierta, horrorizado, Dumbledore pasó cuidadosamente sobre algunos escombros del techo y desapareció. Reapareció casi instantáneamente en una ajetreada sala de espera a solo unas calles de distancia. Podía sentir cada ojo en la habitación sobre él mientras se acercaba a recepción y esperaba pacientemente a que una de las brujas o magos que vestían las túnicas verde lima de un sanador se dirigiera a él. A sus espaldas, Dumbledore pudo oír su nombre del susurro apagado que zumbaba a su alrededor.
—¡Profesor Dumbledore! —una voz cálida exclamó varios minutos más tarde, y un joven sanador con el pelo castaño atado hacia atrás en una coleta caminó alrededor del escritorio.
—Buenas noches, Qrineus —Dumbledore sonrió cálidamente a su antiguo alumno—. Creo que tengo que felicitarte. Dilys Derwent me ha dicho que recientemente has sido elegido para dirigir la planta de daño por hechizos.
—¿Eso ha dicho? —Qrineus sonrió con orgullo—. Sí, solo se ha hecho oficial hace unas semanas.
—Una elección digna —dijo amablemente—. Todavía recuerdo cómo solías seguir a la señora Pomfrey por el ala del hospital en Hogwarts tratando de aprender el oficio. ¿Todavía está aquí, por cierto?
—No, se fue hace solo veinte minutos —respondió Qrineus—. Nos ayudó a depositar a la profesora McGonagall primero en su habitación. ¿Supongo que es por eso que has venido?
—Sí, exacto —asintió Dumbledore, con su sonrisa desvaneciéndose, pareciendo serio de nuevo—. ¿Qué puedes decirme?
—No es tan simplemente reversible —dijo él en voz baja—. No un daño de hechizos de esa magnitud. —Dumbledore asintió con la cabeza en silencio mientras el sanador seguía con su explicación—. El impacto de los cuatro aturdidores detuvo su corazón y, aunque se ha revivido, está palpitando débilmente y deja de funcionar por completo, así que necesita que lo bombeen nuevamente, a falta de una palabra mejor. Ya hemos tenido que hacerlo dos veces. Un círculo vicioso que esperamos que se detenga a medida que su corazón se fortalezca con un descanso y un tónico adecuados. Nada de esto ocurrirá de la noche a la mañana
—Ya veo —dijo Dumbledore en bajo. Luego le dio una palmadita en el hombro al sanador—. Bueno, Minerva no podría estar en mejores manos que las tuyas, estoy seguro, Qrineus. ¿Estaría bien si la viera antes de regresar a Hogwarts?
—Sí, señor, por supuesto —asintió Qrineus—. Está en la habitación diecinueve, caminando por ese pasillo.
Mientras Dumbledore seguía las instrucciones, fue consciente de que su corazón latía dentro de su pecho. Nunca le había fallado, a pesar de todas las veces que lo había puesto en juego. Por mucho que hablara de que la muerte no era nada que temer, él nunca había muerto.
Todavía estaba vivo, habiendo visto y enviado a innumerables jóvenes brillantes a sus trágicos finales antes que él. Sin embargo, la idea de que Minerva sucumbiera tan abruptamente era algo con lo que no podía lidiar. Una de sus amigas más queridas, con quien contaba que estuviera lealmente a su lado, a quien confiaba sus secretos que nunca había contado a nadie más... Dumbledore sabía que estaría absolutamente perdido sin ella.
Su confianza vaciló al quedarse en el pasillo una vez llegó a la habitación. Las lágrimas le ardieron en los ojos cuando al final miró a su alrededor y vio a Minerva acostada de espaldas con las manos elegantemente sobre la manta que la cubría.
—Oh, Minerva, mereces mucho más —susurró Dumbledore con tristeza, y le golpeó más intensamente de lo habitual que todos los demás.
Lo que debía pedir a todos ellos era lo inimaginable. Sin embargo, persistentemente planeaba las vidas y posiciones de los demás para cumplir su gran plan. ¿Realmente el fin justifica los medios? ¿Podría lidiar con la destrucción definitiva de Lord Voldemort, incluso si eso significaba sacrificar a Harry, Severus y tantos otros a la causa? A veces Dumbledore se preguntaba si era mejor que el propio Voldemort. Cuántas personas habían sufrido y muerto porque él no podía salvarlos a todos, porque se estaba concentrando en terminar a Voldemort antes que todo lo demás. Cuando todo dependía de las decisiones que tomabas, era difícil que incluso el mejor mago de la época no tuviera dudas.
—¿Albus?
—Lo siento, Minerva. No quise molestarte —susurró Dumbledore, acercándose a tomar la silla junto a su cama.
—¿Has venido? —parecía preocupada, con los ojos sólo parcialmente abiertos—. No tenías que...
—Por supuesto que he venido —dijo Dumbledore con firmeza, extendiendo una mano para cubrir sus manos con la suya—. Y quiero que sepas que hice que el ministro aceptara sacar a Umbridge del colegio inmediatamente. No tendrás que volver a verla.
—Bien —dijo Minerva roncamente.
—Los sanadores confían en que pronto estarás bien —mintió él casualmente, esperando que tal fe aumentara sus posibilidades. Minerva parecía muy agotada y sin aliento, pero no parecía tener ningún dolor. Eso era algo, al menos—. Sólo tienes que descansar.
—Descansaría mejor en mi propia cama —le informó ella obstinadamente.
La barba de Dumbledore se crispó en una sonrisa.
—Pero acabas de llegar aquí —señaló de manera justa.
Minerva ignoró esto.
—Poppy podría ayudarme...
—Me temo que eso no es posible en este momento —dijo Dumbledore disculpándose—. Sólo puedo imaginar lo enojada que estaría la señora Pomfrey conmigo si intentara sacarte de aquí antes de que decidan que estás lista. Todavía no me ha perdonado por los dragones en el Torneo de los Tres Magos del año pasado. Así que, vamos a tomarlo día a día, ¿eh?
—Si tú lo dices —murmuró ella, pero aunque parecía cansada, sus ojos lo miraron con preocupación—. ¿Qué ha pasado esta noche, Albus? He estado muy preocupada.
—Todo salió como lo habíamos planeado —respondió Dumbledore—. No tienes que preocuparte por mí.
—Claro que sí —replicó Minerva—. Todos estaríamos perdidos sin ti. Ni siquiera puedo soportar imaginar...
—En realidad, es al revés —dijo éste, sabiendo en su corazón que aunque tomaba las decisiones y planeaba las vidas de todos como correspondía, nada se haría si no fuera por los valientes hombres y mujeres con los que se rodeaba—. No sería nada sin ninguno de vosotros —dijo con cuidado, inclinándose para besar la frente de Minerva. Sonrió cuando la vio también hacer lo mismo, mientras sus pestañas se cerraban. —Duerme un poco, querida. Estaré justo aquí.