
Traidora
El domingo 18 de diciembre un expreso esperaba en la estación de Hogsmeade a los estudiantes de Hogwarts que volverían a casa para pasar las festividades y el receso de invierno con sus familias. Priscila cargaba sin ganas su baúl, casi rozándolo contra el suelo del andén, en busca de alguien que quisiera compartir un compartimiento con ella. Puesto a que sus amigas, ahora tan solo compañeras de dormitorio, no estaban del todo contentas con Priscila. Hogwarts no guarda secretos, y menos los más jugosos. Tan solo horas después de la fiesta de navidad de Slughorn, todo el colegio sabía que Priscila Potter no solo había sido escoltada, sino que también besó a Sirius Black. Tampoco pensó la idea de encontrarse con James, no aun, al menos. Dejaría que su mejor amigo se lo explique primero.
¿Sería un problema vivir con ellos? Se preguntaba cuando la tomaron con fuerza por el brazo, arrastrándola dos pasos hacia atrás.
— No entiendo —confesó su amiga, Zaira Greengrass, con un suspiro.
— ¿Qué cosa no entiendes?
— Creí que… que irías con —miró hacia ambos lados, y susurró— con Regulus.
Supo que Zaira hablaba de la fiesta de Slughorn. Y pensó, ‘‘exacto’’, en haber susurrado su nombre estaba implícita la respuesta.
— ¿Por qué habría ido con él? —Zaira la observó como si lo supiera todo, además de que Priscila la trataba de idiota— Bueno, puedo contestarte algo… —pero se obligó a cerrar la boca al verlo allí, contra una pared, rodeado de su grupo de Slytherins más cercano. Tragó saliva, nerviosa. Tenía que pasar por ahí, por delante suyo. Sabía que las rodillas le flaquearían. Tomó aire y levantó la cabeza, después de todo, el que tomó la decisión final, había sido él.
— ¿Qué cosa? —preguntó Zaira, y Priscila pensó que habían pasado horas. No tenía recuerdo alguno siquiera de qué hablaban.
— No sé.
— Él no perdonará lo de Sirius —le dijo muy segura y Priscila se rio.
— ‘‘Él’’ no tiene nada que perdonar. Todos hacemos nuestras propias elecciones, Zaira. Elegí a Sirius, y no tengo nada por qué pedir disculpas.
Zaira seguía observándola como si no le creyera una sola palabra.
— Él, definitivamente, hizo sus elecciones —dijo, provocando una reacción sorpresa en Zaira.
— No me mires —dijo él cuando Priscila solamente lo había reojeado por un momento. Viró los ojos y Regulus se enderezó, dispuesto a acercarse, notándosele el par de ojos enfurecidos, fijos en Priscila.
— Pues tu tampoco me mires —le respondió, y las miradas del andén estaban puestas en ellos, a la expectativa de lo que fuera.
Regulus levantó el mentón, negando lento y corto, como si estuviera decepcionado.
— Debo confesar que me equivoqué contigo, Potter —habló. Priscila levantó una ceja, sin ganas de escuchar lo que fuera que quisiera decirle, pero tampoco le bajó la mirada—. Por un momento creí… creí que comenzabas a reconsiderar lo que significa nuestra sangre, lo valiosos que somos nosotros, ella corriendo por nuestras venas.
— Mis valores no flaquean, Regulus. Estoy muy segura de lo que soy —respondió con calma, y él se le rio en la cara. Para ser sincera, tenía motivos para hacerlo. Porque, por el contrario, ella nunca hubiera trabajado ni con él ni con Snape.
— Yo también estoy seguro de una cosa, que no resultaste ser más que una traidora repugnante —escupió, pero no la miró a los ojos al decirlo.
En ese momento, aún sin bajarle la mirada, aunque no la compartían, se sintió chiquita. Tan chiquita y débil, que quería salir corriendo de allí y llorar.
— No debimos de confiar en ti.
— No debiste —lo corrigió tragándose la tristeza, más no las palabras—. Deberías preguntarte, en primer lugar, ¿por qué confiaste en una traidora, tú, Regulus Black, heredero de la más antigua y honorifica familia?
— ¡Expuls…! —intentó conjurar Barty Crouch Jr., pero su varita, que apuntaba a Priscila, salió disparada por encima del expreso.
Regulus giró sobre sí, sobresaltado, mirando desorbitado a su compañero de casa, sin interesarle quien rayos había bloqueado la maldición que habría arrojado a Priscila contra la pared o adónde él hubiera deseado. Abrió la boca, pero qué iba a decirle, no podía defenderla ni preguntar que rayos le pasaba por la cabeza.
— ¡Ella es mía! —le advirtió, amenazante.
Pero, al volver su cabeza, Priscila estaba siendo arrastrada de allí por Lily Evans.